Za darmo

El señorito Octavio

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– Decidle que se asome para darle las gracias.

– No quiere… no quiere asomarse.

– Pues entonces dadle las gracias en mi nombre.

– Dice que no las merece.

– Dile que siento mucho que no se asome.

– Dice que por qué.

– Porque me gustaría mucho verla.

– Dice que bien vista la tienes.

Efectivamente, Octavio la veía todos los días, ya en la calle, ya en el balcón; pero con la superioridad desdeñosa que los mancebos muestran siempre á los niños, aumentada en este caso por sus aficiones romancescas y costumbres singulares, no había reparado en ella. Insensiblemente Carmen había ido creciendo y desarrollándose hasta convertirse en una mujercita muy linda y apuesta, sin que nuestro joven lo echase de ver. Cuando se efectuó la anterior escena podría tener catorce ó quince años.

En la noche de aquel día, Octavio, un tanto preocupado con la aventura de la flor, que le dejara en la boca cierto sabor novelesco muy de su gusto, fué de tertulia á la tienda de D. Marcelino, donde casi nunca ponía los pies. Apenas le vió la niña, se dió á correr por las escaleras arriba como una cierva huída, y no pareció en toda la noche. Otro tanto sucedió en las tres ó cuatro siguientes. Al fin, aquella corza ligerísima, un poco más familiarizada con la vista del joven, principió á vagar por los contornos de la tienda, aunque siempre recelosa y pronta á escapar. Una noche Octavio le dió la mano al despedirse, como si se tratase de una persona formal. La niña se lo agradeció con una sonrisa. En las noches siguientes se aventuró á mirarle de aquel modo dulce, rápido y lleno de timidez, de que ya hemos hablado. Octavio llamaba á estas miradas de vuelta de llave, porque, en efecto, parecía que abría un instante las puertas de su alma, y veloz como un relámpago tornaba á echar el cerrojo. Para abreviar, Octavio y Carmen se entendieron perfectamente al poco tiempo. De este noviazgo imprevisto se habló bastantes días en la villa.

Apenas entró nuestro señorito en amores francos con la hija de D. Marcelino, principió á desbordarse de su fantasía el torrente de emociones vagas y refinadas, sentimientos alambicados y caprichos extravagantes que allí habían ido formando depósito. Y tanto por el cariño que inmediatamente nació en su corazón, como por conceder un desahogo á las imaginaciones que desde hacía tiempo bullían en su cabeza, comenzó á ensayar en sus relaciones todo aquel conjunto de metafísicas amorosas y zalamerías aristocráticas de que estaban plagadas las novelas que más á menudo leía. Algo de ello ha visto ya el lector en uno de los anteriores capítulos; pero no fué más que una muestra insignificante; porque el depósito de monerías de Octavio era inagotable. Unas veces pedía el pañuelo á su novia y se lo devolvía al día siguiente, después de haber dormido con la cabeza apoyada en él. Otras se levantaba á horas avanzadas de la noche, echaba una escala de seda, que había comprado, á los balcones de D. Marcelino, subía por ella, y llamaba muy discretamente en el cuarto de Carmen. La niña, muerta de miedo, preguntaba: «¿Quién anda ahí?» Octavio, metiendo la voz por las rendijas del balcón, respondía: «Carmen, te quiero, te quiero»; y se descolgaba rápidamente riéndose del susto de su novia. Otras veces reñía con ella por cualquier bagatela y pasaba ocho días sin verla, al cabo de los cuales, aprovechando un momento en que los dejaban solos, se arrojaba á sus pies pidiéndole perdón y haciendo mil extremos de arrepentimiento. Tan pronto ideaba obstáculos insuperables para unirse con su amada, ya fuese la oposición violenta de D. Marcelino— el cual, dicho sea entre paréntesis, no pensaba en semejante cosa,– ó algún funesto misterio que se interponía entre ambos, como se complacía en llamarla su prometida y su esposa y en que saliera á paseo con su madre D.ª Rosario ó viniese á comer á su propia casa. En cierta ocasión se empeñó en que le dijese que le quería más que á Dios; en otra se le antojó que durmiese con guantes para conservar bellas y tersas las manos.

Todos estos caprichos y otros infinitos más de nuestro héroe acogíalos la niña con marcado disgusto y resistiéndose. No acertaba á comprenderlos. En no pocos casos hubo de negarse rotundamente á las que ella consideraba burlas más que pruebas de amor.

La verdad es que Carmen estaba formada de una pasta muy distinta de la de su novio. Por su natural era poco á propósito para sondear las profundidades más ó menos ridículas y extravagantes, pero siempre espirituales, del carácter de Octavio. Hubiera preferido, sin duda, unos amores menos alambicados, un novio más á la pata llana, que hiciera lo que los demás, esto es, que la acompañara en paseos y romerías, le contase las especies que corrían por la villa, le dijese que la quería cuando viniese á cuento y en términos lisos y llanos; y si alguna vez le entraban tentaciones de ser más tierno que de costumbre, le diese buenamente un beso en las mejillas y no en la punta de los dedos ó en el pelo, como hacía el suyo.

Cuando los condes de Trevia llegaron al país, los amores de Octavio y Carmen contaban cerca de dos años de existencia. En este tiempo los caprichos del uno y la resistencia de la otra habían ido cediendo paulatinamente. Ambos se habían llegado á acostumbrar y reñían con menos frecuencia y hubieran concluído por casarse sin la aparición inopinada en Vegalora de la condesa de Trevia. Pero esta noble señora tuvo el privilegio de resucitar inmediatamente, y á la primera entrevista, todas las ilusiones amortiguadas de nuestro héroe, removiendo de una vez el depósito de aficiones, esperanzas y sueños seductores que yacían desmayados en el fondo de su alma. Y en verdad que nadie que tuviera ojos en la cara y alguna inclinación artística en el corazón lo extrañaría.

Pocas mujeres pudieran hallarse que reflejasen en su fisonomía más nobleza, bondad y ternura, ni que supiesen unir de modo más dichoso una modestia sincera á una firmeza y elegancia en sus modales que alguna vez la hacían aparecer altiva y desdeñosa. Precisamente esta última cualidad era la que más atraía y encantaba al hijo de D. Baltasar. Avezado al trato insustancial y vulgar de las jóvenes de Vegalora, que sin motivo se reían estrepitosamente ó se mostraban serias como un regidor de ayuntamiento, de esas niñas que observan las corbatas que uno tiene y las botas que trae y se enfadan si no se las saluda á una legua de distancia, y se hacen almíbar así que un joven rico se acerca á darles las buenas tardes, la condesa fué para él una revelación ó, por mejor decir, la realización viva, hecha carne y al alcance de la mano, de lo que los libros le habían ya revelado. Cuando se acercaba á saludarla y tocaba sus dedos finos enguantados y aspiraba el perfume delicado que se escapaba de su persona, como si fuese cualidad de ella y no afeite del tocador, y escuchaba su voz siempre entonada discretamente y veía vagar por sus labios una sonrisa distraída y melancólica, se acordaba de las heroínas que sucesivamente habían ocupado su fantasía y se decía que la condesa nada desmerecía á su lado. Cuando volvía de la Segada después de haber pasado algunas horas cerca de ella y entraba por los sucios arrabales de Vegalora, nuestro señorito dejaba escapar siempre un suspiro y se pasaba la mano por la frente. Allí se rompía el encanto. La nube brillante que le envolvía durante el camino volaba á unirse con las que el sol besaba antes de morir.

Una tarde se hallaban ambos asomados de bruces al balcón principal de la casa. El conde leía un periódico. Miss Florencia paseaba por la huerta con los niños. El día estaba opaco y caluroso. Montones de nubes espesas vendaban la frente de la Peña Mayor y bajaban hasta reposar sobre las colinas más próximas, cubriendo todo el valle de un toldo impenetrable, sin que por ello hubiese temor de lluvia ó tempestad. En estas tardes, frecuentes en los países del Norte, el silencio es más completo, el aire sofocante y abrasa las mejillas. Si no fuese por el rumor del río, se creería uno sordo, pues los pájaros callan posados inmóviles sobre las ramas, los perros dormitan tendidos en los parajes más frescos, las bestias de carga reposan en el establo ó pacen silenciosamente en los prados, los insectos no zumban y los humanos se esconden no se sabe dónde. Y, sin embargo, nunca se muestra la vida tan poderosa como en estos días. Parece que por las entrañas de la tierra circula una fuente abundosa de actividad que fecunda los gérmenes depositados en ella y prestos á salir. Hay como una concentración de fuerzas en la naturaleza y un prurito irresistible de crear. Por eso la gente del país llama con notable exactitud á estos días criadores. Nuestro cuerpo sufre la misma influencia. Advertimos en él, en medio de cierta pesadez letárgica, mayor fuerza y salud. La sangre hierve, circulando activamente por las venas y latiendo con inusitado brío en las sienes; las mejillas se inflaman; los labios se secan y los ojos brillan suavemente como las luces encendidas en los dormitorios.

La condesa llevó una mano á la frente y separó un poco los rizos que le caían.

– ¡Qué calor tan sofocante! Prefiero los días de sol; ¿y usted?

– Antes también los prefería. Hoy me he pasado á los nublados.

– ¿Y por qué?

– Por algo extraño que está acaeciendo en mi espíritu y que no acierto á explicarme. He cambiado mucho de gustos de poco tiempo á esta parte, condesa.

– Pues yo voy á explicarle en dos palabras lo que le sucede. Usted está enamorado, Octavio.

– Puede ser— respondió ruborizándose.

– Sí, sí, estoy enterada de todo. Ayer me la han enseñado. ¡Es preciosa! Lo que es en este asunto le aconsejo que no cambie de gusto.

– ¿Y si cambiase?

– Iría usted perdiendo en el cambio probablemente.

– ¿Y si no perdiese?

– Haría usted mal de todos modos.

La condesa vaciló un instante antes de responder así. Octavio, al observarlo, sonrió levemente. Los dos callaron hundiendo sus ojos en aquella gasa impenetrable de vapores. La condesa buscaba el sol. Octavio buscaba una fórmula. La condesa principió á tararear piano la famosa frase il sol de l'ánima de Rigoletto. Octavio la escuchaba con arrobamiento: sintió húmedos sus ojos y apretada la garganta. Cuando la dama distraídamente quiso pasar á otra melodía, la interrumpió exclamando:

 

– No puede usted figurarse, condesa, qué impresión tan honda me causa la frase que acaba usted de cantar. De todas las melodías que hasta ahora he escuchado, ninguna expresa más vivamente el triunfo del amor. Hay cantos donde se pinta mejor el amor inocente y puro; los hay también que reproducen con más verdad las amarguras del amor desgraciado ó los gritos desesperados de una pasión tempestuosa y loca; pero ninguno donde el amor se muestre tan feliz y embriagador, henchido de alegría y cargado de perfumes; donde el alma y los sentidos reposen con más deleite. ¡Oh! Es el amor con que sueña la juventud; que enciende el corazón sin consumirlo; que inunda nuestro espíritu de luz y de armonía, y penetra, cual bálsamo dulcísimo, por todos los poros del cuerpo.

– ¡Está usted elocuente!– dijo la condesa mirando con sorpresa al joven, que daba muestras de hallarse conmovido.

– Lo que estoy es ridículo espetándole á usted un discurso sobre el dúo de una ópera— repuso él sonriendo y calmándose repentinamente.

– Nada de eso; habla usted perfectamente, y sobre todo, el calor con que se expresa prueba que tiene usted un corazón sensible.

– Lo cual es una desgracia, condesa.

– No lo crea usted. Aunque se sufra mucho, vale más sentir que no sentir. Siempre es preferible ser hombre á ser piedra.

– No me atrevo á disputarlo, porque mi causa es antipática; pero crea usted que hay momentos en que daría uno cualquier cosa por ser piedra.

– Nada, nada, Octavio, está usted enamorado; se le conoce á la legua— dijo la condesa con alegría infantil y familiar capaz de trastornar á cualquiera.

– Sí que lo estoy— repuso Octavio con firmeza y clavando sus ojos en la dama;– pero no sabe usted de quién.

La condesa miró en aquel instante para la huerta y vió á miss Florencia que parada en medio de un camino los contemplaba fijamente. Después, arrastrada por cierta fuerza misteriosa que acredita la existencia del magnetismo, volvió la cabeza hacia la sala y halló los ojos turbios y fríos del conde que también los contemplaba. Y como si imaginase que con un arma de fuego le estaban apuntando al pecho y con otra á la espalda, dejó velozmente el balcón, dió algunas vueltas por la sala, fué, por último, á sentarse delante del piano y empezó á correr los dedos por las teclas distraídamente.

Octavio, en la misma postura y absorto en sus pensamientos, no parecía haber notado su marcha brusca ni escuchar las caprichosas notas que salían del piano. Los dedos de la dama, cansados sin duda de vagar á la ventura por el teclado, empezaron á señalar delicadamente una melodía. Era il sol de l'ánima. Á Octavio le dió un vuelco el corazón y volvió rápidamente la cabeza. La condesa, con la sonrisa en los labios y los ojos medio cerrados, le miraba por entre sus negras y largas pestañas con expresión picaresca. Después que hubo cesado, Octavio se dirigió á ella, apretó su mano un poco más que de costumbre y se despidió hasta el día siguiente. El rostro del mancebo, al enderezar la marcha hacia Vegalora, parecía decir á los árboles que sombreaban el camino: «Amigos míos, esto es hecho».

VIII.
La romería.

El conde dijo á la condesa:

– Si tienes gusto en ir á esa fiesta, vé, querida mía. Me has de permitir, sin embargo, que no te acompañe. Esos recreos campestres no despiertan en mi corazón los tiernos y bucólicos sentimientos que en el tuyo.

Lo dijo con la sonrisa de siempre. Estaban presentes el cura de la Segada y el licenciado Velasco de la Cueva. El conde de Trevia guardaba á su mujer delante de gente el respeto y atención que la más egregia dama pudiera exigir de su marido. Aun, en este punto, iba más allá de lo que ordinariamente se practica en el mundo. Ora fuese resultado de su carácter extravagante, ora procediese de un prurito de resucitar añejas y olvidadas costumbres de la nobleza, ó simplemente por apartarse del vulgo, lo cierto es que su excelencia rodeaba á la condesa públicamente de un aparato de ceremonia y homenaje que recordaba los buenos tiempos de la caballería ó la refinada cortesanía de los salones de Luis XIV.

La servidumbre y los amigos íntimos sabían, no obstante, á qué atenerse sobre esta cortesía.

La condesa quiso ir á la romería de su parroquia. La idea de presenciar nuevamente una fiesta donde tanto había gozado cuando niña, la lisonjeaba en extremo. Pedro, por su parte, no dejaba de mentar á menudo esta romería, que era también la suya, y de prometérselas muy felices para cuando llegase, lo cual aguijaba más y más el deseo de su señora. Decidió por fin ésta, con la venia de su marido, acudir á ella y dijo á Pedro:

– Si no fuese porque no quiero impedir que te diviertas á tu sabor, tú serías mi acompañante en la expedición.

– Y lo seré, señorita, si es que usted no me echa de su lado. La mejor diversión para mí hoy es ver honrada la romería de mi parroquia por la señora condesa.

– ¿Lo dices de veras?

– Señorita, le hablo con el corazón.

– No te creo.

El mayordomo hizo mil protestas á cual más exagerada para que le creyese.

– Gracias, gracias. Ven conmigo, pero ya sabes que no te lo exijo.

– Señorita, por Dios, no me ofenda…

Después de haber hablado algún tiempo sobre ello, decidió la condesa ir á pie para confundirse con la muchedumbre de los romeros y participar de todos los placeres y molestias de este género de regocijos.

Salieron poco después de almorzar. Laura llevaba un gracioso traje corto de rayas blancas y verdes, ligeramente descotado en forma de corazón. La cabeza descubierta y sueltas sobre la espalda las dos esplendidas trenzas de su cabello castaño. Pedro vestía pantalón apretado de color lila, chaqueta negra, también ceñida, sombrero de paja, un pañuelo blanco de seda al cuello y faja morada. En la mano llevaba un garrote de acebo muy pintarrajeado con una cinta para colgar de la muñeca. El Canelo, con el rabo enroscado, marchaba delante, unas veces cerca, otras lejos, y parándose con frecuencia á ver si sus amos le seguían.

Mientras no salvaron el puente caminaron en silencio. La condesa observaba con el rabillo del ojo y sonriendo picarescamente la actitud encogida y espantada de su acompañante. Al llegar á la carretera tuvo compasión de él y le dirigió la palabra.

– ¿Sabes que es un garrote tremendo ese que llevas?

– No es malo, señorita, pero lo que importa es manejarlo bien cuando llegue el caso.

– Dámelo, y toma. Yo llevaré el palo y tú la sombrilla, que no me hace falta.

Y empezó á caminar apoyándose en él con mucho donaire. Al cabo de un rato dijo con gesto de fatiga:

– Mira… Llévalo tú, que no puedo. Está visto que hoy no he de dar ningún palo en la romería.

Pedro sonrió. Quiso decir algo, tal vez una galantería; movió un poco los labios; se puso encarnado… y no dijo nada.

– Por más que disimules, Pedro, no puedes ocultar que vas á disgusto conmigo. Vamos, dí la verdad, ¿no hubieras preferido ir solo?

Trató de convencer á su señora por cuantos medios le sugirió su imaginación de que iba contentísimo. La condesa le contradecía, riendo al verle tan sofocado: celebraba con mucha algazara los disparates que al pobre muchacho se le ocurrían para demostrar su tesis.

– ¿Y qué dirá tu novia cuando vea que no bailas con ella? Procuraré que tengas un rato libre.

– Pero si no tengo novia… ¿Quién le dijo á usted eso?… Apuesto á que fué Manuel de María… Pues que se ande con cuidado ese charlatán con las bromas, que bien sabe cómo las gasto…

Dieron un corto rodeo para no pasar por la villa y tornaron á seguir la carretera, siempre á orillas del Lora. La tarde estaba apacible y límpida: sólo algunas nubes festonadas asomaban la frente por encima de la crestería de las montañas. El sol no les molestaba sino á ratos, y su fuerza estaba deleitosamente mitigada por un vientecillo fresco que el río traía sobre su corriente. Según se alejaban del palacio y de sus contornos, crecía pasmosamente la locuacidad de la condesa. Empezó á descargar una nube de preguntas sobre la cabeza del mayordomo. ¿Había estado en la romería el año anterior? ¿Había venido con alguna muchacha? ¿Qué casa era aquella que se veía del lado allá del río? ¿Habría salmones en el pozo que tenían á sus pies? ¿Cuántas veces se había bañado ya desde que empezó el verano? ¿Cuántos años tenía el Canelo? ¿Era buen cazador?– Á todas iba contestando Pedro con la gravedad y firmeza que le caracterizaban, satisfaciendo la curiosidad de su señora y esclareciendo su inteligencia sobre las diversas cuestiones que sometía á su decisión. Paulatinamente se había ido despojando del temor y cortedad que le embargaban.

La pobre Laura, con su figurilla menuda y agraciada, con sus manos y mejillas de clavel, los ojos claros y húmedos, los labios rojos y sonrientes, y sobre todo, con las palabras amables que dulcemente fluían de ellos sin compostura, no era á propósito para inspirar temor á nadie. Quizá en los salones de la corte, fastuosamente ataviada, cuando aquellos ojos garzos rasgados se clavaran con ceño, y aquellos labios frescos y cándidos se plegaran duramente con una sonrisa fría, pudiera aparecer altiva (y tal era la opinión que de ella tenían formada muchos). Pero la dama orgullosa y severa se había quedado por allá. Aquí no estaba á la sazón más que una hermosa mujer que charlaba por los codos y marchaba sin compás, unas veces á brincos y otras arrastrando los pies, bajándose á lo mejor para tomar una piedra y arrojarla al río, ó pegando golpecitos con la sombrilla en las ramas de los árboles.

Pronto divisaron la casa solariega de los Estrada encima de la carretera como á unas cien varas. Allí desembocaba en el Lora un riachuelo. Nuestra pareja abandonó la carretera y emprendió la marcha por la estrecha cañada que este riachuelo seguía. Al pasar por debajo de su casa, la condesa alzó los ojos hacia ella y sacó el pañuelo para enjugar unas lágrimas.

– Pedro— dijo señalándola con el dedo,– ahí ya no queda nadie.

Siguieron marchando. Bien pronto la variedad amena del camino divertió á la condesa de los tristes recuerdos que le asaltaron á la vista de su antigua morada. La garganta por donde caminaban era estrechísima. Formábanla dos enormes montañas calizas cortadas verticalmente, de suerte que era tan estrecha por arriba como por abajo. Aquellas monstruosas paredes eran blancas, pero estaban salpicadas por grandes manchas de musgo.

– ¡Qué atrocidad! ¡Qué altura tienen estas montañas, y qué cercanas están! ¡Si parece que se vienen encima!

– ¿Ve usted, señorita, aquel agujero que tiene la peña allá arriba?

– Sí.

– Pues antes había allí un nido de buitres, y yo entré de chico una vez á cogerles los huevos.

– ¿Y por donde te encaramaste allá?

– Por una cornisa que forma la peña y que apenas se ve desde aquí. Por cierto que cuando llegué delante del agujero salió de repente el pájaro y me dió un aletazo en la cara que me hizo vacilar.

– Si te hubieras caído, adiós romerías, ¿verdad, Pedro?

– Iría á las romerías del cielo, que deben de ser mejores que éstas.

– Tienes razón. ¡Qué hermosas serán las fiestas que los ángeles celebran en honor de Dios! ¿No hubiera valido mucho más morirse de niño, sin haber pecado, para ser uno de esos ángeles que están á los pies de la Virgen?… Pero ahora… ahora ya no puede ser… Debemos contentarnos, si somos buenos, con ir al cielo y estarnos allí muy quietos, gozando con ver á Dios, y nada más…

Siguieron hablando de cosas del cielo algún tiempo, pero no como personas graves, sino como niños. Aquella charla pueril parecía refrescar á la condesa. La niña cándida y bulliciosa volvía á nacer dentro de ella, y salía lanzando dulces carcajadas á la luz, olvidándose de la oscura prisión en que había yacido once años. Hablaba por hablar, como los niños; preguntaba las cosas más sencillas y menudas, complaciéndose en humillar su inteligencia cultivada y en trocar sus maneras cortesanas por otras rudas y campesinas.

Mas era de observar cómo, á medida que esta trasformación se operaba, cambiábase también el encogimiento y temor del mayordomo en franqueza y libertad. Insensiblemente Pedro empezó á tratar á su señora como á una compañera, hasta reirse algunas veces de sus preguntas inocentes y disparatadas. La condesa reía también, así que las hacía; pero le daba golpecitos con la sombrilla, llamándole burlón y cazurro. Si la despojasen de su ropa y la pusiesen un traje de aldeana, hubieran pasado muy bien por novios ó hermanos. Cuando encontraban una saltadera, el muchacho saltaba primero y alargaba su gran mano endurecida á la condesa, que sumía dentro de ella la suya breve y fragante como un botón de rosa. Otras veces, si era demasiado alta y la señorita gritaba desde arriba que tenía miedo, la tomaba por la cintura y la depositaba en el suelo con la misma delicadeza que si fuese un objeto de cristal. «¡Qué fuerza tienes, Pedro! le decía ella. Si me dieses un golpe con esas manazas, me matarías.» El mayordomo sonreía á modo de sultán acariciado y se encogía de hombros con desdén. Poco á poco se iba estableciendo entre ellos la relación trazada por la naturaleza: ella, como ser débil, delicado y menesteroso, sometiéndose; él, como fuerte y enérgico, dominándola y protegiéndola.

 

El camino estaba sombreado por avellanos, que con sus haces de troncos delgados, formando á modo de enormes canastillos, salían de los prados vecinos. El verde claro y deslumbrador de éstos resaltaba y hacía contraste con el oscuro de aquéllos, regalando la vista y convidando á reposar. El río corría murmurando por el fondo de la cañada. En uno de los prados que bordaban el camino, corría también un arroyo que servía para mover el molino que blanqueaba entre los árboles. Era cristalino y puro, y se desataba tan gentil y suavemente que daba gloria verlo marchar por la pradera. La condesa significó el deseo de reposar un instante en su orilla. Estaba cansada y le placía en extremo mirar el curso del agua. Además, tenían tiempo de sobra para estar en la romería. Sentáronse sobre el manto de césped salpicado de florecillas blancas, y empezaron á contemplar con ojos extáticos la serpiente de plata que se arrastraba perezosamente á buscar su guarida en el molino. La condesa se bajaba, metía la mano entre sus escamas y la sacaba mojada y la sacudía riendo sobre la cara de Pedro, el cual reía á su vez y no se tomaba el trabajo de limpiarse. Pero no por marchar suavemente dejaba de murmurar la cristalina sierpe algunas cosas al oído de nuestra pareja. Al principio la condesa pensaba que decía siempre lo mismo.

– ¡Qué pesadez! Siempre el mismo ru, ru… ¡llega á marear! ¿No observas con qué gravedad murmura esta gran culebra?… Parece un maestro que nos está sermoneando, sin cansarse jamás de darnos consejos… Escucha ahora sin embargo… ¡Qué notas de flauta tan hermosas!… Ya vuelve al ru, ru… Otra vez la flauta… Parece que interrumpe su sermón para hacernos una caricia…

Pedro con sus grandes ojos abiertos seguía la corriente del agua.

– ¡Qué serio te has puesto, Periquillo!… ¿Te vas aprovechando de los consejos del agua?… ¡No pongas esos ojazos, hombre, que me asustas!

La joven reía sin cesar y sin motivo, como quien se desquita de largo ayuno. Eran sus carcajadas sonoras y claras, pero no en tono agudo, sino grave. Las notas firmes y llenas que de su garganta se escapaban cuando reía, contrastaban un poco con la pureza y trasparencia de su mirada. Salían teñidas de cierta sensualidad punzante que agitaba los sentidos. Era una risa dulce y amarga á un mismo tiempo, como la de una bacante. La cándida Laura estaba muy lejos de sospechar los misterios amables de su risa. Si los conociese, tal vez notaría el brillo inusitado de los ojos de sus amigos cuando la dejaba correr por su garganta y se ruborizara.

– Mire usted, señorita, cómo se inclinan estos avellanos sobre el arroyo… Parece que arden de sed los pobres. ¡Qué pena debe de ser mirar el agua tan cerca y no poder beberla!… Mire usted, mire usted, sin embargo, aquella rama… ya consiguió besar la corriente… ¡Cómo se pondrá ahora el cuerpo de agua!… ¡Calle, ahora salimos con que nos estaba escuchando aquel lagarto!…

En efecto, uno de estos animales de pintada piel había asomado primero la cabeza al ruido de la conversación por entre dos piedras, y no tardó en salir todo él, quedando inmóvil, según su costumbre.

– ¡Ah maldito!– gritó el mayordomo arrojándole una piedra con todas sus fuerzas.– ¡No escucharás más tiempo!

La piedra cayó sobre el lomo del animal, partiéndolo en dos. La cola dió todavía algunos brincos sobre la arena.

– ¡Pobrecillo!– exclamó la condesa.– ¡Para qué lo has matado!

– Señorita, dicen que estos animaluchos hablan con las brujas y les cuentan todo lo que oyen. Parece increíble, ¿verdad?… Pues á mí de chico me sucedió que una vez hablé mal del maestro con otro compañero, y prometí vengarme de él cuando fuese mayor. Un lagarto nos estaba escuchando. Pues al día siguiente lo supo por una bruja que llamaban la tía Dolorosa. Por poco me deshace á palos. Entonces me puse á cavilar si sería el lagarto, ¡y les tomé un odio!…

Sin dejar de hablar, levantáronse y emprendieron nuevamente la marcha. No tardaron en salir de la áspera y estrecha cañada y desembocar en un valle relativamente ancho. Era casi circular y alcanzaría dos kilómetros de diámetro. Nada más fértil y frondoso que aquel pedacito de tierra llana circundado de altísimas montañas. Todo él estaba dedicado á pradería y semejaba una alfombra donde los setos guarnecidos de avellanos trazaban los dibujos. El río corría por el medio más sereno y tranquilo que en la cañada. Á la entrada encontraron la casa de Pedro, quien se empeñó en que su señora descansara en ella un instante. Laura no osó negarse. La casa estaba habitada solamente por la madre de Pedro y por un hermanito de doce años. El padre había muerto. Allí fueron de oir las exclamaciones de la buena mujer al ver á la señora condesa en compañía de su hijo. No sabía lo que le pasaba. Corría de un lado á otro poniéndole dos sillas á un mismo tiempo para que se sentase. Hacía mil reverencias ridículas y no se cansaba de repetir «¡que cuándo podía esperar ella que la señora condesa se dignara entrar en una choza tan miserable!» El joven escuchaba las zalamerías de su madre con indiferencia: Laura, con semblante risueño y agradecido. La pobre mujer no podía ofrecer nada más que una taza de leche y torta de borona, pero «¡cómo había de comer cosa tan ruin la señora condesa!»

– Que lo coma para que sepa cómo viven los pobres— dijo Pedro con cierto énfasis brutal.

La condesa, lejos de ofenderse, le dirigió sonriendo una mirada humilde y aceptó de manos de su espantada madre la taza de leche y la torta. Comió, si no con gran placer, al menos sin hacer ningún asco, mientras el mayordomo la contemplaba fijamente con expresión triunfal. El Canelo participó también del festín, y bien lo tenía ganado, pues por milagro no se le desprendió el rabo á fuerza de menearlo.

– Vamos, vamos, que ya es hora de ir llegando á la fiesta.

Y otra vez emprendieron la marcha, alargando el paso. Salvaron casi todo el valle caminando por una de las laderas. Á la mitad de él próximamente sintieron el lejano y débil repiqueteo del tambor. Algo más adelante percibieron un murmullo ó rumor vago y confuso que despierta siempre dulce emoción en los que asisten á esta clase de regocijos. La romería estaba cerca. Caminaron todavía algunos minutos por un espeso maizal que los ocultaba enteramente, y llegaron por fin á un sitio desde el cual vieron á corta distancia el campo donde se celebraba. Era un vasto prado de verde claro, todo circuído de avellanos.

El espectáculo que ofrecía era á par sorprendente y deleitoso. Por encima de él hormigueaba una muchedumbre compuesta principalmente de mujeres, cuyos pañuelos de diversos y vivos colores, al moverse, mareaban y turbaban la vista. Los hombres en su mayoría se hallaban recostados debajo de los árboles, bebiendo pésimo vino y cantando desentonadamente. Escuchábanse los gritos desafinados de los pregoneros, ofreciendo agua de limón, sangría de vino tinto y avellanas tostadas, y los sonidos agudos y gangosos de la gaita, siempre acompañada del tambor. Esparcidas por diversos parajes del campo veíanse algunas mesas vestidas de lienzo blanco y atestadas de ciertos confites peculiares de la fiesta, como mazapanes, amargos, florones, madamitas, crucetas que se llevaban los ojos de los niños y los cuartos de las madres. Pocos se van de las romerías sin algunos de estos dulces en un pañuelo, los cuales toman el nombre de perdones, por ser la ofrenda que los romeros hacen á su familia en recompensa de haberse quedado en casa mientras ellos se divierten.