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El idilio de un enfermo

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Sentáronse para comer debajo de un manzano, cuyas ramas, pendientes hasta tocar con las puntas en el suelo, formaban una glorieta natural. Andrés se tendió al lado de Rosa como amante rendido, aprovechando todas las coyunturas para decirle al oído palabras azucaradas. La joven escuchábalas aturdida, embelesada, los ojos húmedos, las mejillas encendidas: gustaba con delicia aquella miel, percibiendo, no obstante, un dejo amargo en el fondo, por el vago presentimiento de las desgracias que la amenazaban.

La tabernera les sirvió una fuente enorme de jamón con tomate. Todos la atacaron ardorosamente. Andrés, después de hacer plato a Rosa, se sirvió también con mano larga.

– ¿Se acuerda usted, amigo Celesto— dijo metiendo un buen pedazo en la boca,– de cuando usted me compadecía por no poder comerme un plato de jamón con tomate?

– Hombre, es verdad— repuso el seminarista levantando los ojos con admiración.– ¡Parece mentira lo que usted ha cambiado, D. Andrés!

Todos le felicitaron. Comieron alegremente; corrió bastante el jarro del vino; Andrés bebía sidra embotellada: cambiáronse muchas pullas entre Celesto, Máxima, Andrés y el excusador. El follaje amarillento del pomar quebraba los rayos del sol. La brisa de la montaña los templaba. Respirábase un ambiente embalsamado por el aroma de la yerba y de las manzanas apiladas. La alegría se apoderó de todos. Rosa, que había sonreído melancólicamente hasta entonces, recobró su carácter bullicioso. Cuando terminaron, ella, Máxima y Andrés se pusieron a retozar entre los árboles, persiguiéndose con gritos. Sentábanse a descansar breves instante formando grupo debajo de algún árbol y en seguida tornaban al juego con más ardor.

Habían entrado en la finca algunos paisanos de los que bebían en el lagar, para seguir haciéndolo en compañía del excusador y Celesto. La tía Eugenia charlaba con la tabernera algo más lejos. Al cabo de un rato había estallado ya fuerte disputa metafísica entre don José y el seminarista, que los aldeanos escuchaban boquiabiertos. Versaba sobre la diferencia que existe entre la sustancia y el atributo, las cosas que existen per sé y las que sólo existen con relación a otras. Los campeones sostenían encendidos, encolerizados, sus opiniones, tomando como ejemplo para la defensa los objetos tangibles que tenían delante, el jarro, los vasos, los tenedores. Tanto se fue enredando la disputa y tan altas fueron las voces, que Andrés y sus amigos se acercaron. Y pasando de lo abstracto a lo concreto, llegaron a proferirse de la una y la otra parte palabras insultantes y feas. Por último, sonó una bofetada. Hubo datos al instante para creer que quien la había recibido era la mejilla izquierda de Celesto; el cual, lejos de presentar la derecha, como aconseja el Evangelio, se fue sobre el diminuto eclesiástico, iracundo y encrespado, y seguramente le hubiera causado algún grave desperfecto con sus manos sacrílegas a no haberle tenido Andrés y los paisanos. Con todo, mientras hacía inútiles esfuerzos por desasirse, anunciaba verbalmente su intención irrevocable de cortar las orejas al excusador. Éste, muy pálido, parecía manifestar por lo bajo, con frases cortadas, que no consideraba suficiente la corrección infligida, antes bien juzgaba de absoluta necesidad un razonable suplemento de puñadas que completase la obra comenzada.

Sin embargo, los anuncios pavorosos de Celesto no tuvieron inmediato cumplimiento, gracias a la intervención de los bebedores. Al cabo de un rato, el seminarista y el excusador eran los mejores amigos del mundo, y se abrazaban y besaban tiernamente vertiendo lágrimas. Andrés se alejó del grupo riendo, y se puso de nuevo a jugar con Rosa y Máxima.

El sol había traspuesto ya bastante el mediodía. Máxima propuso que saliesen a dar una vuelta por la romería. Andrés y Rosa accedieron gustosos. El campo estaba animado sobre todo encomio: aquí danza, allí fandango, en otro lado merienda. La muchedumbre bullía por todas partes con ruidosa algazara. Nuestros jóvenes cruzaron por el medio lentamente, parándose a contemplar las danzas o las mesas de confites, donde Andrés convidaba a sus compañeras. La gente los miraba con curiosidad. Andrés, que se había despojado del gabán, vestía chaqueta corta y ceñida, pantalón estrecho y sombrero hongo. De suerte que, con un ñudoso garrote en la mano, más parecía jándalo recién llegado de Jerez que el poeta delicado de los salones cortesanos, y formaba con Rosa muy linda y concertada pareja. Aquélla marchaba a su lado con inocente orgullo, risueña y feliz, como una novia que viene de la iglesia mostrando a su esposo. Él también iba justamente pagado de ella: no veía en todo el campo moza más agraciada ni de más alegre gusto.

Pero, sin saber quién la trajera, ya había corrido la voz por la romería de que Rosa se había escapado de casa con el señorito que la acompañaba. Y esto fue causa de que tanto los mirasen y tanta sonrisa maliciosa advirtiesen en los rostros entornados hacia ellos, que, enojados y molestos al cabo, determinaron volverse a la pomarada. Máxima arrastró consigo a algunas de sus amigas y a varios mozos con ellas. Llamaron después a un ciego que tocaba el violín, y debajo de los pomares, sin ser vistos de la gente, armaron un animado baile cerca del grupo de bebedores, donde Celesto y el excusador aún seguían dándose mutuas satisfacciones. Nuestro joven, tocado de la común alegría, alborotó y enredó más que ninguno; bailó con Rosa el fandango, lo cual hizo reír no poco, pues echaba las piernas al aire de modo harto original. Rosa experimentó también la embriaguez del bullicio y mostrose en su verdadero ser, risueña, graciosa, picaresca. De vez en cuando, no obstante, cruzaba por su rostro una sombra: poníase de repente seria y pálida, y clavaba los ojos con obstinación en cualquier objeto. Andrés, en cuanto lo advertía, procuraba distraerla.

En uno de los ratos en que juntos se sentaron sobre el césped a descansar, vieron llegar muy de prisa y demudada a la tabernera, que cuchicheó un instante con Celesto. Éste se vino acto continuo hacia Andrés y, llamándole aparte, le dijo:

– D. Andrés, es necesario que usted se escape en seguidita… Están ahí los guardias…

– ¿A prenderme?

– Me parece que sí, señor.

– Pues yo no me escapo— replicó el joven con resolución.– No he cometido ningún delito.

– D. Andrés, por los clavos de Cristo, se esconda… Mire usted que no sabe a lo que se expone. Estos paisanos son muy ladinos y le van a armar una trampa.

– Nada, nada; no me escapo.

A todo esto, Rosa se había acercado, sospechando de lo que se trataba, y con voz anhelante y temblorosa comenzó a decirle:

– Escóndase, D. Andrés, escóndase… ¡Por la Virgen Santísima se esconda!…

Detrás vinieron algunos paisanos y, enterados del caso, le rogaron lo mismo. Uno de ellos llegó a decirle:

– Véngase conmigo, D. Andrés; saltaremos a ese prado, y yo le llevaré a un sitio donde esos perros pachones no den con usted… Por la noche se puede ir adonde guste.

Pero todas las instancias fueron inútiles. El joven se obstinó en no moverse del sitio. Al cabo, los tricornios charolados de los guardias brillaron allá en la puerta del lagar y avanzaron por entre los árboles. Andrés no pudo impedir que su corazón latiese más de prisa. Detrás de los guardias venía Tomás, que se fue quedando rezagado. El joven se adelantó y preguntó a un guardia:

– Vienen ustedes a prenderme, ¿verdad?

– ¿Es usted el Sr. D. Andrés Heredia?

– Servidor.

– Pues sí, señor; traemos orden de detenerle y de entregar a su padre la joven que se ha escapado con usted.

– Bien; estoy a su disposición.

Y dirigiéndose a Rosa, que sollozaba perdidamente en brazos de Máxima, le dijo en tono afectuoso:

– No tengas cuidado, Rosita; nos volveremos a ver pronto.

Los guardias hablaron un instante con Tomás para indicarle, sin duda, que podía disponer de su hija. Después se dirigieron a Andrés muy finos.

– Cuando usted guste, caballero.

– Vamos allá… Adiós, D José… Celesto, hágame el favor de avisar a mi tío… Hasta la vista, señores.

Los circunstantes le vieron marchar con asombro y tristeza. Antes de entrar en el lagar tropezó con Tomás. El paisano bajó la vista ante la mirada fija y provocativa del joven.

En la romería la gente estaba ya enterada del suceso; así que todos suspendieron los bailes y danzas para verle pasar. Andrés marchaba charlando con los guardias, afectando indiferencia. Cuando hubo pasado por delante de una danza, a una aldeana se le ocurrió entonar cierta copla de un antiguo canto de aquella comarca:

 
Si me llevan prisionero,
No me llevan por ladrón:
Me llevan porque he robado
A una niña el corazón.
 

Andrés no pudo menos de sonreír, y volviendo el rostro hacia aquel sitio hizo un saludo con la mano. Los civiles también sonrieron.

Después que salieron de la romería, caminaron la vuelta de Lada por distintos parajes de los que el joven conocía, salvando un collado y marchando después a campo traviesa buen trecho. Lada, sin embargo, estaba por allí más cerca de lo que él presumía. Llegaron en el momento mismo que anochecía. Durante el viaje los guardias tratáronle muy cortésmente, dejando traslucir que no concedían importancia alguna a su delito, y que sospechaban que todo se quedaría en agua de cerrajas; pero no consiguió hacerles decir si Tomás había estado en Lada a denunciarlo.

Dejáronlo en la cárcel, alojado en el mejor cuarto, que era todavía muy sucio y destartalado. El alcaide le trató con respeto y amabilidad, sabiendo, como los guardias, que el detenido no era ningún criminal. Como estaba rendido de la noche precedente y de las emociones del día, se acostó vestido sobre el catre que le dieron, y durmió unas cuantas horas profundamente. Por la mañana muy temprano ya estaba allí su tío, que había salido de Riofrío antes del amanecer.

 

– ¡Pero hombre!… ¡pero hombre!

El joven no supo qué contestar y bajó la cabeza. Afortunadamente no fueron más allá las recriminaciones del cura. Inmediatamente comenzó a hablar de los medios de sacarle de la cárcel. Tenía su plan formado: ir a ver al juez y decirle quién era el reo y todo lo que había pasado. Y en efecto, así lo hizo. Entonces supo que el tío Tomás era quien había denunciado a Andrés como raptor de su hija Rosa. El juez, en cuanto averiguó que el joven detenido era hijo de un antiguo ministro del Tribunal Supremo, a quien conocía de nombre, escritor público y hacendado, se apresuró a venir a tomarle declaración. Después, mediante fianza, decretó la excarcelación.

– Ea, ya estás libre— le dijo su tío llevándole a almorzar a una posada.– Lo que importa ahora, demonio de muchacho, es que te marches cuanto antes… Lo demás, me entiende usted, corre de mi cuenta… Yo me encargo de probar que no ha habido tal robo ni tales calabazas…

Así se hizo. Aquella misma tarde Andrés subió de nuevo a un coche del ferrocarril minero, pernoctó en la capital de la provincia, y con veinticuatro horas más de viaje se plantó en Madrid.

XVII

¡Qué gordo! ¡qué moreno! ¡qué cambiado está usted, amigo Heredia! ¿Dónde se ha puesto usted de esa manera?

Por donde quiera que iba, llegado a la corte, escuchaba estas o semejantes exclamaciones. Los amigos le abrazaban con efusión; las amigas admiraban su porte varonil, aunque no faltó quien dijo que venía más ordinario; porque los gustos son muy varios.

No hay para qué asegurar que las tales exclamaciones le sonaban bien. Durante algunos días gozó de la sorpresa de sus amigos y conocidos, paseando como en triunfo su rostro atezado por las tertulias y teatros. Entró de nuevo, y con gusto, en la vida animada de Madrid. Como traía provisión de salud, acudió presto a todos los parajes donde se rinde culto al placer, anudó antiguas relaciones, tornó a escribir en los periódicos y a leer poesías en los salones.

Pasados los primeros momentos, en que apuró todas las emociones placenteras que la corte le ofrecía, después de su voluntario apartamiento; cuando estas emociones se gastaron y el espíritu quedó en reposo, acudiole más a menudo el recuerdo de Riofrío y de su devaneo con Rosa. Al principio procuró ahogarlo, aturdiéndose con ocupaciones y recreos; y lo consiguió: después ya no pudo. La imagen de Rosa se le representaba triste y dolorida, padeciendo las crueldades de su padre, que, después de lo pasado, serían, a no dudarlo, mucho mayores. Y comenzó a punzarle el remordimiento, particularmente en ciertos momentos, cuando se quedaba solo en casa o la vista de los árboles y las flores le traía a la memoria la hermosa campiña de las Brañas. Había escrito a su tío para que le enterase de lo que allí acaecía en su ausencia, y no acababa de recibir contestación. Cierta mañana, por fin, almorzando solo en el comedor de la fonda, le trajo el camarero una carta. En cuanto vio el sobre se apresuró a abrirla con mano trémula. Su tío le decía que el proceso seguido contra él no tendría consecuencias; que Tomás había hecho cuanto pudo por enredarle y comprometerle, pero no lo había logrado, porque Rosa declaró repetidas veces que se había huido de casa por miedo de sus castigos, no por instigación de Andrés. Estas declaraciones encendieron de tal modo la ira del molinero, que un día faltó poco para matarla a golpes. El pueblo estaba indignado: algunos vecinos se lo habían recriminado duramente, pero no hacía caso. Por último, el asunto estaba zanjado, porque Tomás, viendo que no sacaría nada en limpio, se vino a las buenas y se apartó de la querella mediante 5.000 reales que el cura le entregó. Todo quedaba, pues, sosegado por entonces. Podía vivir sin temor. Lo que había hecho, sin embargo, era una calaverada de mal género: había destruido la paz de una familia. D. Fermín, al final de su carta, le reprendía severamente y con muy justas razones.

Cuando nuestro joven terminó de leerla, quedó más tranquilo. En cuanto salió de casa se fue derechamente a la de un banquero y giró, a la orden de su tío, el dinero del proceso. Después hizo lo posible por olvidar aquellos sucesos en el bullicio de la vida madrileña; pero no lo consiguió en muchos días. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, el recuerdo punzante de sus amores idílicos se fue suavizando, haciéndose más dulce y melancólico; se transformó en un sueño poético, que solía acariciarle en los instantes de mal humor.

A los tres meses de su regreso había caído ya en la misma vida perezosa, estéril y antihigiénica que antes de irse a las Brañas. Despierto, paraba muy poco en casa: en cambio dormía un número crecido de horas, lo cual le ocasionaba frecuentes disgustos con el cocinero y criado del comedor. Los almuerzos duraban desde las nueve hasta las doce. Nunca pudo cumplir con este precepto del reglamento interior de la casa. Almorzaba a la una, a las dos y algunas veces hasta las tres de la tarde. El sueño le embargaba por la mañana, el letargo más bien, porque era un verdadero letargo el que sentía, un cansancio incomprensible que le privaba de todas las fuerzas. Cuando por las instancias del criado conseguía levantarse, todavía le duraba largo rato esta languidez: apenas podía tenerse en pie; bostezaba a menudo y daría cualquier cosa por tornar nuevamente a la cama.

Poco a poco se fueron disipando los colores de sus mejillas, por más que el organismo no parecía resentirse. No obstante, pasados algunos otros meses, comenzó de nuevo a sentir alguna molestia en el estómago: empalideció aún más y enflaqueció. Achacolo al desarreglo de las horas de dormir y comer. No le dio importancia: siguió haciendo la misma vida.

Por este tiempo recibió carta de su tío en que le noticiaba cómo Rosa se había escapado nuevamente de casa por no poder sufrir los malos tratos constantes de su padre, quien la achacaba la ruina y la miseria en que había caído. Se había marchado a Lada y estaba sirviendo en casa de unos señores ricos. Andrés se conmovió con aquella carta. Acudieron de golpe a su imaginación las impresiones de los seis meses de vida campestre; sintió algo parecido a la nostalgia, deseos vehementes de renovar los sencillos placeres que había disfrutado y anhelo de ver a Rosa. ¡Pobre Rosa! Por espacio de dos días su imagen le persiguió sin cesar: después, las ocupaciones y placeres a que estaba entregado con alma y vida la fueron alejando poco a poco de su imaginación.

Pasó el verano en Madrid, porque no osaba ir otra vez a Riofrío. Los calores no le probaron bien. En el invierno se recrudeció un poco su enfermedad del estómago; además, le acometió un catarro pertinaz que le hacía toser bastante por las noches. Y como se sintiese cada día peor, tomó el acuerdo de irse en la primavera con un amigo, que le brindó a pasar dos o tres meses en una finca de recreo que tenía en la montaña de Cataluña.

Recobrose del estómago con la vida activa del campo; pero la tos siguió molestándole bastante. Para hacerla desaparecer, por consejo de los médicos, se fue a tomar las aguas de Panticosa. No consiguió aliviarse notablemente. Volvió en mediano estado a Madrid en el mes de Setiembre. Desde esta época ya no gozó un día de salud; cada día peor, más flaco y más pálido. En Noviembre le sorprendió un fuerte vómito de sangre que le hizo comprender lo grave de su dolencia. Todavía anduvo cerca de un mes por la calle; pero habiéndole repetido con más fuerza, se vio necesitado a quedarse en casa. Y no volvió a salir. En uno de los últimos días del mes de Enero expiraba en brazos de dos amigos que le acompañaron fielmente en aquellos últimos y angustiosos momentos.

FIN