Antiespecista

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[18] Jacques DERRIDA, L’animal que donc je suis, Galilée, 2006, p. 93.

[19] Título de un capítulo de un libro de Aymeric Caron.

2.

LA FÁBRICA DE UNA IDEOLOGÍA

SENTIRSE MAL Y SENTIR DOLOR

El sufrimiento es el nervio de la guerra de la reflexión antiespecista. Según esta doctrina, los seres dotados de sensibilidad deberían tener derechos básicos equivalentes a los de los seres humanos, en nombre de su capacidad de experimentar sufrimiento y placer. El lenguaje contribuye además a establecer esta correspondencia: la palabra latina malum, de donde procede «mal» en francés y en castellano, significa a la vez lo que es malo, en el sentido moral del término, y también el malheur (el percance, el contratiempo) y la maladie (enfermedad); la maldad y el dolor. Etimológicamente, sentirse mal es un mal; sufrir es malo. La palabra «mal» establece también un nexo entre un afecto y un juicio; enlaza la moral a un modo de existencia específico.

Es esta lectura literal de «mal», no disociada, la que escogió el utilitarismo, la corriente filosófica de la que proviene el antiespecismo. En cierto sentido, el utilitarismo es la antítesis del estoicismo, puesto que este último juzga, al contrario, que uno puede lidiar con el sufrimiento, llegar a dominarlo. Para Marco Aurelio, es en efecto posible alumbrar un juicio sobre el mal que tome distancia de la sensación provocada sobre el cuerpo:

El dolor o bien es un mal para el cuerpo —en cuyo caso dejemos que hable por sí mismo— o lo es para el alma. Pero se le permite al alma conservar su propia serenidad, su propia calma, y no opinar que el dolor es un mal. En efecto, todo juicio, todo impulso, todo deseo, toda aversión en definitiva está dentro de nosotros, y hasta ahí no puede abrirse paso ningún mal a la fuerza[1].

Marco Aurelio nos incita a «despreciar los movimientos de nuestros sentidos» para alcanzar la ataraxia, es decir la ausencia de problemas en el alma, sinónimo para él de felicidad. Esto supone no atribuir valor a lo que puede perturbar el alma. El cuerpo puede sentirse mal sin que el alma se ofusque. Como utilitarista, el antiespecista, por el contrario, no se refugia en «ciudadela interior» alguna, como los estoicos[2]. Deja penetrar la idea del dolor hasta lo más profundo de su carne, para tratar desde ahí de expurgarlo. ¿Cuáles son los orígenes de esta extraña filosofía?

El utilitarismo nace a finales del siglo XVIII de la pluma de Jeremy Bentham. Este filósofo británico es el autor del texto fundacional del antiespecismo, editado en 1789 —esto es, el mismo año en el que aparece la Declaración universal de los derechos del hombre—, titulado Los principios de la moral y la legislación. En esta obra se carga de un plumazo la filosofía de la Ilustración al situar en el centro de su control social el concepto de sensación. La razón y la dignidad humana son relegadas al rango de coquetería intelectual.

La naturaleza ha situado la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Corresponde solo a ellos determinar qué debemos hacer, y determinar qué haremos. Desde su trono fijan, de un lado, la norma del bien y el mal, y de otro, cómo se encadenan causas y efectos[3].

El utilitarismo, filosofía consecuencialista por excelencia, juzga pues los méritos de una acción en función de los efectos que produce, y no, como por ejemplo hace Kant, según los principios primeros que la guían (el deber, la ejemplaridad, la virtud, etcétera). Para Bentham, el placer y el dolor «nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos». Estas sensaciones son los equivalentes perfectos del bien y el mal; de ahí derivan todos nuestros modos de acción. Los placeres evocados por Bentham son de orden físico, ante todo, aunque también espiritual. Se refiere por ejemplo a los «placeres de la novedad, originados por la satisfacción del apetito de la curiosidad»[4]. El sufrimiento puede por lo demás partir de un vacío, es decir, de la no obtención de un placer potencial (sufro por no tener) o de la privación de un placer pasado (sufro porque ya no tengo)[5].

Según Bentham, la «utilidad» de un objeto o de una acción es cuantificable. La legislación debe por lo tanto permitir calcular, mediante un juego complejo de sumas y sustracciones, la dosis final de placer experimentada por un sujeto en el curso de una acción. Que tal cálculo sea un verdadero quebradero de cabeza, que comporte incluso poder mirar al interior de la mente, no es un obstáculo. Se trata, según Bentham, de «aproxi­marse al cálculo exacto»[6]: un error de cálculo sigue siendo más aceptable que el hecho de tomar en cuenta otra cosa que el dúo dolor-placer.

Puesto que la sensación constituye, en el caso de Bentham, el paradigma último de los principios de justicia, se plantea inevitablemente la cuestión del lugar de los animales en el seno de esta nueva legislación. El filósofo lanza la idea de incluir a los animales en el gran cálculo utilitarista, sin por lo demás defenderla. Esta extensa nota al pie extraída del libro de Bentham resulta capital para el movimiento antiespecista, hasta el punto de que la encontramos cortada y pegada en decenas de blogs y de libros dedicados a la causa:

Es posible que llegue el día en que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del hueso sacro sean razones insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino [que los esclavos]. ¿Qué otro criterio debería trazar la línea infranqueable? ¿La facultad de razonar, o tal vez la facultad de discurrir? No obstante, un caballo o un perro adulto son, más allá de toda comparación, animales más razonables y también más susceptibles de entablar relaciones sociales que un bebé de un día, una semana e incluso un mes. Supongamos que la situación hubiese sido diferente, ¿qué resultaría entonces? La cuestión no es si pueden o no razonar, ni si pueden o no hablar, sino esta: ¿pueden padecer?[7].

Bentham se interesa por las cualidades de las personas y no por las personas mismas. Ya no hay sujetos, sino experiencias de vida en un instante. El gran reparto simbólico entre los seres humanos y los animales, entre los parlêtres (según la terminología lacaniana[8]) y los sin-palabras, se resquebraja. Pero contrariamente a lo que los antiespecistas por lo general afirman, Bentham no suprime la distinción entre los seres humanos y los animales. Lo único que hace es cuestionarla. Interesa subrayar que son raros los antiespecistas que precisan que Bentham veía el régimen omnívoro de los seres humanos con buenos ojos… ¡y esto en nombre del propio utilitarismo! Y ello porque, a su juicio, los animales no disponían de la capacidad de proyectarse hacia el futuro, lo cual significa que no se aferran a sus vidas. A pesar de la primacía del dolor en la consideración ética, Bentham mantiene una diferencia de naturaleza entre los seres humanos y los animales. Comer carne le parece por lo tanto algo perfectamente normal:

Nosotros solo mejoramos y ellos no están peor […] [porque] los animales no son capaces de concebir ninguna de esas anticipaciones extendidas de nuestra desgracia futura que nos caracterizan[9].

Nos guste o no, Bentham se inscribe en una línea tradicional —aunque precoz para su época— de condena de la crueldad, que consiste en negar a los seres humanos el derecho de «atormentar a los animales»[10]. Matarlos, sin que sufran, es por lo tanto perfectamente aceptable. Y es por cierto esta perspectiva la que, a principios del siglo XIX, desembocará en la creación de las primeras asociaciones protectoras de animales[11] en Gran Bretaña y en Francia, esencialmente centradas en la represión de la brutalidad humana.

DE BENTHAM A SINGER, EL GRAN SALTO HACIA DELANTE

Cuando Bentham escribe este texto sobre los animales, el sistema agrícola de las potencias occidentales todavía no se ha industrializado. No hay, en Europa, ni pollos criados en serie por millares, ni inseminación artificial de los animales de granja, ni «granjas con mil vacas». En el curso del siglo XIX, la revolución industrial transforma progresivamente este paisaje. El éxodo rural se intensifica, descosiendo los vínculos tejidos desde hace casi diez mil años entre los seres humanos y su ganado. La agricultura intensiva se extiende a medida que los campos se vacían. Los ciudadanos pasan a comprar sus alimentos en hipermercados en los que los lineales están atestados de carne animal cortada y envasada.

Desde hace medio siglo son raros los habitantes que, desafiando a Plutarco, consumen los animales que ellos mismos han criado, alimentado y matado con sus propias manos. El ser humano y el animal para la ganadería ya no viven juntos. En su día compañeros de cuarto en una misma granja, el primero durmiendo en lo alto del establo, el otro cerca de su pesebre, hombre y animal se han convertido en extraños. Ahora, cuando se cruzan, lo más habitual es que el animal ya esté muerto.

El grito de alarma del filósofo australiano, en 1975, llega en este contexto de industrialización enajenada de la ganadería. Si Peter Singer desea «liberar a los animales» es porque la mayoría de ellos son criados en estructuras que se asemejan más a campos de la muerte que a sitios donde se pueda llevar una vida decente. Una decena de páginas de Liberación animal se consagra por tanto a la descripción objetiva de las condiciones de vida de los animales de granja. En su época, la opacidad de estas granjas de nuevo cuño era casi total. Las informaciones que presentó conmocionaron al gran público. La crueldad parecía revestir una forma tan aberrante como inédita; los animales se habían transformado en objetos. Tal vez nos neguemos a verlo, pero hoy en día producimos filetes como se fabrican coches o tubos de dentífrico: en cadena.

 

Peter Singer se habría podido contentar con reclamar mejores condiciones de vida para los animales de granja. Pero su mensaje supuso un gran salto adelante frente al utilitarismo de Bentham. El pensador dinamita el dique que aún separaba al ser humano del animal, ligando en esta ocasión el dolor con el derecho a vivir. La noción de especie sencillamente desaparece. A su parecer, la única referencia todavía aceptable es la de la persona, una noción que liga a todos los animales dotados de sensibilidad:

Arrebatar la vida a una persona es en sí más grave que arrebatar la vida a una no persona […]. Y así, por ejemplo, matar a un chimpancé sería peor que matar a un ser humano que, por causa de una discapacidad mental congénita, no es ni será jamás una persona[12].

A un lector no familiarizado con el estilo de Singer le puede costar creer que se puede escribir una frase tan violenta sin que a uno le tiemble el pulso. No obstante, esta ausencia de miramientos con las personas en situación de discapacidad es uno de los signos distintivos de su filosofía, por el que jamás se excusa. Ciertamente, el pensador no apela a que se dé muerte a las personas que presentan fragilidades psicológicas o físicas (¡qué bondad la suya!); pero el propio hecho de que se sirva de ellas como contrargumento para abogar por la causa de los animales es en sí abyecto. Un ser humano que padece una discapacidad mental, por muy severa que sea, es, ni que decir tiene, más persona que un mono: además de tener un cuerpo y emociones propiamente humanas, pertenece a una familia y a una sociedad que lo reconocen como tal.

Al igual que Bentham, Singer tampoco piensa que sea esencial justificar el punto de partida de su razonamiento, a saber, que el dolor sería por naturaleza nefasto y que habría que ligar todo derecho a la ocurrencia del dolor. En general, la literatura antiespecista se interesa poco por esta premisa, por más que de ella dependa toda su arquitectura ideológica. La noción de «interés», absolutamente determinante para Singer, tampoco se precisa. Tener intereses otorgaría automáticamente derechos inalienables, nos dice: no sufrir, no pertenecer a nadie, no ser explotado, no ser matado ni comido. Tienen «intereses» todos los seres capaces de sentir placer o disgusto. Los animales sensibles lo poseen, según la filosofía, porque la búsqueda del placer y la evitación del dolor guían su existencia a diario:

Sería absurdo decir que es contrario a los intereses de una piedra ser empujada a lo largo de la calle por las patadas que le propina un chaval. Una piedra no tiene intereses, porque no es capaz de padecer[13].

Esta tentativa de definición es una muestra de sofística. Podríamos resumir el razonamiento así: «Solo quien padece tiene un interés. No obstante, una piedra no sufre. De modo que una piedra no tiene interés». La premisa debería ser la conclusión del razonamiento. Pero se produce la inversa: nunca, en parte alguna del libro, se nos dice por qué «solo quien padece tiene un interés». La intención de Peter Singer no es otra que sacar conclusiones prácticas de un paradigma según el cual el dolor es algo malo en sí mismo. La validez de este paradigma y la equivalencia entre dolor, intereses y derechos queda pendiente de demostración.

Utilizar un término extraído de la esfera económica como «interés» es por lo demás discutible, además de impreciso. Es un recurso estratégicamente dirigido a conseguir que los derechos de los animales parezcan más universales, a pesar de que los seres humanos y los animales tengan experiencias de vida inconmensurables. La defensa de un «interés» por parte de alguien es de hecho legítima en sí misma, no necesita justificación adicional. Ciertamente, los intereses de unos y otros difieren en cuanto a su contenido. Pero no en su principio: los seres quedarían siempre unidos por el hecho de tener intereses que defender. Este presupuesto, inspirado directamente en la concepción capitalista del ser humano, lo amplían los antiespecistas a los animales. Resuena en cada uno de nosotros. Como nosotros, los animales sensibles serían Homo economicus capaces de defender sus intereses. La palabra «interés» suscita así una identificación inmediata del lector con los animales, sin marcha atrás posible: el antropomorfismo apenas disfrazado de Singer frisa aquí con la demagogia.

El filósofo plantea dos criterios para evaluar el sufrimiento de los animales: los gestos o gritos manifiestos en una situación dada, y el parecido entre su sistema nervioso y el nuestro. Todos los animales que responden a estos dos criterios tendrían «intereses» propios y deberían ser tratados en correspondencia. Si el propio Peter Singer reconoce que el método para distinguir entre ellos no es infalible, tampoco parece molestarle:

Sin duda es efectivamente imposible comparar con precisión el sufrimiento en miembros de especies distintas, pero la precisión no es aquí esencial[14].

Y acompañando a esta frase, dos páginas más adelante:

Es imposible justificar moralmente el hecho de considerar el dolor (o el placer) que sienten los animales como menos importante que la misma cantidad de dolor (o de placer) sentida por un ser humano[15].

Puestas ante un espejo, ¿no resulta que estas dos afirmaciones son contradictorias? De un lado, el filósofo antiespecista reconoce que el sufrimiento no es, hablando con propiedad, comparable entre seres humanos y animales, puesto que sin duda lo viven de un modo muy diferente las distintas especies, desde un punto de vista cualitativo. De otro, declara que el dolor entre especies diferentes es necesariamente comparable, puesto que sin tal comparación sería imposible establecer equivalencias entre el dolor animal y el humano. ¿Cómo va a ser posible cuantificar el dolor sentido por el animal y por el ser humano, si ese dolor no es de la misma naturaleza, esto es, no lo viven del mismo modo uno y otro? Es como si un cocinero pretendiese remplazar tres coles por tres zanahorias en su receta sin consecuencias, al tiempo que reconoce que las coles y las zanahorias saben distinto.

Es un hecho, ciertamente difícil de aceptar por algunos, que el misterio de la conciencia animal sigue prácticamente intacto a nuestros ojos. Los estudios científicos sobre la mente de los animales bien pueden iluminarnos sobre sus habilidades cognitivas y sobre la transmisión de información en su sistema nervioso; la incomunicabilidad de sus deseos, miedos y dudas, por más que existan, sigue siendo total. ¿Quién podría en efecto demostrar que un toro de lidia no prefiere ser tratado con los honores con que es tratado durante varios años en un magnífico prado sombreado, por más que tenga que sufrir veinte minutos sobre la arena, en vez de pasar toda su vida aburrido en una pradera sin encanto y sin compañía, antes de morir de un cáncer de su tercer estómago? Nadie puede saberlo; y, evidentemente, tampoco puede saberlo el toro. Cualquiera que tome la palabra para decir que sabe mejor que otro cómo un animal piensa, siente, desea, espera o teme, sonará por fuerza pretencioso y falaz. Podríamos denominar a esta aspiración «paternalismo animalista», porque asume que todos deberíamos creer que las aptitudes de los animales están próximas a las de los seres humanos, mientras que todas las evidencias apuntan a que no es el caso.

RAZÓN Y SENTIMIENTO

Para los antiespecistas, no existe una diferencia de naturaleza, sino de grado entre el dolor que sienten los animales y los seres humanos. Sin embargo, el utilitarismo no siempre ha sido tan afirmativo. A mediados del siglo XIX, John Stuart Mill aportó una serie de correcciones al pensamiento benthamiano, con la intención de no situar en el mismo plano todas las emociones. En su obra El utilitarismo, publicada en 1861, el filósofo británico distingue la calidad del placer de su cantidad. A su juicio, no todas las felicidades son iguales. Ciertos placeres son más legítimos que otros: los placeres más importantes son los del espíritu, por naturaleza más nobles que los del cuerpo. Los sentimientos intelectuales tienen más razón que las sensaciones físicas. Si no se asume esta jerarquía, que postula una diferencia de naturaleza entre las fuentes de la satisfacción, el utilitarismo «solo les convendría a los cerdos»[16], dice Mill (¡ay!). Porque solo un ser pensante, dotado de conciencia y de lenguaje, es a su juicio capaz de establecer esa clasificación cualitativa. En consecuencia, en la filosofía de Mill, los animales no gozan de una consideración igual a la de los seres humanos.

Es evidente que Peter Singer no tiene ese pensamiento en gran estima. «Dicho amablemente, su tentativa de aportar una especie de “prueba” del utilitarismo adopta una forma muy insatisfactoria. Siendo menos indulgentes, puede decirse que toma prestados sofismas palmarios»[17], llegó a decir en una de sus conferencias. Contemplar cómo los profesores de filosofía minoritarios en su ámbito atacan a los autores clásicos mayores tiene siempre un punto divertido, como si las debilidades en la argumentación de Mill pudieran reducirse a las aproximaciones de una mala copia… En cuanto al tenor de los argumentos de Singer, la idea es ante todo ocultar el juego de manos que hace para eludir esta pirámide de los placeres que tan desfavorable resulta para los animales.

Siguiendo la lógica antiespecista, tendríamos que reconocer derechos a los cangrejos de río y a las ratas, pero no a los acantilados de Étretat, bajo el pretexto de que estos últimos carecen de «interés» por existir. ¿No es esto privar a las piedras (y a todas las cosas inanimadas, inmateriales o invisibles) de un estatus que sin embargo es legítimo? Una piedra puede tener un interés directo en existir a partir del momento en que pensamos en ella en términos no instrumentales. No parece «absurdo» considerar que una isla o una montaña, independientemente del país en que se encuentren, forman parte de un ecosistema a preservar sin ambages, en nombre de un cierto equilibrio medioambiental o como forma de respeto hacia la naturaleza. Esta segunda perspectiva necesitará tal vez que modifiquemos nuestra visión de lo viviente, pero no deja de ser responsable a la vista de las distintas amenazas que se ciernen en la actualidad sobre nuestro planeta. ¿Es que no cabe defender al Kilimanjaro y al Everest en estos términos?

Sobre este asunto, Peter Singer haría bien en escuchar la sabiduría de algunos pueblos. Apoyándose en esta idea, Nueva Zelanda ha dotado recientemente al río Whanganui del mismo estatus jurídico que una persona, abriendo así una vía a la defensa de sus intereses frente a los tribunales[18]. Este reconocimiento venía siendo exigido desde hacía decenios por los miembros de la tribu Whanganui, que pedían que el río Te Awa Tapua (su nombre maorí) fuese considerado una entidad viviente como cualquier otra. El texto de la ley incluye el agua, las riberas y las especies vivientes que las habitan, e incluso «el conjunto de elementos metafísicos» de esa zona natural. ¿Un río, objeto metafísico y sujeto de derecho? ¿Se ha visto acaso a un río quejarse o pedir una caricia? «Absurdo…». Los Whanganui han comprendido bien que nuestra relación con el medioambiente no depende exclusivamente de preceptos fijados con antelación, como la capacidad de sentir dolor o placer. Es un juego complejo de historia común y de representaciones que inducen relaciones diferenciadas con el mundo, variables según las culturas y las tradiciones. De igual modo que sería injusto privar a los Whanganui de esta nueva palanca jurídica, también parecería del todo ilegítimo forzar a las sociedades occidentales a convertirse al veganismo.

EL ENGAÑOSO ESPECISMO

Si el combate antiespecista puede ser calificado sin paños calientes de «ideológico» es porque retuerce el lenguaje con el fin de reforzar su nueva visión del mundo. La reforma de las mentes viene precedida por la de las palabras, por más que eso signifique deformar ciertas realidades. La propia palabra «especismo» es una invención fantasiosa que asimila casi la totalidad de la humanidad a una jauría sedienta de sangre. La consonancia de la palabra con «racismo» y «sexismo», y su relativa proximidad a los argumentos contra estas dos manifestaciones del odio hacia otros, hacen que cueste mucho someterla a la crítica: quien se alce contra el especismo se expondrá a ser llamado racista o sexista, ya que las tres luchas se presentan como «interconectadas», convergentes a juicio de los antiespecistas.

El neologismo «antiespecismo», que se ha propagado en Occidente en los últimos cuarenta años, solo ha obtenido un amplio eco en fechas recientes: en Francia, el diccionario Robert lo incorporó en 2017, y el Larousse en 2019. Los antiespecistas no se consideran a sí mismos ideólogos, sino deconstruccionistas en lucha contra una supuesta ideología que en realidad han creado ellos mismos. Para Peter Singer, el hecho de comer carne es también una «ideología de nuestra especie»[19] enraizada en «prejuicios milenarios»[20]. El filósofo australiano denuncia incluso «los camuflajes ideológicos de prácticas al servicio de intereses egoístas»[21]. Con este tipo de argumento, ¿cómo no asimilar cualquier comportamiento humano (el deseo que otra persona siente, las ganas de gozar de buena salud, la voluntad de desplazarse libremente, etcétera) como «un prejuicio egoísta»? ¿Dónde termina la legítima deconstrucción de comportamientos reprensibles y donde empieza la voladura de los cimientos, la culpabilización desmesurada, la negación de la realidad?

 

Estamos asistiendo a un vuelco sin igual de los valores ligados a nuestra relación con los animales que afecta incluso a la definición de las palabras. Aunque hasta Élisabeth de Fontenay, por lo demás muy comprometida en favor de la causa animal, califique la tesis de Singer de «verdaderamente extremista»[22], el diccionario Robert no parece haberle tomado la medida a la distorsión operada por los antiespecistas para imponer su ideología. Así, en la definición que el diccionario propone para los dos términos, es el término «especismo» el que es calificado como «ideología», mientras que del «antiespecismo» se dice meramente que es una «visión del mundo que recusa, oponiéndose al especismo, la noción de jerarquía entre las especies animales». ¡El mundo al revés! Hoy en día, son los omnívoros los que son conminados a justificar sus comportamientos, mientras los profesionales son atacados repetidamente por activistas enfurecidos. En un comunicado publicado a finales de junio de 2018, dieciocho mil carniceros y charcuteros franceses reclamaban la protección de las autoridades frente a adversarios cada vez más «violentos»[23].

En su libro sobre etnología de los activistas antiespecistas, publicado en 2013, Catherine-Marie Dubreuil subrayaba hasta qué punto los veganos estaban intelectualmente convencidos y eran hostiles a cualquier cuestionamiento de sus ideales. «El tono que emplean es el propio de quienes se creen irrefutables», decía[24]. Y con razón: Liberación animal de Peter Singer aspira a proporcionar, llave en mano, un sistema filosófico hermético a cualquier contradicción. Para los antiespecistas, este libro hace las veces de la Biblia, añade Catherine-Marie Dubreuil: «La posición de Peter Singer ha influenciado a los activistas franceses que, mimetizándose, se escudan en los mismos argumentos, casi palabra por palabra»[25].

Aparte de esgrimir neologismos, los antiespecistas proponen también modificar el sentido de las palabras corrientes. El lenguaje debe ser purgado de su prisma «especista»: matar a un animal para consumir su carne pasará a ser un «asesinato alimentario»[26], inseminar una vaca representará «una violación»[27]. Lo cual significa, concretamente, que los ganaderos y los veterinarios en activo deberían comparecer ante un tribunal acusados de violación en grupo; y los consumidores deberían comparecer también acusados de asesinato.

Nadie ha mostrado mejor que George Orwell que las ideologías comienzan precisamente con la invención de una neolengua. Su distópica novela 1984 arrojó luz hace tiempo sobre una de las caras del siglo XX, tanto desde el prisma totalitario más sangriento como de los neologismos embrutecedores de un capitalismo que nada parece detener. Casi tres siglos antes que Orwell, el filósofo británico John Locke ya había pensado sobre la cuestión de la relación entre las palabras y el poder. En su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke reflexionaba sobre el nacimiento de lenguaje y sobre su «imperfección» intrínseca. No obstante, un útil de comunicación que permite conectar a los seres humanos entre sí, el lenguaje, no puede ser modificado a demanda:

El empleo común regula bastante bien el significado de las palabras para la conversación ordinaria […] Nadie tiene derecho a establecer el significado preciso de las palabras, ni a determinar qué ideas debe cada uno relacionar con esas palabras[28].

Locke estima en cualquier caso que en filosofía —y solamente en ese ámbito— es necesaria una definición precisa de las palabras, para paliar la imperfección de los términos más complejos. Es a este ejercicio al que se entrega la filósofa francesa Corine Pelluchon en Tu ne tueras point[29] [No matarás], a propósito del asesinato. Allí explica por qué el término «asesinato» no puede aplicarse a los animales. Según esta especialista en Emmanuel Lévinas, falta en la noción de «asesinato alimentario» la idea de «transgresión». La transgresión no existe en tanto en cuanto la estructura del asesinato pone en relación especies diferentes. «La esencia del asesinato está en la voluntad de un individuo de suprimir a otra persona por no querer verle ni oírle más, para arrebatarle su vida y eliminarlo del mundo», apunta Pelluchon. Sacrificar a un animal no implica la negación de otro en tanto que otro; matar a un animal no afirma nada. Dar muerte no es asesinar en todos los casos. La filósofa concluye pues que el asesinato alimentario no existe: «No puedo querer matar sino a mi prójimo»[30]. Autora de un Manifiesto animalista aparecido en 2017, esta experta en ética difícilmente será sospechosa de favoritismo antropocéntrico. Y es por eso que damos la bienvenida a su propuesta, a la vez atenta a la causa animal y respetuosa con los conceptos filosóficos, que hace frente a los excesos verbales de otros.

LA TRAMPA DE LOS EXPERIMENTOS MENTALES

Si abre una página al azar Liberación animal de Peter Singer, se encontrará probablemente con lo que se denomina, en ética aplicada, un «experimento mental». Un experimento mental es un tipo de cuestionamiento muy popular entre los filósofos anglosajones. Consiste en plantear un dilema ético (casi) imposible de resolver, a fin de mostrar la complejidad de lo que está en juego y, preferentemente, de contribuir a determinar nuevas normas. El ejemplo más conocido es el «dilema del tranvía», que ha vuelto a la palestra a propósito de los debates sobre los vehículos autónomos. Consiste en lo siguiente: un tranvía va lanzado por una avenida sobre sus raíles y un segmento, desgraciadamente, está en obras, de modo que si el conductor no interviene de inmediato, atropellará a los muchos trabajadores que están sobre la vía (que no lo ven venir); pero si hace descarrilar al tranvía para salvarlos matará accidentalmente a unos transeúntes que circulan en las inmediaciones de las vías. En tal situación hipotética, ¿qué debería escoger? ¿Matar a un gran número de obreros dejando que el trágico destino se cumpla, o cambiar la trayectoria del tranvía, matando en cambio a una familia que pasea por allí y se encuentra con la situación sin comerlo ni beberlo?

Peter Singer retoma este cuadro teórico y lo aplica a la ética animal. Desarrolla por ejemplo un experimento mental[31] cuya conclusión es la siguiente: si se nos pide escoger entre matar a un ser humano discapacitado y matar a un ser humano en plenas facultades, escogeremos la primera solución. Otro de sus experimentos mentales famosos, al que suelen aludir los antiespecistas, remite directamente al Holocausto. Si estuviésemos en un barco a punto de hundirse, con nazis y perros a bordo, y si hubiese que arrojar por la borda a un nazi o a un perro para mantener el barco a flote, ¿a quién escogeríamos sacrificar? Se nos sugiere que llevemos el experimento mental un paso más allá. Imaginemos ahora que hubiera que matar no a uno, sino a cien perros en lugar del nazi que, por cierto, habría liquidado a nuestra familia cinco minutos antes. ¿No preferiríamos arrojar al detestable nazi por la borda, en vez de a los adorables perritos? Evidentemente, con este tipo de razonamientos, cualquiera terminará prefiriendo matar al nazi (es decir, a un ser humano) antes que al animal. El experimento mental, por naturaleza modulable, permite «jugar» con las variables, lo cual enturbia por completo los puntos de referencia éticos. El recurso a este tipo de razonamientos aspira a demostrar que, en el fondo, no existe una diferencia de naturaleza entre los seres humanos y los animales, solamente una diferencia de grado, y esto mismo en cuanto al más carnívoro entre nosotros. ¡Acuérdese, al final eligió matar a un nazi antes que a un perro!

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