Za darmo

El idilio de un enfermo

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XII

Aquella tarde, reparando Andrés en una herida reciente que Rosa tenía en la mejilla, le preguntó con interés:

– ¿Qué es eso, Rosita?

– Que me he lastimado con una rama al coger manzanas.

– ¿Por qué te subes a los pomares?… Un día vas a matarte.

– Porque me gustan las manzanas verdes— repuso encogiéndose de hombros.

A los tres días se le presentó con una nueva herida en la frente.

– Pero, chica, ¿te has lastimado otra vez?

– Sí.

– ¿Cómo ha sido eso?

– Pues estaba mi padre partiendo leña, saltó una astilla y me dio en la frente.

– ¡Qué atrocidad! ¡A riesgo de saltarte un ojo!… Ten cuidado, chica, con tus ojos, que me gustan mucho.

Rosa sonrió tristemente.

Por último, otro día la halló con un brazo en cabestrillo sobre un pañuelo anudado a la garganta. Aquella vez se había caído viniendo de la fuente con una herrada en la cabeza. Andrés quedó preocupado. No acertaba a explicarse tantas coincidencias; pero como no tenía dato alguno que pudiese suministrarle explicación más verosímil, pronto se disiparon sus cavilaciones. Rosa estaba risueña y jovial, tan viva de lengua y de ademanes como siempre. Tomás, cuando le veía, que eran pocas veces, le acogía con el mismo tono entre respetuoso y zumbón que tan mal le sabía en el fondo.

Al cabo supo lo que pasaba, de un modo casual. Se hallaba cierta tarde, contra su costumbre, leyendo en el corredor de casa, resguardado de los rayos del sol por la parra, cuyos sarmientos pendían del alero, formando fresca y tupida cortina. La luz se quebraba entre sus pámpanos, los doraba, los hacía transparentes, y llegaba hasta él suave y dormida. Aunque abstraído en la lectura, percibió claramente los pasos del ama, que entraba en la sala y daba vueltas poniendo en orden los muebles. El cura, que había ido a la iglesia, llegó poco después, y entró en la casa sin ver a su sobrino, y subió a la sala quejándose del calor. Entablose un diálogo, y al instante comprendió que ignoraban su presencia en el corredor.

– ¿No le han dicho nada de lo que pasa en el Molino, señor cura?– preguntaba D.ª Rita con su voz nasal, quejumbrosa.

– ¿Qué me habían de decir, mujer?… ¿Que Andrés bromea un poco más de la cuenta con Rosa?… Ya estoy cansado de saberlo… Por cierto que hace algunos días le he hablado de ello, aconsejándole que dejase esas tonterías…

– ¡Buen caso hace él de sus consejos!… Vamos, veo que usted no está enterado… ¿No sabe que D. Jaime quiere casarse ahora con ella?

– ¿Qué dices, mujer?…

– Lo que oye. Hace ya más de ocho días que la pidió a su hermano, que, por supuesto, ¡abrió un ojo!… Pero la chica, pásmese usted, se niega a casarse con su tío, y todos dicen que tiene la culpa el sobrino del cura, que la ha levantado de cascos… El padre, con esto, dicen que la pega cada pie de paliza que la pone como una breva. Pero ella se empeña en que no, y que no, y no hay quien la saque de ahí…

– ¡Me dejas tonto!… No sabía una palabra de todo eso…

– ¡Claro! usted nunca quiere saber nada de lo que perjudica a su sobrino.

– ¿Y qué barajas tiene que ver mi sobrino con que D. Jaime quiera casarse con Rosa, y con que ésta no le quiera a él?

– Porque si su sobrinito no anduviese haciéndole la rosca, la chica se daría con un canto en los pechos por atrapar a su tío… Pero ya se ve, a usted no hay que tocarle el sobrinito, porque en seguida se pone hecho una víbora… Pues sépalo usted, que todo el mundo lo dice, que ha sido y es un calavera perdido… y que si vino tan malo a este pueblo, no ha sido por enfermedad que Dios le haya dado, sino por los excesos de comer y beber, y de otras cosas…

– Vamos, Rita, déjame en paz y no digas simplezas… Demasiado sé lo que es mi sobrino.

– ¡No, si yo no digo nada! ¡Ya me libraría yo de decirle nada!… ¡Pues bueno es usted para que le diga nada malo de su familia!… Y eso que bien poco se han acordado de usted siempre, y con bastante despego le han tratado… No parece más que tenían a mengua alternar con usted…

– ¡Vaya, la canción de siempre!… O te callas, o me voy…

– Váyase, váyase… Yo no puedo menos de decir la verdad, porque si no, reviento… Y la verdad es que, cuanto mejor es uno en este mundo, peor le pagan. Desvívase usted por dar gusto en todo a una persona, por tenerle las cosas a punto, por cuidarla cuando está enferma… Tuéstese usted la cara al lado del fuego todo el día… Métase en el río hasta media pierna para lavar la ropa, y coja un reumatismo… Pase las noches en claro, cuidando de la lejía… Y mañana u otro día, si falta esa persona, irá una, si a mano viene, a pedir una limosna… mientras la familia, que en la vida se ha acordado del santo de su nombre, se divertirá y triunfará en grande con el dinero que le quede…

Se oyó el ruido de la silla del cura al levantarse con violencia.

– No; no se vaya… yo me iré… ¡si yo soy el último mono! ¡si ya sé que quien priva aquí es el sobrinito!… Pero algún día le abrirá Dios los ojos… Al fin se ha de saber quiénes son los que sirven desinteresadamente, y quiénes los que vienen solamente a pescar una herencia.

Doña Rita salió de la sala disparando este último y envenenado flechazo, y dio un fuerte golpe a la puerta para hacerlo aún más profundo. El cura se quedó solo, desahogando su enojo con un sin fin de ¡porras! y ¡barajas! proferidas en el tono más cavernoso que halló en las concavidades de sus registros vocales.

Fácil es de presumir, conociendo el temperamento vivo y exaltado de Andrés, la triste impresión que esta plática, escuchada por fuerza, le causaría. De las dos noticias desagradables que por ella averiguó, las zurras que su padre daba a Rosa y la hostilidad de D.ª Rita, la que más le disgustó, como era natural, fue la primera. En cuanto a la segunda, tenía demasiado orgullo para no despreciar el odio de una sirviente envidiosa, por más que no lo sospechase.

Pero su situación en aquel instante era crítica. No podía entrar en la sala sin dar a conocer a su tío que había oído la conversación: esto le avergonzaba y avergonzaría aún más al cura. Por otra parte, éste podía salir de un momento a otro al corredor y encontrarse con él, lo cual era peor. ¿Qué hacer? No vio medio más adecuado de salir del apuro que, montar cautelosamente sobre la baranda y descender al suelo por la parra, agarrándose con pies y manos, como había hecho otras veces para probar el progreso de sus fuerzas y agilidad.

Una vez en la calle, corrió a casa de Rosa. Al verse junto a la puerta, vaciló un instante por el temor de hallarse con el molinero, a quien no hubiera podido ocultar en aquella sazón la cólera de que estaba poseído. Por fortuna había salido: sólo Rosa se hallaba en la cocina.

– Oyes… ¿conque tu padre te pega de palos para que te cases con tu tío?– le preguntó con voz alterada, sin darle siquiera las buenas tardes.

La chica quedó sorprendida al verle tan agitado y descompuesto.

– ¿Es verdad que te mata a golpes, di?– profirió de nuevo, viendo que no le contestaba.

– Algunos me da… ¿Pero por qué se apura tanto D. Andrés?

– Porque es una infamia que te pegue por ese gaznápiro asqueroso…

Aquí, se desató en improperios contra D. Jaime. Dijo que le iba a romper la cabeza: que él era quien inducía a su hermano para que la maltratara; que buena boda iba a hacer si se casaba con aquel avaro que la mataría de hambre: que más le valía casarse con un aldeano y cuidar cabras en el monte, etc., etc.; un montón de razones proferidas con extraordinaria violencia. Contra Tomás no se atrevió a revolverse por no herir los sentimientos de Rosa, aunque buenas ganas se le pasaron de hacerlo.

Ésta le escuchaba con el asombro pintado en los ojos. Allá, a lo último, soltó la carcajada.

– ¿Qué mala yerba pisó hoy D. Andrés, que tan furioso viene?

– Ninguna; lo que hay es que me irrita que te hagan daño… ¡y más por ese tío viejo!

– Pues no se apure tanto… A mí no se me hacen novedad los golpes… Además, es mi padre y puede pegarme cuanto quiera.

Andrés calló un instante; después apuntó tímidamente:

– Tanto te puede maltratar, que al fin no tengas más remedio que hacer lo que él te manda.

– ¿Casarme con mi tío? ¡Eso sí que no!… ¡Que pegue, que pegue lo que quiera, ya verá lo que saca en limpio!

Al joven se le ensanchó el corazón al observar el tono resuelto de estas palabras y dirigió a la aldeana una mirada cariñosa.

Desde aquel día no puso más los pies en su casa por no tropezar con Tomás, cuya enemistad ya no ignoraba; pero la vio todas las tardes en el molino. Pasaba tres o cuatro horas y a veces más cerca de ella en aquel rincón, donde únicamente les turbaba de vez en cuando la visita de algún paisano que traía a moler su fuelle de maíz. El molino estaba adosado a la peña, medio oculto entre el follaje. Tan sólo se vislumbraba el color rojo del techo. Las paredes, vencidas, resquebrajadas en muchas partes, vestidas todas de musgo, se confundían con el césped y los árboles. La acequia que le daba movimiento caía partida en tres, de ocho a diez pies de altura, por unas canales de madera toscamente labradas, negras por la humedad y apuntando a las aspas, que al girar levantaban remolinos de espuma y tapaban casi por entero las aberturas en medio punto por donde el agua penetraba. Dentro todo era tosco también como fuera. Una sola estancia rectangular con piso de madera, manchado de harina, lleno de agujeros y rendijas, por las cuales se veía a las ruedas revolver furiosamente con sus brazos de roble el haz del agua. A un lado, y metidas en sendos cajones bruñidos por el uso, estaban las tres piedras moledoras que daban vueltas triturando el maíz o el centeno y arrojando por intervalos iguales un copo de harina en el cajón.

Andrés pasaba dulcemente las horas en aquel recinto. Sentado sobre una medida al lado de Rosa se placía refiriéndole cuentos y aventuras maravillosas entresacadas de las muchas novelas que había leído. Ella escuchaba atenta y ansiosa, interesándose por los personajes lo mismo que si los tuviera a la vista, sonriendo cuando eran felices y derramando alguna lágrima cuando les soplaba demasiado la desgracia. Andrés era implacable al narrar las penalidades de sus héroes. Describíalas con todos los pormenores de que era capaz y no se cansaba nunca de amontonar sobre ellos desdichas. Quizá le estimulase el gusto de ver a Rosa enternecida.

 

Cuando se cansaba de estar sentado, solía levantarse y trajinar por el molino arreglando lo que le parecía estar desarreglado, estudiando con atención su rudimentario mecanismo, entreteniéndose en pararlo y en echarlo a andar de nuevo. Rosa solía alzar la cabeza y gritarle:

– No enrede, D. Andrés… ¡Madre mía, qué revoltoso es!

El joven volvía a su sitio.

– Bien, pues ahora cuéntame tú un cuento, si deseas que me esté quieto.

– Ya le he contado todos los que sé.

– Rebusca en la memoria.

– ¿Quiere que le cuente el cuento de La buena pipa?

– No; ése no— contestaba riendo.

– ¿Entonces quiere que le cuente el de aquel pastor que tenía la pierna hinchada, tan pronto se le hinchaba como se le deshinchaba?

– Tampoco.

– Pues no sé otro… Aguárdese un poquito… voy a contarle el de La peña encantada… Vamos, no se acerque tanto a mí, que no puedo coser.

«Una vez era un rey y tenía tres hijas muy hermosas, muy hermosas, muy hermosas. La primera se llamaba Clara, la segunda Ana, la tercera María. Este rey se fue a la guerra, y dejó el reino encargado a un hermano que era muy malo, muy malo, muy malo…»

Andrés parecía escuchar atentamente, pegado a las faldas de la zagala. Lo que hacía en realidad era contemplar con deleite sus labios, que semejaban hechos de carne de cereza, sus mejillas, que tenían el lustre de la manzana, sus ojos negros, donde brillaba el sol de la primavera. Sentía, al cabo de un rato, el mismo adormecimiento suave y feliz que le embargaba, cuando niño, escuchando los cuentos que le refería la costurera de su casa. Ahora se mezclaba con una embriaguez voluptuosa, que suspendía su pensamiento, le columpiaba en los espacios y le disponía a las efusiones tiernas, a los goces inefables, a los sueños de color de rosa. El monótono rumor de la acequia y el traqueteo suave y constante del piso trabajaban también por arrobarle. Rosa concluía su cuento. Él despertaba con pena y, embelesado aún, preguntaba:

– ¿No sabes otro?

No, Rosa no sabía otro, o no quería contarlo: gustaba más de oír los suyos, llenos de enredo y movimiento.

Como la alegría de la joven era constante, y ninguna sombra alteraba la serenidad de su rostro ni la paz de aquellos largos y sabrosos coloquios, Andrés había llegado casi a olvidar, en su egoísmo, la triste situación en que se hallaba la pobre niña dentro de casa. Una vez, sin embargo, vino con señales en la cara de los malos tratos de su padre. La fisonomía de Andrés se nubló repentinamente, y con voz conmovida le preguntó:

– ¿Te sigue pegando tu padre?

La chica se encogió de hombros y sonrió de modo expresivo.

Él bajó la cabeza y se mantuvo callado unos minutos. De pronto rompió a hablar con violencia.

– Pero ¿no hay un tiro que mate al pillo de tu tío?… ¡Ese bribón cree que te va a entrar el amor con los palos!… Estoy viéndole azuzar a tu padre… «Pégale, pégale, que ya cederá»… Si no fuese por ti, ya le hubiera roto el bautismo… y aun si le tropiezo, no sé si podré contenerme.

– ¡Madre mía, cómo se apura D. Andrés!– exclamó riendo la aldeana.– Cualquiera pensaría, al verle tan enfadado, que me quería de veras.

Andrés sonrió también enternecido.

– ¡Vaya si te quiero, Rosita!– contestó acariciándole la mejilla.

Pero aquellas palabras le hicieron considerar más tarde, cuando se retiró a su casa, que estaba causando mucho mal a Rosa: se echó justamente la culpa de lo que la pasaba: convino consigo mismo en que su comportamiento dejaba mucho que desear en la ocasión presente: consideró que sería más noble apartarse de ella pronto, antes que sintiese un verdadero y fuerte interés por él; y, por último, falló que a los quince días justos, a contar del de la fecha, se despediría de aquellas altas montañas, verdes praderas y río cristalino, para la villa y corte de Madrid. Mientras llegaba la hora de partir seguiría visitando a Rosa, haciendo lo posible por ser cauto en las palabras y reprimir los ímpetus de su corazón.

Mas al día siguiente de tomada esta resolución, sobrevino un acontecimiento que la modificó bastante. Se hallaba por la tarde, como de costumbre, en el molino sentado al par de Rosa en grata y amorosa plática, cuando repentinamente se apareció por allí Tomás. Como nunca se le había ocurrido ir a aquella hora desde que Andrés frecuentaba el sitio, Rosa se inmutó muchísimo y el mismo joven se sintió también no poco turbado, aunque procuró disimularlo, acogiendo con sonrisa amistosa al molinero.

– Hola, D. Andrés, ¿también viene usted al molino a comerme la harina, como los ratones?– dijo el paisano riendo campechanamente.

– ¿No ve usted qué gordo me voy poniendo con ella?– repuso Andrés aceptando la broma.

– Pues tenga cuidado, que he echado por los rincones bolitas de fósforos.

– Soy un ratón muy fino y los huelo de lejos.

– ¡Ya! Usted es un ratón madrileño, más tuno que los ratones de la aldea, ¿verdad?

Y al decir esto, sin cesar de reír con malicia burda, entró en el molino, dejó en el suelo un gran cesto que traía sobre los hombros, y se puso a trastear por la estancia. Sacó maíz de un fuelle, lo midió, lo vertió en el cesto, anduvo con el mecanismo de las ruedas y ejecutó otras maniobras. Mientras tanto, Andrés y él seguían tiroteándose como dos grandes amigos. Rosa, que conocía bien a su padre, guardaba silencio obstinado, aplicándose a coser.

Al cabo de un rato Tomás la llamó.

– Rosa.

– ¿Qué quería?

– Ven acá.

La chica se levantó y fue hacia su padre. Éste se plantó frente a ella, mirándola severamente.

– Oyes, ¿por qué no has puesto a moler el maíz del tío Ángel, como te mandé?

– Porque vino Telva, la de la Cuesta, con un celemín, diciendo que no tenían qué comer en casa hoy… Tanto me rogó que se lo eché… Esta noche se puede moler el del tío Ángel.

– ¿Y a ti quién te mete a hacer favores a Telva sin permiso mío?

– Como otras veces lo hice y no me dijo nada, yo pensé…

– ¡Pensaste! ¡pensaste!… Pues para que no pienses otra vez, toma…

Y sin más aviso, le descargó un tremendo bofetón. Tan tremendo, que la chica cayó al suelo como privada de sentido.

Al ver aquel acto de barbarie Andrés, se puso en pie vivamente. La sangre le subió al rostro y no pudo menos de exclamar:

– ¡Qué brutalidad!… ¿Por qué le pega usted de ese modo tan bárbaro?

– Porque quiero enseñarla a obedecer.

– Ahora no había motivo.

– ¡Ta, ta, ta!… ¿Y a usted quién le mete en esto, D. Andrés?… Soy su padre y hago lo que quiero.

– ¡Vergüenza debía darle ensañarse así con una pobre chica!

– Pues si no le gusta, D. Andrés, tómelo en dos veces. En mi casa mando yo. Váyase a la suya si no quiere verlo.

– Ahora mismo— dijo; y echándole una mirada iracunda y despreciativa, salió furioso del molino.

No otra cosa se había propuesto el astuto aldeano. Quedaron las cosas a medida de su deseo. Andrés no fue más al molino por las tardes ni menos visitó la casa. Con esto parecían desatadas aquellas relaciones que juzgaba, no sin razón, como un obstáculo para el logro de sus fines.

Pero como es la contrariedad en los amores cebo apetitoso y señuelo el más eficaz, el amor de Rosa hacia Andrés vago hasta entonces, lleno de vacilaciones y dudas, tomó cuerpo de pronto y se transformó en verdadera pasión. El del joven subió también algunos palmos. Y como natural consecuencia de esto, aunque no se hablaron con la libertad de antes, no por eso dejaron de verse y hablarse con frecuencia, ora en la fuente, ora en los prados, ora en algún camino donde se tropezaban adrede.

Andrés espiaba con afán las salidas de Rosa, se emboscaba detrás de los árboles, y en cuanto la veía sola, ¡allá voy! corría a emparejarse con ella. Y estas entrevistas al aire libre, que el temor de ser observados hacía breves y melancólicas, eran, sin embargo, para ambos más gratas todavía que las tardes serenas del molino. Nunca se cruzaron entre ellos palabras tan cariñosas ni miradas tan suaves y tiernas como entonces. Rosa, que acogía siempre los requiebros del joven cortesano con risa y desconfianza, poco a poco se fue haciendo más grave y sosegada; se ponía encendida al verle; le miraba fijamente mientras él tenía los ojos en otra parte, y cuando llegaba el momento de separarse, en la inflexión temblorosa y enternecida de la voz se adivinaba la emoción que embargaba su alma.

XIII

Transcurrieron algunos días. El enojo de D. Jaime por el desaire recibido fue creciendo. En su interior no daba toda la culpa a Rosa; hacia partícipe a su hermano por haber tolerado el galanteo de Andrés una porción de meses con señales de no disgustarle. Después, pensaba que Tomás no había hecho lo bastante por complacerle, no había obrado con suficiente energía para rendir a Rosa a recibirle por esposo. Porque si bien era verdad que la castigaba, y a veces cruelmente, estos castigos quedaban desvirtuados por el efecto de consentirla pasar tardes enteras con su amante en el molino; y aunque últimamente habían cesado estas visitas, todavía no usaba con ella de la debida vigilancia, porque en todas partes y a todas horas se veían y se hablaban, de lo cual era testigo el pueblo. Él mismo los sorprendió más de una vez en las encrucijadas de los caminos o a la orilla del río, y se había vuelto por no tropezar con ellos.

De todo esto formaba el indiano un capítulo de agravios contra su hermano. Empezó a mirarle de mal ojo, y a bullir en su cabeza la idea de que aquél, so capa de protegerle, tenía la mira puesta en el señorito de Madrid, trabajaba astutamente por encenderle con la contrariedad y hacerle caer en una trampa de donde saliese comprometido y obligado por las leyes divinas y humanas a casarse con su hija.

Con esto dejó de ir al Molino, se mostró seco con Tomás cuando le hablaba; por último, un día le negó el saludo. Al mismo tiempo no se ocultó para decir en confianza por el pueblo lo que en el Molino ocurría: las entrevistas de Andrés con su sobrina, de las cuales sacaba partido para calificar a aquel de disoluto y a su hermano de necio; la presunción de la chica desde que un señorito la requebraba; la fingida oposición del padre, etc., todo adobado con la baba del odio y el despecho.

No pararon aquí las cosas. Resolvió vengarse de las supuestas ingratitudes y ofensas de su hermano. El mejor medio era reclamarle al punto los catorce mil reales que le debía y sacarle a subasta pública los bienes, en el caso seguro de que no pudiese devolverlos. Esta idea le produjo vivo deleite. Mas, después de meditar un poco sobre ella, comprendió que había de causar malísimo efecto en el pueblo, porque al cabo era su familia. Arrojarse él en persona a perseguirla judicialmente y arruinarla iba a parecer un acto de crueldad inusitado, y le haría desmerecer en el concepto de los vecinos.

Entonces imaginó una gran bellaquería. Fue cierta tarde a ver a D. Félix el escribano, y pretextando que necesitaba fondos con urgencia para remitir a América, le propuso el traspaso de la deuda, mediante un razonable descuento. Aceptó D. Félix el negocio, porque era bueno: Tomás poseía bastante ganado, y además una finquita adquirida tiempo atrás de la subasta de los mansos de la parroquia, que bien valía ella sola los catorce mil reales.

No se pasaron veinticuatro horas sin que el escribano le requiriese verbalmente al pago. Tomás quedó sorprendido y aterrado. Nunca había pensado que su hermano pudiera hacerle tal ruindad. Desde luego contestó que no disponía de ese dinero, y pidió prórroga. D. Félix, con reparos y palabras ambiguas, llegó a prometérsela, o tal creyó el desgraciado al menos. Mas, a los dos días, se vio citado de conciliación ante el juez municipal. Se le presentó el recibo, reconoció la firma y volvió a declarar que por el momento no le era posible pagar aquella deuda; que pagaría los réditos vencidos y firmaría nueva obligación, comprometiéndose a saldarla en el término de seis meses. Don Félix no admitió este arreglo, quedó disuelto el acto, y a instancia suya fue expedido por el juzgado de primera instancia de Lada despacho de ejecución contra el molinero, por valor de los catorce mil reales.

 

Y una mañana, cuando la familia se disponía a comer, entró por la puerta el escribano (D. Félix, no, que era parte; otro) acompañado de dos alguaciles, para ejecutar el embargo. Detrás de ellos, algunos curiosos que les habían visto cruzar por el pueblo, los cuales se mantuvieron un trecho separados de la casa esperando ver en lo que paraba aquello.

Tomás los recibió extrañamente inmutado, como si le viniesen a notificar su sentencia de muerte.

– ¡No hay que apurarse, hombre, no hay que apurarse!– le dijo el escribano con semblante risueño.– Las cosas hay que tomarlas como vienen; cachaza y mucho pecho.

Después le preguntaron dónde tenía el ganado. Parte estaba en los prados y parte en el establo. Era necesario juntarlo todo. El infeliz se vio obligado a acompañarles hasta el prado, para traer al establo lo que le faltaba. Iba más muerto que vivo, pálido, silencioso; se le había concluido la vena jocosa de que tanto abusaba. A la vuelta no pudo resistir; se metió en la huerta de casa y se arrojó de bruces debajo de un árbol, mesándose los cabellos sin articular palabra.

Sacaron el ganado del establo y lo juntaron todo delante de casa. Ángela y Rosa, en el corredor, sollozaban fuertemente. Rafael daba vueltas en torno de los alguaciles, agitado y tembloroso, con la faz demudada y reventando por llorar. Cuando aquéllos sacaron las cuerdas que traían enrolladas y se dispusieron a amarrar las vacas, estalló en gemidos lastimeros.

– ¡Agapito… Agapito… por Dios, no me las lleve!… ¡Agapito!… ¡señor escribano!… por Dios no me las lleve… por su madre… no me las lleve… ¡por Dios no me las lleve! Y deshecho en llanto, corría de uno a otro lado con las manos plegadas pidiéndoles misericordia.

Los alguaciles ataban en silencio, con la cabeza baja, sin atreverse a mirarle. El escribano, con la misma cara de risa, le dijo:

– Eh, tonto, no grites: ya te las volveremos.

Cuando terminaron y se prepararon a marchar, los alaridos del chico fueron terribles. Los curiosos allí congregados trataban de consolarle en vano. Según pasaban por delante de sus ojos las vacas, llamábalas a gritos por sus nombres.

– ¡Parda!… ¡Garbosa!… ¡Salia!… ¡No me llevéis la Salia!… Agapito, por tu madre… ¡no me lleves la Salia!

Pero cuando vio marchar una hermosa novilla, que era su favorita, no pudo contenerse. Corrió a ella y se agarró con todas sus fuerzas a los cuernos.

Los alguaciles quisieron en vano separarle; cuanto más tiraban de él, con más rabioso esfuerzo asía de los cuernos y del cuello del animal, que a su vez se arremolinaba y sacudía la cabeza para zafarse de unos y otros. Algunos de los que presenciaban la escena reían; otros la contemplaban con lástima.

Al fin consiguieron arrancarle la presa. El chico volvió a gritar:

– ¡Cereza! ¡Cereza!… Por Dios, me dejéis la Cereza… Señor escribano, déjeme la Cereza…

Pero viendo que se alejaban sin hacer caso, dejó de suplicar. Se puso a recoger piedras del suelo y a arrojárselas lleno de ira.

– ¡Ladrones! ¡ladrones!… ladrones de vacas… ¡Déjame la Cereza, ladrón!… ¡Deja esa vaca, ladrón!

Y tanto menudeaba las pedradas y con tal furia, que un alguacil se vio obligado a volverse para castigarle. El muchacho se puso en salvo corriendo. A los dos minutos ya estaba allí otra vez apedreándoles y gritando:

– ¡Deja esa vaca, ladrón!… ¡deja esa vaca, ladrón!

Y de esta suerte, huyendo cuando venían a cogerle y tornando en seguida a tirarles piedras, les fue dando por más de media legua una muy pesada escolta.

Los curiosos se habían diseminado. Reinaba completo silencio en el Molino. Ángela y Rosa permanecían en el corredor, cada cual en un rincón, con la cabeza entre las manos.

De pronto oyeron en la escalera los pasos de su padre, torpes y vacilantes, como los de un beodo. Rosa se estremeció. Quiso ocultarse en su cuarto; pero antes de que pudiese hacerlo, ya el bárbaro molinero había caído sobre ella, mudo y rabioso como un tigre. La arrojó al suelo y empezó a darle tremendos golpes con una gruesa vara de fresno. A los pocos segundos la desdichada sangraba por todas partes, pero no exhalaba una queja. En cambio, Ángela gemía pidiendo compasión, sin atreverse a intervenir para defenderla.

La vara se quebró al medio. Con los cachos aún estuvo aporreándola buen espacio. Cuando se cansó, asiola por los cabellos y la arrastró hasta el cuarto, donde la dejó exánime y ensangrentada. Después, volviéndose hacia Ángela, le dijo con voz temblorosa aún por la cólera:

– Ve a abajo y trae un pedazo de borona y un jarro de agua.

Ángela se apresuró a cumplir la orden. El padre fue otra vez al cuarto y colocó uno y otro en el suelo, exclamando:

– ¡Ahí tienes lo que has de comer y beber mientras seas tan perra!… ¡Yo te bajaré los humos!…

Después cerró la puerta y se guardó la llave, y, encarándose con Ángela, le dijo con acento amenazador:

– ¡Si tratas de darle una migaja más por la rendija, cuenta conmigo!

Bajó de nuevo la escalera. Ángela se fue a un rincón a llorar. El Molino volvió a quedar en silencio.