Za darmo

El señorito Octavio

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Con ambos señores venía el licenciado D. Juan Crisóstomo Álvarez Velasco de la Cueva (que así firmaba siempre sus demandas y réplicas), persona pulquérrima á quien distinguían de lejos los vecinos de la villa por la blancura inmaculada de sus pecheras. Gastaba bigote y perilla, lo cual le daba más aspecto de coronel de caballería que de hombre de toga. Hablaba poco, casi nada, pero era tan exquisita y ceremoniosa su cortesía, que los que platicaban con él siempre quedaban un poco cortados y descontentos de sí mismos. Asentía á todo cuanto se le dijese, cerrando los ojos, bajando la cabeza y diciendo en tono melífluo: «¡Perfectamente!» Tenía el Sr. Velasco de la Cueva infinitos modos de pronunciar este perfectamente, alargando, contrayendo, reforzando ó suavizando las sílabas, de tal suerte que se ajustaba al tono y significado de las palabras del interlocutor. Á pesar de eso, el promotor fiscal, que era hombre chusco, hacía su parodia en la tienda de D. Marcelino, y contaba que un día, explicándole á D. Juan de qué modo se había caído de un caballo, al llegar al punto de decir «el caballo se levantó de atrás y me arrojó por la cabeza, estrellándome contra una pared cercana», D. Juan Crisóstomo le había interrumpido exclamando: «¡Perfectamente!» Sería invención del promotor, pero era muy verosímil.

Al penetrar los tres varones en el comedor, el conde y Octavio se levantaron: el cura permaneció sentado lo mismo que las mujeres.

– ¡Oh, señores, qué pronto se han tomado ustedes la molestia de venir!

– Señor conde— dijo D. Marcelino,– estábamos impacientes por saber cómo habían llegado ustedes á la Segada. Aunque calienta un poco el sol, ya estamos acostumbrados á sufrirlo… ¿no es verdad, D. Primitivo?… Además, cuando las cosas se hacen con gusto… ¿eh? ¿eh?

Y reía bienaventuradamente D. Marcelino, y reía el conde, y reía D. Primitivo, y reía el cura, y hasta se reía el señorito Octavio.

– De todos modos, lo agradezco en el alma, señores. ¿Y qué tal, qué tal por estas tierras?

– Perfectamente.

No hay para qué manifestar quién pronunció este adverbio.

– En la última carta que le escribí, señor conde— dijo D. Marcelino,– le comunicaba todas las noticias de este pueblo, y ya ve que eran bien poco interesantes.

– Este pueblo es muy pacífico— apuntó don Primitivo.

– Aquí no llegan esos motines que hay ahora por Madrid un día sí y otro no. (Otra vez don Marcelino.)

– Alguna ventaja habíamos de tener… alguna ventaja… alguna ventaja. Dios lo ha compensado todo, señores. Vivimos apartados de los deleites de la corte… es verdad… es verdad… pero vivimos por ahora tranquilos. No es poca fortuna, créame usted, no es poca fortuna…

– La gente del país debe ser muy sencilla, ¿no es cierto? En estas provincias del Norte es donde se conservan todavía restos de aquella honradez y piedad que caracterizaban á nuestros mayores.

– Es gente honrada á carta cabal— dijo don Primitivo.– Afortunadamente, todavía no nos los han maleado.

– Unos infelices, señor conde… unos infelices… Lo único que les hace falta es un poco de filosofía alemana para ser hombres completos.

Todos rieron con estrépito.

– Alguna que otra vez— apuntó D. Marcelino,– cuando tienen una copa de más dentro del cuerpo, suelen cometer cualquier desmán, pero ya se sabe que entonces obra el vino por ellos.

– Y tienen bastante afición á lo ajeno— indicó el señorito Octavio.– Casi todos los años nos dejan sin fruta en la huerta.

– Es verdad, señorito, es verdad… Tiene usted mucha razón… Hay mucha afición á lo ajeno en esta comarca… Pero, créame usted, señorito, el gobierno también tiene alguna… y no es precisamente á la fruta…

El conde dirigió una sonrisa al clérigo.

– Desde la muerte del guardamontes, hace ya tres meses— dijo D. Primitivo,– no se ha oído hablar en este concejo de ninguna tropelía.

– ¿Fué el que hallaron estrangulado en un maizal?– interrogó el conde.

– No, señor; ese fué Antuña, el pagador de la carretera. Esa muerte ha sido mucho antes… á principios del otoño.

– De todos modos, ha sido un asesinato horrible.

– Pero, señor conde— profirió D. Marcelino,– Antuña murió porque quiso. ¿Á quién se le ocurre salir de noche de la villa con veinticuatro mil reales en el bolsillo? ¿No conoce usted que es una imprudencia mayúscula?

– ¡Perfectamente!

– Hechos aislados, señor conde, hechos aislados… por ahora, hechos aislados. El trueno gordo no tardará en venir. Pero no hay que tener cuidado, porque los excesos de la libertad se corrigen con la libertad… sí, señor, se corrigen con la libertad… Eso decía un periódico que le viene al señor juez de Madrid todos los días… todos los días.

El conde se inclinó hacia el cura y le dijo algunas palabras al oído.

– ¡Bravo, señor conde, bravo!– exclamó el clérigo, echándose hacia atrás en la silla y mirándole fijamente con aire triunfal.– Todos haremos lo que podamos para que se logre. Usted es la persona más á propósito.

Después se pusieron ambos á cuchichear animadamente.

D. Primitivo corrió la silla hacia ellos y preguntó en voz baja:

– ¿Hay alguna noticia de allá?

– No se trata ahora de allá, sino de acá— respondió el cura.

Vuelta á cuchichear los tres. D. Primitivo parecía sumamente interesado en la conversación y movía los gigantescos brazos cual si sirviesen de volante á sus ojos carniceros, que rodaban por las órbitas con pavorosa velocidad. Al mismo tiempo hacía supremos y angustiosos esfuerzos para trasportar su desentonada voz al falsete discreto que usaban el conde y el sacerdote.

El licenciado Velasco de la Cueva, después de posar en el grupo de sus amigos varias miradas á cual más imponente, osó también aproximar la silla, y presto le enteraron del asunto que trataban.

La condesa se levantó y dijo al señorito Octavio, que era el único que concedió atención á su movimiento:

– Con permiso: soy con ustedes al instante.

Y se fué por la puerta del gabinete.

El aya se puso también á hablar con los niños en voz baja, dirigiéndoles, á juzgar por su continente severo y el no menos grave de los oyentes, serias y profundas advertencias.

Nuestro señorito tomó pie de ello para sacar el pañuelo y sonarse con ruido. Después, con mucha calma, lo paseó repetidas veces por debajo de la nariz; por último, no sin vacilar un poco, se decidió á meterlo en el bolsillo. Inmediatamente, y sin ningún preparativo, abrochó un botón del guante que se había soltado. Después tosió tres veces consecutivas y se puso á examinar con profundísima atención y frunciendo ferozmente las cejas el puño del junquillo. No bien hubo terminado esta tarea, pasó á azotarse con él los pantalones, de la misma traza que lo hiciera al comienzo de su visita. Todavía se alzaron á los golpes algunas nubecillas de polvo, aunque más leves y trasparentes.

El cuchicheo del conde y sus amigos proseguía vivo, lleno de expansión. El del aya y los niños, grave y discreto como antes. El criado entraba y salía llevando las fuentes, los platos y los demás objetos que yacían en desorden sobre la mesa, pero todo con mucho silencio y espacio y sin dejar de dirigir, cada vez que entraba, una mirada insistente y curiosa á nuestro héroe, el cual procuraba artificiosamente evitar el cambio. El comedor era una vasta cámara, más vasta que cómoda y elegante, y sus muebles toscos y ennegrecidos, y sus grandes cortinas de colores marchitos, y los cristales turbios y emplomados de sus balcones, mostraban claramente que el viejo conde se curaba poco del aliño de la casa, y que el nuevo no la habitaba mucho tiempo. El falsete de los interlocutores producía en este vasto comedor un efecto extraño y severo, como el murmullo de los fieles en una iglesia. Á nuestro joven le parecía demasiado severo. De vez en cuando, la voz de D. Primitivo, no pudiendo resistir tanto tiempo la presión cruel que sobre ella estaba pesando, lanzaba un gallo, y se oía la palabra votos ó candidatos. El aya levantaba sus ojos profundos y los fijaba un instante en el grupo de los caballeros.

Al fin, nuestro señorito decidióse á tomar una de las copas que aún quedaban sobre la mesa. Empezó á observarla escrupulosamente, dándole vueltas y más vueltas en la mano, haciéndola sonar con un golpe de uña y llevándola después al oído para escuchar sus vibraciones hasta que morían. Por mucho que le embargasen al joven estas observaciones de física experimental, no dejaba por eso de mover los ojos con ansia hacia todas partes, y especialmente hacia la puerta del gabinete, como si por allí le hubiese de venir su salvación. Respirábase en el comedor un ambiente cargado de discreción, que á nuestro mancebo le producía la misma inquietud y malestar y los mismos desmayos enervantes que si estuviese cargado de electricidad. Y ya se entregaba lánguidamente á pensamientos tristes de muerte, cuando empezaron á dibujarse en su desmayado espíritu los contornos de una idea fortificante y regeneradora: la idea de marcharse. Mas para llevar á cabo este acto era preciso despedirse, y el despedirse había sido siempre para nuestro señorito uno de esos problemas pavorosos que pocas veces obtienen resolución. Antes de levantarse, cuando estaba en visita, tenía que sostener una batalla consigo mismo, que á veces se prolongaba más de la cuenta. Sentía el mismo temor y embarazo que los oradores noveles cuando levantan su voz en público. Pero si siempre había sido un problema difícil, en aquel instante, considerado el éxito poco lisonjero de su visita y el carácter y la situación de las personas que allí se hallaban, ofrecióselo al alma como una utopia. Ni podía ser de otra suerte. ¿Qué de comentarios no harían aquellos señores después que él saliese por la puerta? ¿Cuántos chistes no se le ocurrirían al cura acerca de su persona? Se le ponían los pelos de punta de pensar en ello. La idea, pues, de marcharse era de todo punto inadmisible. Más valía seguir haciendo experimentos acústicos con la copa de cristal.

 

Mientras proseguía embebecido en esta fructuosa tarea, el cura de la Segada apartóse un momento de la conversación y le clavó los ojos con expresión reflexiva. Después, volviéndose al conde con la misma voz de falsete, le dijo:

– La única persona que cuenta en este país con bastantes fuerzas para ganar unas elecciones es D. Baltasar Rodríguez. El enemigo temible es ése, y no los que indicó D. Primitivo. Créame usted, señor conde… créame usted…

– Es lo que yo tenía entendido antes de venir— repuso el conde.– Al parecer es hombre acaudalado y goza de simpatías en la población…

– No cabe duda, no cabe duda.

El cura volvió á mirar á Octavio, sonriendo esta vez maliciosamente, y prosiguió:

– Don Baltasar es una buena persona… todo un caballero… muy cumplido en sus tratos… ¡y un padrazo, señor conde, un padrazo!…

El conde alzó la cabeza y dirigió una larga mirada á Octavio. Los demás interlocutores también volvieron hacia él la vista.

– Señores,– dijo el conde levantándose,– es lástima que estemos encerrados en casa en un día tan hermoso. Vamos á dar una vuelta por la pomarada. Tengo ya deseos de pisar hierba y verme debajo de los árboles.

Los circunstantes se levantaron. La condesa apareció en aquel momento por la puerta del gabinete. Octavio quiso aprovechar la ocasión, que le pareció de perlas, para despedirse y dió algunos pasos hacia ella con la mano extendida.

– Condesa, á los pies de usted… He tenido mucho gusto en ver á ustedes tan buenos y…

– ¿Qué es eso, señor Rodríguez— exclamó el conde viniendo hacia él,– nos quiere usted dejar tan pronto? ¿Por qué no viene á dar un paseo con nosotros?… ¿Tanta prisa tiene usted?

Estas preguntas fueron hechas en tono franco y cariñoso, y Octavio, un poco aturdido, balbució:

– Prisa, precisamente… no… pero…

– Pues si no tiene usted prisa, es usted de la partida. Señores, en marcha.

El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás venía ejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguas á la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia digna del siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en la forma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero la blonda extranjera lo rehusó, dándole las gracias con una inclinación ceremoniosa. Seguíalos el cura llevando de la mano á un niño, y cerraba la marcha el conde, que llevaba cogido familiarmente á Octavio por la espalda.

IV
La pomarada.

Cuando el licenciado Velasco de la Cueva puso su planta ceremoniosa en los umbrales del palacio condal, los rayos de un sol fogoso de estío le obligaron á hacer guiños, con lo cual perdió no poca autoridad su rostro imponente. La condesa soltó el brazo y le dió las gracias.

Eran las cuatro de la tarde de un día del mes de Junio. Los condes y sus amigos tenían delante de sí uno de los panoramas más espléndidos y grandiosos de la provincia en que nos hallamos, que es la más bella de España. El palacio, como las gentes del país lo llamaban, ó el vetusto caserón, como mejor se diría, estaba situado á la margen izquierda del Lora y en el fondo del valle donde radica el concejo y partido judicial de Vegalora. En torno suyo veíanse quince ó veinte chozas, pertenecientes en su mayoría y habitadas por colonos de la casa de Trevia. Esta casa grande y parda y las casuchas más pardas aún que yacían á su alrededor, semejaban de lejos á una gallina pastando con sus hijuelos en el campo. Alzábase el pueblo de la Segada en el fondo del valle y ocupaba el ángulo formado por un riachuelo que venía de las montañas cercanas á desembocar en el Lora. Distaría del primero unas cien varas, y de éste unas trescientas. La fachada principal de la casa no miraba al valle, sino á las altísimas montañas que lo cerraban. Entre la casa y la falda de éstas no mediaban de tierra llana más de doscientos pasos, y era el sitio que ocupaban la huerta y la pomarada. Desde los balcones de la fachada trasera veíase todo el valle, que no era muy extenso, y también se divisaba como á media legua de distancia un grupo grande de casas que era la villa de Vegalora. Entre la Segada y la villa corría bullicioso y límpido el río, el cual tomaba y dejaba á su talante la parte del valle que mejor le convenía para su cauce. Como lo cambiaba á menudo, las tierras plantadas de maíz y los prados que bordaban sus orillas nunca tenían seguro el día de mañana: tan presto regalaban la vista y el oído con sus maíces sonorosos y su verde césped, como molestaban y cansaban los pies con sus redondos ó puntiagudos guijarros. Los vecinos de Vegalora y la Segada, en el espacio de cuarenta ó cincuenta años, habían visto correr el río por casi toda la superficie del valle. Á pesar de esto, al poco tiempo de haber dejado el agua un sitio cualquiera, ya brotaba allí una vegetación briosa, y el valle continuaba siempre pintoresco y regocijado como pocos. Por todas partes lo circundaban colinas de regular elevación vestidas de castañares y prados relucientes, excepto por el fondo, ó sea por el lado de la Segada. Aquí las colinas ocupaban sólo el primer término. Por encima de ellas se alzaban enormes y enriscadas montañas, cubiertas de nieve desde Octubre hasta Junio. Formaban parte de la cordillera fragosa que separa las provincias del Norte de las del centro. Vegalora era, por tanto, el último concejo de la provincia en la región en que nos hallamos. Detrás de aquellas moles inmensas y oscuras se extendían los campos yermos y dilatados de Castilla.

Nuestros señores, al salir de casa por la puerta principal, alzaron la vista para contemplar estas montañas soberanas, iluminadas por un sol que ya empezaba á descender hacia las colinas laterales. La nieve había desaparecido casi totalmente del paisaje. Sólo en las crestas más elevadas percibíanse algunas manchas blancas como de ropas tendidas á secar. Entre aquellas crestas descollaba una de pasmosa elevación y arrogancia, que la gente del país llamaba Peña Mayor. Era un enorme peñasco á quien todos los demás que en torno suyo se agrupaban servían de pedestal. Terminaba en punta, como la aguja de una inmensa y fantástica catedral; pero los que hasta allá habían trepado alguna vez afirmaban que sobre esta punta había un campo bastante espacioso. Tal y tan desmesurada era su elevación. Durante los meses de verano, los habitantes del valle podían admirar á su placer los majestuosos contornos de la peña, que se alzaba en el cielo diáfano y cortaba el éter cual si fuese la reina del espacio. Servíales, además, en estos meses de reloj, pues el sol hería su frente de lleno, al llegar precisamente el mediodía. Cuando el otoño era ya un poco entrado, se ocultaba entre la niebla, y no volvía á parecer sino uno que otro día muy raro del invierno, en que el viento, soplando fuerte por la noche, había barrido el tupido manto de los cielos. Pero hasta llegar á la Peña Mayor había una serie de escaños graníticos, superpuestos los unos á los otros, de mil extrañas formas é imitando, á veces, enormes edificios y animales monstruosos. Á la izquierda de la Mayor había una peña corcovada que semejaba á un dromedario: á la derecha otra que era la perfecta imagen de la torre de un gran castillo, con sus desmesuradas almenas por entre las cuales se veía el azul del cielo. Esta cortina de montañas cerraba herméticamente el valle por aquel lado. Al llegar á este sitio parecía que se acababa el mundo, y que detrás de la oscura cortina no había más que el espacio sin fin.

Los condes y sus amigos detuviéronse á la puerta de la casa, y con la mano puesta sobre los ojos á guisa de pantalla, se estuvieron buen rato paseando la vista por el gran telón descrito. Después atravesaron la calle y entraron en la huerta por una gran puerta enrejada de hierro. Era la huerta cuadrilonga y bastante espaciosa, y estaba cerrada por altos y toscos muros deteriorados. En el fondo había otra puerta igual á la primera que daba paso á la pomarada.

La comitiva conversaba y reía dando vueltas por las calles no muy bien aderezadas de la huerta, parándose á cada instante y entremezclándose continuamente sin guardar etiqueta. D. Primitivo parecía el dueño de la casa, y desde que la puerta enrejada se cerrara tras él se creyó en el caso de no cerrar boca á fin de explicar á los circunstantes las particularidades y pormenores de todas y cada una de las plantas que iban encontrando, sin perdonar el más insignificante detalle que pudiera esclarecer á sus oyentes en asunto tan delicado. Las únicas personas que ni reían ni tomaban parte en la conversación eran el aya y la condesa. La primera no perdía de vista á los niños, regulando con señas imperiosas sus pasos y movimientos. La segunda no apartaba los ojos de las pardas montañas que tenía delante y deshojaba distraídamente una rosa que uno de los niños había arrancado de su tallo para ofrecérsela. Aquellas montañas se veían también, aunque más lejanas, desde la casa solariega de D. Álvaro. ¡Buena gana de reir tenía Laura en aquel instante! Su pensamiento volaba, volaba sin detenerse por los días de su existencia, desde aquellos remotos en que contemplaba absorta, de bruces sobre el balcón, las nubes que cubrían la cabeza de la Peña Mayor, hasta las escenas más recientes. Los remotos se le aparecían envueltos en una gasa blanca que borraba los contornos y aún más los alejaba: los cercanos veíalos tan bien como si estuviesen tallados en relieve y parecían saltar hacia ella palpitantes y teñidos de sangre. ¿Por qué no había permanecido toda la vida en su casa, serena, tranquila, contemplando aquellas montañas que nada malo la enseñaban? Al pensar que mientras su espíritu en los últimos once años bajaba y subía en perpetua agitación, desde el cielo hasta el infierno, ellas habían estado allí altivas, felices, contemplando noche y día el firmamento augusto, una envidia sorda se apoderaba de su corazón y comenzaba á nacer en él un deseo vivo, irresistible, de reposo. Pero ¿qué reposo deseaba? ¡Ay! deseaba volar á la cima de la Peña Mayor, llevada por un ángel, y allí, bañándose en el éter azul, sin escuchar una voz maldita que tenía siempre en los oídos, pasar la vida acariciada por Dios y acariciando á sus hijos.

Al dar la vuelta á un recodo de la huerta sintió de improviso en su cuello un aliento cálido y una voz le dijo al oído muy quedo:

– Recuerda que has agraviado á miss Florencia.

Y vió que una sombra se alejaba de ella para unirse otra vez al grupo de los paseantes. Se estremeció fuertemente, detuvo el paso, y la rosa mutilada cayó de sus manos. Octavio se le acercó en aquel momento.

– Condesa, la veo á usted muy pensativa. ¿Echa usted de menos ya á Madrid?

– Sí, señor, lo echo de menos.

– Lo comprendo bien, pero me parece que todavía no tiene usted motivo para quejarse, pues acaba de llegar. ¡Oh! cuando lleve usted aquí algún tiempo ya verá lo que da de sí este delicioso país. La materia, condesa, impera aquí como reina y señora. Usted viene del mundo del espíritu y le han de doler los primeros pasos sobre esta tierra muerta y silenciosa. No me sorprende.

– ¡Ah, si no me dolieran más que los primeros pasos!

– Es cierto; lo peor en la vida del campo es la monotonía, y ésta crece y se hace irresistible con el tiempo. Por lo demás, no se debe negar que este país es hermoso y que encierra mucha poesía. Yo que he nacido en él y en él he vivido siempre, aún me siento impresionado cuando al abrir las ventanas de mi cuarto por la mañana fijo la vista en las altísimas montañas que tenemos enfrente. ¡Qué bien se destacan sobre el fondo azul! ¡Qué pureza de líneas! ¡Qué contornos! Pero miro en seguida hacia abajo y viene el desencanto, condesa. Los paisanos no corresponden al país. Aquí nadie se preocupa sino del dinero. Se respira una atmósfera sórdida, en la cual se asfixian todos los sentimientos elevados. Hay algunas personas de alma delicada y generosa, pero aun éstas no pueden menos de resentirse de la sociedad en que han vivido: son capaces de un rasgo heroico, de una pasión fuerte, pero no pueden alcanzar ciertas nuances del espíritu, ciertas delicadezas que sólo se encuentran en las clases elevadas y en una sociedad culta y refinada.

– ¿No piensa usted dar una vuelta por Madrid?

– De buena gana la daría y aun me quedaría allá, pero mis papás no tienen más hijo que yo… y ya ve usted.

– Quédese usted, quédese usted… No piense en Madrid por ahora… Tiempo le queda para saber lo que es aquello.

– No vaya usted á creer, condesa, que es curiosidad lo que siento, no; es el deseo que tengo de llenar ciertos vacíos que hay en mi espíritu lo que me obliga á pensar en Madrid. Yo no gozo con lo que aquí suele gozar la gente; antes bien sus placeres son ocasión de padecer para mí, porque nada hay que atormente tanto como encontrarse aislado entre la muchedumbre y á mil leguas de sus pensamientos y aspiraciones. Así, que paso la vida encerrado en mi casa, sin ganas de agregarme á ella… leyendo… pensando… soñando. Alguna vez he asistido con la imaginación á las soirées donde usted ha brillado tanto, condesa.

 

– ¿De veras?

– Sí, señora; acostumbro á leer las revistas de salones de La Epoca, y en ellas he visto con frecuencia el nombre de usted rodeado de adjetivos que ahora me parecen pálidos.

– Mil gracias.

– Me precio de sincero, condesa. En el último baile de los duques de Hernán Pérez llevaba usted un vestido de surah azul celeste, con escote sesgado y espalda de forma princesa. El vuelo de la falda formaba por detrás una cascada de pouffs sostenidos por cordones, y llevaba usted asimismo lazos de surah en los hombros y en el talle.

– ¡Ah! Veo que no se le ha escapado á usted nada.

Un rugido de D. Primitivo les obligó á interrumpir el diálogo. Extático, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba sin pestañear un cuadro de lechugas, mientras los compañeros le miraban sin comprender el motivo de tal sorpresa. Al fin, después de largo silencio, exclamó con voz ronca:

– ¡Si no lo viese por mis ojos, nunca lo creyera! Yo mismo le di la semilla á Pedro; yo mismo le indiqué cuándo debía sacarlas del vivero; yo mismo estuve una tarde entera ayudándole á plantarlas… ¿Cómo han espigado estas lechugas?… ¿Por qué han espigado estas lechugas?

Y D. Primitivo movía la cabeza hacia adelante, hacia atrás, á la derecha y á la izquierda.

– Tal vez la lluvia de estos días habrá influído perniciosamente sobre ellas— manifestó tímidamente el licenciado Velasco de la Cueva.

– ¡Qué lluvia ni qué calabazas!… No diga usted tonterías, D. Juan. La lluvia, cuando las lechugas se plantan en la época y en la forma en que deben plantarse, no influye, no tiene por qué influir sobre ellas.

– Perfectamente.

– Aquí no puede menos de haber algún misterio. Pedro habrá hecho alguna majadería en el cuadro. Ellas por sí estoy seguro de que no hubieran espigado. ¿Á qué asunto habían de espigar? Así que le tropiece me enteraré de lo que ha hecho, y ya verá usted cómo resulta lo que yo dije.

La irritación de D. Primitivo cedió ante la esperanza de ver muy pronto cumplida su profecía.

Continuaron recorriendo lentamente la huerta, parándose ahora delante de unas alcachofas, después ante un cuadro de remolachas ó de una esparraguera. D. Primitivo, maniobrando constantemente en el centro del grupo, parecía un filósofo de la escuela peripatética.

La condesa y Octavio se habían quedado un poco atrás y siguieron hablando del baile de los duques de Hernán Pérez, ó sea del «mundo del espíritu», como decía nuestro señorito. La horticultura no les seducía. Mas al hallarse en frente de una frondosa y espléndida magnolia, ambos detuvieron el paso para contemplarla. Era un árbol hermoso y grande como pocos, y entre sus hojas oscuras y metálicas advertíase crecido número de bolas blancas que soltaban aroma fresco, acre y penetrante. Las primeras ramas no pasaban de la altura del rostro. La condesa asió con la mano de una de ellas provista de flor y la trajo hacia sí. El árbol, al ser movido, dejó caer algunas gotas de agua sobre las mejillas de la señora, que hizo una mueca graciosa.

– El árbol la bendice á usted— dijo Octavio mirando extasiado cómo corría el agua por las mejillas de la dama.

– Hubiera pasado sin su bendición perfectamente— contestó ella riendo.

Y al mismo tiempo hundió su lindo rostro en el cáliz de la flor para aspirar la fragancia. La condesa de Trevia estaba en aquel instante bellísima; porque sus ojos grandes, rasgados, se cerraban blandamente con la expresión de un placer celestial; porque sus mejillas de rosa, acariciadas por las blancas y carnosas hojas de la magnolia, brillaban y temblaban de gozo; porque sus cabellos castaños, sedosos, le caían con cierto desorden sobre la frente; porque inclinaba la cabeza dejando ver el principio de una espalda de alabastro; porque estaba empinada graciosamente sobre la punta de sus pies inverosímiles. Levantó la cabeza y exhaló un largo suspiro.

– ¡Oh, qué delicioso aroma!

Octavio se apresuró á hundir también el rostro en la flor que la dama aún tenía cogida.

– ¡Delicioso! ¡delicioso!

– ¡Es tan penetrante… tan embriagador!… Siempre fuí apasionada de este aroma.

– Yo lo seré de aquí en adelante.

La condesa soltó la rama é inclinó la cabeza sonriendo afablemente. Y emprendieron otra vez la marcha en silencio. Octavio lo rompió al cabo de un instante diciendo:

– ¿De qué perfumista acostumbra usted á surtirse, condesa?

– No tengo ninguno conocido; entro indistintamente en la primer perfumería que encuentro.

– Pero al menos tendrá usted una marca predilecta.

– Tampoco; nunca me fijo en los rótulos de los frascos.

– Pues yo, después de haber probado las principales marcas, me he decidido por la de María Farina. Es la que he hallado mejor. Sus perfumes son menos intensos que los de otras casas, pero son mucho más delicados. Debemos exceptuar, sin embargo, la rosa blanca que, como usted sabrá seguramente, es privilegio especial del célebre Hakinsson. La rosa blanca y el azahar son los únicos perfumes que tomo ahora de esta casa.

Siguió la conversación de los perfumes por algún tiempo todavía, muy animada por parte de Octavio, que parecía hallarse en terreno firme y abierto; lánguida y cortada por parte de la condesa que, como había dicho, no era inteligente en este ramo. D. Primitivo y sus secuaces habían entrado ya en la pomarada, y nuestra pareja siguió el ejemplo. Al llegar á la puerta tropezaron con miss Florencia y los niños. La condesa dirigió á aquélla una sonrisa. El aya permaneció grave y se inclinó profundamente dejándoles paso.

Era la pomarada un campo vasto, donde los árboles estaban tan espesos y habían adquirido tal desarrollo, que el sol no conseguía, sino después de mucho trabajo, introducir en él algunos delgados rayos. Los manzanos son árboles de poca imaginación. En vez de gastar sus fuerzas estérilmente en subir hasta mecerse en las nubes, procuran buenamente redondearse, ocupando el mayor pedazo posible de este miserable planeta. Mas al desenvolver su personalidad libremente en el tiempo y el espacio, nunca dejan de molestar al vecino, de lo cual resulta siempre una bóveda más sólida y espesa que fantástica. Algunos de ellos tanto descendían en sus aspiraciones, que tocaban con las ramas á la tierra formando glorietas naturales, frescas, sombrías, mullidas. Á pesar de los esfuerzos inauditos que el sol había hecho durante todo el día para templar sus ardores en la frescura del césped, éste se hallaba todavía húmedo. Los lindos zapatos de la condesa, que se hundían en él como dos ratones, aparecían mojados cada vez que levantaba el pie. Dentro de aquella bóveda enana zumbaba una muchedumbre de insectos, que empezaban á sentirse inquietos por la marcha cada vez más precipitada del sol. Á veces se percibía un ruido leve y sordo entre las ramas, y veíase un pájaro salir de un árbol y posarse en otro cercano. Los árboles no derramaban aroma, porque los frutos estaban aún demasiado verdes: en cambio, el suelo exhalaba olor fuerte de tierra húmeda. En uno de los ángulos de la pomarada se veía una gran mancha de sombra. Era que el sol estaba besando ya la cima de las colinas y empezaba á abandonar el valle.

Á todo esto, D. Primitivo había sacado de las profundidades de su gabán una enorme podadera, y prodigaba minuciosos cuidados á los manzanos, hacia los cuales se sentía atraído por simpatía irresistible. Aquí le cortaba un renuevo á uno, más allá le quitaba un caracol á otro, en otra parte levantaba un rodrigón que se había caído, etc., etc. El procurador pasaba cerca de ellos como el soplo de la Providencia.