Za darmo

El idilio de un enfermo

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V

El cura de Riofrío frisaba en los sesenta años. Era un hombre pequeño y grueso, de cuello corto, rostro mofletudo y rojo, o por mejor decir, morado; los ojos claros y redondos, como trazados a compás; ágil en sus movimientos, a pesar de la obesidad, y fuerte como un atleta. La expresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando tenía que expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v. gr., cuando preguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte su nariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con tal fuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimo y sangre fría para no echarse a temblar.

Andrés se sintió profundamente intimidado cuando su tío le propuso que se quitase las botas y se pusiese las zapatillas.

– Me parece que no hay zapatillas en la maleta… Vienen en el baúl que trae un carretero— dijo, con el aspecto encogido y el acento del que confiesa un delito.

– ¡Cómo! ¿No traes zapatillas?

– No, señor— se atrevió a responder con voz débil.

– Bien; entonces te pondrás unas mías.

El cura entró un momento en la alcoba oscura de la sala, y salió empuñando un par de zapatillas como lanchas, que dejó caer con estrépito a los pies de su sobrino.

– Ahora quítate esa gabardina.

– ¿Qué gabardina?

– La que traes puesta, hombre… no vale nada… parece de papel… Te estás muriendo de frío.

Andrés comprendió que se refería al jaquette.

– No, señor, no tengo frío.

– Sí lo tienes; ponte ese chaquetón forrado; ya verás qué pronto entras en calor.

En el chaquetón que le presentaba su tío cabían cómodamente, a más de él, otros dos sobrinos. Pero Andrés estaba tan asustado, que se lo metió sin replicar.

– Ahora hace falta que te abrigues esa cabeza, hombre, ¡esa cabeza!… El sombrero lastima la frente… Espera un poco; tengo yo un gorro que te vendrá de perilla.

Era un gorro de terciopelo negro, alto y vueludo, que le tapó las orejas. Cuando se miró en el espejillo que colgaba sobre la cómoda, hacía una figura tan lúgubre y extraña, tan semejante a la de un amortajado, que sintió miedo.

– Siéntate ahora en ese sillón.

– No estoy cansado.

– Siéntate, digo, y responde a lo que voy a preguntarte. ¿Me contestarás con toda franqueza?

– Sí, señor.

– ¿Cómo te encuentras del estómago?

– Así, así.

– Eso no es decir nada… Tú me has prometido franqueza…

– Me encuentro medianamente.

El cura, que paseaba por la sala con las manos atrás, se detuvo delante de su sobrino, y clavando en él una mirada de increíble ferocidad, le dijo con acento enérgico:

– ¡Pues es necesario curarse!

Andrés no respondió.

– ¡Pues es necesario curarse!– repitió en voz más alta y sin dejar de atravesarle con la mirada.

– Procuraré— dijo Andrés entre dientes.

– ¿Cómo?

– Procuraré.

– Procurarás… está bien; está perfectamente— dijo el cura dulcificándose un poco y continuando sus paseos.– Lo primero que debemos hacer para curarnos es cuidar del abrigo, sobre todo del abrigo del estómago. Traerás faja, ¿no es cierto?

– No, señor.

– ¡Cómo! ¿No traes faja?– exclamó quedando inmóvil, petrificado.

– No, señor; no me ha hecho falta.

– Mañana te pondrás una mía de franela. A mí me da cinco vueltas. A ti supongo que te dará alguna más.

– ¡Me dará quince!– pensó con desesperación Andrés, que sudaba ya copiosamente dentro de la zamarra.

El cura siguió paseando y desenvolviendo su sistema terapéutico, fundado casi exclusivamente en el algodón y la lana. Andrés le examinaba en tanto con viva curiosidad no exenta de miedo, imaginando que había hecho muy mal en venir a caer en las garras de aquel salvaje.

Concluida la exposición del sistema, el cura se informó de muchas cosas, que no sabía, tocantes a la familia. Treinta años hacía que desempeñaba aquel curato, sin traspasar sus términos más que cuatro o cinco veces para ir a la capital del obispado. Había sido muy camarada del padre de Andrés; le había querido en el alma; pero desde su matrimonio no le había vuelto a ver. En cierta ocasión habían reñido por cuestión de intereses: se habían cruzado entre ellos algunas cartas muy agrias, que Andrés había encontrado entre los papeles del ministro. Éste le decía en una que «para llegar a la posición que él ocupaba en la magistratura, algún discurso y algunas partes intelectuales se necesitaban.» El cura respondía que «para alcanzar el estado sacerdotal también se requerían cualidades de inteligencia.» El ministro replicaba furioso: «Cuando a ti te han ordenado, hombre de Dios, ¿no habrían podido ordenar igualmente al jumento que te llevó a Valladolid?» Estas y otras groserías se habían olvidado, al parecer, por ambas partes. El magistrado, cuando hablaba del cura a su hijo, le decía: «Más claro que mi primo Fermín, el agua.» El cura, cuando se refería al magistrado, llevaba siempre el dedo a la frente con respeto, para indicar dónde estaba el fuerte de su primo. Aunque algo sabía de lo que había pasado después de la muerte de aquél, no estaba al corriente de los varios sucesos ni de las reyertas que el muchacho había tenido con su curador por motivo de intereses. Andrés, un poco más tranquilo ya, empezó a referírselas por menudo. Al llegar al punto del rompimiento se le inflamó el rostro de tal manera al cura, que Andrés temió una congestión.

– ¡Pobre muchacho!… ¿Y qué es de esa buena pieza?

– ¿Quién, mi tío?… Pues paseándose muy tranquilo y comiéndose la tercera parte de mi fortuna, que le he cedido por no llevar a un hermano de mi madre a los tribunales.

– ¡Majadero!– gritó el cura abalanzándose a él con los ojos terriblemente inyectados; pero dulcificándose súbito, añadió:– Tú no tienes la culpa… eres Heredia al fin y al cabo, como tu padre, como yo, como mi hermano Pedro… ¡Unos tarambanas todos!…

La conversación se había prolongado. La señora Rita entró a encender un velón de aceite, pues la estancia ya estaba casi en tinieblas; después extendió el mantel para la cena sobre una mesa de castaño, negra y pulida por los años de uso. Al poco rato vino con una cazuela humeante, que depositó sobre la mesa, diciendo:

– La cena en la mesa.

– ¡Santa palabra!– exclamó el cura levantándose.

Al sentarse frente a él, Andrés observó que la luz del velón hería de lleno cierto cuadro que colgaba de la pared, representando un militar a caballo.

– ¿Qué general es ése, tío?– preguntó, dando por supuesto que era un general.

– D. Ramón Cabrera— dijo el cura ahuecando la voz.– ¿No le conoces por su mirada de águila?– Y extendiendo en seguida la mano derecha sobre la cazuela, a guisa de bendición, masculló algunas palabras en latín, que Andrés no pudo entender.

– ¡A cenar, muchacho!

– Cabrera fue un gran general— dijo Andrés para adular a su tío.

– ¡Quién lo duda, chico, quién lo duda!– exclamó éste dejando caer la cuchara sobre el plato.– Sólo algún liberal botarate puede llamarle todavía cabecilla… ¡Anda, anda con el cabecilla!… Si le hubieran visto en la batalla de Muniesa con el anteojo en la mano, me entiende usted, echando líneas y paralelas… Aquí, escondida detrás de este repecho, la caballería para cargar cuando haga falta… En la retaguardia los batallones navarros… En la vanguardia los castellanos… «Capitán Tal, despliegue usted su compañía en guerrilla y moleste usted al enemigo por el flanco derecho… Coronel Cual, proteja usted con un batallón al capitán Tal para el caso de retirada… Comandante Tal, ataque usted con cuatro compañías aquella posición… Coronel Cual, proteja usted con un batallón al comandante Tal en el caso de retirada… Brigadier Tal, marche usted con los regimientos Tal y Cual por el flanco izquierdo a coger la retaguardia del enemigo… Brigadier Cual, prepárese usted a atacar de frente en el momento que yo lo ordene.»

El cura de Riofrío, al poner estas órdenes en boca de Cabrera, imitaba la voz y los ademanes imperiosos de un general en jefe; señalaba con el dedo los diversos rincones de la sala, cual si realmente estuviesen escondidos en ellos batallones, regimientos y brigadas.

– Y mientras tanto— continuó,– ¿qué hacía el general Nogueras? Figúrate, muchacho, que le habían hecho creer que Cabrera no era más que un cabecilla de mala muerte, un estudiante, un teólogo que no sabía palabra del arte de la guerra. Así que, tomando el anteojo, me entiende usted (el cura hacía ademán de aplicárselo al ojo derecho), dijo a sus ayudantes: «Muchachos: el seminarista se atreve a presentarnos batalla con los desharrapados que le siguen; es necesario darle una lección muy dura para que en su vida vuelva a ponerse delante de un general español.» En seguida, me entiende usted, da sus órdenes y dispone el ataque. Suena el toque de fuego, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de aquí, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de allá… ¡pom! ¡pom! suena la artillería de los liberales. La de los carlistas, callada esperando la ocasión… Los liberales parece que llevan ganada la batalla, y avanzan… En esto el general Nogueras, que seguía contemplando con su anteojo el combate, mientras charlaba y reía con sus ayudantes, se pone serio de pronto… «¡Rayos y truenos! ¿Qué es lo que veo?… ¡La vanguardia del ejército envuelta! ¿De dónde mil rayos ha salido esa tropa? ¿Qué caballería es aquélla?… A ver, uno de ustedes, a enterarse de por qué retroceden los batallones de cazadores… Que cargue la caballería… ¿Dónde está?… ¡Si tiene cortado el paso!… ¡Los planes de este seminarista ni yo los entiendo, ni el diablo que lo lleve tampoco!»… En esto llega un ayudante gritando: «Mi general, escape V. E. a uña de caballo, porque estamos envueltos y vamos a caer en las manos de Cabrera.» El general Nogueras, acto continuo, pone espuela al caballo, diciendo: «¡Qué cabecilla ni qué barajas!… ¡Éste es un general consumado, que da quince y raya a todos los generales de la reina!»

 

El cura, al terminar su descripción, tenía el rostro tan inflamado que daba miedo. Algunas gotas de sudor le salpicaban la frente. Se le había caído la servilleta, que estaba prendida por una punta al alzacuello.

– Habrán cogido ustedes muchos prisioneros— dijo Andrés.

– ¿Cómo nosotros?– repuso el tío con acento irritado.– Yo no he sido nunca militar… ¡ni ganas!

Después comió con tranquilidad la sopa, y durante la cena siguió la conversación estratégica. Al finalizar, rezó en voz alta un Padre Nuestro en acción de gracias, acompañado del sobrino, y ambos se fueron a la cama, poco después que las gallinas.

VI

Poco después que cantara el gallo por vez primera, se personó el cura de Riofrío en el cuarto de su sobrino, voceando ya como si fuesen las doce del día. Abrió la ventana con estrépito, y los rayos fríos, pero hermosos, del sol matinal dieron en el rostro de nuestro joven, que los acogió con una mueca nada estética.

– Vamos, gran dormilón, arriba: ¡arriba, hombre, arriba! Si te dejase, serias capaz de estarte en la cama hasta las siete de la mañana.

Andrés oyó entre sueños el absurdo de su tío y arrugó las narices con espanto.

– Vamos, muchacho, vamos— siguió el cura sacudiéndole,– que ya son muy cerca de las seis.

– ¡Ah, las seis!… ¡las seis!– dijo el sobrino restregándose los ojos.

– Sí, hombre, sí, las seis… ¿A qué hora te levantabas en Madrid? Estoy seguro de que no bajaría de las ocho o las nueve.

– Por ahí…– respondió Andrés, cada vez más aterrado.

– ¡Es claro!– prorrumpió el cura chocando con fuerza las manos.– ¡Y luego queréis no estar enfermos, y no tener ese color de cirio que tú tienes! ¡Cocidos en la cama, me entiende usted, toda la mañana como si fueseis a empollar huevos!… Vamos, vamos, levántate que hoy es domingo, y es necesario mudarse la ropa.

– Me la he mudado ayer— contestó Andrés, pensando ganar algunos minutos.

– ¿Cómo ayer?– replicó el cura lleno de estupor.– Si ayer fue sábado, muchacho…

– Y eso ¡qué importa!

– Pero en Madrid, chico, ¿no os mudáis la camisa los domingos?

– En Madrid se muda la gente la camisa cuando está sucia.

– ¡Bah, bah, bah! No me vengas con monadas; en Madrid los domingos son domingos como aquí, y en toda tierra de garbanzos, y los domingos se hicieron para descansar y ponerse camisa limpia los cristianos… Conque arriba, que me voy a afeitar… A las ocho la misa…

Ya que se hubo vestido nuestro joven, con no poco trabajo y dolor de su alma, se asomó a la ventana. En vez de tropezar su vista con los balcones de la casa de enfrente, pudo derramarla a su buen talante por el magnífico paisaje que había contemplado el día anterior. La rectoral estaba más alta que el pueblo, dominándolo perfectamente, y lo mismo al valle. Éste se presentaba con la púdica frescura de la mañana, saliendo del negro manto que la noche le había tendido.

Todavía no se ha levantado la neblina que por las tardes desciende sobre el río. Las praderas que lo guarnecen están matizadas de blanco por la escarcha. Las cimas de las altas montañas se ofrecen a lo lejos teñidas de fuerte color de naranja. Los bosques de castaños esparcidos por las faldas de las colinas guardan aún todas las sombras, todos los misterios de la noche. Debajo de estos bosques duerme segura la aldea, cuyas casas blancas déjanse ver apenas entre el follaje. En los ángulos y rincones del valle la escarcha es tan fuerte que parece un manto de nieve. El cielo está diáfano, de un azul pálido, tirando a verde en el Levante, oscuro hacia el Poniente. Algunas nubecillas leves y blancas, como copos de vellón, flotan, no obstante, por la atmósfera; los rayos del sol las tiñen a veces de color de rosa; resbalan lentamente por el cristal del firmamento; en ocasiones descansan breves momentos sobre la cima de los peñascos más altos, como si viniesen adrede a proteger los secretos amores de los genios de la montaña. Por todos lados es necesario levantar mucho la vista para ver el cielo.

– Estoy metido en una jaula— pensó Andrés,– en una jaula deliciosa. Sin embargo, hace tiempo que no he respirado tan bien: parece que se me ensancha el pecho y me entra con el aire nueva vida.

Después se rió de sus ilusiones, achacándolas a las ideas tan favorables al campo que le había inculcado el doctor Ibarra. Así que hubo tomado el desayuno, en compañía de su tío, se echó fuera de casa, para comenzar a poner por obra lo que le habían recetado.

Delante de la rectoral estaba el camino, que hacia la derecha y bajando conducía al pueblo, y por la izquierda y subiendo guiaba a Lada; el mismo que él había traído. Detrás había una huertecita en declive con hortaliza y frutales: después de la huerta un bosque, también en declive, perteneciente a los mansos de la parroquia y denominado la Mata. No era una mata en la acepción verdadera de la palabra, sino un bosquecillo formado de árboles de distintas clases, plantados por el antecesor del actual párroco, y que no contarían de existencia más de cuarenta años. Debido a lo cual, los que crecen lentamente, como el roble, el nogal, el haya, etc., no tenían aún la corpulencia que habían de alcanzar con el tiempo; en cambio, otros se presentaban en la plenitud de su desarrollo. Veíanse soberbios plátanos de espléndido ramaje con sus anchas hojas erizadas de picos; magníficos olmos de oscura copa tallada en punta como las agujas de las catedrales, y formada de espesísimas y menudas hojas; grandes y robustos castaños de aspecto patriarcal, exuberantes de salud y frescura; al lado de éstos ostentaban los abedules sus blancos y delicados troncos. Había también acacias silvestres sosteniendo con endebles pilares una inmensa bóveda de hojas; numerosos fresnos de elegante figura, representando en su copa bien cortada la pulcritud clásica; espineras silvestres, tejos, álamos, moreras y otras varias clases de árboles, todos fraternizando en el pedazo de tierra parroquial que las aficiones selváticas del cura anterior les había asignado.

Andrés sintió un deseo irresistible de ensotarse en aquella espesura. A pesar del vago terror a lo desconocido que un bosque inspira siempre, sobre todo cuando no se han visto más que los del Retiro de Madrid, y del miedo razonable a los bichos que allí suelen tener guarida, penetró en él resueltamente.

Nunca había visto vegetación tan poderosa, entregada por entero a si misma, libre para engrandecerse y ostentar caprichos extraños y monstruosos. El buen cura había arrojado un puñado de gérmenes en aquel pañuelo de tierra. La naturaleza había respondido al llamamiento con una sacudida formidable de sus fuerzas interiores, levantando sobre la alfombra de césped un inmenso templo de cúpulas movibles, una catedral de verdura cuyos fustes de todos colores y tamaños se alineaban en serie indefinida hasta perderse de vista. Y de sus bóvedas altas y tupidas, rasgadas a veces por singular capricho para que se viese el cielo, bajaba más grata frescura, un silencio más religioso que de las naves de piedra de nuestras iglesias góticas. La luz, entrando con esfuerzo al través de aquella múltiple celosía, caía sobre el césped discreta, misteriosa, llena de exquisita dulzura, convidando a las emociones profundas y suaves.

Experimentó una turbación deliciosa al poner la planta en aquel recinto. El olor acre y penetrante de la selva, cargado de emanaciones balsámicas, producto del sudor de los árboles y la tierra, le embriagó dulcemente. La infinita diversidad de luces y sombras que bailaban sin cesar, el contraste de los varios matices del verde, desde el negro profundo hasta el dorado, le ofuscaron. Se sentó, mejor dicho, se dejó caer sobre el césped, y acometido a la vez por la admiración, el temor, el bienestar y la sorpresa, giró la vista en torno, contemplando el templo sublime de la naturaleza. No osaba mover un dedo siquiera por no turbar la majestad silenciosa y la paz de sus naves. Olvidose en un punto de toda su vida, de sus placeres como de sus dolores: creyó nacer de nuevo en otras regiones más altas, más puras, más felices. Aquellos árboles, llenos de vigor, henchidos de salud y de fuerza, le seducían: su inmovilidad augusta, el recogimiento de sus copas, le causaban una sensación melancólica: la fortaleza de sus enormes brazos, que se extendían por el espacio firmes y poderosos, repletos de savia, le infundían respeto y envidia. El bosque todo se ofrecía con vida desordenada y exuberante, con el brío y la soberbia de la juventud: ningún árbol carcomido, ninguna planta marchita; todo viril, todo sano, todo fuerte. Jamás la flaca naturaleza de nuestro joven se sintió tan humillada. Junto a aquellos atletas crasos y pletóricos que ostentaban su musculatura sosteniendo sin esfuerzo la enorme masa de sus copas, sintiose tan pobre, tan pequeño, que se asombraba de vivir.

Mas esta humillación, lejos de causarle pena, parecía regenerarle. Una alegría extraña penetraba en su corazón y se esparcía por todo su ser, inundándole de tal suerte que le causaba congojas. Era una alegría que le apretaba la garganta y le refrescaba la sangre. Nunca experimentara sensación de placer tan puro ni un sentimiento tan profundo de la belleza. Por primera vez ¡él, que había escrito tantos millares de versos! vio cara a cara la poesía; el corazón se lo dijo claramente. Era la poesía genuina, esplendorosa y diáfana, sin estrofas ni consonantes, ni mucho menos ripios, que nace de la comunicación de un alma sensible con la naturaleza. Era la poesía que en aquel momento expresaba un mirlo, que vino a posarse cerca, con sus notas puras y cristalinas. El bosque se estremeció de dicha al escuchar aquel grito aflautado, aquel canto tierno y melodioso que recogía la frescura, las armonías, los misteriosos hechizos del bosque, para dirigirlos al Hacedor como un himno matinal de gracias. Andrés también sufrió una sacudida. La emoción, que le había ido embargando poco a poco, se desbordó en lágrimas por sus ojos. Lo que sentía era tan nuevo, tan dulce, que llegaba a hacerle daño. El llanto le refrescó.

VII

Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia, respondiendo con un concierto bullicioso e ininteligible al canto claro y sosegado del mirlo. Andrés se levantó para oír misa. Estaba la iglesia no muy lejos de la rectoral. Cuando llegó a ella, aún no habían terminado el rosario, que en las aldeas precede los domingos al sacrificio incruento. Pero al rosario asisten solamente las mujeres y los devotos: los espíritus lúcidos, los temperamentos volterianos de la aldea se quedan en el pórtico fumando y charlando en alta voz.

En ocasiones, las voces son tan altas, que el cura se ve en la precisión de salir a imponerles silencio. Con tal motivo, les pronuncia siempre un discurso, en que los llama, entre otras cosas, escribas; pero los feligreses recalcitrantes no se dan por ofendidos, y reciben las pedradas del pastor bajando la cabeza con sonrisilla irónica.

Nuestro joven entró en la iglesia, que era reducida y pobre, y después de hacer una genuflexión ante el altar mayor, siguió hasta la sacristía, cuartito más pobre aún que la iglesia, con una ventanilla redonda por donde entraban los rayos del sol. Un arca con tiradores a modo de mostrador ocupaba entera la parte inferior del lienzo más grande de pared; un crucifijo horriblemente ensangrentado pendía sobre el arca. Lo primero con que tropezó fue con Celesto que, de rodillas a la puerta, rezaba el rosario. Esparcidos por el recinto, unos sentados, otros de hinojos, estaban: el maestro de escuela, que era un joven rubio afeminado, con traje de labrador en día de fiesta; el escribano del lugar, que trabajaba toda la semana en Lada y venía los sábados por la tarde a pasar el domingo con su familia; rostro enjuto, nariz aguileña, aspecto de raposo; cierto caballero llamado D. Jaime, hijo del pueblo, que había llegado recientemente de América: color de aceituna, ojos pequeños y hundidos, enfermo del hígado, de cuarenta y cinco a cincuenta años de edad; el sacristán y otras dos o tres personas, que por su aspecto representaban la transición entre el labrador y el caballero.

– Buenos días, señores.

– Santos y buenos los tenga usted.

El rosario terminó en seguida. D. Fermín entró en la sacristía tan altanero y furibundo como el conquistador que pone el pie en una ciudad capitulada; entró diciendo con increíble arrogancia y crueldad:

– Esta noche ha helado como en Diciembre; me parece que no vamos a tener fruta este año.

Los circunstantes asintieron; no les quedaba otro recurso. Sin embargo, el escribano se atrevió a apuntar humildemente que no se perdería más que la fruta temprana; la que viene tarde aún podía lograrse.

 

– ¿Cree usted?– dijo el cura clavándole sus ojos preñados de amenazas.

– Sí, señor— repuso el escribano con gran presencia de ánimo.

Contra lo que pudiera presumirse, don Fermín no cayó como un rayo sobre él. Sacó un inmenso pañuelo de yerbas para sonarse y replicó:

– No sé qué le diga a usted, D. Félix; ahora está toda la savia arriba y apenas ha caído flor…

– ¡Eso qué importa!… Los perales tienen la corteza dura, y los castaños y los nogales lo mismo— dijo el escribano con creciente osadía.

La misma aterradora mirada por parte del cura.

– Me alegraré, D. Félix, me alegraré; mis perales de Marco han echado un carro de flor este año… No quisiera, por algo de bueno, que se me perdiera la cosecha… ¿Y usted, D. Félix, cómo tiene su pomarada?

El cura, mientras hablaba, se había despojado del bonete y empezaba a meterse el alba de lienzo ayudado por el maestro y el sacristán. D. Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunos pomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una sola manzana.– Algo raro está pasando con la sidra— terminó diciendo mientras arreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habían dejado mal.– Antes los pomares producían un año y descansaban al otro. Ahora se contentan con dar un puñado de manzanas todos los años.

– Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris— murmuró el cura, poniéndose el manípulo en el brazo izquierdo.– Vamos, D. Félix, no ofenda usted a Dios con esas quejas. Un hombre, señores (volviéndose a los circunstantes), que ha recogido el año pasado treinta y siete pipas…

– ¿Y eso qué tiene que ver? Yo he recogido treinta y siete pipas de sidra y tengo quince días de bueyes de pomarada; y D. Pedro de Marín no tiene más de nueve, y hace dos años metió en el lagar muy cerca de cincuenta pipas.

– Redde mihi, Domine stolam inmortalitatis quam perdidi, etc.– murmuró el cura poniéndose la estola.– Pero dígame a cómo le han pagado a usted las pipas y a cómo se las han pagado a don Pedro.

– ¡Hum, hum!– gruñó el escribano, cogido en el garlito.

– ¡Eh!… ¿qué tal? Que se lo diga a ustedes, señores, que se lo diga— exclamó el cura con aire triunfal; y sin querer aguardar la réplica que el escribano estaba meditando, se metió con un solo movimiento la casulla por la cabeza, tomó el bonete, hizo una profunda reverencia al Cristo ensangrentado, y salió de la sacristía dirigiéndose al altar mayor.

Gran rumor en la iglesia a la aparición del sacerdote: las mujeres se arrodillan, la mayor parte de los hombres también. En la sacristía se opera un movimiento de concentración hacia la puerta. Don Fermín, dentro del presbiterio, inclinado profundamente, comienza a recitar con voz hueca y oscura las preces de la misa; un niño que tiene al lado le contesta. El maestro, el escribano y Celesto abren un enorme misal de letras coloradas, lo colocan sobre el arca de la vestimenta, y con voz destemplada principian a cantar. Imposible que se diera algo más inarmónico y endiablado. Andrés, después de haberlos contemplado un rato con espanto, se refugió en la puerta y desde allí comenzó a explorar los rincones de la iglesia. Estaba enteramente ocupada por la gente de la aldea, todos labradores; las mujeres delante, vestidas la mayor parte de tela de estameña negra, pañuelos de color a la garganta y la cabeza cubierta con mantilla de franela; los hombres detrás, con chaqueta de bayeta verde o amarilla, calzón corto de pana, medias blancas de lana sujetas por ligas de color. Todos asistían con profunda devoción y recogimiento a la misa.

El joven cortesano, no muy fervoroso, paseó una y otra vez su mirada distraída por el concurso, ahora fijándose en una mujer que pellizcaba a su hijo para que se estuviese atento, después en un anciano que rezaba con los brazos en cruz, más tarde en unos niños que se entretenían en meter la cabeza por el enrejado del altar. Había algunos rostros bastante agradables entre las mujeres, frescos y sonrosados, los cuales, por más que aparentasen mucha atención y recogimiento, no dejaban de volverse a menudo, y con visible curiosidad, hacia el forastero pálido que se apoyaba en el quicio de la puerta de la sacristía. Había, particularmente, uno moreno, gracioso, de nariz levemente aguileña, boca chiquita y fresca, ojos no muy grandes tampoco, pero negros y vivos, frente estrecha y adornada con rizos de pelo negro, que consiguió llamarle la atención.– ¡Vaya una chica salada!– pensó, devorándola al mismo tiempo con los ojos. A la joven aldeana también debió de extrañarle Andrés, porque le miró larga y fijamente un buen espacio, sin importarle nada de la insistente curiosidad de éste. Después que le hubo examinado a su sabor, hizo una levísima mueca con los labios y entornó de nuevo los ojos al altar. El forastero, con la percepción clara y fina del hombre culto, adivinó por esta mueca que no había gustado. El rostro trigueño no volvió a inclinarse hacia su lado en todo el tiempo que duró la misa. En cambio, Andrés, por una especie de atracción magnética, apenas pudo quitarle ojo. Al mudar el misal para leer el Evangelio, la joven se levantó, tomó un hacha de cera que tenía delante, colocada sobre unos palitroques, y fue a encenderla en uno de los dos cirios que ardían al pie de la verja del altar. Entonces nuestro héroe pudo contemplar una figura más alta que baja, esbelta y airosa, un pecho subido y pronunciado que, digámoslo en menoscabo de su pureza, no fue lo que menos impresión le causó desde el principio.

Al llegar al Ofertorio, el cura se dispuso a predicar a sus feligreses. Algunos de éstos, los más próximos a la puerta, se salieron; las mujeres se sentaron; en la sacristía, el escribano también se sentó en un banco, sacó el bote de plata con tabaco y se puso a liar un cigarro: no tardaron en acompañarle algunos otros. Andrés, el maestro y D. Jaime permanecieron en la puerta.

– «Tengo que deciros una cosa— comenzó el cura en el tono más cavernoso que pudo adoptar.– Tengo que deciros que sois unos verdaderos fariseos, porque aparentáis cumplir con los preceptos de Nuestro Señor Jesucristo y de Nuestra Santa Madre la Iglesia, y hacéis, me entiende usted, befa de ellos en secreto. Venís a misa, rezáis el rosario, asistís a las procesiones; pero es porque no os cuesta ningún trabajo. En cambio, si a mano viene, no os importa trabajar en día festivo, faltando a uno de los primeros mandamientos de la ley de Dios, que dice «santificar las fiestas…» Lo que hacen mis feligreses en tiempo de yerba, como ahora, es un verdadero escándalo, y está dando que decir, me entiende usted, a todas las personas piadosas del concejo. Con la mayor frescura levantan la yerba los domingos, la cargan y marchan con su carro chillando por el medio del pueblo, como si Dios no los mirase, como si no clavasen con su pecado una espina más en la cabeza de nuestro Redentor. Esto no está bien, no está bien, y espero que os corrijáis, si no queréis ser los sepulcros blanqueados de que nos habla el Evangelio, llenos de podredumbre, me entiende usted, y de inmundicia por dentro, y limpios por fuera… eso es…

»Pero alguno me dirá: ¿De modo que, bajo ningún pretexto, se puede trabajar los domingos?… Yo le contestaré: Distingo… Si Juan, Pedro o Diego, pongo por caso, tienen la yerba tendida en la heredad y temen que se les pierda de no meterla cuanto antes en la tinada, bien porque el día amenaza nublado y amanece a llover, o bien, me entiende usted, porque ya esté seca de algunos días o por cualquier otra causa; si aprovechan la mañana del domingo para meterla, y efectivamente la meten, procurando no dar escándalo… no pecan… Pero si Juan, Pedro o Diego se ponen a revolver la yerba o a meterla un domingo por estar más desocupados el lunes, o porque, me entiende usted, quieren concluir cuanto más antes esta labor para comenzar otra, o por decir que la tienen en la tinada antes que los demás vecinos, o por cualquier otra causa que no sea legítima… entonces pecan mortalmente.