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El futuro después del covid-19

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Por último, estamos convencidos que parte fundamental del Pacto Ecosocial y Económico es el reconocimiento legal de los Derechos de la Naturaleza, en otras palabras, los seres humanos debemos admitir a la Naturaleza como sujeto de derecho (y no como un mero objeto) con la cual debemos convivir armónicamente, respetar sus ritmos y capacidades.

Necesitamos reconciliarnos con la naturaleza, reconstruir con ella y con nosotros mismos un vínculo de vida y no de destrucción. Nadie dice que será fácil pero tampoco es imposible. Pero no nos engañemos: el “retorno a la normalidad” es el retorno a las falsas soluciones. Tampoco “volver a crecer como antes” es la salida. Solo podría conducir a más colapso ecosistémico, a más desigualdades, a más capitalismo del caos. Con todo lo horroroso que ha traído la pandemia, es cierto también que estamos ante un portal: el debate y la instalación de una agenda de transición justa por la vía de un Gran Pacto Ecosocial y Económico puede convertirse en una bandera para combatir el pensamiento neoliberal -hoy replegado-, neutralizar las visiones colapsistas y distópicas dominantes y vencer la persistente ceguera epistémica de tantos progresismos desarrollistas, que privilegian la lógica del crecimiento económico así como la explotación y mercantilización de los bienes naturales.

La apuesta es construir una verdadera agenda nacional y global, con una batería de políticas públicas, orientadas hacia la transición justa, que requieren de la participación y la imaginación popular, así como de la interseccionalidad entre nuevas y viejas luchas, sociales e interculturales, feministas y ecologistas. Esto plantea sin duda, no solo la profundización y debate sobre todos estos temas, que hemos intentado presentar de modo sumario aquí, sino también la construcción de un diálogo Norte-Sur; Centro/Periferia, sobre nuevas bases geopolíticas, con quienes están pensando en un Green New Deal, a partir de una nueva redefinición del multilateralismo en clave de solidaridad e igualdad.

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Texto publicado en Revista Anfibia. Abril 2020. Disponible en: www.revistaanfibia.com

Maristella Svampa es Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y Doctora en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París. Actualmente vive en Buenos Aires y es investigadora Superior del Conicet y Profesora Titular de la Universidad Nacional de La Plata. Ha recibido varios premios y reconocimientos, entre los cuales se destacan el Premio Kónex de platino en Sociología (2016) y el Premio Nacional de Ensayo Sociológico por su libro Debates latinoamericanos. Indianismo, Desarrollo, Dependencia y Populismo (2018). Enrique Viale es abogado con estudios de posgrado en Derecho Ambiental. Consultor y especialista en Política y Legislación Ambiental. En el año 2004 fundó la Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas (AAdeAA). Se desempeña como abogado litigante en numerosas causas por daño y recomposición ambiental. Es autor de diversos libros y artículos especializados en Desarrollo, Política, Derecho y Justicia Ambiental publicados en el país y en el extranjero.

[1] Ver: https://ingresociudadano.com.ar/archivos/579

[2] Ver: https://www.lanacion.com.ar/opinion/columnistas/la-decadencia-argentina-paradoja-inclusion-nid2346386

[3] Ver: https://www.sinpermiso.info/textos/situacion-de-la-economia-mundial-al-principio-de-la-gran-recesion-covid-19-referencias-historicas

[4] Ver: http://revistaanfibia.com/cronica/las-nuevas-pandemias-del-planeta-devastado/

[5] Ver: https://www.sinpermiso.info/textos/el-avance-del-consenso-del-fracking

Geopolítica del coronavirus

Por Helena Carreiras y Andrés Malamud

Desmenucemos tres cuestiones sobre el mundo que viene: las nuevas amenazas, la crisis de las organizaciones internacionales y el papel de los estados.

A nuevas amenazas, nuevas estrategias

Las cuestiones de política internacional suelen dividirse en alta y baja política. La alta política hace a la supervivencia y seguridad de los estados; la baja política, a todo lo demás (como el comercio y la cultura). Esporádicamente, algunos temas de baja política cobran relevancia estratégica y pasan a considerarse de alta política, en un proceso llamado “securitización”. La pandemia vino a transformar a la salud pública en un área de alta política. Sin embargo, en contraste con amenazas clásicas como la militar, la protección contra las pandemias no requiere ejercer poder sobre otros estados, sino con otros estados. La salud pública no es un bien privado, público ni de club, sino de red.

Los bienes privados son aquellos que un estado posee en exclusividad y de cuyo uso puede excluir a terceros. Un ejemplo es un portaviones nuclear.

Los bienes públicos son aquellos que un grupo de estados produce, pero de cuyo uso no puede excluir a terceros. Ejemplos son las regulaciones marítimas y la estabilidad financiera internacional. Los bienes públicos generan incentivos para la defección (es decir, a no pagar por el bien porque igual se lo disfruta). Para esto hay dos respuestas: una consiste en monitorear y sancionar la defección; la otra, en aceptarla. Sancionarla requiere autoridad, aceptarla requiere liderazgo. El liderazgo consiste en la decisión de un país o grupo de países de pagar un costo desproporcionado (pero aun así conveniente) por la producción del bien público. Estados Unidos cumplió este rol hasta hace poco, pero ya no.

Los bienes de club son aquellos que un grupo de estados posee en exclusividad y de cuyo uso puede excluir a terceros. Un ejemplo son las organizaciones regionales, que pueden financiar políticas redistributivas o defender exclusivamente a sus miembros (como la Unión Europea o la OTAN). Pertenecer tiene sus privilegios.

Los bienes de red son aquellos cuya utilidad aumenta con su difusión: cuantos más usuarios lo tengan, mejor para todos. El ejemplo más candente son las vacunas y la inmunización en general. A los países no les resulta indiferente si los demás están sanos: les conviene que lo estén, sea por razones sanitarias o económicas.

Y si el objetivo es que todos tengan algo, la estrategia apropiada es la cooperación y no la competencia. Las nuevas amenazas son “males de red”, cuya capacidad de daño aumenta con su difusión. No habiendo liderazgo internacional claro, contrarrestarlas exige cooperar en red más que en clubes.

La crisis de las organizaciones internacionales

El efecto paradójico de la pandemia es que, aunque su superación requiere la cooperación internacional, su combate inmediato incita al aislamiento nacional. El impacto de estos incentivos cruzados sobre las organizaciones internacionales fue asimétrico: aunque casi ninguna estuvo a la altura, las organizaciones políticas respondieron peor que las funcionales. Así, las Naciones Unidas (ONU) casi no cumplieron ningún papel, mientras la Organización Mundial de la Salud (OMS) se constituyó en referencia para buena parte de los estados. A nivel regional ocurrió algo similar: mientras la respuesta de los órganos políticos de la Unión Europea (UE), la Comisión y el Consejo, fue controvertida e insuficiente, la del Banco Central Europeo (BCE) fue inicialmente defectuosa pero luego corregida. Y es del BCE, en última instancia, que depende la supervivencia del euro, cuya implosión podría ser la secuela más mortífera del coronavirus.

Dos enseñanzas se desprenden de esta experiencia. La primera es que la cooperación funcional o técnica se ha demostrado más útil y más efectiva que la cooperación política. Esto es relevante para América Latina, donde la cooperación política ha aplastado a la funcional. Instituciones como el BID y la CAF serán mucho más relevantes para la reconstrucción post-pandemia que la CELAC o la OEA. La segunda enseñanza es que el desacople entre política y función podría dar lugar a una globalización desacoplada, en que las esferas de influencia de Estados Unidos y China no están separadas por alineamientos ideológicos, estratégicos o económicos sino regulatorios, con estándares técnicos y desarrollos tecnológicos parcialmente incompatibles. Podemos estar camino a un mundo dividido no entre liberalismo y comunismo sino entre “Mac y PC”, en el que quedar afuera o jugar al medio no sea una opción. Y la elección de cualquiera de los polos tiene un costo, porque Estados Unidos seguirá controlando la divisa global mientras China definirá precios y decidirá inversiones.

El papel de los estados

La pandemia no afecta a todos por igual, porque el contexto local bifurca los impactos globales. Los países desarrollados enfrentan una doble crisis: sanitaria y económica. Pero la crisis en los países subdesarrollados es triple: sanitaria, económica y social. La informalidad de los mercados laborales y la precariedad de los estados de bienestar multiplican las penurias y dificultan las respuestas. Aunque la respuesta a la emergencia requiere más estado, las capacidades estatales no se construyen de apuro. El estado no necesariamente te cuida, también te mata –por acción cuando es totalitario, por omisión cuando es débil-.

 

La pandemia va a incentivar el fortalecimiento del poder estatal, pero lo hay de dos tipos: el despótico y el infraestructural. El poder despótico es la capacidad del estado para actuar coactivamente sin restricciones legales o constitucionales.

El poder infraestructural es su capacidad de penetrar en la sociedad y organizar las relaciones sociales. De nuevo, es la distinción entre el poder “sobre” otros y el poder “con” otros. Los estados más efectivos serán los que antes inmunicen a su población (o aprendan a convivir con el virus) y le permitan volver a trabajar, no los que la mantengan encerrada. El retorno del estado no implica necesariamente el retorno del nacionalismo. El estado es un instrumento (de acción colectiva), la nación es un sentimiento (de pertenencia colectiva). La efectividad del estado es independiente de la emotividad excluyente del nacionalismo –aunque la emotividad no excluyente del patriotismo sea siempre bienvenida-.

La pandemia vino a reforzar el poder de los estados al mismo tiempo que aumentaba su interdependencia. ¿Cómo se puede ser más fuerte y más dependiente a la vez? Tal es la paradoja de la interdependencia: la capacidad de un estado no se incrementa con el aislamiento sino con la gestión inteligente de los flujos con el exterior, sobre todo de los bienes de red (“poder con otros”).

Las amenazas del futuro incluyen la rivalidad geopolítica y la competencia tecnológica: sin cooperación sino-americana, las perspectivas del mundo que viene son sombrías. Porque las necesidades del futuro incluyen mejores capacidades estatales, menos nacionalismo y más cooperación internacional funcional: científica, sanitaria y financiera. Y, quizás, más democracia –pero éste es un juicio normativo-.

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Helena Carreiras es decana y profesora de la Escuela de Sociología y Políticas Públicas del Instituto Universitario de Lisboa (ISCTE-IUL) e investigadora del Centro de Investigación y Estudios de Sociología (CIES-IUL) de la misma institución. En 2019 se convirtió en la primera mujer en asumir la Dirección del Instituto de Defensa Nacional de Portugal. Andrés Malamud nació en Olavarría. Es licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires y doctorado en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, Italia. Fue investigador invitado del Departamento de Gobierno y Política de la Universidad de Maryland, College Park, Estados Unidos; y del Instituto Max Planck de Derecho Público Comparado y Derecho Internacional de Heidelberg, Alemania. Actualmente es investigador principal en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa.

Depende de nosotros

Por Beatriz Sarlo

Discurrir hoy sobre el futuro puede ser producto de un ciego optimismo, de un pesimismo convencido de sus visiones o, simplemente, de una divagación. En verdad, no elegiría ninguna de estas tres posiciones. Nunca he sido pesimista; nunca he sido optimista, excepto en un tramo de mi juventud revolucionaria; y las divagaciones no son mi fuerte, pese a lo que otros puedan opinar con entero derecho.

Siempre que me creí capaz de predecir algo sobre el futuro, me equivoqué. Confié en la llegada próxima e inevitable de la revolución; confié en que el regreso de Perón movilizaría unas fuerzas y controlaría otras; confié en lo que, a fin de los años 1960, se llamó el sindicalismo clasista; confié en la omnipotencia de las ideologías; confié en la productividad del conflicto no simplemente como dimensión inevitable de la escena democrática, sino como el mejor modo de tramitar las diferencias sociales y políticas. Hoy siento que se han debilitado esas confianzas o que se han convertido en testimonios de una historia que yo no comprendía, porque pedía que los hechos se ajustaran con mayor disciplina a mis esquemas y deseos.

El tema, sobre el que se nos pide una opinión, es el futuro después de la pandemia. Me pregunto, en primer lugar, cuándo comienza un futuro que no sea una repetición mejorada o peor que el presente. Me pregunto en qué momento se traza una línea para calificar al tiempo como futuro y no como reiteración de lo que llamamos “ahora”. Sobre ese tiempo, que ignoro cuándo tendrá su comienzo, habría que hacer otra aclaración: si nos referimos al futuro inmediato, digamos las primeras semanas o los primeros meses, o nos referimos a un horizonte hecho de pintorescas o eruditas imágenes y también de audaces o imprecisas predicciones. Pensar no excluye imaginar, pero solo imaginar no consolida hipótesis.

Me interesa el futuro inmediato, por la sencilla razón de que, si hay futuro, esa será la primera etapa, que habrá que superar para demostrarnos que se puede entrar en la segunda, y así sucesivamente. El futuro no es un simple instante de tiempo, sino que implica una idea de continuidad entre etapas diferentes.

La primera: liberados del enclaustramiento y las separaciones forzosas, quizá grupos cuantitativamente importantes se prodigarán en los contactos próximos, los amontonamientos sentimentales y amistosos, que ahora la pandemia ha vuelto peligrosos e indeseables. Todo dependerá en ese caso de las regulaciones que el gobierno imponga con la fuerza que, si es preciso, debe ejercer para que se cumplan. Si el futuro inmediato es un festival de contactos, no tendremos ninguna seguridad de que será posible evitar una recaída, un regreso del virus después de su circunstancial derrota.

Hoy mismo, a tres semanas del enclaustramiento, estoy escuchando diferentes sonidos en la calle y viendo más gente, como si el paso de los días fuera un principio de cura. Se sabe que el enclaustramiento es muy difícil tanto para los jóvenes como para los viejos. Y a propósito, mejoremos nuestro discurso: ¿no sería posible que se dejara de llamar “abuelos” a los viejos? Esa palabra, de resonancia estrechamente familiar, suena como si a las mujeres, desde la edad de procrear, se las llamara madres. Hay muchos viejos que no quisieron ser padres ni madres y por lo tanto no les parece exacto un apelativo que los convierte en abuelos. El futuro que espero deberá ser cuidadoso con esos usos vulgares de la lengua, que hoy se condenan en el caso de las mujeres, pero que persisten para los viejos. Es un detalle, pero todos los que nos ocupamos del lenguaje sabemos que el detalle es probablemente lo más significativo de una interpelación. Baste mencionar el ejemplo histórico del peronismo, que instaló al sujeto político “descamisado”.

Bien, en ese futuro inmediato, son prioridad los que más padecieron durante los meses de la peste: los que sufrieron hambre, en primer lugar; los chicos y chicas que no tuvieron escuela, en segundo; los que sufrieron dolencias que fueron desatendidas porque el sistema de salud estaba razonablemente concentrado en la pandemia; las adolescentes embarazadas y solas o con hijos pequeños; las mujeres sometidas a la violencia.

En ese futuro inmediato se deberán restablecer los accesos a servicios de educación y de salud que concentraron sus capacidades y esfuerzos en el virus. Quienes perdieron el espacio de la escuela, sin otros reemplazos, son los más pobres, y los que más necesitan. La educación por las redes no equivale a la presencia comunitaria de los maestros y profesores, sobre todo para los chicos y jóvenes cuyas familias, por carencia y marginación, no pueden ni desempeñarse eficazmente como reemplazo, ni completar los vacíos metodológicos que las redes, aunque parezcan mágicas, abren. Así quedan subrayadas, una vez más, las diferencias sociales y culturales, porque las redes no son una máquina de distribución equitativa. Como al mercado, cada uno entra en ellas con lo que trae de otra parte. Es evidente que el aula virtual funciona de un modo en los hogares donde, antes, otras aulas no virtuales han ejercido su influencia sobre los adultos. Lo virtual puede ser despiadadamente antiigualitario, como cualquier otro sistema simbólico.

Será también necesario atender la seguridad, que no afecta tanto a los pudientes como a los más pobres, a los vecinos de barrios carenciados y a los que viven en los extremos precariamente urbanizados de las ciudades. El futuro inmediato debe hacerse cargo de esos hombres y mujeres: volver a poner en marcha lo que antes de la pandemia funcionaba, aunque funcionara con baches y deficiencias. Sabemos lo que cuesta poner en funcionamiento algo que se paró de repente, porque una máquina, que funcionaba quizá de modo inadecuado o incompleto, se frenó en seco. Empezar de nuevo.

Este es el futuro inmediato, un tiempo de corta duración, porque está cargado de tareas y probablemente no tenga los medios para realizarlas. De la resolución de estas cuestiones dependerá todo lo que concierne no a las próximas semanas ni a los próximos meses, sino a lo que en verdad podrá llamarse futuro porque habremos salido de la coyuntura urgente.

En cuanto a esta segunda etapa, es decir el futuro después de los primeros pasos que comienzan en el presente, los optimistas creen que puede ser un punto de partida y sería estupendo que lo fuera. Pero un punto de partida exige condiciones previas. La primera es económica; ignoro cuál va a ser la situación argentina en ese momento futuro. Solo tengo preguntas: ¿se lanzarán las empresas a producir o estarán débiles o paralizadas por falta de dinero para las inversiones necesarias? Si es cierto que están endeudándose o deberán endeudarse fuertemente para pagar los sueldos durante la pandemia, ¿cuál será su resto? ¿Cuánto podrá el estado contribuir a través de créditos para financiar un renacimiento económico? ¿La deuda argentina volverá a estar en primer plano o contribuirá a desplazarla de allí el jubileo siniestro pero en última instancia beneficioso de la pandemia? No tengo respuestas para estas preguntas, pero estoy convencida de que las respuestas son necesarias para definir una imagen sobre el futuro que no sea simplemente voluntarista.

Sobre aquello que puedo conocer un poco más, tengo diferencias con el optimismo que convierte a la pandemia en un gran aprendizaje nacional. Para que ese aprendizaje fuera posible deberíamos estar de acuerdo sobre aquello que la pandemia deja como balance. No simplemente sobre el sufrimiento, ya que nadie puede sensatamente discutir sobre el sufrimiento, sino sobre la posibilidad de que el miedo deje como resultado una lección valiosa.

Para que una lección sea impartida y escuchada son necesarias voces autorizadas intelectual y moralmente que expliquen razones, las conviertan en mensajes aprensibles, que, finalmente circulen como consignas.

Se necesita un pensamiento sobre el pasado que se dedique no solo a los días transcurridos bajo el imperio del miedo, sino antes, cuando muchos rasgos de la realidad social nos avisaban que éramos débiles en varios flancos, no solo en el que atacó sorpresiva e imprevisiblemente la pandemia.

Pero eso no es todo. Es necesaria la voz a la que se reconozca esa capacidad de síntesis sobre el sufrimiento pretérito y el futuro que habrá que construirse. No me refiero al cansado y cansador tema del gran acuerdo, sino a un debate que, eventualmente, resulte en acuerdos parciales, sectoriales, regionales, que, aunque no borren las diferencias, permitan negociarlas y, si es posible, sintetizarlas (una síntesis más difícil que la hegeliana). Un gran acuerdo no consiste solamente en los puntos elementales en los que acordarían tirios y troyanos: necesitamos empleos, necesitamos salarios, necesitamos producir, necesitamos exportar. Exportábamos a raja cincha durante el conflicto con el campo del año 2008, lo cual no impidió enfrentamientos, provocaciones, insultos, cortes de ruta y nuevos antagonistas.

Los acuerdos son muy difíciles, porque suponen que alguien resigna una parte de lo que le ha tocado en suerte y, muchas veces, esos afortunados no están moralmente educados para resignar lo que obtuvieron en repartos anteriores de los ingresos, las tierras, los bienes simbólicos, o su propio trabajo, del que tienen la convicción que debe repartirse lo menos posible. Nadie está dispuesto a considerar, ni siquiera como hipótesis, que la riqueza nacional es un bien común colectivo, y que los impuestos deberían repartirla de modo más equitativo.

En este sentido, expreso mi deseo. Lo mejor que puede aportar el futuro de la pandemia es una reforma impositiva, con un acento puesto sobre los bienes personales. Los empresarios pagarán más si son ricos, no si sus empresas son prósperas e invierten productivamente sus ganancias. Si la pandemia nos convierte en un país impositivamente más justo, podremos decir que hemos vencido y que habrá un futuro.

 

Todo depende de nosotros. Debemos eso a los muertos y a quienes están sufriendo.

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Beatriz Sarlo nació en Buenos Aires el 29 de marzo de 1942. Formada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires -donde fue docente desde 1983 hasta 2003- esescritora, ensayista y crítica literaria. Ganó el Premio Konex de Platino, la Beca Guggenheim y el Premio Pluma de Honor de la Academia Nacional de Periodismo de la Argentina, entre otros. También dictó cursos en las universidades de Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota.