Guerra, política y derecho

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Capítulo 1 //
La crisis del derecho de la guerra

Je combattrai pour l’homme. Contre ses ennemis.

Mais aussi contre moi-même.

Antoine de Saint-Exupéry

Antecedentes históricos del derecho de la guerra

Una de las más grandes conquistas de la cultura occidental es la construcción de un derecho de la guerra. En apariencia, un derecho que pretenda sujetar la guerra es una antinomia. Sin embargo, en las condiciones históricas estimuladas por la geografía –el mar Mediterráneo, que propició los contactos intensos entre los pueblos llegados a sus orillas–; por la aparición de un Imperio, el romano, con pretensiones universales; por el desarrollo del pensamiento griego, especialmente su concepción del logos como cualidad diferenciadora de lo humano; y por la religión judía que, además de la idea de un dios único, aportó el germen de un concepto de universalidad: aunque religión tribal todavía, su deidad se definía como creador de todo lo existente.

En ese contexto fue posible el nacimiento de una religión universal, el Cristianismo, y de los conceptos de universalidad y humanidad. El Imperio romano, por necesidad política, rompió la solidaridad de los lazos de sangre como factor de identidad predominante en las sociedades de la antigüedad, cuando extendió la ciudadanía a todos los hombres libres de las ciudades del Imperio. El pensamiento griego, la razón especulativa, fundamentó a la idea de humanidad, y el giro que le dio san Pablo a la prédica cristiana, cuando la orientó de preferencia a los gentiles, hizo posible esa religión universal. Más adelante, cuando el emperador Constantino instrumentalizó el Cristianismo como soporte del poder político, introdujo en la historia la posibilidad de una diferenciación entre el poder político y la religión. Cuando el Imperio se desintegró quedó una religión institucionalizada, por encima de las asociaciones políticas surgidas de sus ruinas, pero también dejó como legado una tensión permanente entre los derechos de dominio de los príncipes y la vocación de poder temporal de la Iglesia.

¿Cuál es la relación de esta historia con el derecho de la guerra? En la Europa posimperial, y especialmente en Europa occidental, la alteridad fue más política que religiosa. El “otro” pertenecía a otro pueblo, a otra cultura, a otra dinastía dominante, pero era igual en la cristiandad. La idea cristiana de todos los hombres como hijos de Dios, partes de un cuerpo místico único, y el precepto obligatorio de la caridad produjeron la primera revolución de igualdad entre los humanos. No era una igualdad social, ni política, ni económica, solo espiritual. Pero fue la primera que equiparó, por lo menos en el culto, al señor con el esclavo y, más adelante, con el siervo. Por primera vez en la historia, los enemigos combatientes pudieron reconocerse como iguales en algo: en la misma confesión.

En la guerra, el otro, el enemigo, era diferente por sus lealtades en el plano político-temporal, pero era hermano en cuanto miembro de la comunidad cristiana. El prisionero, el herido y los no combatientes relacionados podían ser respetados y, todavía más, la caridad hacía posible que se les auxiliara. Lo novedoso de esta identidad resalta si se considera la diferencia con el mundo precristiano. Cuando predominó la identidad de sangre, el otro siempre fue un inferior y, como enemigo, bueno solo para morir o ser esclavizado. Además, los dioses eran exclusivos (y excluyentes) de cada pueblo.

Ahora bien, si el fundamento inicial fue el surgimiento de una religión universal, ¿por qué el Islam, también de concepción universal y como religión común a muchos pueblos, no dio origen a una construcción similar? La diferencia no radica tanto en las doctrinas de una y otra religiones, como en el proceso de su surgimiento como poderes. El Cristianismo fue, por casi cuatro siglos, una religión despreciada y hasta perseguida por el poder imperial. Una religión de esclavos. Cuando en el siglo IV, como ya se mencionó, el emperador Constantino la instrumentalizó como recurso político y la convirtió luego en la religión del Imperio, se estableció la diferencia entre el poder secular –el del Emperador en ese momento– y el de una religión organizada y jerarquizada. Más adelante, toda la Edad Media estaría marcada por la lucha constante entre el poder del Papa y el poder del Emperador romano-germánico, y luego, el de los reyes de los nacientes Estados nacionales. La separación entre el Estado y la Iglesia tuvo su germen temprano en la sujeción de esta última a Constantino.

El Islam, en cambio, nació como poder unificado, simultáneamente religioso y político. El sultanato se adscribió a la descendencia del profeta, es decir, con la consanguinidad como principio de legitimidad. Las guerras por la sucesión dividieron tempranamente al Islam y así el “otro”, el enemigo, no fue reconocido como parte de un mismo “cuerpo”, sino como un infiel. No solo era súbdito de un poder político diferenciado, sino traidor a la prescripción del profeta. La Sharia prohíbe “llevar las armas contra los musulmanes”, de tal manera que un rival no podría ser reconocido como tal sin violar el precepto. El enemigo lo fue en un sentido doble, pero indistinguible: al tiempo político y religioso.

No significa esto que los principios humanitarios de respeto a la vida, los bienes y la dignidad, así como la diferencia entre combatientes y no combatientes, estén ausentes en las normas coránicas. La Sharia incluye prescripciones de compasión, auxilio y protección, pero no se escapa que hay zonas grises en el cuerpo normativo, por cuanto también la Sharia sugiere la reciprocidad de la acción. En todo caso, lo que se afirma en estas líneas es que el Islam no dio origen a un cuerpo de normas codificadas por fuera del ámbito religioso, como sí sucedió en Occidente con el Cristianismo. Por otra parte, el Islam no se organizó como una Iglesia tan centralizada y jerarquizada que sirviera de referencia única y polo de poder, al estilo del Papado romano.

En el Cristianismo occidental anterior a la Reforma hubo herejías, pero no tuvieron la profundidad, el alcance ni la duración suficientes para introducir una fractura muy honda en la identidad religiosa. El cisma entre las Iglesias romana y bizantina en 1154 fue la gran ruptura en la Edad Media, pero siempre se mantuvo la esperanza de una reunión y se aceptaron mutuamente la legitimidad de las ordenaciones sacerdotales y la elección de obispos. La época de las cruzadas implicó a la vez disputas y cercanías. Por otra parte, el Oriente fue relativamente marginal a la primera etapa de los procesos históricos de formación de los Estados nacionales, al Renacimiento en general y al avance de la secularización de las sociedades. Estos avances se dieron primero en el contexto del Cristianismo romano, el mayoritario en términos de adeptos, de tal manera que se sostiene en lo fundamental la tesis de la identidad común.

La idea de una “guerra honorable” ya era una posibilidad cierta en la Edad Media. La ritualización del no cumplimiento de las normas prueba, por sentido contrario, la vigencia de las mismas: “A veces en la Edad Media, se sacaba un estandarte rojo para indicar que quedaban canceladas las normas de la caballería y, a continuación, se procedía a practicar el tipo de guerra infligido a los infieles o rebeldes” (Burleigh, 2012, p. 11).

La nuez del asunto es, pues, la identidad. El reconocimiento del encuentro de todos los cristianos en la Iglesia es una primera fase (pero la más importante inicialmente) en el proceso de relativización de las enemistades. El razonamiento que se desprende de la doctrina cristiana puede ir más lejos y, de hecho, el ideal caballeresco permite avanzar en el plano de la humanidad. Cuando en el siglo XVI creció la preeminencia de los Estados en materia de la institución de una legitimidad secular para la guerra, ya estaban puestos los cimientos de un derecho consuetudinario, a pesar de la pérdida de peso de la noción de una cristiandad común a todos (es el siglo de la Reforma). Los Estados nacionales (inicialmente las monarquías absolutas) comenzaban su carrera por los monopolios de la soberanía y del jus ad bellum. En ese momento el derecho de hacer la guerra inició el tránsito desde un derecho de los señores feudales hasta un derecho propio de una entidad más abstracta, el Estado nacional moderno.

Las referencias anteriores sobre el proceso de desarrollo de un derecho de la guerra no pretenden ser una historia del mismo y, por lo tanto, quedan en este punto. La intención se centra en darle perspectiva histórica al tema, para entender la excepcionalidad occidental que lo hizo posible, y para entender también por qué no se dio en otros ámbitos culturales, a pesar de la existencia de principios reguladores en los campos del honor y de la religión. En tanto derecho, y derecho secular como ya se mencionó, el fenómeno es único.

En ese mundo medioeval que, lejos de ser oscuro como lo pregona la leyenda, fue gestor de procesos precursores de la Modernidad, la Iglesia llegó a considerar que el derecho canónico que la regía se extendía a una jurisdicción sobre la guerra. De manera principal se ocupó del jus ad bellum, y ya en el siglo XIII apareció un acuerdo en torno a la idea de que las guerras solamente podían ser declaradas por príncipes con autoridad para hacerlo. El jus in bello no fue prioritario para los canonistas, pero las tradiciones de la caballería, con sus códigos permeados por el Cristianismo, y la existencia de comunidades de religiosos que privilegiaban el auxilio hospitalario para cumplir la obligatoriedad de la caridad, fueron conformando una suma de costumbres susceptibles de hacer el tránsito a un derecho establecido. En el plano especulativo, las tesis de santo Tomás de Aquino (la doctrina del “doble efecto” y la regla de la proporcionalidad) contribuyeron al proceso y complementaron lo avanzado por los movimientos de la Paz de Dios y la Tregua de Dios.

 

Para una mejor comprensión del proceso está la obra de Erich Kahler (1946), quien recorre el camino que lleva la religión a la religión universal y a la separación entre lo espiritual y lo secular, así como el tránsito de las historias recurrentes, circulares, a la historia lineal, teleológica y hasta escatológica, que le dio un sello particular a la historia occidental y condujo a la concreción de una idea de individuo, fundamento de la Modernidad.

La constitución del derecho de la guerra

La distinción entre el poder del Emperador romano y el poder del Papado y los obispos se prolongó más allá del fin del Imperio. La Edad Media presenciaría una lucha constante entre el poder temporal, que se representaba a sí mismo como heredero del Imperio, y el Papado, que alegaba un poder divino para reivindicar el gobierno de la cristiandad. Si bien el poder temporal se fragmentó, la idea de universalidad permaneció. A diferencia de la antigüedad, en la cual cada pueblo tenía sus propios dioses y lo religioso y lo político eran una unidad, el Cristianismo consolidó una Iglesia de vocación universal en el contexto de una Europa fraccionada políticamente. La Iglesia no alcanzó nunca la unidad de lo político y lo religioso. Aunque los príncipes fueran cristianos, el orden político no era un orden sagrado a la manera de los Imperios de la antigüedad. Además, la de los dos poderes fue siempre una relación tensa.

Las pugnas entre los poderes temporales y espirituales quedan de manifiesto en la historia con la Querella de las Investiduras y con las polémicas que suscitó la doctrina de las “dos espadas” (temporal y espiritual). A pesar del ambiente esencialmente religioso que impregnaba el pensamiento medioeval, ya desde esas épocas despuntaba una idea de realidad estatal diferenciada de la religiosa. No existía el Estado moderno, pero las disputas muy notorias en la baja Edad Media, sobre todo a partir del siglo XI, contribuyeron a construir un camino que llevó al Renacimiento, a la Reforma y, posteriormente, a las revoluciones liberales. Fue un camino largo, pero los hilos conductores estaban tendidos desde la superación de las identidades exclusivas, y excluyentes, de las polis antiguas. Los pasos no caben en este vistazo trazado con pinceladas gruesas. Baste decir que la unidad político-religiosa del mundo antiguo se rompió en la fase final del Imperio y que en la Edad Media religión y política, antes que unirse, se entremezclaron, con unos príncipes que reclamaban legitimidad derivada del poder de Dios y un alto clero vinculado a la propiedad de la tierra que sumó a la Iglesia al proceso de feudalización e identificó a las jerarquías eclesiásticas con el comportamiento de los príncipes.

La Querella de las Investiduras partió de la vinculación entre poder temporal y espiritual, y se desató cuando el Papado pretendió monopolizar las investiduras de cargos eclesiásticos. Una primera etapa estuvo signada por la defensa del privilegio imperial que hizo Enrique IV, quien intentó deponer al Papa. Las contiendas que produjo su empeño duraron hasta su muerte. Una segunda etapa llevó a un desarrollo muy interesante. Ya no el Emperador, sino un poder real emergente (y en camino de abrirle paso al primer Estado nacional moderno), obligó al Papa a salir de Roma e instalarse en Aviñón. Fue Felipe IV de Francia, quien entró en conflicto con el pontífice Bonifacio VIII, defensor a ultranza de la primacía papal, para defender el derecho de los señores seculares a imponer impuestos al clero. El clima de la época lo expresan muy claramente las palabras de uno y otro: Bonifacio declaró: “Dios nos ha situado sobre los reinos y los reyes”, a lo que Felipe respondió: “No somos el vasallo de nadie en cuestiones temporales” (Mazzadri, 2001, 1, p. 60).

Mejor ilustración no puede tener el punto que se trata. Felipe IV de Francia, a caballo entre los siglos XIII y XIV, inició el tránsito a una época nueva. Envió sus ejércitos a Roma, apresó en Anagni al Papa (quien murió semanas más tarde) y truncó el papado de su sucesor (Benedicto XI, 1303-1304) mediante el expediente de hacerlo envenenar. Luego impuso a un obispo francés, el de Burdeos, quien como Clemente V reinó en Aviñón y se plegó a los dictados del Rey. Felipe se volvió después contra los señores feudales, eliminó a los templarios y se apoderó de sus recursos, creó un cuerpo de intendentes encargado de tasar y cobrar impuestos a la nobleza (germen de una burocracia real) y comenzó el proceso de centralización del poder que, más adelante, llevaría a la monarquía absoluta.

Lo interesante en el plano del pensamiento de la época es el debate teórico que se desplegó con motivo de la nueva querella, entre el papa Juan XXII y el empera dor Luis IV (Luis de Baviera), que dio lugar a la ocupación de Roma por los ejércitos del Sacro Imperio Romano-Germánico. El Emperador vería su tesis respaldada en la defensa del poder temporal hecha por Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua y Miguel de Casena, protegidos por él y acusados por el Papa de herejía. Era una defensa desde la religión misma, no externa, pero en ella despuntaba ya la razón. Los fundamentos del Estado moderno se vislumbraban. Pasarían siglos antes de su total consolidación y de la aparición del Estado laico, que iba a darse en Occidente. Y Occidente lo impondría por todo el mundo.

Rota la unidad de lo político y lo religioso en el Estado moderno, será posible la constitución de un sistema de Estados en el cual la enemistad pudrá ser relativizada y acotada. Las contiendas se fundarán en intereses tangibles, los adversarios serán percibidos como sujetos de derechos similares a los propios y aparecerá la institución de la legitimidad de la guerra según arreglo a normas. El enemigo será una noción institucional, el soldado contrario será descriminalizado, y unos y otros darán paso a la noción de soldado regular. El jus ad bellum quedará en cabeza del Estado y el jus in bello encontrará su posibilidad de desarrollo en las distinciones entre combatiente y no combatiente, regular e irregular. Pero, antes de llegar a este punto, muchas cosas sucederán entre Westfalia (1648) y San Francisco (1945).

La cuestión ética se centró primero en la consideración de la justicia de la guerra. La gran discusión en los inicios fue la legitimidad de la guerra, si es justa o injusta, y quién tiene derecho de declararla. El jus ad bellum fue la prioridad. No es que el jus in bello no siguiera su camino por la vía de las costumbres, los códigos profesionales y de honor, los principios religiosos y filosóficos y los usos convenidos entre combatientes: es solamente que no estaba en el primer plano de la discusión. De manera implícita estaba presente en el debate del jus ad bellum, puesto que si un poder beligerante deseaba ser aceptado como poseedor de la justicia en la decisión de hacer la guerra, la conducta de sus guerreros era un elemento para tener en cuenta. Pero no había, aún, un corpus claro de normas de jus in bello que diera a los combatientes guías bien establecidas de comportamiento.

Más una cosa sí era clara tras el largo período de la Edad Media. Ya la guerra no conducía a pasar a cuchillo poblaciones enteras ni a esclavizarlas. El desarrollo social imponía otras metas y estas exigían más bien la necesidad de incorporar territorios y poblaciones a los dominios de un Estado en particular. El Imperio exactor de tributos era una etapa superada. El Estado nacional moderno era una estructura de poder más compleja que pedía dominio territorial efectivo y centralización del poder.

En la baja Edad Media, durante el lento tránsito del feudalismo pleno a otro sistema de autoridad centralizada y concentración del poder legislativo y de la autoridad burocrática, surgieron corrientes de pensamiento orientadas a ponerle normas a la guerra. De acuerdo con Alex Bellamy:

En la teología, el derecho canónico y la práctica cristiana se desarrollaron tres gérmenes de pensamiento –el pacifismo, la guerra santa y la guerra justa– hasta constituirse en cuerpos coherentes de pensamiento. Las tendencias pacifistas se manifestaron en el movimiento cristiano antibélico que, liderado por los franceses en los siglos XII y XIII, produjo la “Paz de Dios” y la “Tregua de Dios”, cuyo objetivo era limitar la brutalidad y la duración de la guerra. La tradición de la guerra santa dio origen a las cruzadas que comenzaron efectivamente en 1095 (Housley, 2002). Lo más importante para el desarrollo de la tradición de la guerra justa fue la evolución del derecho canónico, que abordó en particular las circunstancias que legitiman la guerra. Además de la Iglesia, la tradición de la caballería intentó gobernar la conducta de los caballeros. (2009, p. 64)

Como conclusión, puede afirmarse que las tradiciones de la guerra santa y de la guerra justa fueron algunos de los caminos que condujeron a la conformación de un derecho de la guerra, pero en su momento no constituyeron un cuerpo definido en lo jurídico, ni abordaron la totalidad de los problemas que hoy se consideran materia necesaria del derecho internacional de los conflictos armados. Sin embargo, no se puede desconocer la trascendencia de ambas tradiciones, sin cuya aparición y desarrollo no se entienden los avances posteriores.

Nuevamente, el pensamiento cristiano y la relación compleja entre la Iglesia y los poderes políticos es el ámbito que problematiza y da dinámica a cuestiones que en otras sociedades y civilizaciones no se plantearon (por lo menos no de la misma manera) ni se discutieron en extenso. Las tesis de san Agustín, los desarrollos del derecho canónico y el escolasticismo, más adelante, con la doctrina del doble efecto de santo Tomás de Aquino, sentaron las bases de los debates y transformaciones posteriores.

Debe anotarse que las decisiones y prácticas medioevales versaron más sobre el jus ad bellum que sobre el jus in bello. El código de caballería fue una mezcla de prácticas sancionadas por la costumbre y prescripciones del derecho canónico. Sin embargo este código, que protegió a los caballeros por cuanto controló la violencia entre los nobles, no funcionó igualmente para los soldados plebeyos, que siguieron siendo masacrados de una manera más habitual de lo que podrían sugerir las normas. El jus in bello fue un avance más trabajoso en el camino hacia reglas efectivamente protectoras.

Lo más interesante de la discusión en la baja Edad Media acerca del derecho fue el despunte de un derecho secular. La vuelta al derecho romano, el recurso a una precedencia del derecho sobre los poderes espirituales y, en la práctica, el poder creciente de los reyes, anunciaban ya las formulaciones posteriores sobre la distribución de poderes entre gobernantes temporales y gobernantes espirituales. Muy cerca se hallaba Lutero, cuyas posturas derivaron en lo que George H. Sabine califica así: “La religión ganó acaso en espiritualidad, pero el Estado ganó, sin duda, el poder” (2010, p. 286).