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La aldea perdita

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XI.
Madre é hija.

Una viajera en aquella misma hora asciende con fatiga por la cuesta de Canzana. El sol todavía no asomaba su disco resplandeciente por encima de las montañas. La fresca brisa de la mañana juega con sus cabellos grises, levanta el fino chal de seda con que se envuelve. Su figura es arrogante; su rostro marchito conserva las huellas de una hermosura singular; su tez es blanca, sus labios finos, sus ojos altivos.

Es D.ª Beatriz de Moscoso, de la clara estirpe de los Moscosos, próxima deuda del capitán. Había llegado la noche anterior á Entralgo sobre un caballo con jamugas y acompañada de un solo criado espolique. La sorpresa de D.ª Robustiana fué inmensa al verla entrar por casa.

– ¡Señorita!– exclamó con voz angustiada y plegando sus manos.

– No; no ha muerto— respondió gravemente la señora comprendiendo la tácita pregunta que aquella exclamación significaba.– Han llegado felizmente á Panticosa y parece que no está peor.

No dijo más. La mayordoma no osó preguntarle tampoco porque bien conocido tenía el genio altivo de las cuñadas de su señor.

Cuando hubo cenado, antes de retirarse á descansar preguntó dónde se hallaba el pueblecillo de Canzana. Regalado y su esposa se lo explicaron. Informóse después de si habitaba en él un cierto sujeto llamado Gregorio que tenía por esposa una mujer llamada Felicia. Efectivamente allí vivían tales sujetos. Nada más preguntó. Dió las buenas noches y se retiró á la habitación que D.ª Robustiana le había preparado.

Cuando ésta y su consorte se encontraron solos miráronse con ojos donde brillaba la sorpresa y el triunfo.

– ¡Ella es!– exclamó Regalado con voz de falsete.

– ¡Ella es!– respondió D.ª Robustiana sin alzar más la voz.

¡Sí, ella era! ¡Cuánto tiempo, cuánta astucia, cuánta saliva habían gastado para averiguar aquel secreto sin conseguirlo! Y ahora se les venía á las manos cuando menos lo imaginaban. Habían sido de los primeros en sospechar que Demetria no era hija del tío Goro y la tía Felicia. Éstos tenían efectivamente una niña de pocos meses que estuvo á punto de morir de un ataque de epilepsia. La ofrecieron al Cristo de Candás y se salvó. Y como la fiesta de esta veneranda imagen se efectuaba en aquellos mismos días, la llevaron á allá. Cuando volvieron observaron los vecinos que la niña no parecía la misma, pues si bien en el tamaño no se diferenciaba gran cosa, estaba mucho menos adelantada, como si en vez de tener tres meses fuese sólo nacida de algunos días. Nadie, sin embargo, osó formular ninguna sospecha de sustitución hasta que Regalado pudo observar que entre D. Félix y el tío Goro mediaba alguna relación oculta. Una vez les vió hablar con animación y en voz baja en el pórtico de la iglesia, callándose inmediatamente cuando él se aproximó. En otra ocasión, al pasar por delante del dormitorio de su señor, observó que éste conversaba también en secreto con el tío Goro; escuchó un momento y pudo convencerse de que D. Félix le entregaba dinero. Nació en su mente la idea de que la niña Demetria era hija de su señor: se lo comunicó á su esposa en secreto: ésta, con igual reserva, lo puso en conocimiento de una de las comadres más adictas á su persona. En poco tiempo y en reserva se lo comunicaron unos á otros los vecinos de la parroquia y vino á saberse en toda ella.

Duró esta creencia ó presunción algunos años. Sin embargo, al cabo, por algunas circunstancias que á su atención se ofrecieron, Regalado vino á sospechar que se hallaba en un error, que Demetria, si bien no era hija del tío Goro, tampoco lo era del capitán. Buscó, investigó, caviló. Todo fué inútil. El resto de los vecinos, como no tenían los motivos que el mayordomo para cambiar de opinión, siguieron aferrados á la antigua.

Poco después de amanecer D.ª Beatriz salió de su habitación vestida, se desayunó cambiando pocas palabras con D.ª Robustiana y volvió á enterarse del camino que conducía á Canzana. El ama de gobierno la invitó á asomarse á uno de los balcones y le mostró allá sobre la meseta de la colina el pintoresco pueblecillo y medio oculto entre los árboles el camino que desde Entralgo llevaba á él. Aunque Regalado trató de acompañarla y guiarla, D.ª Beatriz se opuso resueltamente á ello. Salió sola de casa, llegó al Campo de la Bolera, salvó el puente de madera echado sobre el riachuelo y comenzó á ascender lentamente el sendero de la montaña.

Su fisonomía serena, impasible no denotaba la agitación que en su alma reinaba. Jamás había soñado en tomar la resolución que ahora estaba realizando. Cuando aquel bandido la engañó, su orgullo padeció aún más que el corazón. Entregó con absoluta indiferencia el fruto de sus amores y juró interiormente no verlo más en la vida. D. Félix, que se hallaba á la sazón en Oviedo, lo recogió y se encargó de llevarlo á criar á la montaña. Pero la casualidad hizo que sus convecinos el tío Goro y Felicia pudieran prohijar aquella desgraciada niña. La suya se había muerto de un segundo ataque de epilepsia al pasar por Oviedo de regreso de Candás.

Fué un capitán del batallón de Pontevedra el autor de aquel fiero desaguisado. Festejó rendido á D.ª Beatriz mientras estuvo de guarnición en Oviedo; ganó también el favor de su madre D.ª Leonor, viuda de Moscoso, y de D.ª Rafaela su hermana. Porque era el oficial hombre galán, afable y divertido y se hacía querer de cuantos le trataban. Entraba en casa y se le consideraba como un hijo. Cuando vino repentinamente la orden al batallón de trasladarse á Vitoria, la noticia cayó como una bomba en aquella casa tranquila y conventual. El capitán solicitó de D.ª Leonor el permiso de casarse en secreto con su hija antes de partir, pues de otro modo era imposible á causa de las muchas diligencias que se necesitaban. Cedió la viuda: efectuóse la ceremonia en casa de la novia: bendijo á los desposados el capellán del batallón: asistieron sólo tres compañeros del capitán. Finalmente, éste se partió y al cabo de dos ó tres meses se supo que estaba casado ya hacía años en Sevilla y separado de su esposa. Puede calcularse la estupefacción, el dolor, la indignación de aquella noble familia. D.ª Beatriz estaba en cinta. Su madre adoleció tan gravemente que antes de un mes pasó á mejor vida. Le aconsejó á la traicionada joven que hiciese perseguir al criminal y lo enviase á presidio lo mismo que á sus cómplices, pero ella se negó resueltamente á ello. El orgullo, más que la piedad, fué parte á mantenerla en una actitud de soberbio desdén. En bastantes años no puso el pie en la calle. Ni con su misma hermana cambió una palabra acerca de la niña que había llevado á criar D. Félix. Sólo de vez en cuando entregaba á éste en silencio algún dinero. En silencio también lo recibía su cuñado y lo entregaba después á quien iba destinado.

La compañía de su sobrinita María, que comenzó á pasar largas temporadas en Oviedo y por último casi vino á vivir enteramente, alegró aquella casa sepulcral. La niña parecía tenerles amor y acomodarse bien á sus costumbres y manías. Pero aquella súbita enfermedad, aquel vómito de sangre heraldo siniestro de una muerte cierta, causó profunda impresión en el alma de las linajudas damas. D.ª Beatriz en particular sintió su corazón desgarrado, y en virtud de la gran turbación que de ella se apoderó comenzaron á punzarle los remordimientos. Imaginó que Dios le enviaba aquella severa advertencia por el abandono cruel en que había dejado á su hija. Cavilosa y triste durante algunos días y consultada con su confesor y con su hermana, resolvióse á recoger el fruto de sus amores, llamarla hija y hacerla su heredera. El médico había aconsejado que María pasase el invierno en Málaga. D. Félix acató tal consejo y decidió no volver á Asturias hasta el verano siguiente. Pocos días después de su partida D.ª Beatriz emprendió el camino de Entralgo.

La cuesta de Canzana es agria. La dama, sometida desde hacía largos años á una clausura casi completa, la sube con trabajo. A menudo se detiene y derrama una mirada por el valle que se extiende á sus pies. No su incomparable hermosura la cautiva, no la brisa matinal suave y fragante la embriaga. Una arruga profunda surca su frente, signo de intensa preocupación, de temor y de anhelo. Su faz, ordinariamente blanca, se tiñe ahora de carmín por la fatiga.

Cuando menos lo esperaba, en una de las revueltas del retorcido camino se encontró con las primeras casas de la aldea.

– ¿Conoces á un hombre que se llama Gregorio?– preguntó á un niño que jugaba en la calle.

El niño la miró con asombro y no respondió.

– Vamos, dí, ¿conoces á un hombre que se llama Gregorio, que tiene por mujer á una que se llama Felicia?– volvió á preguntar con impaciencia.

El mismo asombro y el mismo silencio por parte del chico.

Pero una mujer que estaba en un corredor tendiendo ropa y había oído la última pregunta, respondió por él.

– Sí, señora, sí; el tío Goro y la tía Felicia viven en aquella casa que tiene un árbol grande delante. Vea usted; ahora sale el tío Goro con un jarro á ordeñar.

D.ª Beatriz se dirigió á la casa señalada. El tío Goro ya había entrado en el establo. Acercóse á la puerta, que como de costumbre en el campo estaba abierta, y manifestó su presencia con el saludo tradicional, exclamando en alta voz:

– ¡Ave María Purísima!

– Sin pecado concebida— respondió desde arriba Felicia bajando acto continuo.

Al encontrarse enfrente de la dama fué grande su sorpresa.

– ¿Me conoce usted?– preguntó D.ª Beatriz con lacónica severidad.

El semblante de Felicia se cubrió de intensa palidez.

– Sí señora, la conozco.

No la había visto más que una sola vez en su vida y apenas había tenido tiempo para grabar sus facciones en la memoria. Pero ahora más que la memoria se lo decía el corazón.

– Me sorprende y me alegro de que usted me reconozca. No quise que nadie me acompañase desde Entralgo. Cuanta menos gente se entere, mejor. Ya adivinará usted á lo que vengo…

 

Felicia la miró con intensa atención sin despegar los labios.

– Vengo por Demetria… ¿Dónde está?

Felicia se puso todavía más pálida.

– Arriba está— dijo con voz apenas perceptible. Repentinamente se había quedado ronca.

– Llámela usted.

– Demetria, baja— quiso gritar la pobre mujer. Pero su voz salió tan débil que apenas pudo llegar arriba.

Sin embargo, Demetria, que había oído rumor de conversación, bajaba ya la escalera. Al ver una señora se detuvo sorprendida.

Hubo unos momentos de silencio. Aquellas tres personas se miraron sin despegar los labios. Al cabo Felicia con voz temblorosa dijo:

– Demetria, acércate… Esta señora viene á buscarte… Lo que te han dicho era la verdad… Aquí tienes á tu madre; yo no lo soy…

Al pronunciar las últimas palabras estalló la pobre mujer en sollozos y ocultó el rostro entre las manos. El de Demetria se cubrió también de palidez y miró de frente á la dama con ojos donde no se leía el amor filial.

– Acércate, niña, acércate— profirió D.ª Beatriz dulcificando su voz.– Yo soy tu madre… Las circunstancias han hecho que hasta ahora no haya podido darte el nombre de hija; pero Dios no ha querido que muera privada de ese placer… Acércate, hija mía.

Demetria bajó todas las escaleras y se aproximó á la señora.

– ¿Me das un beso?– dijo ésta tomándola de la mano y con voz donde se traslucía la emoción.

La joven se aproximó aún más y gravemente puso los labios en el blanco rostro de su madre.

Si aquel beso tuvo propósito de llegar al corazón, cosa que debe ponerse en duda, se quedó en la mitad del camino. La noble dama no lo sintió llegar. Su frente se arrugó. De sus ojos se borró la expresión de enternecimiento.

– Está bien— profirió adquiriendo súbito aquel acento altivo, indiferente que la caracterizaba.– Me complazco en ver que aunque vistes de aldeana y te has criado como si fueses tal, por tu rostro y tu figura manifiestas que has nacido señora y que mereces la posición en que te voy á colocar. Déjanos ahora un instante, pues tengo que hablar cosas secretas con los que hasta hoy has creído tus padres.

Demetria se dirigió en silencio al sitio de las herradas, tomó una y fué hacia la puerta. Pero antes de llegar se volvió, acercóse á Felicia que seguía sollozando, separó sus manos del rostro y estampó en él un largo y nuevo beso. ¿Llegaría por casualidad aquel beso al corazón? Sí, sí; no hay duda que llegó. D.ª Beatriz tuvo noticia de ello en seguida. Bajó los ojos y la arruga que cruzaba su frente se hizo más profunda.

Mientras en casa del tío Goro se celebraba la conferencia que iba á decidir de su suerte, Demetria caminaba á paso lento hacia la fuente. Antes de llegar tropezó con su íntima amiga Telva, que ya volvía con la herrada llena sobre la cabeza. Algo extraño debió de observar aquella zagala en el rostro de la hija del tío Goro.

– ¿Qué te pasa, Demetria? Parece que vienes descolorida.

– Nada me pasa— respondió la joven con un acento que demostraba bien claro todo lo contrario.

– Sí; algo te pasa. Dímelo, niña. ¿No te he contado yo siempre mis secretos?

La tomó de la mano y la miró con ojos escrutadores. Demetria bajó la cabeza y permaneció silenciosa.

– Vamos, dí, niña— repitió la zagala sacudiéndole la mano.

– Ya lo sabrás, Telva. Ahora no puede ser— profirió Demetria sordamente.– Pronto, pronto lo sabrás… Lo único que puedo decirte— añadió después de una pausa— es que en este momento me alegraría de estar cuidando cabras en los montes de Raigoso y no bajar jamás al llano.

Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y sin decir otra palabra se apartó con presteza, prosiguiendo su camino. Telva, asombrada, la siguió unos instantes con la vista: luego se encaminó hacia el pueblo atormentada por la curiosidad. Justamente cuando pasaba por delante de la casa del tío Goro salía éste y su esposa acompañando á una señora. Telva se dirigió resueltamente á ellos y los saludó.

– ¿Han tenido ustedes alguna desgracia, tía Felicia?– preguntó viendo á ésta con los ojos hinchados de llorar.

– ¡Para mí bastante desgracia, Telva!– exclamó la buena mujer rompiendo de nuevo á sollozar.– Demetria se nos va…

– ¿Pues?

Felicia guardó silencio. Pero el prudente Goro le habló de esta manera:

– Las cosas de este mundo, Telva, no están siempre en el mismo ser. Un hombre era rico ayer y hoy amanece pobre, ó porque las vacas se le mueren de peste, ó porque el río le lleva la tierra ó la siembra de guijarros. Cuando más segura tenemos la cosecha, llega una nube de piedra y nos deja sin nada. Cuando esperamos que una vaca nos dé en San Juan cría, echa un mal paso en el monte y se despeña y se la comen los buitres. Así va todo. Ayer, Telva, teníamos una hija y hoy nos quedamos sin ella. Esta señora viene á buscarla porque es su madre verdadera, aunque nosotros la hayamos criado.

Telva miró con sorpresa á D.ª Beatriz. Después dijo:

– Ya maliciaba yo que algo les pasaba. Encontré á Demetria camino de la fuente y vi que iba llorando.

El rostro de la señorita de Moscoso se contrajo al escuchar estas palabras. El tío Goro dirigió una mirada de reprensión á la indiscreta zagala.

Cuando ésta se hubo alejado, D.ª Beatriz se despidió sin consentir que nadie la acompañase, dejando ordenadas todas las medidas necesarias para que Demetria se trasladase en breve plazo á Oviedo.

XII.
El desquite.

Cuando un mensajero enviado de Villoria anunció á Nolo la humillación que los mozos de Lorío habían infligido á su primo, en el primer momento se resistió á creerlo. Rendido, sin embargo, á la evidencia, fué acometido de un furor insano que puso en huida al zagal que le trajo la noticia. Se arrancaba los cabellos, pateaba el suelo como un potro no domado, batía contra las paredes de su casa los aperos de la labranza, lanzaba terribles imprecaciones y amenazas. Al fin cayó en una calma más terrible aún que su furor. Quedó pálido y profundamente sosegado. Subió á su cuarto para vestirse el traje de los días de fiesta, el calzón corto de paño verde con botones dorados de filigrana, el chaleco floreado, la blanca camisa de lienzo que la tía Agustina había hilado con sus manos primorosas; ciñó á sus pies los borceguíes de becerro blanco, cubrió su cabeza con la montera picuda de terciopelo, echó en seguida sobre sus hombros la chaqueta; tomó su palo. Así ataviado se puso en marcha y bajó á Fresnedo. Llamó en una de las primeras casas; preguntó por uno de sus amigos; le dijo algunas palabras al oído. El semblante del mozo se contrajo. Nolo le hizo una pregunta en voz baja. Respondió el mozo con un signo de afirmación. Nolo se despidió. En esta forma recorrió las casas de los más bravos guerreros de Fresnedo. Luego envió emisarios á las Meloneras, á los Tornos y á Navaliego. Después bajó á oir misa á Tolivia.

Á las tres de la tarde se reunían en las afueras de esta aldea hasta cincuenta mozos de los altos de Villoria, la flor de la juventud montañesa del valle de Laviana, y emprendieron la marcha hacia la romería del Otero. ¿Por qué tan tarde? Á la hora en que llegaréis, galanes, la romería estará muy cerca de deshacerse: las hermosas zagalas buscarán ya con la vista á sus parientes para reunirse á ellos y tomar el camino de su casa. No importa. Hoy no es día de festejar á las rapazas.

Marchaban fieros y graves, el rostro contraído, la mirada fija. Ninguna chanza alegre se escuchaba entre ellos como otras veces: ni una palabra salía de sus labios. Sus pasos sonaban huecos y lúgubres por la calzada pedregosa. ¡Así os vi cruzar por Entralgo con vuestras monteras sin flores, con vuestros palos enhiestos como una nube que avanza negra por el cielo para descargar su fardo de cólera sobre alguna comarca próxima! Mi corazón infantil palpitó y desde el corredor emparrado de mi casa os grité:

– Nolo, ¿vais á zurrar á los de Lorío? ¡Llévame contigo!

Yo te vi sonreir, intrépido guerrero de Villoria. Alzaste la mano y me enviaste un gracioso saludo.

En vez de cruzar la barca, subieron un poco río arriba y lo salvaron por un vado descalzándose previamente. Á toda costa no querían llamar la atención y caer sobre la romería de improviso. Una vez en el camino de la Pola ascendieron por la montaña hacia el santuario del Otero no siguiendo el camino trillado, sino por senderos extraviados.

El campo donde la fiesta se celebraba era un prado casi circular y llano sobre la misma colina. Más de la mitad de él, por la parte superior, estaba rodeado de un espeso bosque de robles. Los de Fresnedo se ocultaron allí sin ser vistos de la gente de la romería.

Hallábase ésta en todo su esplendor. Hervía el campo con rumor gozoso de cantos y risas y pláticas ruidosas. Una muchedumbre vestida de día de fiesta discurría por él entrando y saliendo de la iglesia, parándose delante de los puestos de bebidas, comprando frutas y confites ó agrupándose en torno de los bailarines. Debajo de un hórreo próximo al templo sonaban la gaita y el tambor y allí más de dos docenas de mozos y mozas se entregaban con furor al baile. Más lejos, en paraje descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban cadenciosamente al compás de sus cantos.

– Florita, ¿dónde tienes á Jacinto?– preguntó una joven de la Pola á la gentil molinerita de Lorío.

Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.

– ¡Madre! ¿Es algún gato Jacinto que se trae y se lleva en una cesta?– respondió Flora enseñando para reir las perlas de sus dientes.

– Si no lo es, alguna vez quisiera convertirse, aunque no fuese más que para saltarte sobre el regazo.

– ¡Calla, tonta! Pronto le diría ¡zape! Los gatos dejan muchos pelos en la ropa— exclamó la zagala dando un cariñoso empujón á su amiga que por poco le hace caer de espaldas.

– ¡Vaya, que antes ya le pasarías la mano sobre el lomo!… ¡Pobrecito! ¡pobrecito menino!

– ¡Fu! ¡fu! ¡Zape!– gritaba la niña emprendiéndola á pellizcos con la burlona y retorciéndose de risa.

Sin embargo, al cabo quedó seria. Estaba sorprendida y despechada al mismo tiempo de no ver á su novio en la romería. ¿Se iría á hacer el desdeñoso aquel zarramplín después de haberle arrancado la confesión de su amor? Esta idea inquietaba su orgullo y arrugaba su frentecita.

– ¿Lo ves cómo te quedas seria?– le dijo su amiga mirándola con ojos maliciosos— No puedes ocultar que estás chaladita perdida por Jacinto.

Hizo un mohín de desprecio la linda morenita.

– ¡Yo perdida por ese cachorro!… No me conoces, Carmela.

Y para demostrar lo contrario llamó á uno de sus primos que por allí andaba y le invitó á bailar. Bailaba con sobrado coraje la molinera de Lorío para que no dejase sospechar que había en ello más jactancia que alegría.

Sin embargo, la romería iba cerca de su fin. El sol se acercaba lentamente á las cumbres de la Vara, encima de Canzana: pronto les daría el beso de despedida. Andaban por el campo de la fiesta bastantes mozos de Villoria y Tolivia y algunos de Entralgo, pero desparramados, mustios y con apariencia de huídos. Las repetidas victorias de los de Lorío los tenían acobadados y recelosos, sin gana alguna de emprender nueva quimera, aunque sus enemigos les daban para ello sobrado motivo. Es indecible el grado de orgullo y de insolencia á que éstos habían llegado. No sólo con miradas y gestos provocativos les quemaban la sangre, sino también con picantes indirectas y con insultos groseros les ponían en el trance á cada instante de perder la paciencia y experimentar una nueva y vergonzosa derrota.

Pero el más insolente, el más provocativo, el más fachendoso de todos era Toribión de Lorío. Imposible mirar solamente á aquel hombre sin sentir el corazón henchido de rabia. Por eso los de Entralgo y Villoria se apartaban cuanto podían de los parajes en que el jefe poderoso de Lorío relampagueaba de orgullo y de jactancia.

Jamás se le viera más alegre y fanfarrón que aquella tarde. Con la montera terciada y el garrote empuñado por el medio iba de un lado á otro sonriente, provocativo, embromando á unos, injuriando á otros como si el campo de la romería fuese suyo ó no hubiera en dos leguas á la redonda más rey ni más amo que él.

Y en verdad que no parecía en toda la comarca mozo más fornido… Su padre, labrador rico de Lorío, lo había criado no con nabos y castañas, sino con sabrosos torreznos de jamón y cecina, con pan de escanda y buenos tragos de vino de Toro que los arrieros de Castilla acarrean por el puerto de San Isidro. Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un carro de yerba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni partiendo leña. Llevaba aquel día envuelta la cabeza, por mayor gala, en un pañuelo floreado de seda y la montera encima; apretaba sus piernas membrudas de gigante fino calzón de Segovia; colgaban de la botonadura de su chaleco los cordones del justillo de Flora que había arrancado la noche anterior al infortunado Jacinto.

 

Cuando se hartó de caracolear por los diversos grupos decidióse á entrar en la danza. Su presencia causó disturbio y malestar entre los mozos. Porque Toribión, no sólo con los enemigos, sino con los suyos se mostraba intemperante. Ahora daba terribles empellones á los mozos que tenía más próximos haciéndoles vacilar cuando no caer de bruces, ora se gozaba en apretarles la mano hasta hacerles exhalar gritos de dolor. Reía, gritaba, cantaba y hablaba á destiempo.

– ¿Dónde están los pollos de Entralgo y de Villoria?– profería riendo á carcajadas.– Hace ya mucho tiempo que no oigo su pío pío. ¿Andan de rama en rama los pajaritos ó están todavía en el nido esperando á que su madre los cebe?… Dicen que los espanta el milano… ¡Cua! ¡cua! ¡Corred, corred, pollitos, que allá va el milano!… ¡Cua! ¡cua!

Y extendía los brazos y chillaba imitando el grito de las aves de rapiña. Y su risa era tan grande que el exceso de alegría bañaba sus mejillas de lágrimas.

– ¡Ijujú!– concluyó gritando con su voz de bronce.– ¡Viva Lorío!

Un hombre saltó en aquel momento en medio del corro y gritó con voz estentórea:

– ¡Muera!

Aquel intrépido guerrero era el hijo del tío Pacho de la Braña.

– ¡Muera!… ¡muera!… ¡muera!

Tres veces repitió el mismo grito. Su voz poderosa llegó hasta los últimos confines de la romería produciendo en ella un estremecimiento de terror. Corrieron los niños á refugiarse entre las faldas de sus madres, desbandáronse los hombres, chillaron las mujeres, volcáronse las mesas de confites y las cestas de fruta. Un miedo pánico se apoderó de aquella muchedumbre tan alegre momentos antes.

Toribión de Lorío empalideció también; pero reponiéndose presto se lanzó sobre su rival soltando espumarajos de cólera. Alzó su garrote enorme como una tranca que sólo él era capaz de manejar y lo descargó con tal ímpetu sobre la cabeza de Nolo que se la hubiera partido si éste no hubiera evitado el golpe esquivando el cuerpo.

– Has errado el golpe, Toribión— profirió con voz entera el héroe de la Braña.– Si tuvieses las manos tan ligeras como la boca pronto darías buena cuenta de mí. Pero confío en que ahora vas á pagar tu fachenda de siempre y la marranada de ayer. ¡Muera el cerdo de Lorío!

Ambos combatientes se arrojaron el uno sobre el otro con el corazón henchido de un furor salvaje.

Nolo, aunque de la misma estatura que el caudillo de Lorío, era menos corpulento; mas lo que le cedía en cuerpo se lo ganaba en flexibilidad y ligereza. Se habían arrollado la chaqueta al brazo izquierdo para que les sirviese de escudo. El palo de Nolo era corto, de acebuche, pintado al fuego y sujeto á la muñeca por una correa. El de Toribio largo y pesado de roble.

Los mozos de Lorío se habían aproximado de una parte, los de Entralgo y Villoria de otra. Pero los dos bandos se mantuvieron apartados por tácito acuerdo, dejando amplio trecho para que sus héroes más famosos saldasen solos y cara á cara la cuenta que tenían pendiente.

Toribión, así que hubo errado el golpe, levantó de nuevo la tranca; pero antes que tuviese tiempo á descargarla se le anticipó con increíble presteza el de la Braña y le atizó un estacazo en la cabeza que le obligó á tambalearse. Reponiéndose instantáneamente volvió sobre su adversario como un león hambriento ó un jabalí que necesita abrirse paso. Nolo pudo parar su golpe con el brazo izquierdo que aun con la almohada de la chaqueta se resintió bastante. Lanzó un rugido de dolor el guerrero de la Braña y acometido de rabia homicida comenzó á brincar en torno de su enemigo como un tigre sediento de sangre, atacándole por todas partes con incansable furor. Temblaba la tierra bajo los pies de tan formidables guerreros, crujían sus palos al chocarse, escuchábase de lejos su resuello temeroso. Todo el campo de la fiesta se estremecía pendiente de aquella descomunal batalla.

Por fin el hijo del tío Pacho alcanzó el brazo derecho de su contrario con un garrotazo. Saltó el palo de la mano de Toribión y quedó inerme frente á su adversario. Entonces, viéndose perdido, no halló otro recurso que volver la espalda y darse á correr moviendo con ligereza sus piernas. Pero el valiente Nolo le seguía de cerca lleno de confianza en sus pies rápidos. Dos veces dieron la vuelta entera al campo de la romería. Como un galgo persigue al través de la verde llanura á la liebre que acaba de levantar entre la maleza, así el héroe de la Braña seguía y apretaba cada vez más al ilustre guerrero de Lorío. Los de uno y otro bando se mantienen suspensos y anhelantes contemplando la carrera de sus jefes, el uno fugitivo, el otro corriendo sobre sus pasos.

La mala ventura de Toribión quiso que al hacer la tercera vuelta se le enredasen los pies entre un helecho y cayese de bruces. Alzóse rápidamente, pero antes que pudiera emprender de nuevo la carrera un garrotazo de Nolo le hizo dar con su pesado cuerpo en el suelo. Entonces el irritado mozo sació sobre él su furor descargando sobre sus espaldas algunos garrotazos, mientras le decía lanzándole una mirada feroz: ¡Echa roncas ahora, pelele, echa roncas! ¿Te creiste que porque Dios te ha dado mucha fuerza los demás somos de manteca? Si ayer noche fuera yo con Jacinto no lo hubierais torgado, gran cerdo. ¡Toma por ladrón! ¡Toma por cerdo!

Los de Lorío, viendo á su compañero así caído y golpeado, volaron al fin á su socorro. Mas los de Entralgo y Villoria, animados con la presencia de Nolo y su buen suceso, les salieron al encuentro. Cuando los de uno y otro bando se hubieron encontrado, sonó un formidable clamor. Los hombres chocaron con los hombres, los palos con los palos. Escucháronse á la vez gritos de triunfo y lamentos, imprecaciones y vivas. Como dos ríos impetuosos que caen de la montaña y sus aguas se tropiezan en el valle con fragoroso estruendo que se oye á lo lejos, así los dos ejércitos rivales cayeron el uno sobre el otro. Igual furor los anima: el mismo deseo de gloria agita sus corazones.

Sin embargo, los de Entralgo eran menos numerosos, y ante la avalancha formidable de sus enemigos no tardaron en ceder terreno. Entonces Nolo de la Braña se salió un instante del sitio de la lucha y lanzó un silbido penetrante. Los cincuenta guerreros de Fresnedo, Meloneras y Navaliego, al oir aquella señal, surgieron de improviso del bosque donde se hallaban ocultos y cayeron como buitres hambrientos lanzando gritos horrísonos sobre los mozos de Condado y Lorío. ¿Quién pudiera resistir el ímpetu de aquella juventud magnánima? Una tromba de agua y pedrisco no causaría más daño en un sembrado: la mar alborotada arrojando sobre la tierra sus espumas amargas no infundiría más espanto. Todo cae, todo huye, todo grita delante de su furor indomable. Los de Lorío, aterrados, apenas pueden resistir breves instantes. En vano el valeroso Firmo de Rivota los anima con grandes voces al combate y dando el ejemplo se arroja con temerario coraje en medio de la pelea. El mísero sucumbe al fin bajo el garrote de Jacinto de Fresnedo; cae aturdido y es pisoteado.

¡Musas, decidme los nombres de los guerreros que allí cayeron ó salieron descalabrados bajo los garrotazos de los hijos magnánimos de Entralgo, porque yo no acierto á contarlos! Tú, bizarro Angelín de Canzana, tumbaste de un estacazo en medio de la cabeza, al esforzado Luisón de la Granja, hijo del tío Ramón, famoso domador de potros. Confiado en sus fuerzas extraordinarias, quiso hacerte frente; pero lograste pronto volcarle y fué pisoteado. El valeroso Ramiro de Tolivia midió varias veces las espaldas con su garrote á Juan de Pando, afamado en todo el valle, no sólo por su valor, sino por la habilidad en el baile. Ninguno con más primor ejecutaba las mudanzas y saltaba delante de su pareja: en esta ocasión no le valieron sus ágiles piernas: aunque corría como un gamo por el monte abajo, Ramiro le alcanzó repetidas veces con su palo. Froilán de Villoria desarmó y apaleó sin piedad á Pin de Boroñes, sobrino del cura del Condado, á quien su tío estaba enseñando latín para enviarlo al seminario de Oviedo y ordenarlo in sacris por la carrera abreviada. Antes que el obispo lo consagrase, Froilán logró hacerle un buen chichón en la corona. Pero más que todos éstos se distinguió en aquella jornada memorable Tanasio de Entralgo. Su cayado fulminante, cortado en el monte Raigoso, abatía cuanto encontraba delante. Imposible contar el número prodigioso de bollos y tolondrones que aquel mortífero instrumento causó en breve tiempo. No era un arma en sus manos, sino rayo fragoroso, resonante, que sembraba el terror y la alarma por doquiera que pasaba.