Za darmo

El señorito Octavio

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Por el día, las constantes lluvias del país y la severidad de su padre reteníanlas en casa limpiando las habitaciones y barriéndolas ó recosiendo la ropa blanca. En los momentos en que cesaba la lluvia, solía salir en almadreñas hacia el río ó la fuente con Pepa. Allí se juntaban algunas mozas de la vecindad con sus jarros de barro oscuro y sus herradas relucientes, y mientras la fuente llenaba con pausa las herradas, retozaban las mozas y se decían chistes toscos y cándidos. Éstos eran los únicos momentos de expansión que Laura tenía los días de trabajo. Su categoría superior no la impedía tomar parte en aquellos juegos. Todas las muchachas que allí se juntaban eran sus compañeras desde la infancia y la trataban familiarmente de tú. Lo único en que se mostraba la diferencia que entre ellas existía era en que, al llegar Laura, la que ocupaba el mejor sitio poníase en pie y se lo dejaba con sonrisa afectuosa. Al mismo tiempo, podía notarse que alguna vez le daban rudos y sonoros besos en las mejillas, cosa que jamás hacían entre sí.



Cuando llegaba la época de la recolección, don Álvaro llamaba unos cuantos jornaleros para auxiliar á los criados. Por la noche, hablando de los trabajos del día siguiente, solía decir á sus hijas en tono humilde, que asustaba por lo inusitado, afectando al mismo tiempo sonrisa campechana: «Si queréis ir á divertiros un poco mañana al prado de los Molinos, ya sabéis que principian á segarlo.» Las niñas comprendían perfectamente, y al día siguiente de madrugada tomaban unos palos ligeros y lustrosos por el uso, y se pasaban el día esparciendo la hierba segada para que el sol la secase más pronto. Cuando tornaban á casa al caer de la tarde, con los cabellos en desorden y las mejillas atezadas, involuntariamente fijaban la vista en el escudo de la fachada. Los leones de piedra parecían mirarlas tristemente con sus órbitas inmóviles. Un pensamiento de indefinible y vaga melancolía rozaba suavemente las cándidas frentes de las señoritas de Estrada. Esto duraba un instante. Por lo demás, las hijas de D. Álvaro veían siempre con gusto venir el otoño, y gozaban placeres sin cuento ayudando á los jornaleros en sus tareas. El aire puro y los aromas del campo las infundían nueva vida; crecía en ellas el apetito y el sueño, y pasaban las mañanas y las tardes en perpetua carcajada, escuchando y tomando parte en las toscas chanzonetas de los criados. D. Álvaro, en esta época, disfrutaba siempre de mejor humor, y solía, mientras presenciaba, sentado sobre la hierba, los trabajos de la gente, contarles alguna anécdota chistosa de su juventud ó dar un poco de cantaleta con pesadez cómica á alguno de sus criados.



El conde de Trevia vió á Laura, como hemos dicho, á su vuelta de Francia. La casa solariega de los Estrada distaba nada más que legua y media del palacio de los condes y se hallaba asentada sobre una eminencia de la margen derecha del río Lora. Entre la casa y el palacio, aunque mucho más cerca de éste, encontrábase la pequeña villa de Vegalora. Laura tuvo amores con el conde y se casó con él en medio de un estupor que no la dejaba ver lo que pasaba en el fondo de su corazón. Apenas se acordaba ya de las sórdidas alegrías de sus padres, de la sorpresa de sus hermanas, de la violenta oposición del viejo conde, de los plácemes serviles de las vecinas, de las miradas agudas y coléricas de las muchachas de la villa, de los preparativos fastuosos de la boda, del caballo blanco en que salió de su casa para la iglesia. Todo pasaba por su mente como un sueño del cual se escapan los contornos y la luz. Sobre este sueño flotaba sólo con admirable precisión una verdad, es á saber: que si hubiera tenido el valor de no amar al conde, D. Álvaro la hubiese ahogado entre sus manos. Después de casados se fueron á Madrid, y allí estuvieron once años. Todo lo que pasó en estos años estaba clavado en la memoria de Laura.



La mesa continúa en el mismo silencio. Cada cual lleva los manjares á la boca y los traga cual si desempeñase una tarea grave y solemne. El choque de los platos y copas y los pasos del criado son los únicos ruidos que á menudo se perciben en el espacioso comedor. Puede notarse que, á más de no cruzar la palabra, las tres personas mayores que se sientan á la mesa no se dirigen siquiera una mirada; y este cuidado con tal escrupulosidad lo realizan, que á cualquiera se le ocurre que hay en él buena parte de afectación. Sólo los tres niños giran lentamente sus grandes ojos garzos, posándolos alternativamente y por breves instantes, en su padre, en su madre y en la institutriz. Algunas veces se miran entre sí y sonríen inocentemente, como deseando comunicarse sus pensamientos sencillos, pero lo aplazan para más adelante, como soldados en formación. Sin embargo, no hay duda que por debajo de la mesa se encuentra establecida una corriente comunicante en la que sus menudos pies juegan papel de martillos telegráficos. Á menudo, cuando estos martillos caen con demasiada pesadez, la fisonomía del yunque se contrae y deja escapar un ligero grito, que hace volver la cabeza y fruncir las cejas de la bella institutriz. El yunque entonces despliega su fisonomía contraída y se apresura á llevar el tenedor á la boca como si nada hubiese acaecido que mereciera llamar la atención de los presentes. La condesa frecuentemente dirige á ellos sus ojos y los envuelve en una mirada dulce y protectora ó les hace alguna rápida seña para que se limpien ó cuiden del plato, que está á punto de caer. Los niños cambian con su madre sonrisas y miradas, pero atienden con más empeño á su padre. La fisonomía indiferente y glacial de éste atrae sus ojos con singular insistencia, como si despertase en ellos una gran curiosidad. No pasa un instante sin que ó uno ú otro tengan sus miradas clavadas en él.



– Me apieta la servilleta— concluye por exclamar en tono lastimero la niña que se sienta al lado de la institutriz.



Es una hermosa criatura de cinco años á lo sumo, con rostro trigueño y cabellos negros ensortijados, que caen en profusión sobre el cuello y la frente.



La institutriz, sin despegar los labios, lleva sus manos al cuello de la niña y afloja la servilleta. Pero no debió ser grande el desahogo, porque la criatura tornó á llevar sus diminutas manos á la garganta, gritando con más ansiedad:



– Me apieta, mamá, me apieta.



– No es sierto— exclama la institutriz;– la servilleta está bien puesta. No sea usted mimosa, señorita, ó la enserraremos mientras se come.



La voz de la institutriz, irritada en aquel momento, no dejaba de tener inflexiones dulces, aunque extrañas. Su acento era marcadamente extranjero.



– Me apieta, mamá, me apieta,– repitió á grito pelado la niña, con creciente angustia.



– Cállese usted, mimosa,– exclama el aya, cogiéndola por el brazo y sacudiéndola fuertemente.



El conde levanta la cabeza con impaciencia y cambia una rápida mirada con la institutriz.



– ¡Me apieta, me apieta!…



La institutriz arranca la servilleta, baja á la niña de la silla, la arrastra hacia una habitación contigua, abre la puerta y la empuja hacia lo interior, cerrando después. Y tranquilamente vuelve hacia la mesa y se sienta.



La condesa, durante aquella escena, había seguido con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos del aya. Después de sentada ésta, siguió inmóvil, teniendo cogida con una mano la punta de la servilleta en ademán de llevarla á la boca para limpiarse. Los gritos de la niña, aunque amortiguados por la distancia y el obstáculo de la puerta, comenzaron á sonar agudos y lastimeros. La condesa siguió unos instantes en la misma actitud con los ojos fijos y el oído atento á aquellos gritos. Después se puso á comer tragando atropelladamente los manjares. El conde no levantó siquiera la cabeza. Con la misma seguridad y elegancia siguió comiendo silenciosamente, sin manchar siquiera sus labios finos y pálidos. La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de sí tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse. Los dientes de la condesa continuaban triturando con fuerza grandes pedazos de pan: sus manos se paseaban un poco temblorosas por la mesa tomando y soltando precipitadamente los objetos que se hallaban á su alrededor. Á menudo levantaba la cabeza y parecía concentrar todos sus sentidos en el oído derecho, que inclinaba ligeramente hacía la puerta del gabinete.



Los gritos de la niña se iban haciendo menos agudos por virtud de la fatiga, trasformándose en quejidos roncos y profundos. La puerta del aposento se agitaba á veces á impulso de los pequeños golpes que daba con sus manecitas. Poco á poco los quejidos fueron cambiándose en sollozos convulsivos, que expresaban mayor desesperación todavía. Algunos sonidos articulados empezaron á percibirse confusamente en aquel torrente de sollozos.



– Teno miedo, mamá… teno miedo.



La condesa llevó una copa de vino á los labios y dejó caer algunas gotas sobre la ropa. Sin echarlo de ver, siguió tragando pedazos de pan, abriendo y cerrando los ojos al mismo tiempo con nerviosa rapidez.



– ¡Ay, mamita, por Dios! ¡Teno miedo… teno miedo!…



Se oye estrepitoso ruido en la estancia.



La condesa se había levantado súbitamente y con extraña violencia, dejando caer la silla donde se sentaba. Apresuradamente había corrido á la puerta del gabinete y la había abierto. Tomó la niña entre sus brazos y estalló una nube de vivos y sonoros besos. Después vino con ella hacia la mesa, levantó la silla y se sentó. Un círculo pálido se dibujaba en torno de sus hermosos ojos, que se paseaban con expresión altiva de su marido á la institutriz y de la institutriz á su marido. Tenía las mejillas inflamadas, y por sus narices abiertas entraba y salía el aire rápidamente y con ruido. Con las manos temblorosas acariciaba la ensortijada cabeza de la niña y la apretaba contra su pecho anhelante.

 



Los ojos del aya, mientras duró esta brevísima escena, no se alzaron de la mesa, y sus labios estuvieron contraídos con sonrisa dura y nerviosa.



El conde clavó la vista en su mujer y se alzó de la silla pausadamente.



En este momento penetró el criado en el comedor diciendo:



– Un señorito joven y rubio, que viene de Vegalora, pregunta por los señores.



– Que pase adelante.



III.

Los amigos del conde.

– Á los pies de usted, condesa. ¿Cómo está usted, conde?



Los condes respondieron con algún embarazo al saludo de nuestro héroe, que no era otro el joven rubio que venía de Vegalora preguntando por los señores. No procedía solamente este embarazo de la escena violenta que acabamos de presenciar, sino también de que los condes no tenían el gusto de conocer al señorito Octavio. Así que mirábanle de hito en hito mientras arrastraba con sus manos enguantadas una silla y la colocaba entre los esposos. Y después de sentado aún siguieron mirándole, esperando sin duda algo que debía decir.



– Octavio Rodríguez— dijo al fin éste mirando á uno y á otro.



– ¡Ah!– dijo el conde, sin dejar de contemplarle y esperando sin duda mejores explicaciones.



– He tenido el gusto— siguió el señorito— de conocer á su papá, que Dios haya, y de visitar cuando niño esta casa bastantes veces. Su papá era muy amigo del mío. Á usted no he podido conocerle, porque en la corta temporada que pasó aquí me hallaba yo fuera de Vegalora estudiando la segunda enseñanza.



– ¡Ah!– volvió á exclamar el conde en tono complaciente.



– Había pensado saludar á ustedes á su paso por la villa, pero tuve la mala fortuna de llegar á la plaza precisamente en el momento de arrancar el carruaje que estaba detenido frente á la tienda de D. Marcelino. Lo he sentido de veras… (Breve pausa durante la cual el joven baja la vista hacia sus pantalones y los sacude un poco con el junquillo que lleva en la mano.)– ¿Al fin se han decidido ustedes á hacer un pequeño tour de promenade por estas lejanas tierras?



Al pronunciar estas palabras sonrió con beatitud, y los condes siguieron su ejemplo.



– No por ser lejanas dejan de ser bonitas. Lo mismo Laura que yo hemos venido extasiados todo el camino contemplando las hermosas riberas del Lora.



– ¡Oh! Han llegado ustedes en la mejor estación. Es la época en que se evapora la cortina de nieblas que las ha tapado todo el invierno. Este país con luz sería muy bonito; pero desgraciadamente no la tenemos sino dos ó tres meses al año.



El señorito Octavio no dejaba la sonrisa beata. El conde le observaba atentamente de la cabeza á los pies.



– ¿Y piensan ustedes pasar mucho tiempo en esta posesión?



– Quizá todo el verano: después de once años de abandono, ya comprenderá usted que no me faltarán asuntos que arreglar.



– ¡Ah! Indudablemente. La verdad es que han sido ustedes crueles con nosotros, privándonos de su presencia tanto tiempo.



– Mil gracias… deje usted el sombrero. Me parece que de aquí en adelante renunciaremos á Biarritz y vendremos á gozar por los veranos de esta magnífica naturaleza.



El señorito dejó el sombrero sobre otra silla, inclinando repetidas veces la cabeza para indicar que las palabras del conde le interesaban profundamente. Y digamos ahora cómo era el señorito fuera de la cama. No es tan niño nuestro héroe como nos pareció cuando por la mañana le vimos acostado en su lecho del siglo XVII. Aunque su rostro, cándido y delicado, es de adolescente, la figura no lo es, y declara en él un joven de veintidós ó veintitrés años, de mediana estatura y bien proporcionado. Viste con pulcritud, y si bien un poco retrasado en la moda respecto á Madrid, está adelantado y mucho respecto á la que ordinariamente rige en las provincias, sobre todo en los pueblos secundarios. Su traje se compone de un chaquet de tela azul, chaleco blanco, pantalón también azul y botas de charol muy empolvadas.



– Pero aquí, conde, resígnese usted á llevar la vida de la naturaleza. Las personas con quienes se puede alternar son tan escasas, que realmente se hallan reducidas á una docena á lo sumo; y aun en ellas, no encontrará usted, ni por pienso, la cultura y las maneras de la buena sociedad. Si no trae muchos libros, se me figura que se va usted á aburrir soberanamente. ¡Ah! Los libros son los que hacen posible la vida en estos rincones del mundo.



Aunque las palabras iban dirigidas al conde, Octavio miraba al decirlas á la condesa con la misma sonrisa en los labios y un poco ruborizado, sin duda, de haber hablado tanto tiempo.



El conde le observaba cada vez con más curiosidad.



– Usted es muy joven, y no me sorprende que se aburra en Vegalora. Me parece, sin embargo, que exagera un poquito.



– No exagero, conde, no exagero. Es un pueblo fatal. Yo lo sé bastante bien, por desgracia. Si no fuera por no disgustar á papá, me iría á vivir á Madrid, al menos durante el invierno…



– ¿Su papá de usted es de este país?



– Sí, señor, y aquí ha ejercido la profesión de abogado toda la vida… D. Baltasar Rodríguez… tal vez le conozca usted…



– ¡Ah! ¿es usted hijo de D. Baltasar Rodríguez?



El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios.



– Servidor de usted— dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado.



– He oído hablar bastante de su papá— prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.– Es, según tengo entendido, una persona principal en la villa y ha ejercido varias veces el cargo de alcalde, ¿no es verdad?



– Ha sido alcalde, sí, señor.



– Sí, sí, he oído hablar bastante de su papá y le he visto también algunas veces durante mi corta residencia aquí.



Cesó la conversación de pronto. El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza. Todos parecían estatuas, menos Octavio, que á menudo mudaba de postura haciendo rechinar la silla.



– Realmente, parece que han traído ustedes el buen tiempo consigo— dijo al fin.– Hoy es el primer día bueno desde hace lo menos quince.



– ¿De veras?– dijo el conde, sin dejar de atender á los cristales.



– Sí, señor, sí; hemos tenido una temporada fatal… Y luego como aquí se ponen los caminos tan malos… Cuando viene uno de estos temporales, es necesario encerrarse en casa, hasta que Dios quiere.



Nuevo silencio. El joven, cada vez más cortado, extiende lentamente el brazo y, tomando por la mano á la niña, que la condesa tiene reclinada sobre el regazo, la atrae con suavidad hacia sí, la mete entre sus rodillas y, besándola, la dice muy quedo:



– ¿Cómo te llamas?



– Emilia.



– Es un nombre muy bonito. ¿Quieres mucho á tus hermanos?



– Sí.



– ¿Y á tus papás?



– Sí.



La niña, al pronunciar esta segunda afirmación, levantó los ojos del suelo y echó una rápida mirada á su padre. Éste dignóse al fin volverse hacia los presentes y se encaró con el señorito Octavio.



– Diga usted, señor Rodríguez, ¿su papá no fué el presidente de la junta revolucionaria?



– Sí, señor, lo fué en los primeros momentos, pero á los pocos días hizo dimisión. Aceptó el cargo solamente por compromiso, y para evitar los desmanes que, si no fuese por él, hubiera habido seguramente.



– Hizo perfectamente; ha sido un proceder muy noble.



Y después de breve pausa durante la cual empezó á dibujarse en sus labios una sonrisa, siguió:



– ¡Oh! Ya sé que el papá de usted es una persona muy ilustrada y un campeón decidido de la libertad.



La sonrisa del conde era tan penetrante que se tiñeron de carmín las mejillas del señorito Octavio.



– Precisamente un campeón, no, señor… Es hombre que piensa de cierto modo… Como tiene un carácter muy abierto, se expresa siempre con calor… Esto le perjudica…



– De ningún modo. Á mí me gustan los hombres resueltos en sus convicciones, y su papá es un verdadero progresista, según me han dicho, muy honrado, muy sincero, etc., etc. Los progresistas, por punto general, son buenas personas. Usted me dispensará, amigo mío, si le dejo en este momento— añadió levantándose;– tengo muchísimas cosas que arreglar. Ya sabe usted lo que es un viaje con niños.



Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, al señorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda y dió unos pasos hacia el gabinete.



– El señor cura de la Segada desea ver á los señores— anunció la voz del criado.



Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamó apresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante. El señorito Octavio permanecía de pie.



En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdote anciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastante deteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en su actitud firme que poseía una complexión recia. Como tenía el sombrero en la mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmente provista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. La tez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecían tal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas del rostro y la blanca color de los cabellos. Colocado á la puerta, sin avanzar un paso y sonriendo campechanamente, comenzó á hacer reverencias mundanas, diciendo al mismo tiempo:



– ¡Conque al fin no se nos han perdido por allá! ¡Conque al fin estos despegados señores se acuerdan de que hay un rincón en el mundo que se llama la Segada! ¡Conque al fin todavía los lugareños valemos algo para los cortesanos!



Los niños avanzaron hacia él, y tomándole una mano se la fueron besando sucesivamente. Después el aya, que venía detrás, quiso hacer lo mismo, pero el clérigo la retiró velozmente y con sorpresa. El conde le abrazó respetuosa pero afectuosísimamente.



– ¡Vaya si valen los lugareños, y vaya si se les quiere también por allá!



– Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está usted tan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa no tiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, de estos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados. Vaya, vaya con el señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?… ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?



El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hasta cuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, y abriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar ver unos enormes y desvencijados dientes.



– Conque diga usted, criatura, ¿qué le hemos hecho nosotros para que así nos aborrezca?



– Señor cura, no ha sido todo culpa mía. Crea usted que no dejaba de acordarme muchas veces de este hermoso país y de los buenos amigos que aquí tengo.



– ¡Ah, tunante! ¡Y qué bien se conoce que viene usted de la corte! Señora condesa, no le deje usted mentir tan descaradamente. Señor conde, es usted un grandísimo tunante… sabe usted mucho para un pobre cura como yo… sabe usted mucho… sabe usted mucho.



Decía todo esto riendo y sin cerrar un momento la cueva de su boca. El conde le señaló un asiento y todos se sentaron. El cura se hizo cargo entonces de la presencia de nuestro héroe, y exclamó dirigiéndole una mirada y una sonrisa ambiguas:



– ¡Calle! ¿También el señorito Octavio está por aquí? El señorito Octavio es muy fino. ¿Y cómo siguen sus señores padres, señorito?



– Muy bien, señor cura, ¿y usted cómo sigue?



– ¿Cómo quiere usted que siga un cura en estos tiempos, señorito? Tirando… tirando por este cuerpo pecador… ¡Válate Dios por el señorito Octavio!… ¡Válate Dios!…



La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el joven una alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar.



– Vaya, vaya, vaya… lo que es ahora, señor conde, no se nos escapa usted tan pronto. Los madrileños se quedarán chupando el dedo por una temporada… ¿no es verdad, señora condesa?… ¿Dónde mejor que entre los suyos, señores?…



Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó á ponerse el sombrero.



– ¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura?

 



– Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserable rincón? Déjese de miserias y cuéntenos algo de aquel Madrid, de aquel Madriiid… ¡Ay, qué Madrid de mis pecados! De allí á la gloria, señor conde. ¡Cuánto señorío!… ¡cuánto coche!… En los días que estuve allá con el chico no paré en casa un momento. Andaba por las calles con la boca abierta y no me cansaba de mirar para aquellos palacios tan magníficos y para aquellos señorotes que pasaban en coche con mucho ceño… Esto no es para nosotros, querido, le decía al chico… Vámonos, vámonos cada uno á nuestro rincón… Yo soy un pobre cura… tú un pobre estudiante… ¿Qué tenemos nosotros que partir con estas grandezas?…



– Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua.



– Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía. Si hay todavía algunas personas como usted, señor conde, que me aprecian de veras, allá se las hayan… yo me lavo las manos. Me acuerdo de aquella tarde en que me dejó usted solo en su carruaje y ordenó al cochero que me llevase á un sitio que llaman la Castellana… ¡Santo Cristo del Amparo!… Señores, aquél era un cruzar de coches á un lado y á otro, lo mismo, lo mismo que cuando se tropieza con un hormiguero en la tierra… Aquellos señorotes y señorotas que iban muy arrellanados me miraban y se reían… Dirían, sin duda: ¿qué diablos vendrá á hacer aquí este pobre cura de aldea?… ¿Y á mí qué? Tenían mucha razón… Desengáñese usted, señor conde, los curas vamos de capa caída… caiiida… caiiida…



– Pues á pesar de todo, señor cura, le aseguro que me va fastidiando cada día mas la farsa y la frivolidad de la capital. No puedo soportar á tanto necio, á tanto advenedizo, á tanto sapo hinchado como ahora ha subido á la superficie al son del himno de Riego…



– Porque usted, señor conde, es muy raro, muy raro, muy raro… Siempre lo ha sido… siempre lo ha sido… ¿Á que no le pasa otro tanto al señorito Octavio? ¿no es verdad, señorito?… ¡Cuánto más vale aquel Madrid tan hermoso, tan suntuoso, que esta miserable aldea!



– Yo no estuve en Madrid, señor cura…



El joven pronunció estas palabras visiblemente turbado. La sonrisa del cura le inquietaba, le hacía subir los colores al rostro. ¡Era tan fina y maliciosa!



– Es verdad, señorito… es verdad… es verdad… No me acordaba… Pero no tiene usted más remedio que ir á Madrid, señorito… no hay más remedio… Aquí se aburre usted… necesita usted más campo. Los jóvenes de provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.



– Oiga, señor cura— dijo el conde,– ¿qué noticias hay del chico?



– Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca deja de acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en sus oraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede usted figurarse, señor conde, lo agradecido que le está. Si no fuese por la beca que ha tenido la bondad de sacarle, ¿cuándo hubiera podido yo darle carrera? Dentro de dos meses ¡loado sea Dios! cantará misa el pobre. Ayer le escribí precisamente y le decía: Desdichada ocurrencia es la tuya al ordenarte. Los tiempos están malos, malos, malos para la clerigalla. Mucho mejor te vendría meterte por alguno de los clubs que no dejará de haber por ahí y hacer carrera…



La risa del conde le interrumpió.



– ¡Siempre ha de ser usted el mismo, señor cura!



– Pues qué, ¿no digo la verdad? Y á propósito, señor conde: es fácil que necesite molestarle nuevamente. No sabe usted el trabajo que me cuesta decidirme á ello, por más que esté bien convencido de la proverbial bondad de usted y de la estimación que sin merecerlo me profesa… Pero de estas cosas ya hablaremos más tarde… ¡Qué gana va usted á tener ahora de escuchar recomendaciones!



– Adelante, señor cura.



– Nada, nada, no quiero molestar á usted ahora que acaba de llegar. Otro día será.



– Ya sabe usted que no me molesta nunca. Siga usted; ¿qué es ello?



– Ahora no, ahora no… tiempo tenemos… ¡no faltaba otra cosa!… Quiero, señor conde, que al menos hoy no pueda usted decir cuando me vaya: «Este cura de la Segada es un posma».



Celebró el conde la frase con mucha risa, y el clérigo contestó á sus metálicas carcajadas con otras sonoras y campestres, que produjeron algunos instantes de algazara en el comedor. La condesa sonreía dulcemente, mientras el señorito Octavio seguía ejecutando esfuerzos prodigiosos y titánicos para que los chistes del presbítero le desternillasen de alborozo.



Presentóse nuevamente el criado, y dijo que tres señores que acababan de llegar de Vegalora deseaban saludar á los condes.



– Hágales usted entrar.



Y á poco rato taparon el hueco de la puerta tres figuras provinciales, que es bien que describamos brevemente.



El primero es D. Marcelino, el mismo que cuatro horas antes había salido de su tienda y, con riesgo inminente de la vida, había detenido los caballos del carruaje en que iban los condes, tan sólo por el placer de ofrecerles una copa de Jerez y una rosquilla de Santa Clara. Es hombre ya entrado en días, grueso y bajo, muy moreno, con narices enormes y unos cabellos tiesos y erizados como los de un jabalí. No gasta pelos en la cara, pero se afeita de tarde en tarde, lo cual da mayor realce á su rostro, espléndidamente feo. Es castellano de nacimiento y toda la villa le había visto llegar de su país con una mano atrás y otra adelante, como acostumbraban á decir los particulares de Vegalora á la hora de la murmuración. No era verdad, sin embargo, porque D. Marcelino, cuando llegó de tierra de Campos hacia treinta años, traía las manos ocupadas con una porción de saquillos de lienzo crudo repletos de espliego, flor de malva, manzanilla, sanguinaria, flor de tila, anís y otras varias hierbas y simientes medicinales, que pregonaba con hermosa voz de barítono que á los vecinos de Vegalora les penetraba hasta lo más escondido de los sesos. Después, y sucesivamente, fué pasando por los estados de rematante de la carne, de los artículos de beber y arder, de tratante en paños y bayetas, recaudador de contribuciones, síndico del ayuntamiento, administrador de correos, alcalde y no recordamos si algún otro cargo más. Hemos dicho que había ido pasando, y no es verdad; D. Marcelino los había ido adquiriendo todos merced á una serie de trabajos más espantables que los de Hércules y librando en cada uno una batalla de suprema delicadeza y habilidad. Á la hora presente ejercía todos los que no eran incompatibles por la ley y algunos también de los que lo eran. En el desempeño de estas funciones había llegado á rico, gozando al mismo tiempo del respeto y la consideración de sus convecinos. Cuando iba á paseo por las carreteras con D. Primitivo ó con el juez, todos los labradores y jornaleros se quitaban la boina ó la montera y decían: «Buenas tardes, D. Marcelino y la compañía». D. Marcelino no veía más que esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarse parados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldas de un modo bastante menos respetuoso que á la cara. Solían oir también á alguno crujir los dientes y murmurar sordamente: «¡Mal rayo te parta, ladrón!»



En pos de D. Marcelino venía D. Primitivo, varón formidable, de elevada estatura y amplias espaldas, rostro mofletudo y encendido, lleno de herpes, barba escasa y recortada y los ojos siempre encarnizados como los de un chacal. Era procurador del juzgado. Sentía pasión profunda, inmensa hacia la horticultura, á la cual dedicaba casi todos sus ocios; pero era una pasión honrada y platónica, porque D. Primitivo no tenía huerta. Entreteníala, pues, ya que no la satisficiese, poniéndose escrupulosamente al tanto de todas las particularidades de las huertas de sus amigos, dándoles siempre oportunos consejos acerca del cuidado de la hortaliza y de la conservación de los frutales