Za darmo

El señorito Octavio

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La vaca, como si quedase satisfecha con aquellas palabras, dejó de mirar á la cría y siguió ruminado tranquilamente.

– ¡Qué animalitos de Dios! Son como nosotros.

– Y á veces mejores que nosotros— respondió Pedro.

– Y á veces mejores que nosotros— repitió la condesa, por cuyos ojos pasó una nube que apagó un instante su brillo.

Salieron del establo cuando venían hacía él algunas mujeres con cargas de hierba en la cabeza.

– ¿Vais á meter la hierba en el pajar?– les preguntó.

– Sí, señora; la que traemos ya está seca.

– ¿Queréis que os ayude?

Todas se echaron á reir. Una de ellas, más atrevida que las otras, respondió:

– Sí, señora; súbase al pajar y recoja la hierba que nosotras le daremos.

Pedro alzó una escalera de mano que estaba en el suelo y la arrimó á la abertura del pajar, subiendo inmediatamente por ella.

– ¿Se atreve usted á subir, señorita?– dijo desde arriba.

– Mira si me atrevo— contestó su ama al tiempo que ascendía por la escala con soltura y decisión.

Pedro la tomó por la mano al tiempo de poner el pie en el pajar. Estaba éste mediado de hierba. Laura se dejó caer sobre ella pesadamente, aspirando con voluptuosidad el aroma fresco del heno, del tomillo, saúco silvestre y otras hierbas aromáticas que se crían en los prados de la montaña; después se levantó y se puso á dar vueltas de un lado á otro, hundiéndose hasta la rodilla. Esto le placía sobremanera, á juzgar por la sonrisa feliz que contraía sus labios. El pajar estaba solamente cubierto por las tejas. Como éstas no ajustaban herméticamente, por los claros que dejaban penetraba la luz, que por breves intervalos hería el rostro de la condesa.

– Yo me colocaré á la ventana y recibiré la hierba que me den las mujeres. Usted, señorita, ¿quiere ser la encargada de esparcirla?

– Sí, sí; estoy dispuesta á trabajar mucho; empieza cuando quieras.

– Pues á ello; ¡eh! tú, Rosaura, sube esa carga.

Una mujer subió hasta la mitad de la escalera de mano; desde allí entregó su carga á Pedro, que después de desatarla comenzó á tomar grandes brazados de hierba y á arrojarlos con fuerza hacia el sitio donde se hallaba la condesa, que á su vez la tomaba también y la iba esparciendo convenientemente. Al poco tiempo de ejecutar esta tarea, algunas gotas de sudor empezaron á correr por su frente.

– ¡Si vierais cómo trabaja la señora condesa!– dijo el mayordomo á las mujeres de abajo.

– Así, así; hoy ganará su jornal— respondió una.

La condesa reía. Tenía ya las mejillas encendidas como la grana. Toda su sangre de aldeana parecía fluir á ellas velozmente cansada de agitar el corazón.

– ¿No está usted fatigada, señorita?

– No, no; adelante.

– Pronto concluiremos; faltan solamente tres cargas.

Aunque no quería confesarlo, se hallaba horriblemente fatigada. Sus hermosos brazos, que se trasparentaban dentro de la bata sutil que los cubría, se iban moviendo cada vez con menos soltura: tenía la boca entreabierta y respiraba aceleradamente. Al encendido encarnado de las mejillas había sucedido cierta palidez, sobre todo en los labios y en el hueco de los ojos. Cuando Pedro dijo «ya hemos concluído», se dejó caer como una piedra, exclamando:

– ¡Qué atrocidad! ¡Cómo me he cansado!

– ¿La habrá hecho á usted daño, señorita?– preguntó el mayordomo con solicitud.

– No, no; esto pasará en seguida.

Poco á poco, en efecto, fué desapareciendo la palidez del rostro, que volvió á teñirse de vivo carmín. Los labios se fueron plegando para ocultar las dos filas de primorosos dientes que habían mostrado hasta entonces. Con el pañuelo se enjugaba el sudor del rostro y cuello. Tenía la cabeza cubierta de hierbas y hojas menudas que se habían enredado en el cabello. De vez en cuando levantaba con la mano los rizos que le caían por la frente.

Después de una pausa bastante prolongada, fijó sus ojos con insistencia en Pedro, que se había sentado á su lado, y aun estuvo de este modo algún tiempo sin hablarle. Al cabo le preguntó:

– ¿Eras tú el que cantaba hace poco?

– ¿Dónde, en el prado?… Sí, señora.

– ¡Cuántas veces habré cantado yo ese romance!… En mi casa lo llamaban el romance de Laura. Tú eras muy niño, pero tu madre se acordará seguramente de habérmelo oído.

– También yo me acuerdo.

– ¿De veras? Debías de ser una criatura. Cuando me casé todavía ibas á la escuela. Me acuerdo de verte pasar por delante de casa con el cartapacio de cuero colgado al cuello. ¿No teníais la escuela en el atrio de la iglesia?… Sí, sí; lo recuerdo perfectamente. El maestro era un aldeano bastante bárbaro. Mi madre reñía con él algunas veces por lo mucho que os maltrataba. Tú eras muy guapo de chico, pero también muy travieso. Un día pasó un muchacho por delante de nuestra puerta con la cara ensangrentada y nos dijo que tú le habías golpeado. Mi padre se incomodó mucho…

– ¿Era un hijo del tío Pepe, de la casa de abajo?

– Me parece que sí.

– Pues le pegué porque estaba pinchando con un alfiler á una niña de menos edad que él, hija de Telesforo el tabernero. No se me olvida que caimos los dos rodando en el barranco que hay junto á la iglesia. Me acuerdo bien, porque aquel día me puso el cuerpo el maestro lo mismo que una criba.

– ¡Qué bruto!… Pues otra vez un criado de casa te quiso meter miedo cuando ibas al oscurecer á la iglesia á tocar la oración, disfrazándose con una sábana á modo de fantasma… ¡Pero bueno eras tú para dejarte meter miedo!… Así que estuvo cerca tomaste una piedra y se la tiraste á la cabeza con la mayor frescura. Vino descalabrado para casa, jurando que se las habías de pagar.

– Pues yo, señorita, me acuerdo de usted en aquel tiempo como si la tuviera delante de los ojos. ¡Qué divertida y jaranera era usted! Donde usted estaba no podía haber mal humor, y en todos los horuelos y esfoyazas se aguardaba á la señorita Laura como al agua de Mayo. Oía decir en mi casa y en todas partes que no había corazón como el suyo: así que la quería más que á ninguna de sus hermanas. Después tuve motivos para quererla mucho más, porque hizo usted por mí una cosa que no la olvidaré mientras viva, así viva mil años.

– No recuerdo…

– Pues yo lo tengo bien presente. Mi padre, como usted sabe, señorita, hacía almadreñas, y de eso vivíamos. Marchaba por la mañana al monte y solía venir á la tarde. Los jueves iba á Vegalora á vender las almadreñas. Yo acostumbraba á llevarle la comida al monte. En una ocasión mi madre había estado enferma y en la cama algunos días, y tomó algunas medicinas que yo le fuí á buscar. Al parecer se gastó en ellas el único dinero que había en casa, porque me acuerdo bien que un martes á la hora en que yo solía ir al monte con la comida, me dijo mi madre: «No tengo que mandar á tu padre; el tabernero no quiso fiarme el pan ni darme un poco de manteca para componer las patatas. Díle que si tiene algunos cuartos te los dé. Á mí me proporcionará un poco de caldo la tía Prudencia y tengo bastante». Marchéme al monte y hallé á mi padre trabajando con mucho afán. Cuando me vió llegar sin la cesta me preguntó: «¿No me traes la comida?» «Mi madre me dijo que no tenía que mandarle; que si usted tenía algunos cuartos me los diera para comprar pan.» Llevó la mano al bolsillo, pero no sacó nada de allí, y me dijo con una alegría que yo comprendí que era fingida: «No hay necesidad de ir por pan; no tengo hoy ganas de comer; conque á trabajar, amigo mío». Y se puso, en efecto, á manejar el hacha con nuevo afán. Yo, entre tanto, empecé á corretear por las cercanías, sin sospechar que mi padre no había tomado alimento desde el día anterior. No obstante, me hice cargo pronto de que su ardor iba cediendo y las fuerzas le abandonaban poco á poco. Movía los brazos con dificultad y á menudo se detenía para tomar aliento. Sin darme cuenta de ello, cesé de enredar y me fuí acercando á él, mirándole en silencio. Al cabo de un rato dejó caer el hacha de las manos y fijó en mi una mirada de angustia que aún tengo clavada en el corazón. «No puedo más, Pedro; tengo hambre», me dijo. Yo no sé lo que pasó por mí entonces, señorita. Se me hizo un nudo aquí, en la garganta, como si fuese á ahogarme. Se me figuró que todas las cosas daban vueltas á mi alrededor, y sentí dentro del pecho un frío particular, que nunca más volví á sentir. De repente me acuerdo que eché á correr como un loco por el monte abajo, sin saber adónde marchaba. Como no seguía la vereda, me iba destrozando los pies con la retama y las zarzas; pero no lo notaba. No veía nada. Las lágrimas me nublaban los ojos; pero corría, corría cada vez con más furor, y sin saber cómo ni de qué manera, me encontré delante de su casa. Estaba usted sola al balcón cosiendo, y recuerdo que la dije temblando de miedo: «Señorita, mi padre tiene hambre; déme usted una limosna, por Dios». Me miró usted con mucha sorpresa, y me dijo: «Aguarda un instante». Al poco tiempo bajó usted á la calle, se enteró de lo que pasaba, y me dió una peseta, diciéndome: «Anda, ve á comprar pan, y corre á llevárselo». No había necesidad de advertírmelo. Partí como una exhalación á la taberna, compré un pan y un buen pedazo de queso, y subí dando brincos y trepando como un corzo al sitio donde estaba. Cuando me vió con el pan y el queso en la mano, lo primero que hizo fué preguntarme: «¿Quién te dió eso?» «La señorita Laura.» «Que Dios se lo pague y se lo represente de gloria en el cielo.» Después se puso á comer con un ansia que partía el corazón. «Come tú también, hijo mío», me dijo al poco tiempo, «Ya me dieron de comer abajo», le respondí. Era mentira. Yo tampoco había tomado nada aquel día, pero quise que mi padre comiera lo que le hacía falta. Cuando bajé, tragando unas cortecillas que había dejado, y la vi á usted otra vez en el corredor, le juro que me pareció más hermosa que la Virgen. Quise darla las gracias; pero no fuí capaz de decir una palabra. Pasé con la montera en la mano, sin dejar de mirarla. Algo debió usted conocer en mis ojos, porque se sonrió y me saludó con la mano.

 

– ¡Pobre Pedro!

– Los perros no olvidan la mano que les ha acariciado una vez. El hombre que olvida los beneficios es peor que un perro.

– Después que yo me fuí has estado en el servicio, ¿verdad?

– Sí, señora; me tocó la suerte. Cuando me marché, la víspera de San Antonio, creí que todos estos picachos se me venían encima. Iba más triste que la medianoche. Este pobre Canelo que usted ve aquí era entonces un cachorrillo, y me siguió más de cuatro leguas, hasta que tuve que pegarle para que se volviese; pero después de pegarle, todavía me seguía de lejos. Entonces hice que lo atasen y lo llevasen á Vegalora. En mi casa no podían mantenerlo: se lo dejé á un amigo panadero que tengo en la villa. Así que perdí de vista estas montañas, ya me sentí otro hombre, y canté y retocé como los demás. ¡Qué palos me tienen costado estos retozos! Había un sargento en mi compañía que nunca prevenía las cosas más que una vez. Decía que él no era reloj de repetición. Á la segunda hablaba con el garrote. Pues, á pesar de santiguarnos de lo lindo, no le queríamos mal, porque era hombre franco y nunca delataba á nadie. En una acción cayó herido á mi lado: yo lo cogí y lo llevé sobre las espaldas cerca de una hora, hasta encontrar una barraca, donde murió á las pocas horas.

– ¡No habrás pasado pocos trabajos, Periquillo! Llevarías escapulario siempre, ¿no es verdad?

– De Nuestra Señora del Carmen.

– ¿Caíste herido alguna vez?

– Sí, señora; una vez, en Navarra, me pasó una bala de un lado á otro; me entró por aquí, salva sea la parte, y me salió por aquí. Poco faltó para que me echasen la tierra encima. En Cuba, un negro, mas negro que las tinieblas, grande como un castaño, me descargó un machetazo en un hombro, que á poco me parte en dos. Sin embargo, me curé más fácilmente que del balazo. Pero en la guerra lo de menos son las heridas, señora condesa. Cuando uno cae herido, lo llevan al hospital y allí se está tres ó cuatro meses como un canónigo, tomando buenos caldos y platicando con algún compañero, mientras los demás andan con la lengua fuera de aquí para allá, unas veces comiendo mal y otras veces sin comer, al sol cuando lo hace y al agua cuando cae… También tienen sus raticos buenos, no vaya usted á creerse; cuando uno va á atacar una trinchera, pongo por caso, y suena la corneta en medio del silencio, y se descargan los primeros tiros, y se huele el humo de la pólvora, y sin verlo, porque el humo lo tapa, se escucha la voz ronca del oficial que grita: «Adelante, muchachos»; y se sube, se sube hasta encaramarse sobre la trinchera, salpicados de sangre, entre los quejidos de los que caen, los gritos de los que suben y el choque de las bayonetas, aunque parezca mentira, siente uno unas cosquillas que corren por todo el cuerpo y le hacen gozar… Hay momentos que no se cambiarían por muchos años de buena vida, señorita…

Pedro se había ido animando poco á poco. Sus grandes ojos negros giraban descompasados con fiera expresión. Su crespa cabellera erizábase como la crin de un corcel de guerra. La condesa le miraba con susto.

– ¡Qué atrocidad!– exclamó.– ¡Qué gustos tan bárbaros tenéis los hombres!

– Tiene usted razón, señorita; bien mirado, ¿habrá bestialidad mayor que la guerra?

– Y sin embargo, yo no sé lo que tiene, que hasta á nosotras las mujeres nos inflama y entusiasma. ¡Cuántas veces, al ver pasar un batallón marchando al son de la música con su bandera desplegada y las agudas bayonetas en alto que brillan al sol y se mueven con siniestro compás, me ha entrado en apetito el ser hombre para seguir su suerte borrascosa! Desengáñate, Pedro: á vosotros, cuando los tiempos vienen malos, os queda el recurso de luchar con el destino, mientras que nosotras… ¡Jesús!… ¿qué me ha picado aquí?

La condesa interrumpió su discurso para sacar vivamente una mano que tenía metida en la hierba. En la blanca y torneada muñeca apareció una gota de sangre. Pedro se apoderó instantáneamente de aquella mano, y poniendo los labios sobre ella, chupó la gota de sangre.

– ¿Qué haces?

– Nada, señorita. Si la ha mordido una víbora, no es usted ya la que muere.

– ¡Qué horror! ¡Quiera Dios que no sea víbora! Gracias, Pedro… Has hecho mal en exponerte… ¡La Virgen del Carmen permita que no sea víbora!

– No se apure usted. Expuse tantas veces la vida por cosas que á la larga no me importaban, que nada tiene de particular que la exponga por mi señora.

– Gracias, gracias, Periquillo… No querrá Dios que sea víbora… Ofrezco una misa á la Virgen del Carmen si no te sucede nada… Mira, vámonos de aquí… Estoy agitada… nerviosa… Vámonos, vámonos pronto.

La condesa tornó á bajar la escalera de mano, ayudada por Pedro, y juntos atravesaron el prado, descendieron por el bosque de castaños y penetraron en la pomarada, abriendo la puerta de madera. Á los pocos pasos Laura distinguió á lo lejos entre el follaje á su marido, acompañado de Octavio.

– Vuélvete, Pedro, que ya no me haces falta— se apresuró á decir. Después avanzó sola hacia el sitio en que se hallaba el conde. Y como llegase allá, fué saludada por Octavio que se hizo almíbar al tomarle la mano y enterarse de su salud. Todos juntos se dirigieron lentamente hacia el palacio, porque el sol ya declinaba. En una de las revueltas del camino tuvo tiempo el conde para decir en secreto á su mujer:

– Conviene que te muestres amable con ese muchacho.

VII.
Il sol de l'ánima

Trascurrieron bastantes días. Octavio, alentado por la extrema confianza que los condes le otorgaban, no escaseó sus visitas á la Segada. La mayor parte de los días iba después de comer y volvía á la caída de la tarde. Alguna vez se quedaba hasta las diez ó las once de la noche. Entonces un criado de la casa salía acompañándole con un farol hasta el puente. Allí le dejaba, y Octavio caminaba solo por la carretera hasta llegar á la villa. El trayecto era breve, como ya sabemos. Nuestro joven, emboscado en un laberinto de pensamientos vagos y risueños, lo convertía en brevísimo. Á tales horas poca gente se hallaba en el camino. Algún que otro arriero con sus mulas delante y montado en una de ellas sobre una pirámide de fardos; cualquier vecino que por casualidad saliese en busca de una vaca extraviada, ó los mozos crudos de Vegalora que tuviesen arrestos suficientes para ir á cortejar las mozas de la Segada ó de otros lugares cercanos. El señorito Octavio, aunque no sintiese miedo precisamente cuando veía blanquear entre las sombras espesas la camisa de un labrador, no le hacía gracia ninguna. Por un instante quedaban suspensos en el aire los risueños fantasmas de su imaginación, esperando que el transeunte pasase. Cuando éste decía: «Buenas noches, señorito Octavio», dejaba escapar un suspiro de satisfacción al verse reconocido y murmuraba: «Es una temeridad andar á estas horas solo por tales sitios: ¡no me vendré otro día sin un arma!». El acuerdo jamás llegaba á cumplirse, y seguía yendo y viniendo de Vegalora á la Segada totalmente inerme y á merced de todos los riesgos y venturas. Quizá tuviese un vago presentimiento de que el arma no le había de prestar socorro muy eficaz en caso de apuro.

Para comprender bien qué casta de pensamientos alteraban y embebecían al joven durante sus paseos nocturnos, son necesarios algunos antecedentes sobre su educación, temperamento y aficiones. El padre del héroe, D. Baltasar Rodríguez, era hombre que poseía inteligencia clara, ilustración, si no muy extensa, bastante sólida, y sobre todo una sensibilidad exquisita que procuraba ocultar cuidadosamente debajo de un exterior frío y hasta severo. Ésta era la parte flaca, pensaba él, de su carácter, y la combatía y la refrenaba sin tregua en todos los momentos de la vida sin lograr resultados satisfactorios. D. Baltasar no aceptaba su excelente corazón como un beneficio de la Providencia, sino como carga pesadísima que le había molestado durante su carrera, estorbándole en el logro de todos sus propósitos. «Si yo hubiese tenido arranque para dejar á mi mujer y á mi chiquitín y partir para Cuba, cuando en 1854 me ofrecieron la plaza de secretario del Banco de la Habana— solía decir á sus amigos íntimos,– á estas horas otra sería mi fortuna. Si me hubiera aprovechado, como D. Marcelino, de la ruina de la casa de Argüelles, esa vega que usted ve ahí, señor juez, sería mía. Si tuviese valor para arrojar de la casería á Modesto Fernández, que hace ocho años que no me paga renta alguna, podría agregar todas esas tierras á la posesión y ésta doblaría de valor… Pero ¡si no puede ser!– concluía siempre en tono desesperado.– ¡Si los hombres como yo debieran estarse quietos en su casa y no meterse en dibujos!» Cuando alguno por consolarle le decía: «Después de todo, D. Baltasar, es mucho mejor tener la conciencia tranquila como usted, que no manchada como los otros», volvíase airadamente exclamando: «¿Y qué es la conciencia? Yo no creo en la conciencia. Veo que D. Agapito de las Regueras, después de haberse comido la fortuna de los hijos de su hermano, vive tan tranquilo y es más feliz que yo. Veo que D. Marcelino goza de su riqueza con la serenidad de un arcángel y no sueña que hay seres que derraman lágrimas por su causa… ¡La conciencia, la conciencia! La conciencia es una cosa que sirve sólo para molestar á los hombres honrados». No dejaba de ofrecer ribetes de cómico el deseo ardiente que D. Baltasar tenía de ser un hombre inmoral y perverso.

El temperamento de Octavio guardaba bastantes afinidades con el suyo, lo cual le traía desesperado. D. Baltasar hubiera dado cualquier cosa por que su hijo fuese un lagarto que se perdiera de vista, un truchimán capaz de enredar con sus artimañas á todo el concejo. Pero desgraciadamente no era así ó, por mejor decir, era todo lo contrario. «Este chico, decía, me da á mí quince y raya. Cuando yo me muera será capaz de pedir permiso á los vecinos para comer lo que le pertenece.» Sintiéndose y sintiéndole tan lejos del carácter que ambicionaba, no dejaba de exponerle á menudo las ventajas de este carácter ideal. «Mira al hijo de D. Rodrigo cómo se las ha arreglado para echar á los dos médicos del municipio y quedarse él solo cobrando el sueldo de ambos. Mira al secretario del ayuntamiento qué casa tan hermosa está levantando en la plaza.»

– ¿Y qué sueldo tiene el secretario?– preguntaba Octavio.

– Diez mil reales.

– ¿Y con diez mil reales al año se levantan casas magníficas?

– Ahí verás tú— respondía D. Baltasar guiñando maliciosamente el ojo izquierdo.

Y el padre y el hijo, las dos almas más cándidas y nobles de la comarca, proseguían silenciosamente su paseo abismados en la admiración que les infundían aquellos miserables á quienes no podían imitar.

D.ª Rosario era digna consorte del buen abogado. Por más que existiesen entre ambos notables puntos de desemejanza, tocaban sólo á la superficie, dejando incólume el fondo, igualmente generoso y honrado. El ingenio y la discreción no eran las cualidades sobresalientes de D.ª Rosario. Por lo mismo eran aquellas en que más hincapié hacía su vanidad pueril é inofensiva. También se vanagloriaba de poseer un alma elevada y poética, que había sabido resistir á la influencia prosaica y á las costumbres vulgares del pueblo en que vivía. Por la noche, antes de recogerse, solía abrir el balcón de su cuarto para contemplar la bóveda estrellada. Alimentaba un canario y una pareja de tórtolas, y cultivaba esmeradamente en tiestos algunas plantas de claveles y geranios. Los días festivos dedicábalos íntegros á la lectura de novelas sentimentales. Por estas razones y por algunas otras análogas, se consideraba la mujer más sensible del distrito.

Octavio poseía varias propensiones ó cualidades de su madre, entre ellas la afición á las flores y á la lectura. Pero estas aficiones, al ser trasmitidas, sufrieron alguna modificación, como sucede casi siempre en tales casos. D.ª Rosario alimentaba su inclinación á las flores regando los crecidos y frescos claveles y geranios de sus tiestos. Octavio desdeñaba estas flores por vulgares y mentaba á menudo en su discurso otras exóticas, totalmente desconocidas para los habitantes de la villa.

Aseguraba con formalidad que el mejor adorno de los jardines y salones no eran las flores, sino las plantas y los arbustos. Citaba y describía con frase pintoresca los que estaban á la moda por aquel tiempo en los saraos de la corte, tales como las begonias, marantos, bambús de la India, pándanos de Java, latanieros, etc., etc. Había llegado hasta pedir la semilla de muchos de ellos á París; pero como no tenía estufas en el jardín ni disponía de otros medios indispensables para la vida de tales plantas, no había logrado aclimatar ninguna. Sin embargo, á fuerza de cuidados y después de reñir mucho con el criado y de incomodarse, había conseguido formar una glorieta bastante hermosa y tupida de lianas y capullos de Levante. Era el sitio predilecto de nuestro joven, donde solía refugiarse á leer en las tardes calurosas de estío. También crecían en el jardín varias plantas de reseda y heliotropo, y una muchedumbre de perlas de Oriente y rosales de malmaisson, que debían igualmente su existencia á sus desvelos.

 

Otro tanto había sucedido con la lectura. Octavio había principiado por leer los tomos desvencijados y grasientos que su madre guardaba en el armario de la ropa blanca. No tardó en cansarse de ellos hallándolos demasiadamente inocentes. Enfrascóse después en el trágico laberinto de los folletines que, si bien le mantuvieron agitado y divertido una larga temporada, no consiguieron pegársele al alma. Por último, habiendo llegado á Vegalora cierto ingeniero belga para dirigir el laboreo de unas minas de D. Baltasar, tomó algunas lecciones de francés y trabó conocimiento por su mediación con los más acreditados y flamantes novelistas de la nación vecina, Alfonso Karr, Julio Janin, Teófilo Gauthier, Octavio Feuillet y otros. El último fué el que inmediatamente adquirió la privanza de su corazón: le sedujo hasta un punto indecible. Encargó todas sus obras á París y las hizo encuadernar lujosísimamente en piel de Rusia (una de las manías de nuestro héroe era el tener todos sus libros encuadernados con elegancia). Colocadas en lugar preferente de su biblioteca, fueron para él, á un tiempo mismo, código de la cortesanía y biblia de los sentimientos nebulosos y delicados.

Desde entonces vivió una vida ficticia, pero llena de encantos, incomprensible para la mayoría de los humanos, sobre todo para los humanos de Vegalora. Alejándose cada vez más del comercio de la gente que le rodeaba, principió á asistir con la imaginación á las escenas descritas con más arte que vigor por su favorito Feuillet, y á representárselas con tal verdad, que ni un solo pormenor les faltaba. Conocía de un cabo á otro el faubourg Saint-Germain, teatro imprescindible de las novelas de su homónimo, y trataba familiarmente á los personajes que allí figuraban. Estaba á la vez enamorado de Julia Trecœur la Petite comtesse y Sibila, y admiraba profundamente el carácter extravagante y las maneras cortesanas y el valor de Monsieur de Camors. No se le caían de la mente aquellos diálogos ingeniosos donde la respuesta, siempre oportuna, parecía meditada con espacio y no fruto de la improvisación, ni los rasgos delicados donde se mostraba de golpe y en cualquier menudencia la elevación y nobleza de un alma, ni la galantería voluptuosa y discreta, ni el estilo insinuante y perfumado que caracterizan á tales obras.

Y no solamente fué espectador humilde de estas escenas, sino que, dejando suelta la rienda á su fantasía desocupada, se puso á tejer novelas análogas de las cuales siempre resultaba él el héroe ó protagonista. Ahora se veía á los pies de una duquesa diciéndole con voz temblorosa frases apasionadas y candentes que ella escuchaba arrobada y suspensa; ahora se encontraba batiéndose á espada con un joven coronel en mitad de un bosque, con dos amigos vestidos de negro al lado; ahora asistía á la caza de un jabalí cabalgando á la par de una hermosa y egregia dama, á quien salvaba la vida por un acto de valor heroico; ahora, en fin, resolvía suicidarse escribiendo antes una larga carta de despedida cuajada de frases elocuentes y tildes psicológicas, nada claras para el que no estuviese iniciado en el lenguaje cortesano, á la señora de su mejor amigo, de quien había tenido la desgracia de enamorarse perdidamente.

Aunque éstas no fuesen más que imaginaciones que vivían ocultas y satisfechas en el magín de nuestro señorito, todavía lograron trasladarse un tanto á la vida real por la fuerza de la costumbre y la huella que iban dejando en su espíritu. Así, de un modo vago é inconsciente, principió á imitar el carácter y las inclinaciones de los personajes que más admiraba y á adoptar en la forma estrecha y deficiente que podía los usos de la sociedad elevada donde tenía puestos los ojos. Entonces se le vió andar por los parajes más retirados de la población, solo y vestido con extraordinaria elegancia. Á lo mejor se paraba ante un niño que lloraba en medio de la calle y lo consolaba y le limpiaba las lágrimas con su pañuelo, y le metía después una moneda de plata en la mano. Otras veces se le veía paseando á caballo, también solo, por las cercanías, dejando las riendas sueltas y contemplando el paisaje con mucho sosiego, ó bien marchando á todo escape como si huyese de alguno que le perseguía. Encargó á Madrid cajas de guantes y corbatas, suscribiéndose á dos periódicos franceses que traían revistas de salones. También hizo venir floretes y caretas con todos los restantes adminículos del juego de esgrima. Como en Vegalora y acaso en toda la provincia no había maestro de armas que le enseñase, compró un tratado, y ateniéndose á sus explicaciones y á las figuras que representaban sus grabados, se puso á esgrimir el florete contra las paredes, sin otro resultado que el de romper dos ó tres cristales y tirar un frasco de tinta sobre la mesa. También quiso ensayarse en la caza por ser el recreo favorito de la aristocracia; pero siendo la tierra donde vivía extremadamente montuosa y quebrada, se fatigaba demasiado y hubo de renunciar á ella.

Como al fin y al cabo Octavio tenía veinte años y una imaginación nada apagada, y le bullía la sangre en el cuerpo, por más que en todo el pueblo no hubiese mujer capaz de inspirarle una pasión aérea y nerviosa como su entendimiento más que su corazón ansiaba, no pudo sustraerse á la ley que á todos los humanos encadena. Un día, hallándose en el jardín de su casa recortando los setos de boj y membrillo, para lo cual, y con objeto de no lastimarse las manos, solía ponerse guantes, vió en el balcón cercano unas cabecitas rubias que le sonreían. Eran los hijos de D. Marcelino, á quienes Octavio, como vecino, no dejaba de conocer muchísimo. Allí no estaban más que los pequeños. Empezó á hacerles señas y á enviarles besos con la punta de los dedos, que los niños se apresuraban á devolver por el mismo procedimiento. Cansado de la mímica, les dijo esforzando la voz:

– ¿Queréis una flor?

Los chiquillos gritaron «sí, sí», moviendo la cabeza afirmativamente hasta descoyuntarse. Octavio arrancó un clavel y se lo arrojó, pero no habiendo hecho bien la puntería cayó en el patio contiguo, con grande y ruidoso sentimiento de los nenes. Tomó otro riendo y volvió á tirarlo. Esta vez obtuvo un resultado satisfactorio. El niño que lo cogió le dió las gracias con un beso. Los demás se pusieron á gritar:

– Dame otro, dame otro.

– Allá voy; no hay que impacientarse; para todos habrá.

Mas cuando se disponía á tirar el segundo clavel, vió levantarse rápidamente sobre las maderas de la galería otra cabeza rubia un poco mayor, aunque no menos hermosa. Una mano blanca salió por un instante fuera, y una voz de timbre dulce y sonoro pronunció estas palabras:

– Esa es mejor.

Al mismo tiempo cayó á sus pies una grande y magnífica rosa de Alejandría. La cabeza y la mano habían desaparecido como un relámpago. El joven, recogiendo la flor con no poca sorpresa, preguntó:

– ¿Quién está ahí con vosotros?

Los niños respondieron á coro:

– Es Carmen, es Carmen. ¡Uy! ¡uy! ¡uy!

Los chicos lanzaron gritos de dolor. Al parecer, su hermana, poco satisfecha de la sinceridad del coro, les estaba repartiendo sendos pellizcos en las piernas.