Za darmo

El señorito Octavio

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Octavio seguía al lado de la condesa y conversaba con ella sobre cosas indiferentes, alusivas unas veces á los objetos que tenían á la vista, otras (las más) á las particularidades de la vida cortesana, que el joven parecía conocer tan bien como la dama. El rostro y los ademanes del señorito no correspondían en un todo á la materia de la conversación. Decía todas sus frases en tono tan insinuante y se mostraba tan turbado, que cualquiera podría creer, observándole de lejos, que estaba haciendo una declaración de amor. Siempre le pasaba lo mismo cuando hablaba con las mujeres. Su fisonomía sonriente, ruborosa y expresiva con exceso, le había hecho pasar por novio de casi todas las damiselas á quienes se había acercado en su vida. Claro está que tales presunciones no tenían fundamento positivo; pero quizá si penetrásemos en los misterios de la psicología, hallaríamos disculpa para la ligereza de los vecinos de Vegalora. Porque hay en ciertos temperamentos un fondo tan grande de materia amorosa (si se permite esta singular locución), que no necesita más que un leve motivo para mostrarse en la superficie. El amor reposa en estos temperamentos como una masa de polvo colorante en el fondo de un vaso de agua; así que se agita, toda el agua queda teñida. El hecho aparente era que nuestro amigo ni se enamoraba ni se declaraba á las mujeres que tenía cerca, pero en realidad, hacía uno y otro. Su plática, pues, con la condesa tenía mucho de dúo amoroso. Cuando decía, verbigracia: «Se está usted humedeciendo los pies, condesa», la traducción exacta de la frase, que se dibujaba en sus ojos, era: «De qué buena gana, señora, se los secaría con mi aliento». Se había quitado el sombrero, y jugaba con él entre las manos afectando una posesión de sí mismo que estaba lejos de sentir. Llevaba en la boca un clavel blanco salpicado de manchas rojas, y lo mordía con displicencia digna de un socio del Veloz Club. De vez en cuando volvía el conde la cabeza y le dirigía una sonrisa afectuosa, á la cual nunca dejaba de contestar el mancebo con un saludo familiar.

– Es muy bonito ese clavel que lleva usted— dijo la condesa, mientras lo admiraba sinceramente con los ojos muy abiertos.

Octavio lo quitó precipitadamente de la boca.

– Si no fuese porque ya está mordido, tendría placer muy grande en dárselo… Pero, en fin, le quitaremos un poco del tallo… (al mismo tiempo cortaba la parte que había estado en la boca). ¿Lo acepta usted así, condesa?

– Con mucho gusto. Mil gracias.

Estaban ya próximos á la empalizada que circuía la finca, y para no volver por el mismo sitio empezaron á caminar al lado de ella. Apenas habían dado algunos pasos, cuando sintieron por la parte de fuera un aliento jadeante, y vieron en lo alto de la estacada la cabeza de un perro, el cual cayó inmediatamente á sus pies y se puso á ladrarles, sin atender á las razones de don Primitivo, que le decía:

– Ven acá, Canelo… ¿No me conoces, Canelo?… ¿Dónde está tu amo, Canelo?…

El perro recordó que ya había visto aquella cara en otra parte, pero no quiso dar su brazo á torcer ni confesar que se había equivocado, y siguió ladrando, aunque sin gana y por compromiso.

– ¿Qué es eso, Canelo?… ¿Te olvidas de los amigos?…

– Guau, guau, guau.

– ¿Dónde dejaste á tu amo, Canelo?

– Guau… guau.

– ¿Venís de caza, Canelo?

– Guau…

Por detrás de la empalizada empezó á asomar una escopeta de dos cañones, y se vió un sombrero de grandes alas que ocultaba á medias el rostro de un joven moreno, el cual, con mucha presteza y agilidad, pasó ambas piernas por encima de las puntas de las estacas, y dando un salto quedó en pie delante del conde.

– ¡Hola, Pedro! ¿De dónde vienes?

– Señor conde, fuí á matar un zorro que me dijeron andaba por la mata del tío Bonifacio. En cosa de ocho días le zampó tres gallinas.

– ¿Y lo traes?

– Sí, señor; aquí está vivo todavía. No le tocaron más que algunos perdigones en esta pata… ¡No se acerque usted, señora condesa, que estos animales son muy traidores!

– Hola, caballerito— dijo el conde dirigiéndose al zorro, que colgaba de la espalda de Pedro.– ¿Conque entretiene usted sus ocios engulléndose las gallinas del vecindario? ¿Y se figuraba usted que sus proezas no habían de tener fin jamás?

– Este Pedro— dijo el cura— es un buen muchacho… es un buen muchacho. Nos va despejando la comarca de alimañas. Señor conde, tiene usted una alhaja en este muchacho… sobre todo es mozo formal y de palabra.

– Señor cura, si no fuí á ayudarle á usted á arreglar la huerta, fué porque estos días anduve muy ocupadado preparando las cuentas…

– Bien, hombre, bien; yo no te he preguntado nada. No hago más que referir tus méritos y cualidades al señor conde.

– Es que entiendo bien las indirectas.

– Pedro, deja aquí el zorro y vé á casa por un poco de paja ó hierba seca.

– ¿Qué es eso, le quiere usted hacer cama á ese bicho?– preguntó D. Primitivo.

– Sí; le quiero hacer un lecho cómodo para que se cure.

No tardó Pedro en llegar con una muy bastante cantidad de hierba entre los brazos, y así que la dejó en el suelo, ordenóle su señor que colgase el zorro por las patas traseras de la rama más baja de uno de los árboles. La condesa, mientras se practicaba esta operación, alejóse velozmente del grupo y se perdió pronto de vista entre los árboles. Mandó en seguida el conde colocar la hierba debajo del zorro, y sacó del bolsillo una preciosa fosforera de oro.

– ¡Hola, señor conde, intenta usted hacer un auto de fe? Ya concluyeron esos tiempos ominosos… ya concluyeron esos tiempos ominosos. El zorro le va á llamar á usted oscurantista, y con razón, sí señor… y con razón.

El conde se bajó sonriendo y aplicó un fósforo encendido á la hierba.

El zorro, colgado boca abajo, permanecía inmóvil, y nadie le tuviera por vivo á no ser por sus ojos abiertos que giraban lanzando miradas recelosas á los espectadores. La sonrisa de éstos le contrariaba visiblemente. Empezaban á sonar los chasquidos de la hierba y el fuego iba cundiendo poco á poco por lo más interno del montón, que lanzó una bocanada de humo espeso. El zorro quedó envuelto por un instante y se le escuchó estornudar.

– Ya le sube el humo á las narices, señor conde— dijo D. Primitivo.

El viento disipó el humo espeso, y el montón comenzó á arrojar una columnita de otro azulado y trasparente. Quedó el zorro al descubierto, y observáronse en él señales de una inquietud que iba en aumento. Todos le contemplaban curiosamente y sin quitarle ojo, excepto Pedro, el cual, ajeno totalmente al espectáculo, se ocupaba en sacar el cartucho quemado de la escopeta y en arreglar sus llaves. Una llama brotó súbito de la hierba y rozó el hocico del animal, que sacudió la rama con violencia.

– Ya le come, ya le come, por do más pecado había— dijo riendo el cura.

Tornó á brotar la llama con más fuerza y esta vez se detuvo algún tiempo en el hocico del zorro, que lanzó un chillido áspero, ridículo.

El Canelo comenzó á ladrar furiosamente y fué necesario que su amo le diese un par de puntapiés para hacerle callar. Los espectadores acogieron con algazara el chillido del animal. El conde no hizo más que sonreir. Por tercera vez salió la llama del montón, próximo ya á convertirse en hoguera, y envolvió con una horrenda caricia la cabeza del zorro, el cual, tratando de huirla, principió á enroscarse, lanzando al mismo tiempo continuos chillidos. El perro, sin hacer caso de los puntapiés de Pedro, no cesaba de ladrar y aullar, corriendo de un lado á otro, unas veces acercándose á la hoguera con las orejas tiesas y los pelos erizados, marchando otras á ocultarse entre las piernas de alguno de los presentes. La algazara había ido cesando poco á poco en el concurso. Los rostros quedaron completamente serios. El conde seguía sonriendo como antes. Quemaba ya la hierba por todas partes y chisporroteaba arrojando pavesas inflamadas que se apagaban instantáneamente y caían convertidas en ceniza. El día estaba concluyendo. La mancha negra de la esquina se había extendido cual si fuese aceite por toda la pomarada. Así que la luz de la hoguera trazaba círculos luminosos en ella y corría á veces impetuosamente por debajo de la bóveda iluminando una gran extensión y prontamente se replegaba abandonando el campo á la sombra. Veíanse reflejos vivos y fugaces en las hojas de los árboles y sentíase en el rostro el calor abrasante de las llamas. El desgraciado zorro seguía enroscándose y retorciéndose para salvar su cabeza, pero el fuego le tostaba el lomo cruelmente. Un hedor irresistible de pelo quemado se esparció por la atmósfera. El dolor arrancaba al pobre animal gritos cada vez más extraños y penetrantes que resonaban de un modo siniestro en el silencio de la pomarada. Á estos gritos desgarradores respondían lúgubremente los aullidos del perro que daba vueltas en torno de la hoguera, espantado y trémulo.

Un espectador se desplomó y cayó con ruido sordo sobre el césped. Todos acudieron á aquel sitio. Era el señorito Octavio que se había desmayado. Inmediatamente que lo levantaron recobró el conocimiento.

– No es nada, no es nada… muchas gracias… Me pasa esto con frecuencia.

D. Primitivo sacó de las reconditeces de su faltriquera un vaso de metal y corrió á un charco que estaba próximo. Cuando llegó con el vaso lleno, el joven estaba ya de pie y hablaba serenamente con el conde. Mas D. Primitivo no quiso perder el viaje y acercándose cautelosamente á él, sin darle aviso alguno le encajó toda el agua en mitad del rostro. Octavio quedó un instante sin respiración.

– Muuuchas gracias, D. Primitivo… No… había necesidad…

Aunque trató de secarse inmediatamente con el pañuelo, no pudo evitar que una regular cantidad de agua le entrase entre el cuello de la camisa y la carne, lo cual le produjo escalofríos y estornudos para buen rato.

 

El fuego había quemado en tanto la cuerda que sujetaba el zorro al árbol y el animal había desaparecido ya en la hoguera. Las llamas fueron decreciendo poco á poco y presto no hubo allí más que un montón de cenizas.

– Me parece que es hora de ir aproximándonos á nuestro asilo— dijo el licenciado Velasco de la Cueva.

– Tiene usted razón, D. Juan— repuso don Marcelino;– la noche se viene encima, y de aquí á Vegalora todavía hay un paseíto.

Se pusieron todos en marcha hacia la casa. Á los pocos pasos hallaron á la condesa, que salió de entre los árboles con un niño de la mano y el clavel de Octavio en la boca. Esta vez sintió nuestro joven un fuerte escalofrío de placer que le indemnizó con creces de los tormentos que le había hecho sufrir el agua de D. Primitivo. Acercóse rápidamente á la dama y se puso á darle cuenta de su desmayo.

– No puede usted figurarse, condesa, lo impresionable que soy. Es desgracia nacer con un temperamento como el mío. El médico me dice que soy un manojo de nervios y que debo evitar todas las emociones vivas, lo mismo las tristes que las placenteras… Pero si he de huir las últimas— añadió después de breve silencio y fijando sus ojos tímidos en la condesa— es preciso que no vuelva á parecer por aquí.

– ¿Y por qué?

– Porque… la impresión que usted me causa es demasiado placentera.

– ¿Sabe usted que sin salir de Vegalora es usted ya un cortesano perfecto?

Octavio sintióse aún más lisonjeado por estas palabras que por el buen sitio que la condesa había otorgado á su clavel, y mientras caminaban en dirección á la huerta se enredó en un laberinto de explicaciones metafísicas sobre las diferencias y afinidades que existen entre la galantería, el amor, la amistad, la simpatía, etc., etc. Mientras tanto D. Primitivo se enteraba con profunda sorpresa de que Pedro no había tocado siquiera en el cuadro de las lechugas. El procurador se guardó de comunicar la noticia á sus compañeros, y cuando llegaron á la huerta y se encontró frente á las malhadadas lechugas, que habían tenido la audacia de espigar motu proprio, bajó la cabeza y pasó de largo sin conocerlas.

– Adiós, señor cura, mañana pasaré á verle en su rectoral. Adiós, D. Primitivo. Adiós, señor Rodríguez, que no deje usted de visitarnos con frecuencia. Adiós, D. Juan. Adiós, D. Marcelino.

Octavio se había quitado un guante apresuradamente, y al dar la mano á la señora de la casa le dijo en voz baja:

– ¡Qué felices son algunos claveles, condesa!

Todos partieron. El cura les dejó á la salida del villorrio y emprendió el camino pendiente y tortuoso de la rectoral. Los cuatro vecinos de Vegalora siguieron la calle de avellanos que conducía al río, salvaron el puente, y una vez en la carretera fué asunto de pocos minutos el poner el pie en la villa. Octavio apenas despegó los labios en todo el camino. Una nube de pensamientos flamígeros daba vueltas en torno de su cabellera y le impedía ver las que se cernían en las alturas, besadas suavemente por los moribundos rayos del sol. ¡Qué cara pondrían los tres graves señores que marchaban á su lado si dijese en alta voz lo que iba pensando!

En una de las calles dejaron á D. Primitivo, que se metió en su casa. Más adelante al licenciado Velasco de la Cueva. Por último llegaron á casa de D. Marcelino. La tienda estaba ya iluminada.

– ¿No ve usted qué amigos son de la claridad en mi casa?– exclamó el tendero en tono que no expresaba ninguna satisfacción.– ¿Quiere usted pasar, D. Octavio? No tardará la gente en llegar.

– Con mucho gusto. Pase usted, D. Marcelino.

– Pase usted, D. Octavio.

– Pase usted, D. Marcelino.

V.
La tienda de D. Marcelino.

Aunque mucho más clara de lo que su amo hubiera deseado á tales horas, la tienda no era, á decir la verdad, un farol veneciano. Toda su iluminación se reducía á una lámpara de petróleo colgada en el centro de la estancia sobre el mostrador. Y como quiera que la tienda era grande y la lámpara tenía pantalla, su luz blanca y crecida, en forma de mariposa, no conseguía traspasar los polvorientos cristales de los armarios. Si no supiéramos, pues, hace tiempo, que D. Marcelino comerciaba en paños y bayetas, no era fácil que ahora nos informáramos del contenido de tales armarios. El mostrador iba de una á otra pared á lo ancho y era oscuro, y estaba resplandeciente por el uso lo mismo que si lo acabasen de barnizar. Había clavadas en él algunas monedas falsas, y en uno de sus extremos se veía una pecera sucia por la cual nadaban algunos pececillos colorados. Detrás del mostrador, y en un rincón de la tienda, una mesilla rodeada por un enrejado de madera pintada de verde. Era el escritorio; el paraje más temible y peligroso de la comarca. Decía Paco Ruiz á sus amigotes del café que prefería ir á medianoche al cementerio á llegarse á las doce del día al escritorio de D. Marcelino.

El contenido oficial (digámoslo así) del establecimiento, y por el que D. Marcelino pagaba su contribución, si es que la pagaba, que no estamos seguros, eran los paños y las bayetas. Mas podemos afirmar, bajo palabra de honor, que un día hemos visto entrar á un niño pidiendo media libra de fideos y se la dieron; otro día entraron varios jóvenes por cohetes y salieron con ellos; y, finalmente, en cierta ocasión entró una mujer pidiendo sanguijuelas y observamos que satisfacían su demanda. Y si D. Marcelino no era exclusivo en la naturaleza y circunstancias de sus mercancías, fuerza es confesar que aún lo era menos en el carácter y opiniones de los tertulios que cotidianamente invadían su tienda. Allí acudían, como todo el mundo sabe, personajes tan arcaicos y retrógrados como D. Primitivo, don Juan Crisóstomo, el cura de Vegalora y el de la Segada; conservadores partidarios del justo medio como D. Lino Pereda, D. Ignacio Valcárcel y otros; liberales templados como D. Baltasar Rodríguez, el juez y el promotor fiscal, y, por último, republicanos federales socialistas con todas sus consecuencias como Paco Ruiz y su sabio amigo el joven krausista Homobono Pereda, hijo de D. Lino. Fáciles son de presumir los zipizapes de que sería teatro en muchas ocasiones el establecimiento de D. Marcelino. Por fortuna éste tenía la saludable costumbre de dar la razón á todos y cada uno de los contendientes. De esta suerte nadie se encontraba solo en la defensa de ninguna causa y la irritación nunca podía alcanzar un grado peligroso.

Cuando nuestros amigos penetraron en la tienda, las únicas personas que en ella había eran D.ª Feliciana y su hija Carmen cosiendo debajo de la lámpara, y Paco Ruiz sentado sobre el mostrador con las piernas colgando hacia fuera, que se balanceaban suavemente como dos péndulos.

– ¡Hola! ¿Vienen ustedes de visitar á la ilustre familia de los Trevia?– dijo Paco Ruiz, que era un mozo guapo y arrogante, de ojos negros expresivos, barba recortada y que á la sazón mordía, cerrando los ojos voluptuosamente, un magnífico cigarro habano.

– Sí, venimos de la Segada.

– ¿Repartían por allá monedas de cinco duros?

– Lo que se repartía cuando fuimos era un sol magnífico capaz de derretir las piedras.

– ¿De manera que usted cree que yo no debo ir á la Segada?

Paco Ruiz dijo estas palabras con gravedad cómica. D.ª Feliciana y Carmen rieron.

– ¡Siempre ha de ser usted el mismo!– repuso D. Marcelino un poco amoscado levantando la tabla del mostrador para entrar.

Efectivamente, Paco Ruiz siempre era el mismo, esto es, siempre era un joven más chistoso que afable y más desvergonzado que chistoso. Pertenecía á una antigua aunque arruinada familia de Vegalora. Para subvenir á sus muchas necesidades no tenía otras rentas que el tresillo, el golfo y el monte, en cuyos juegos, al decir de la villa, era un asombro de habilidad. Cinco ó seis horas de casino todos los días le bastaban para gastar más con su persona que otros muchos con toda su familia. Vestía con lujo, pero caprichosamente y sin someterse á la moda: traía sortijas de valor en los dedos y fumaba los mejores cigarros de la provincia. ¿Por qué era republicano? Nunca hemos acertado á comprenderlo. Verdad que se reía de las preocupaciones nobiliarias y decía muy buenos chistes á propósito de los conservadores; pero con todo eso, puede dudarse que hubiese en el fondo hombre más orgulloso y linajudo que Paco Ruiz. Es posible que este muchacho encontrase muy original el ser demócrata perteneciendo á una familia aristocrática, y que sólo buscando la belleza de tal contraste hubiera venido á dar con sus huesos en el partido liberal más avanzado.

Octavio pasó también con D. Marcelino al interior de la tienda y se sentó al lado de Carmen, y le dijo en voz baja algo al oído. La niña le respondió igualmente en voz baja, con mucha amabilidad.

Carmen era una niña hermosa, infinitamente más hermosa que su padre. Acababa de cumplir los diez y ocho años, y era blanca como la leche y rubia como el oro. Su madre también lo era. Tenía los ojos azules, oscuros y profundos como el mar, y como en éste, también fingía la mente detrás de su misterio palacios encantados de cristal y jardines deslumbradores. ¡Parecía increíble que tal pimpollo fuese hijo del puerco espín de D. Marcelino! Cuando más niña, la llamaban en la villa el angelito. Ella se incomodaba mucho y solía venir á casa llorando cuando al salir de la escuela los chicos la seguían apodándola de este modo. En efecto, era difícil imaginarse nada más lindo y más aéreo que Carmen á los doce años. Con la edad, y al hacerse mujer, los contornos celestes y angélicos se habían borrado un tanto, pero nada había perdido por eso su belleza. Sobre las líneas puras y gloriosas del querubín, la naturaleza había trazado otras más curvas y terrenales que le iban á maravilla.

Además, tenía un modo de mirar dulce, rápido y lleno de timidez que seducía á la gente joven de la villa. Cuando lanzaba una de esas miradas fugaces y vivas como un relámpago de estío, parecía que el alma se asomaba un instante á los ojos, poníase al tanto de todo y se entraba otra vez, y velozmente, en su retiro. Hablaba poco y sonreía á menudo. Los tertulios viejos de D. Marcelino no tenían boca bastante para elogiar su modestia y afabilidad. Los jóvenes no hallaban términos suficientes para exaltar su belleza.

– Conque diga usted, D. Marcelino, y no se ofenda, ¿el conde viene tan loco como se fué?

– Vaya, vaya, veo que está usted de mejor humor que yo.

– Me han contado cosas graciosas de su vida en Madrid. Últimamente le ha dado, según me han dicho, por bañarse todos los días en una porción de aguas, hasta que la última quede siempre tan cristalina como antes de meterse en ella. El mejor día le van á salir escamas al pobre señor, aunque ya me parece que vive escamado… y hace bien, porque su mujer vale lo que pesa.

– Vamos, Paco, no sea usted malo— exclamó D.ª Feliciana con una mueca que revelaba la influencia fascinadora que sobre su alma ejercía la murmuración.

– Si usted fuera á dar crédito á todo lo que se dice, Paco— añadió D. Marcelino,– pasaría la vida escuchando necedades.

– Pero, hombre de Dios, ¿quiere usted decirme á mí lo que es ese caballero? ¿Pues no le he visto soltar un tiro á una yegua que le había costado diez mil reales, porque se le encabritó cerca del puente nuevo? ¿Y no recordamos todos cuando andaba por esas calles vestido de dril blanco en el mes de Enero?

– Á mí me contó Dolores, la doncella que dejaron aquí— apuntó D.ª Feliciana,– que recién casado con Laura la obligaba á sentarse en una mecedora y él se sentaba frente á ella en otra, y pasaba horas enteras meciéndose, sin quitarla ojo.

– ¡Estaría divertido, como hay Dios!… Pero eso también lo hacía D. Marcelino con usted.

– ¡Ya lo creo! Nosotros los plebeyos no podemos darnos el gusto de tener extravagancias como ustedes los aristócratas.

– ¡Adiós! Ya se enfadó D.ª Feliciana.

– ¡Buena tonta sería en enfadarme por una simpleza como ésa! Me parece que ya debía estar acostumbrada á sus ocurrencias.

– Nosce te ipsum, D.ª Feliciana. Usted está enfadada y no lo conoce. Meta usted la mano en el pecho y se hará cargo…

– ¡Cállese usted, hombre!– exclamó la señora riendo.– Á usted hay que meterlo en salmuera para que no se pierda.

– Está visto, D.ª Feliciana no puede enfadarse conmigo.

Y así era la verdad. El espíritu de aquella señora guardaba en sus adentros notables afinidades con el del jugador. Ambos se comprendían admirablemente. Para D.ª Feliciana, encerrada noche y día detrás del mostrador y ocupando todas las horas de su existencia en ir levantando poco á poco y ochavo á ochavo la fortuna de su marido, Paco Ruiz, con sus dichos picarescos, á los cuales daba realce la constante gravedad de su fisonomía, representaba el teatro, el baile, las joyas, los vestidos; todo lo que constituye el recreo y á menudo la felicidad de una mujer. Para el jugador, D.ª Feliciana era un ser despreciable, como todos los de la creación, pero que le comprendía, alcanzando el valor de sus frases. En muchas ocasiones, pues, y cuando se enredaba en los pliegues de un humorismo harto sutil, Paco se veía en la necesidad de hablar sólo para doña Feliciana. El resto de la tertulia adivinaba de un modo vago la malignidad de que estaban cargadas las palabras, pero no iba hasta el fondo de su significado.

 

Llegó, en esto, á la tienda un señor como de sesenta años de edad, alto, delgado, vestido todo de negro y con sombrero de copa. Y á propósito de los sombreros de copa, hay que decir que en Vegalora sólo había siete personas que lo gastasen á diario, entre las cuales se contaban el licenciado Velasco de la Cueva, el juez, D. Ignacio Valcárcel y el caballero de las patillas blancas, que ahora da las buenas noches á los presentes con una reverencia protectora que indica claramente la enorme respetabilidad de que gozaba.

– Buenas noches, D. Lino— dijo Paco.– ¿Dónde ha dejado usted á Homobono?

D. Lino tosió dos ó tres veces, se sentó con mucha calma y se dignó responder al cabo de algunos instantes:

– Homobono, entregado al estudio con harto más ahinco de lo que aconseja la higiene y la prudencia, no vendrá hasta dentro de un rato.

– Tiene usted un hijo de mucho provecho, don Lino. Bien que, siendo republicano, no hay para qué añadir que es un joven excelente.

D. Lino tosió otras tres veces y dejó trascurrir bastante espacio entre la tos y el discurso.

– ¿Qué se os alcanza á vosotros todavía sobre los altos asuntos de la política? Como sois unos muchachos (Paco tenía treinta años), camináis desenfrenados persiguiendo un ideal de todo punto imposible. (D. Lino vuelve á toser y prosigue su oración firme y pausadamente, como hombre que posee una renta de cinco mil duros en bienes raíces.)– ¿Nunca observasteis cómo el hombre que corre mucho para llegar á un punto á menudo cae y se inutiliza y no consigue jamás su propósito? ¿Y cómo el que á su lado camina lenta pero seguramente suele dar cima á su empresa y logra ver colmados sus deseos?…

– Pero, D. Lino, ese argumento no tiene fuerza, porque…

– Espera, hombre, espera; déjame terminar; los jóvenes sois muy precipitados. (Nueva y prolongada pausa.) Pues de la misma suerte que entre estos dos caminantes el segundo es el juicioso y el primero el insensato, y el uno consigue su intento, mientras el otro derrocha estérilmente sus fuerzas y las consume, así en el gobierno de las naciones…

Enredóse una discusión política que se prolongó bastante tiempo. Repitiéronse hasta la saciedad todos los lugares comunes que á la sazón llenaban las columnas de los periódicos.

Si á D. Lino le faltase este cachito de discusión que por su edad y prestigio venía siempre á reducirse á un monólogo conservador, no tendría ganas de cenar al irse á casa. Paco Ruiz le respetaba mucho más de lo que podía esperarse de su carácter díscolo y desvergonzado, lo cual no sabemos si procedía de la amistad que le unía á su hijo Homobono ó de otra mayor razón.

Durante la discusión de Paco y D. Lino, fueron entrando en la tienda y sentándose en los bancos forrados de gutapercha algunas figuras silenciosas, que resultaron ser las del juez, don Ignacio Valcárcel, el promotor, el médico y otros dos caballeros.

Callaron buen rato y atendieron á las razones que ambos contendientes se arrojaban al rostro; pero observando su escasa ó ninguna novedad, se pusieron á hablar entre sí. D. Ignacio fué el primero que se volvió hacia sus compañeros entablando conversación.

No le gustaba escuchar, según decía, sino cuando le enseñaban algo. Por eso él, siempre que hablaba vertía raudales de ciencia enseñando á sus oyentes á qué hora se había levantado, si el chocolate le había producido algún ardor en el estómago, cuál era su paseo favorito, si las últimas botas que le hicieron habían resultado buenas, en qué postura dormía más á su gusto, etc., etc. Estos conocimientos no salían de la esfera de su personalidad. Si D. Ignacio fuera un poeta inspirado ó un gran filósofo ó un estadista notable, tendrían, á no dudarlo, bastante importancia, sobre todo cuando se tratase de escribir su biografía; pero, desgraciadamente, no sentía ninguna afición á las musas, odiaba á los filósofos, y en cuanto á la política, quedaba reducida su actividad á leer El Tiempo, por lo cual no diremos más de su carácter ni de la influencia que ha ejercido sobre su siglo.

Un grupo de mujeres, abrigadas con mantones grises y envuelta la cabeza en sereneros de estambre de varios colores entró en la tienda, animándola repentinamente con una ráfaga de saludos y movimientos desordenados. D.ª Feliciana y Carmen se levantaron y salieron á recibirlas. Hubo por breve rato besos sonoros en las mejillas, risas descompasadas y preguntas sin fin. Todas aquellas señoras querían hablar á un tiempo, todas tenían en su cabeza un mundo de pensamientos referentes á si habían salido ó no de casa el día anterior, á si habían traído el calzado fuerte por causa de la humedad, á si habían cenado primero que otras noches ó si estaban acatarradas ó no habían tenido humor para peinarse, etc., etc., que necesitaban echar fuera cuanto más antes y sin darse punto de descanso. Ya un tanto sosegadas, D.ª Feliciana propuso que se pasara á la trastienda, y allá se fueron las hembras acompañadas de Paco Ruiz, el promotor y Octavio. Los caballeros quedáronse en sus puestos. Y es fama que en toda la noche el infeliz D. Ignacio no pudo aprender nada, gracias á la prodigiosa facundia de D. Lino.

Una vez en la trastienda, que era una sala cuadrada bastante sucia, vestida de estantería de madera llena de piezas de paño y sembrada, sobre todo hacia los rincones, de multitud de objetos polvorientos y enmohecidos, las señoras se despojaron de sus abrigos. En el centro había una gran mesa cubierta con tapete azul, y colgando sobre ella una lámpara idéntica á la de la tienda. Sentáronse todos con gran algazara moviendo las sillas mucho más de lo necesario. Octavio se sentó al lado de Carmen, sin que nadie se acordase de disputarle el sitio, antes por el contrario, se observó por varias de las señoras que D.ª Feliciana, distraídamente sin duda, soltó velozmente la silla que tenía cogida al lado de la de su hija cuando nuestro joven se acercó á ella.

– Venga esa bolsa, Carmelita— dijo Paco, que andaba dando vueltas alrededor de la mesa, metiendo la cabeza entre las señoras, hablando y riendo con todas;– ¿dónde la ha puesto usted?

– Ahí, en el segundo estante, á la izquierda… cójala usted.

– Señoras, yo llevo la voz cantante esta noche. Les participo que he tomado antes de venir dos huevos crudos. Ninguna de ustedes está en situación de hacerme la competencia. Daré el do de pecho y haré algunas fermatas de última novedad.

Sacó de la enorme bolsa de percal un enjambre de cartones de lotería y los dejó sobre la mesa. Las señoras se apresuraron á tomarlos y ponerlos delante de sí, uniéndolos simétricamente. Después sacó un plato de metal que quedó fijo en el centro.

– Vamos, señoras, dinero al plato— dijo doña Feliciana.

Los tertulios fueron sacando de sus faltriqueras un crecido número de monedas de cobre y otro mucho más escaso de plata.

– Yo no tomo hoy más que un cartón— dijo una señora que tenía cara de lagartija.– El domingo perdí seis reales… Ahí va un perro chico.

– Doña Demetria— apuntó Paco,– es usted muy desgraciada en el juego. Debe usted ser dichosa en amores.

– Sí lo he sido, porque nunca tuve un novio tan insignificante como usted.

– Por más que usted piense otra cosa, doña Demetria, sigo creyendo que usted y yo haríamos una pareja muy linda… Ya sabe usted que en cuanto esos labios de coral pronuncien el ansiado sí, encargo el trousseau á Madrid… ¿Le gustan las camisas abiertas, D.ª Demetria?