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El futuro después del covid-19

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El futuro ¿ya llegó?

Por María Pía López

Jóvenes a lo largo y ancho del mundo reclaman que las personas de las generaciones anteriores les dejemos un planeta capaz de continuar la vida. Feministas sostienen que el capitalismo, en pos de la acumulación de ganancias, pone en riesgo la reproducción de sus propias condiciones de existencia. Un ensayista, que luego se suicidó, abrió un libro con una frase inolvidable (que tomaba de los arcanos dolorosos de la enunciación política): es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y esas palabras se van desplegando mientras vemos imágenes desoladoras: incendios en el Amazonas o en Australia, guerras en Siria, hambrunas por doquier, cuerpos enfermos por los agrotóxicos y campesinos expulsados por la valorización de las tierras. Y como si faltara una desdicha: 2020, la pandemia mundial. La globalización de la amenaza.

En la Argentina, el gobierno que asumió el 10 de diciembre del año anterior había declarado que venía a tratar la mayor de las urgencias: el drama del hambre. En los meses siguientes la salud de la población vendría a ocupar el centro de las cuestiones no porque el hambre ya no estuviera en el horizonte inmediato de millones de personas sino porque la pandemia le daba otro nombre al riesgo de muerte. Nada de lo que pensamos, hacemos, sentimos, en estas semanas está separado de la sensación de emergencia.

El virus es igualitario -se prende a todo cuerpo- pero sus efectos se cumplen diferencialmente en un orden de desigualdades. No sólo las consabidas de edad o enfermedades preexistentes que lo vuelven riesgoso para la continuidad de la vida. También desigualdades sociales, de clase y de género. La masividad del peligro pone en evidencia los desiguales accesos a la salud (distritos gigantescos e híper poblados que tienen un solo hospital), a los servicios públicos, a las viviendas en condiciones y al trabajo formalizado. La cuarentena empezó a ser un privilegio accesible a quienes tenemos lugar para encerrarnos y salario, aunque no salgamos a trabajar, pero a la vera de eso están millones de personas que viven en casas precarias y cuyos ingresos provienen de la economía popular. Retirarse del peligro del virus que circula, puede significar el encierro en una situación no menos peligrosa: la del abuso y la violencia intra familiar, como lo demuestran los números crecientes de femicidios. El rasero del virus no iguala, aunque a todes contagie: más bien se asienta duramente sobre las desigualdades existentes y las profundiza. Circulan notas: una hija de un millonario dice para qué tanto dinero si finalmente no entraba aire a sus pulmones. Ese lamento siempre puede pronunciarse ante la muerte: tenía tanto de algo (dinero, belleza, juventud, afectos) y sin embargo la finitud es condición y nos acontece. Esa es la condición general de vulnerabilidad que es propia de toda vida, pero hay condiciones sociales que precarizan y es esa precarización la que debemos poner a cuenta de la lógica neoliberal de despojo y desecho que puso en crisis los sistemas públicos de salud y las tramas urbanas.

La pandemia pone en primer plano la gestión de lo imprescindible y el alivio de la amenaza sanitaria postergando el pico de los contagios para cuando estén resueltas algunas condiciones que permitan atajarlo. Al hacerlo parece clausurar la pregunta por lo que vendrá cuando la crisis finalice, aunque esa pregunta sea la central. Esa pregunta, la de la imaginación política, no puede desgajarse de las memorias de lo realizado. Un sector de las clases dominantes está planteando el fin de la cuarentena, apostando a la hipótesis de que es posible separar el flujo de las mercancías y el dinero, del flujo del virus, mediante el ejercicio de sistemas de ordenamiento de los cuerpos y cuidados de salubridad. Cuando se discute en torno a las actividades esenciales se confronta eso, pero también la decisión de no separar ingresos de trabajo realizado. Cuando los más ricos entre los ricos deciden despedir trabajadorxs no lo hacen porque no puedan afrontar el costo de pagar salarios durante la detención de la producción, también lo hacen porque esa conexión -para vivir hay que vender y realizar la fuerza de trabajo- es la clave de su propia existencia.

Lo esencial: obstaculizar la vivencia de lo que podría abrir este tiempo sin trabajo, pero con salarios. Algo que también se juega socialmente en el desprecio y el miedo al planero, al chorro, al militante: las figuras que parecen solo extraer, cuasi parasitariamente, el excedente del esfuerzo productivo. Figuras de la circulación de las mercancías y del dinero, pero no de su producción, que aparecen separadas del mandato “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. El productivismo que aconteció en muchos sectores alrededor de afianzar las lógicas del trabajo a distancia evidencia el temblor ante la revelación potencial de que lo que hacemos diariamente sea superfluo. Y si lo fuera, ¿qué vidas se abrirían? ¿qué posibilidades para cada quien, para los núcleos familiares y las redes afectivas?.

En las discusiones sobre cómo tratar la pandemia, hay quienes intentan reponer la lógica “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, como salida económica a la amenaza sanitaria, lo cual despojaría a nuestras vidas de eso en apariencia prescindible que es el ocio en el espacio público, el consumo cultural, el activismo político, la sociabilidad paseandera. Se acentúa la indiferenciación entre trabajo y ocio, la misma pantalla ofrece una y otra posibilidad, y esa indistinción revela hasta qué punto aun en nuestra deriva por el entretenimiento de las redes y las industrias culturales damos ganancias, entregamos datos, permitimos la acumulación. Lo que queda suprimido en la deriva obligada del aislamiento es una suerte de circulación menos productiva, el cotilleo en los lugares de trabajo y el roce amistoso y amoroso en los pasillos de las instituciones educativas, la palabra ocasional en la calle y las fiestas del anonimato. El espacio público, puesto en cuarentena por riesgoso, es el de los cruces inesperados y el del acceso a bienes de los que no disponemos en el espacio privado o cuya distribución es siempre desigual. Nos quedamos, entonces, en nuestra pura desigualdad de propietarios o en la condenada escasez.

Si no podemos imaginar el fin del capitalismo, lo que aparece como horizonte mundial es distópico: mercancías y dinero libres de humanos virósicos, teletrabajos intensos y nuevos modos de expansión de la productividad, ciudades regimentadas y espacios públicos vacíos, controles migratorios exhaustivos y fronteras cerradas. Cómo se gestiona la emergencia es una decisión que pone en juego imágenes de la sociedad futura: si bien es un paréntesis extraordinario no puede desprenderse de su condición de laboratorio. Si hoy se discuten impuestos de urgencia al capital o bajas de salarios es porque nada de lo que se decida es inocuo y afecta solo a lo que transcurra en estos meses, sino que abre la experiencia que podrá ser considerada en tiempos ordinarios. Laboratorio de modos virtuales de trabajar y enseñar, de circuitos de gestión, de vaciamiento del espacio público, de trato con el roce corporal.

La crisis provocada por la pandemia también exige otros movimientos, activa memorias y modos de actuar, exige una imaginación política que reabre aquella asfixia respecto de un orden cerrado -ese capitalismo del que no podemos sospechar el final- y carente de rasgos utópicos. En la Argentina viejas memorias y tenacidades militantes se ponen en juego. Los valores sostenidos y preservados por el movimiento de derechos humanos permiten establecer alertas ante la violencia institucional que puede ser correlato de la regimentación de la circulación en el espacio público, porque hemos visto coreografías de la sumisión llevadas a cabo por agentes de las fuerzas de seguridad, pero también conocido las denuncias y las sanciones que merecieron. El saber producido por los feminismos respecto del trabajo, los cuidados, la organización, es elemento consistente en el ejercicio de las políticas públicas. Y, no por último menos importante, es fundamental el modo en que se concibe el Estado y sus responsabilidades: porque si las gestiones neoliberales parten de la producción sistemática de vidas desechables (o de la reproducción permanente del trazo que divide aquellas que tienen mérito para vivir y las que pueden ser descartadas, con lo cual reducen las políticas públicas a políticas de seguridad para defender a quienes merecen seguir viviendo); el gobierno actual en Argentina parte de la hipótesis contraria, afirmada una y otra vez por el presidente: de todo se vuelve, incluso de las crisis económicas que alguna vez terminan, pero lo irreparable es la pérdida de vidas.

¿Se trata, acaso, de una vuelta al humanismo? Es posible que el horror ante la debacle o el miedo ante la amenaza abran ese horizonte. Que si es apertura y no nostálgica repetición exige tramarse con otras tradiciones ajenas a los humanismos anteriores. La centralidad de la especie humana y sus necesidades vitales es la que sustenta la explotación salvaje del resto de las formas de vida en el planeta, de un tipo de vínculo destructivo de la naturaleza comprendida solo como recurso a ser explotado y de otras especies animales convertidas en objeto de una producción industrializada y cruenta.

Si desde la perspectiva de ese capitalismo capaz de destruir sus propias condiciones de existencia la crueldad ejercida sobre el resto de la vida también se ejerce sobre la humanidad, estableciendo un continuo de explotación; para los humanismos es posible desgajar uno y otro tramo, apostando a vínculos igualitarios e incruentos entre las personas. Quizás esto solo sea posible si el respeto de lo humano exige el respeto de las otras formas de vida: porque no habrá vida humana sin vida de los bosques, de las aguas, de las tierras. Esto es, si llamamos humanismo al suspenso de la lógica del capital como reguladora última de la producción y la satisfacción de las necesidades, porque la humanidad, para seguir existiendo, deberá construir nuevos pactos con el resto de lo viviente.

 

Antes de la pandemia, Chile se vio sacudido por una profusa rebelión. Uno de los carteles que circularon decía: “Hasta que la vida valga la pena de ser vivida”. El virus pone en primer plano la vida como supervivencia. También lo hace el hambre. El modo en que lo tratemos dice, sin embargo, sobre la apuesta o no a una vida que valga la pena, una vida digna. La rebelión chilena había amasado esa consigna en las movilizaciones feministas, en la toma de universidades contra la violencia de género, en la insumisión juvenil de las escuelas secundarias. En la Argentina la rebelión feminista fue construyendo zonas de enunciación sobre esas mismas cuestiones, para pensar que la vida no es solo la supervivencia biológica sino aquello que puede investirse de deseo y realizarse con dignidad.

La cuarentena hizo visible lo que ya se venía problematizando desde la creación de herramientas sindicales, como la UTEP, y desde las acciones de los feminismos, que mostraron que el trabajo socialmente necesario no es solo el que se lleva adelante en el marco de los contratos salariales u organizado por la conducción empresarial y representado por los sindicatos, sino que mucho de ese trabajo se realiza fuera de ese orden: el trabajo informal, el de reproducción y cuidados hogareño, el comunitario. Trabajos centrales para que la sociedad siga existiendo y se preserve la vida, en muchos casos mal remunerados (el trabajo doméstico asalariado se cuenta entre los peores pagos) o impagos (como el realizado por mujeres en sus propios hogares).

Eso fue problematizado y demostrado por los feminismos y ahora revelado a contraluz de la pandemia que pone, con extraordinaria nitidez, los cuidados en el centro de la escena: cuidados de la población en riesgo, cuidado de las infancias con las escuelas cerradas, cuidados alimentarios, cuidados de salud. Las instituciones públicas muestran su rostro de cuidados, pero solas no bastan y se coordinan con un activismo social enorme que toma en sus manos la reproducción vital. Ya lo hacía una militancia en gran parte constituida por mujeres que sostienen comedores, merenderos, defienden a otras en situación de violencia, cuidan niñes de todo el barrio, gestionan recursos, pelean en los municipios, acompañan abortos, arman espacios culturales y defienden a les pibes de la violencia institucional.

La pandemia muestra a esas cuidadoras y el Estado las reconoce como promotoras comunitarias. El proceso por el cual se produce ese reconocimiento no es ajeno a los feminismos, al tipo de representación disputada respecto de ese esfuerzo social: allí donde las derechas reaccionarias ven planes distribuidos a una población que no realiza esfuerzos, nosotras vemos esfuerzos intensos e imprescindibles, aunque mal remunerados. El trabajo mismo de la reproducción social. Esos trabajos no son solo auxilios en la crisis, su horizonte es el de la transformación de relaciones sociales que son inequitativas y mortíferas, porque la desigualdad mata. Al tiempo de reconocer la importancia de los cuidados -reconocimiento que exige la pandemia- no se debe olvidar o menoscabar su politicidad.

Feminismo o crueldad: ahí está la politización de los cuidados. La pandemia revela que no hay salida individual, que lo común nos acontece como riesgo si no lo comprendemos como potencia y fuerza. Como toda situación amenazante puede ser codificada en términos de seguridad (policial, científica) o de apuesta a lo común. Pero si lo primero requiere trazar siempre la división con los que encarnarán la amenaza (los portadores del virus, quienes viajaron o tienen profesiones riesgosas), lo segundo parte de comprender que se trata de gestionar con otres el riesgo que todes atravesamos. Por eso, el camino de los feminismos populares cuando encaran la cuestión dramática de la violencia de género no suele ser punitivista, porque el punitivismo busca el castigo como atajo y culmina en el reclamo de la crueldad sobre otros. La apuesta a la gestión con otras personas de aquello que nos pone en riesgo insiste sobre la pregunta por la red que previene y contiene. Ese saber que no desconoce la violencia, pero renuncia a la crueldad, que busca la fuerza común no para conservar lo existente sino porque la conservación de la vida es punto de partida para su transformación. El Estado que se constituye y rearma con relación al trato de la emergencia, lo hace interrogando las alertas construidas por las largas luchas democráticas y por la inventiva de la movilización plebeya. Lo hace con los feminismos como tensión interna y horizonte de exigencias. Si no estamos condenades a habitar un futuro distópico es por esa grieta abierta en el orden de las cosas: grieta ahondada por una rebelión que acontece y persiste.

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María Pía López es Socióloga y Doctora en Ciencias Sociales. Es ensayista, investigadora y docente. Publicó los libros de ensayo Mutantes. Trazos sobre los cuerpos (Colihue, 1997), Sabato o la moral de los argentinos (Armas de la crítica, 1997, en colaboración con Guillermo Korn), Lugones. Entre la aventura y la cruzada (Colihue, 2004) y Hacia la vida intensa. Una historia de la sensibilidad vitalista (Eudeba, 2010). Escribió las novelas No tengo tiempo (Paradiso, 2010), Habla Clara (Paradiso, 2012) y Teatro de operaciones (Paradiso, 2014). Hasta diciembre de 2015 dirigió en Buenos Aires el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional.

Mientras tanto

Por María Moreno

No future decían los punks. Pero la craneoteca intelectual del mundo mundial salió a conjeturar el futuro, calcularlo, promoverlo, aunque no se sepa que va a pasar con el bautizado bichito– seguramente para que el diminutivo achique el pánico–. Caída del capital, ya nada será como antes, solidaridad global como primeros auxilios, salud- mata- mercado, tecnototalitarismo y lo más loco, “técnica del corazón explosivo de la palma de cinco puntos” (Zizek citando Kill Bill).

La incertidumbre, como irrupción inédita, se llena de palabras. La mayoría de los textos insisten en las causas, la teoría se muerde la cola, rebusca en archivos seguros, de por lo menos tres décadas atrás, los análisis buscan evidencias, es decir huyen hacia el futuro pasando por sobre los cuerpos. Pero hay dos filósofos que no lo hacen y son de aquellos que, justamente, ven en la crisis del coronavirus, la oportunidad de una revolución cuya vanguardia serían los más vulnerables. Ponen el cuerpo. Uno es un viejo de Bolonia, que sufre de asma y no quiere ser llamado abuelo, Bifo Berardi. Escribe un diario donde empieza por contar que ha suspendido una reunión familiar adonde a él le tocaba llevar el helado –de la lasagna y el vino se ocuparían otros–, que no fue al entierro de un compañero, sabiendo que no podría abrazar a nadie, que teme que se le acabe el hachis ahora que no están los africanos vendiendo en la plaza, y que, en cuarentena, pinta, en unas telas pequeñas, unos cuadritos con lápices de colores y pedazos de fotografías, como siempre que se pone nervioso. Todo por el virus. El otro es Paul Preciado, que contrajo el corona en París, y cuando salió de la cama, una semana después, notó que el mundo había mutado, el deseo se había desmaterializado y, que si había sobrevivido, lo era sin tacto y sin piel. Entonces le escribió una carta a su ex, larga, a mano, y la guardó en un sobre blanco que firmó prolijamente. Luego la tiró a la basura, fuera del departamento, en el tacho de los reciclables. Pero, cuando volvió, luego de abrir el correo electrónico, vio un mensaje de su ex “Pienso en ti en la crisis del coronavirus”. La telepatía amorosa comunica más que internet.

No es eso lo único que escribió. Preciado hace una historia de la peste para señalar como ninguna tecnología superior ha logrado inventar otra cosa que el cierre de las ciudades, la separación radical del apestado, siempre pensado como extranjero o venido del extranjero –los ingleses dirán que la sífilis es francesa, los franceses que es napolitana, los napolitanos que vino de América contagiada por los indios. En su historia, Preciado señala, en cada etapa apestada, el oportunismo de los poderes, haciendo una pedagogía de emergencia de la biopolítica.

Bifo investiga las muertes que la presencia totalitaria del virus ha transformado, para la prensa, en noticias no solo no merecedoras de una portada, sino ni siquiera de un pirulo en la sección Internacionales. Enfrentamientos armados entre ejércitos regulares y opositores, atentados a los derechos humanos, ejecuciones silenciadas en Libia, Afganistán, Yemen, Somalia, El Congo, Tailandia, Siria… y dice que la lista es parcial y que solo registra el mes de marzo.

El virus acapara y va creando una memoria autónoma, cerrada sobre sí. Es preciso, entonces, impedir que se dicte el anatema de olvido por emergencia, que se vuelva a recitar la cantinela de las prioridades, que siempre excluyen, en nombre de lo que sí importa, ahora la muerte por pandemia. Que ningún oportunismo de los quitaderechos de Provida pretenda volver sagrada la vida desnuda, que no se les pida a las mujeres relevar las muertes de la epidemia, detener la ley que sabremos conseguir y en la que Alberto Fernández se comprometió en un fallido justo, al anunciar que volveríamos mujeres por mejores, en síntesis, mejores mujeres.

Nuestra sangre derramada no será negociada, hace tiempo que Naciones Unidas considera pandemia al femicidio, que “excepción” (el estado de) no es solo la palabra que horroriza a los intelectuales preocupados por la militarización de las ciudades y la desmovilización general, sino aquella que permite la salida de la encerrona con el violento, como determinó una resolución presidencial. Dice la xenofeminista Helen Hester que es preciso crear una fórmula que favorezca una solidaridad orientada hacia el afuera con les extrañes, les desconocides, y la figura de les extranjeres, por encima de la solidaridad restrictiva que adopta nuestra relación con lo familiar, lo similar y la figura de les compatriotas. Otra mujer, Judith Butler, la llama refugio.

El lenguaje inclusivo no se difiere por emergencia: llamar por el nombre conseguido, en la atención de les pacientes trans, travas, no binaries, ocupa el mismo tiempo que el violento y judicial nombre designado al nacer. Que no retornen los interrogatorios prontuarios, la eugenesia pret a porter, la lógica del rendimiento a futuro que da siempre a quien ya tiene, el hombre blanco, de mediana edad, consumidor, teletrabajador, casado, reproductor, bancarizado. No hay estado de excepción para la homofobia, la transfobia, la lesbofobia, el racismo, la ancianofobia. Y a los muertos de ésta y de otras muertes, en el verano/otoño/primavera/verano del mundo, llamadas naturales entre comillas, cuando todo pase, aunque siga pasando, démosle su adiós diferido por la pandemia, en flores y abrazos de los deudos y amigos, su nombre en la tumba y en la memoria.

Durante la cuarentena, escribo en un PH de Balvanera y en manada conviviente con cuatro gates, sometida a sus ritmos digestivos e intestinales, entre la computadora y la bandeja séptica. Siento que he envejecido, como si mi cuerpo, fuera del alcance de la mirada ajena, se hubiera soltado hacia su decline, sin embargo, aprendo a llamar a la movilización cada uno de sus ¿músculos? como nunca antes, preparándome para lo que vendrá y desconozco o quizás no alcance.

No quisiera que se llegara al momento en que una decisión trágica deje sin respirador a les viejes, no quisiera que me dejen sin respirador, pero menos quiero que, por mis privilegios, se le quite a otre para sostener mi vida, que de ahí en adelante no sería vida, vida que, por otra parte, creo haber vivido intensamente, goces y dolores que me impiden el apego y la melancolía.

Bifo pregunta “¿Y si la sobrecarga de conexión termina por romper el hechizo? Quiero decir: tarde o temprano la epidemia desaparecerá (siempre que esto suceda, en Italia tal vez el 25 de abril): ¿no tenderemos quizás a identificar psicológicamente la vida online con la enfermedad? ¿No estallará tal vez un movimiento espontáneo de acariciamiento que induzca a una parte consistente de la población joven a apagar las pantallas conectivas transformadas en recuerdo de un período desgraciado y solitario? No me lo tomo demasiado en serio, pero lo pienso”.

 

Bifo no se toma en serio, pero se atreve a pensarlo ya que el desierto de reglas es también el desierto de los automatismos. Y la historia le da la razón: siempre hubo flujos y reflujos, éxtasis y contraéxtasis, derechos que se consiguen, que se retiran, que se recuperan. Y Preciado propone pasar de una mutación impuesta a una mutación deliberada que altere los dispositivos de comunicación “Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro –dice–para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos la revolución que viene”.

Y Bifo: “Y también tenemos que pensar en la pregunta más delicada de todas: ¿quién decide? Atención: cuando surge la pregunta ¿quién decide?, surge la pregunta ¿cuál es la fuente de la legitimidad? Esta es la pregunta a partir de la cual comienzan las revoluciones”. Es decir, los dos han pronunciado la palabra “revolución” como voluntad y decisión, ni en el pasado ni en el fracaso. Toda una contrainsurgencia del Cuerpo colectivo. Y sí. Que vuelva el tete a tete, la vis a vis, el dormir en cucharita, el sexo, el pete y el agujero palito, el beso queer que es un beso colectivo, una mezcla de beso de lengua y de piquito. Lo explico mejor: consiste en que, por lo menos cuatro participantes, de diferentes gustos eróticos, junten sus lenguas en un punto mientras giran un poco en dirección a las agujas del reloj, pero con el ritmo de una cumbia, si la hay. Que vuelvan el plantón de asamblea donde la labia popular siempre escupe un poco de saliva blableta, Que vuelvan los profesores, las profesoras, les profesores en cuerpo presente, la enseñanza con músculo, teatro mímico y lecturas radiofónicas, que no pueden faltar para transmitir la pasión de leer y de pensar. Y que vuelva la movilización que es la ruptura del tabú de tocarse con otros, un provisorio sentirse igual al que marcha a nuestro lado, paréntesis a la clase, la raza, el género, la comunión de la carne donde los vulnerables dan vuelta la taba y, según la expresión de Madame Jullien, durante la revolución francesa “los corderos se comen a los lobos”. Pero a la tecnología no se la demoniza: se la apropia. Daniel Link decía con justeza que, de vivir hoy, Rodolfo Walsh sería hacker y yo agrego que su agencia ANCLA volvería para violar el corazón del Pentágono, del FMI, de la ONU.

Aboguemos por un feminismo cyborg, yuyero, especiero, cuyos saberes vayan de la revista Mecánica Popular a la revista Labores, de Internet a los teléfonos de línea, del uso de algoritmos al equipo de radioaficionados, porque ningún archivo vence, permanece abierto, un feminismo nómade y pionero en nuevos territorios sin cámaras de vigilancia ni microchips, porque siempre que hubo Superpoderes hubo resistencia e invención, afecto y humor. Pero siempre con el cuerpo, nunca sin el cuerpo. Ni una menos. Vivas nos queremos. Basta de travesticidios. Cuerpo junto a cuerpo. Pero nunca Cuerpo a Cuerpo ni Cuerpo a tierra.

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María Moreno (Buenos Aires, 1947) es periodista, escritora y crítica cultural. Trabajó en el diario La Opinión, el diario Sur y en las revistas Babel y Fin de Siglo. Creó el “Suplemento Mujer” en el diario Tiempo Argentino, donde fue Secretaria de Redacción. En 1984 fundó la revista Alfonsina y hasta 2010 coordinó el Área Comunicación del Centro Cultural Ricardo Rojas. En 2002 obtuvo la beca Guggenheim para investigar sobre política y sexualidad en las militancias de los años setenta. Publicó 11 libros entre los que se destacan Panfleto (Literatura Random House) y Black Out (Random House Mondadori). En 2019 obtuvo el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas. Actualmente dirige el Museo del Libro y de la Lengua.