Za darmo

El futuro después del covid-19

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Violencia de Género: ¿La otra pandemia?

Por Diana Maffía

En junio de 2013, la Organización Mundial de la Salud alertó que la violencia contra las mujeres afectaba al 35% de la población mundial. El informe “Estimaciones mundiales y regionales de la violencia contra la mujer: prevalencia y efectos de la violencia conyugal y de la violencia sexual no conyugal en la salud” (primer estudio sistemático de los datos mundiales sobre la prevalencia de la violencia contra las mujeres, ejercida tanto por la pareja como por otras personas) detallaba su impacto sobre la salud física y mental de mujeres y niñas. Este impacto puede ir desde huesos rotos hasta complicaciones vinculadas a embarazos, problemas mentales y un deterioro en el funcionamiento social. La entonces directora de la OMS, Margaret Chan, señaló: “Estos hallazgos envían un mensaje poderoso: que la violencia contra las mujeres es un problema de salud mundial de proporciones epidémicas”.

Las mujeres ya lo sabíamos. Llevábamos décadas reclamando a los organismos de Derechos Humanos que contemplaran este tipo de violencia, sin éxito. Un tercio de las mujeres experimentaron o experimentan en sus vidas situaciones de violencia interpersonal y sexual, principalmente con sus parejas o ex parejas u otros familiares convivientes, y finalmente hoy la reconoce Naciones Unidas como una pandemia mundial. Pero ¿podemos hablar de una pandemia, cuando no se trata de una enfermedad ni de un agente externo, sino de la propia estructura política y cultura patriarcal? Esa estructura y esa cultura define tanto lo público como lo privado. El lugar de mayor riesgo, como ya ha sido largamente establecido, es el propio hogar; y el victimario más probable, la propia pareja con la que se convive o se sostiene una relación amorosa. Eso la convierte en un desafío para la intervención del Estado mediante políticas públicas.

Y es que el Estado Moderno, desde su surgimiento, ha hecho un doble desplazamiento: al separar el ámbito público del privado, reserva el alcance de las intervenciones políticas a lo público y deja el ámbito privado fuera de su injerencia. Y en segundo lugar, segrega a las mujeres a tareas domésticas y de cuidado, desplazándolas al ámbito privado sin protección estatal. Si en el ámbito público el Estado se compromete a garantizar derechos e intervenir para producir igualdad, en el ámbito privado la institucionalidad de la Familia (nuclear, preservadora de la legitimidad de los hijos y la herencia) queda fuera de su alcance y conserva las relaciones “naturales” de poder de los varones hacia mujeres y niños/as.

Hasta finales del siglo XX, una de las mayores barreras para la intervención estatal en casos de violencia y abuso intrafamiliar era la idea institucionalizada de que esa intervención invadiría la “privacidad” en la que puertas adentro los sujetos no debían ser vigilados. A las mujeres que realizaban denuncias se les decía que debían resolverlo puertas adentro, cuando precisamente puertas adentro era su calvario. El hecho de que los espacios de intervención, legislación y justicia estuvieran casi exclusivamente en manos de varones, que las propias instituciones no hubieran incluido mujeres en su diseño, obstaculizaba la comprensión de la experiencia de una vida permanentemente amenazada por la violencia. En nuestro país, la Ley de Cupo en 1991 fue una medida de acción positiva destinada a incluir a las mujeres en el “contrato social”, incluirlas en la ciudadanía más allá del voto. Su primera aplicación fue en la reforma de la Constitución en 1994, y produjo el relevante resultado de incluir los derechos de las mujeres como derechos humanos. A partir de allí, es obligación del Estado asegurar a las mujeres una vida libre de violencia.

Las desigualdades entre varones y mujeres en todas las sociedades son estadísticamente comprobables. En América Latina, la CEPAL tiene un Observatorio de Igualdad de Género que produce informes estadísticos en todas las áreas de la vida social. Esas cifras, y las producidas por nuestro propio país, deberían ser (junto al marco de Derechos Humanos) el parámetro de intervención de toda política pública.

Sin embargo, hemos avanzado en crear áreas de gobierno específicas, actualmente en el mayor nivel público con un Ministerio propio, pero no hemos avanzado en la transversalidad de género marcada por la Plataforma de Beijing hace ya 25 años. Por su extrema gravedad, pero también por falta de formación teórica, se sigue pensando que aplicar una perspectiva de género al gobierno es ocuparse exclusivamente de las mujeres como víctimas de violencia. Es decir, una política focal en uno de los problemas que nos afectan, pero que resulta agravado por las desigualdades en el acceso a la educación, al trabajo, a la vivienda, al crédito, a la salud (sobre todo sexual y reproductiva) y a espacios valorados de la vida pública.

Cuando con velocidad planetaria una pandemia azota a toda la humanidad, lo hace sobre este trasfondo de desigualdad. Cuando nos conmina a defender la vida quedándonos en nuestras casas, lo hace sobre este tercio de mujeres para las que esto significa convivir con su verdugo y con quien azota de muchas maneras a ella y sus hijxs. La violencia estructural del Estado la confina al peor lugar de riesgo. Y a ellas les pedimos, además, que protejan a su familia, que mantengan desinfectada la casa, que aseguren la higiene, que acompañe en la escolaridad virtual a sus hijos e hijas.

Sumada a muchas condiciones de marginalidad (la pobreza, la condición de calle, la condición de disidencia de género, la condición de prostitución, la desocupación o informalidad del trabajo) las mujeres llevan vidas precarias. Y es desde esa precariedad que deben resolver cotidianamente la incertidumbre. Se les pide lo más a quienes se les ha garantizado lo menos.

Según los registros oficiales, la violencia doméstica y los femicidios han recrudecido en cuarentena. En las primeras semanas llevábamos más víctimas de femicidio que de coronavirus, pero eran menos noticia. No hay en toda la sociedad la empatía hacia las acciones colectivas que nos permitirían defendernos como comunidad de esta “otra pandemia”. Las funcionarias responsables han redoblado esfuerzos y mecanismos de denuncia que puedan ser eficaces en contexto de encierro, alarmas que puedan activarse para permitir la intervención a tiempo en vidas cruzadas por la amenaza constante. Amenazas cuya gravedad y probabilidad de cumplimiento muchas veces no son registradas por quienes reciben las denuncias al establecer el nivel de riesgo, o por quienes desde la justicia deciden las medidas cautelares oportunas y su urgencia.

En el Informe de Femicidios y Travesticidios / Transfemicidios del 2019, la corte Suprema de Justicia de la Nación consignó 278 víctimas letales. En 99 de estas víctimas, constaban hechos anteriores de violencia; 41 habían hecho denuncias previas y 24 tenían medidas de protección vigentes. Sin embargo, todas terminaron muertas.

Podríamos pensar positivamente que el aislamiento social obligatorio permitirá a quienes conviven con mujeres apreciar el esfuerzo de la tarea cotidiana, y quizás aprender a compartirlo. Que es una oportunidad para hacer de la convivencia forzada con los hijos e hijas una ocasión de cuidado alternado y expresión de afecto. Hay comunicaciones gubernamentales y hasta publicidades que alientan a que esto ocurra. Pero la idea patriarcal de que corresponden a las mujeres estas funciones, el valor vigente de que hacer tareas de mujeres afecta el reconocimiento entre pares y la virilidad de los hombres, y el no menos dañino estereotipo de que la función de ellos es sostener económicamente la familia, probablemente obstaculicen ese efecto reflexivo. Un hombre que no puede (por desocupación o por inmovilización en cuarentena) cumplir esa función “masculina” del sostén económico, muy probablemente restaurará su autoridad a la fuerza y hará recrudecer la violencia mucho antes que flexibilizar los roles.

Es difícil en momentos de tanta incertidumbre trazar un escenario posible para el fin de la cuarentena. Lo que se vislumbra es un paulatino retorno a funciones necesarias para la vida en común, y probablemente algunas restricciones tarden mucho en restaurarse o quizás ni siquiera lo hagan. Las dimensiones de la injusticia distributiva, la desproporcionada concentración urbana, el desmantelamiento de áreas imprescindibles del Estado, la poca atención a la degradación del medio ambiente, la cada vez más difícil inclusión en el trabajo y la enajenación de los recursos naturales, es deseable que no vuelvan a su condición anterior.

La centralidad de las áreas de salud y educación como política pública es de esperar que no se pierda. La imposibilidad de contar con valores como la “solidaridad” por parte del capital financiero es una lección que no debería olvidarse. La visibilidad de que las tareas domésticas y de cuidado, lejos de ser expresiones de amor, son un arduo trabajo que se delega injustamente en las mujeres debería ser atendido centralmente como política pública.

Lo cierto es que, ante la pandemia, han quedado a la intemperie y bien visibles las condiciones que hacen de la ciudadanía (como ejercicio de derechos) una carrera de obstáculos y un valor muy alejado de las vidas de muchas personas. Los ancianos y ancianas, las personas en situación de calle, quienes viven de changas, quienes dan las mayores fuentes de trabajo en pequeñas empresas ahogadas de impuestos y sin ayuda del Estado, los niños y niñas, las identidades travestis y trans. Esa lucidez debería mantenerse para marcar las prioridades de intervención y modificar positivamente las desigualdades de origen que aumentan los riesgos de sufrir las consecuencias de una violencia de género que la indiferencia pública agrava injustamente.

 

El femicidio, la violación, la violencia de género no son enfermedades. Están extendidas de modo amenazante sobre todas las mujeres y sexualidades disidentes como contracara de los privilegios de quienes detentan las condiciones de poder hegemónico. Es por eso que las feministas decimos que los violentos no son enfermos, son hijos sanos del patriarcado.

• • • • • •

Diana Maffía es Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y Directora del Observatorio de Género en la Justicia, del Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires. Es Profesora de «Gnoseología» de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) y de «Epistemología feminista» en la Maestría de Estudios de Género de la Universidad de Rosario. Investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires, donde dirige un programa sobre «Construcción de ciudadanía de las mujeres y otros grupos subalternos». Ha sido diputada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Miembro del Consejo Académico del Centro de Formación Judicial del Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires, Defensora adjunta del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires y directora académica del Instituto Hannah Arendt, de formación cultural y política, desde su creación en 2004 y hasta el año 2008.

Pensar todo de nuevo

Por Andrea Giunta

El mundo del arte se ha detenido. Aunque sigue activo en las redes, todas sus agendas públicas se encuentran canceladas. Al tiempo que se anunciaban las medidas para aplanar la curva de la pandemia, e incluso en forma anticipada a la cuarentena establecida en gran parte del planeta, los circuitos que organizan sus formas de comunicación se paralizaron. Se suspendieron las bienales, las ferias de arte. Los museos cerraron sus puertas. Los eventos internacionales, con artistas, curadores y públicos desplazándose entre distintas partes del planeta no retornarán en lo inmediato. En el extraño efecto que se produjo en los primeros días, la suspensión anticipada en las actividades de los museos fue, incluso, un dato positivo para competir en términos de responsabilidad institucional. Puertas adentro las instituciones del arte siguieron montando las exposiciones que esperan tener listas cuando se reabran los espacios públicos. El fantasma es la parálisis.

Las consecuencias del cese de actividades todavía no pueden evaluarse en las instituciones del arte argentino. Desde Nueva York la revista Hyperallergic comunicó que el Museo de Arte Moderno canceló los contratos de todo el personal educativo. En tanto, en la misma ciudad, el Museo Whitney anticipó que ahora, más que nunca, precisa del equipo educativo. Los recortes se harán en otras áreas. Muchos museos de Buenos Aires multiplicaron las actividades online. Videos,

análisis de obras, libros para colorear a partir de las imágenes de su colección. Es probable que, si se sostiene en el tiempo, la digitalización del arte forme hábitos nuevos. Por el momento, sorprende que hayan sido liberados materiales a los que hace un mes solo podía accederse con un password, o que no podían exhibirse sin pagar derechos. Las instituciones están contribuyendo poderosamente a la ola democratizadora de contenidos en soportes digitales. Paradójicamente, es tanto lo que hoy se nos ofrece que precisaríamos otras vidas para ver todo lo que nos interesa.

Los escenarios que organizan el mundo del arte –museos, fundaciones, subastas, ferias, premios, revistas, estudios de artistas, bienales, seminarios de formación, residencias internacionales para artistas– buscan continuarse en plataformas virtuales. ArteBA sube las propuestas de las galerías a Artsy, la Bienal del Mercosur en Porto Alegre activa testimonios de los artistas invitados en Facebook e Instagram. Las universidades proponen clases online. Proveen materiales didácticos, textos, películas, imágenes, documentos. Son formas de mantener la idea de continuidad desde un aislamiento que, al mismo tiempo, demuestra la relevancia de las clases presenciales en las dinámicas de las relaciones recíprocas entre enseñanza y aprendizaje. El soporte digital se expone en sus posibilidades y en sus incompetencias. El entusiasmo por indagar otros soportes pedagógicos, otras formas de concebir el mercado o la exhibición del arte, se organiza desde un conjunto de fricciones. El paraíso de la tecnología no se replica en el terreno de los afectos. No es sencillo trasladar la bienal, la feria de arte, la universidad y el museo al espacio de la casa. Las iniciativas se mueven entre los discursos del entusiasmo y de la decepción. En definitiva, detrás de los contenidos digitales hay personas que tienen que afrontar una cotidianeidad que resta al concepto establecido de eficiencia. Los afectos, la familia, la urgencia de los cuidados y de nuestros propios sentimientos ante la pandemia, conspiran contra la administración del tiempo y los requerimientos de ver, pensar, diagramar, subir contenidos online siguiendo un cronograma preciso.

El mundo del arte es mucho más que la experiencia ante una obra o los contenidos que se difunden en la red. Sus circuitos actuales se desarrollan y expanden desde los años ochenta. Detrás del espectáculo mágico del museo, la feria del arte o la conferencia, existe una estructura que involucra sistemas de financiación y de administración insertos en el orden de la globalización. Los desplazamientos de las obras implican embalajes, seguros, préstamos, apertura de cajas, montaje, pagos de derechos de exhibición, trámites de aduana, viajes del personal de museos que verifica y audita cuestiones de temperatura, traslado y montaje de las obras. Una estructura inmensa se orquesta detrás de la presentación espectacular, limpia y luminosa de la exposición de arte. Los costos de las bienales se proyectan en relación con los precios que se establecen desde el funcionamiento del mercado de arte. Son costos exorbitantes. Resulta cada vez más difícil concebir exposiciones retrospectivas, gestionar préstamos, conseguir que las obras viajen. En un sentido, el mundo del arte contribuyó a los síntomas alarmantes de un planeta exhausto por las acciones del hombre. A fines de 2019 el coleccionismo adquirió tres veces, en más de cien mil dólares, una banana pegada con una cinta a la pared expuesta en la feria de Art Basel en Miami. Más que debatir y establecer la calidad de la obra, cabe interrogar la ética de un circuito que celebra la excepcionalidad de estas compras, o preguntarse de dónde proviene el dinero que activa tales gestos. Sin embargo, el mundo del arte se auto regula. Las intervenciones externas atentan contra el espacio de autonomía que definen sus prácticas. El sentido de su existencia se vincula, pero no se regula desde el orden político o social.

Artículos recientes, escritos al calor de los síntomas sociales e individuales de la pandemia, auguran el fin de una época, un cambio de paradigma. Reflexionan desde versiones pesimistas u optimistas sobre la sociedad por venir. Las primeras involucran la evaluación de las estructuras más o menos autoritarias que se articulan para contener la pandemia (Giorgio Agamben); o desde la reflexión sobre la enfermedad y la soledad, sobre las distancias sanitarias que se han impuesto entre los cuerpos y que impactan en los afectos (Paul B. Preciado). Perspectivas proyectivas proponen pensar qué formas de sociabilidad emergen de las condiciones en las que se inscribe el intercambio social. Invierten el desprestigio de términos como obediencia y disciplina en función del valor de las palabras que aluden al bien común. Todo conflicto reordena y administra el orden de las prioridades. Dos nociones, entre muchas otras, reconfiguran el rol de la dirigencia y de la ciudadanía. La de Estado materno, enunciada por Rita Segato para pensar un Estado que cuida, que no se declara prescindente. Y la de biopolítica democrática y popular propuesta por Paniagiotis Sotiris para pensar una noción de soberanía que se ejerce desde el individuo en función de lo colectivo. Se busca identificar nuevas figuras, encontrar las palabras para nombrar signos emergentes que contesten la pérdida de la soberanía que reclamamos sobre nuestros cuerpos.

¿Cómo distinguir los signos del cuidado de los de la opresión? La resistencia a declarar el Estado de sitio, el no conceder ante el llamado de la ‘mano dura’ para ejercer el control social -términos de un vocabulario que siempre retorna en la Argentina-, dio lugar a otras perspectivas para analizar las normas que, de hecho, se instalaron en las calles. Las palabras tienen un peso adicional. No estamos en un estado de guerra, no existen medidas excepcionales que permitan avanzar sobre la captura violenta de la ciudadanía. Se trata, más exactamente, de una urgente reformulación de la vida pública y privada en el marco de una pandemia. Los marcos de la seguridad se regulan dentro de los límites de la ley y circunscriben e internalizan las formas del control social. Se ha instalado un equilibrio reparador entre las preceptivas y el auto cuidado.

¿Cómo será el arte cuando termine el aislamiento, cuando podamos restablecer la vida social?. Quizás, más que anticipar cómo será, sea el momento de preguntarnos si podía seguir como estaba. ¿A qué estado del mundo queremos volver? Aunque la pregunta excede los escenarios del arte, estos permiten observar desde tramas específicas las formas en que la contemporaneidad se inscribió en el arte. Los artículos de Ed Young en The Atlantic alertaron en 2018 sobre la pandemia por venir. Entre los anticipos y su establecimiento social, la expansión del virus hizo urgente interrogar la excepción o la futura normalidad de las relaciones sociales y comportamientos desde los que aceleradamente nos estamos reconfigurando.

El arte contemporáneo se desarrolló en relación estrecha con los engranajes de la globalización. Construyó redes fundadas en travesías que ordenaron relaciones de poder. Si bien siguen existiendo los centros artísticos (Nueva York, Paris, Londres, Berlín), al mismo tiempo se expandió la posibilidad de pensar una estructura constelar entre distintas metrópolis del mundo. La simultaneidad resulta más adecuada que las genealogías para pensar el arte contemporáneo. Aunque Robert Rauschenberg cotiza más que Antonio Berni y está representado en la colección de los principales museos del mundo, Berni permite entender texturas de la cultura argentina que están ausentes en Rauschemberg. Señalarlo permite reenfocar las escenas del arte específicas, simultáneas, no derivativas.

No se trata tanto de predecir, de anticipar desde el pensamiento autorizado qué termina y qué comienza en el arte. La observación puede también desplazarse al interior de las prácticas tal como se articulaban en el momento en el que se declaró la pandemia. La globalización del sistema del arte y la cultura provocó y exacerbó el turismo cultural vinculado a museos y bienales. También el turismo académico. Desplazarse acorde a los mandatos de tales redes implica itinerar por los espacios y las ciudades en los que se ubican museos, residencias artísticas, seminarios y conferencias. El mundo del arte se encapsuló en el esquema global hasta tal punto que perdió la posibilidad de evaluar las consecuencias que envuelven sus circuitos. La épica del viaje internacional involucra una desmesura acrítica. Temas presentes en obras que analizan el impacto de la globalización dejan de lado hasta qué punto las formas de organización del arte contemporáneo replican sus consecuencias. Se considera el efecto de la temperatura en el transporte de las obras, los dispositivos para atemperarlo, pero no se observan las consecuencias menos evidentes que involucran los traslados, ¿queremos volver al frenesí de una dinámica que lleva a artistas y a especialistas a desplazarse entre aviones, aeropuertos y ciudades como claves definitivas para formar en el marco del arte y la cultura contemporáneos?.

Interrogar a qué estado del arte queremos volver cuando concluya el aislamiento. Instalar más que responder la pregunta. En la distribución de la certeza de que, para existir, el mundo del arte tiene que ser internacional, nos abocamos más a las exposiciones envasadas, blockbuster, que, al análisis, la conservación y el estudio de lo que nuestras colecciones públicas reclaman con urgencia. Los contrastes y las comparaciones iluminan las paradojas que resultan de una espectacularización de la cultura que descuida acciones posibles, cercanas, necesarias en un momento en el que la escena internacional está en suspenso.

¿Podemos pensar desde conceptos gestados en el arte de nuestras ciudades, de nuestras regiones, en lugar de hacerlo en forma excluyente desde las expresiones canonizadas por la idea de arte moderno? En la revolución del vocabulario se generan focos de atención distintos. Podemos, también, revisar las prácticas. Los mismos museos que gestionan exposiciones internacionales dejan dormir las colecciones no catalogadas ni conservadas apropiadamente en sus reservas. Obras que pueden reactivarse desde lecturas que provocan las nuevas instalaciones en las salas. Los archivos del arte argentino siguen vendiéndose a coleccionistas e instituciones internacionales ante la ausencia de legislación y acciones orientadas a protegerlos, cuidarlos y abrirlos a la consulta pública. Las investigaciones que se desarrollan en institutos de la universidad ocasionalmente se vinculan a los programas de exhibición de los museos. Aspiramos a las redes internacionales, pero no logramos establecer las redes locales. Cuando se suspende un horizonte se abre la posibilidad de investigar otro.

 

La problematicidad del presente ubicó en el centro de nuestra vida la casa, el hogar. La veda del espacio público empoderó el espacio doméstico. La casa como espacio de la vida y las relaciones sociales. Un lugar desde el que históricamente se articularon las dinámicas del cuidado femenino. Desde lo doméstico, que hoy cuida nuestros cuerpos, se elaboran formas de pensar el mundo. ¿Cuáles son las gramáticas que establece la historia de la domesticidad en el arte? Las agendas se asocian a lo femenino y a los feminismos. La casa es cuidado y también opresión.

Las experiencias que se condensan en los imaginarios de la casa, de la domesticidad, transformaron radicalmente las representaciones, los temas, las iconografías del arte desde los años sesenta. El feminismo artístico no solo volvió visibles a estos universos, también señaló la ausencia de lo femenino en el canon del arte. Solo en los últimos años las investigaciones y las exhibiciones del arte comenzaron a hacer visible lo que se perdió con el ocultamiento de las obras de artistas mujeres en las reservas de los museos. No se trata solo de la exclusión en términos de reconocimiento, sino también de experiencias y conocimientos que la censura sistémica del mundo del arte volvió inaccesible. Junto a la visualización de datos, de estadísticas que prueban la ausencia y la exclusión de artistas mujeres, de sensibilidades feminizadas, el feminismo iluminó otras matrices para comprender el arte. Los estudios sobre los afectos, el impacto que en el arte ha tenido la jerarquía de lo humano en relación con lo animal, con los objetos, con lo común. Poéticas que imaginan otras formas de lo social, que destacan las emociones como repositorio desde el que es posible volver a pensar el mundo. Las políticas del cuerpo, de sus representaciones y de su administración.

Podemos pensar todo de nuevo. Pensar desde una experiencia que interviene sobre los afectos, sobre las representaciones que se elaboran desde una visión crítica de lo humano. El encuentro de las especies, en palabras de Donna Haraway. El feminismo es una teoría y una práctica rizomática que aborda las preguntas sobre lo post humano. Un feminismo que se formula desde la observación del cambio global, desde las nociones contemporáneas de comunidad, desde la crisis de los modelos antropocéntricos y del excepcionalismo humano. El feminismo entendido como articulador de nuevas herramientas hermenéuticas.

Exacerbadas por el aislamiento se expanden las gramáticas de las sensibilidades. Afectos que destronan los signos patriarcales que intervienen en lo público. Es cierto que la vigilancia se profundiza en las calles, pero también la administración de la vida como cuidado, empatía y solidaridad. La casa, central en las experiencias de estas nuevas formas de vida en la que desplegamos nuestros afectos, es también el espacio en el que se concentran las violencias hacia los cuerpos femeninos y feminizados que extreman los aislamientos domésticos. ¿A qué experiencias del cuerpo queremos volver?.

Los repertorios del arte, desde la mirada que recorta y exacerba el presente, nos proveen de un archivo que permite pensar qué otras formas del mundo son posibles. Quizás, más que centrarnos en aquello que las condiciones actuales no permiten reproducir en las formas de organización del arte global, podemos revisar aquello que las historias cercanas, locales, situadas, permiten redimensionar.

• • • • • •

Andrea Giunta (Buenos Aires, 5 de mayo de 1960) es licenciada en Historia del Arte por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde también se doctoró en Filosofía con especialización en Artes. También es investigadora y curadora de exposiciones de arte. Entre otros reconocimientos, recibió las becas del Centro para Estudios Avanzados de Artes Visuales de la National Gallery of Art, de la J. Paul Getty Foundation y de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation. Recibió el Premio Konex en tres oportunidades, dos en Humanidades (2016, 2006) y una en Letras (2004).