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El futuro después del covid-19

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Las salidas de la pandemia, cualquiera sea su horizonte moral y su visión social, demandan ideas, política y poder. No es una refundación o transformación brusca caída del cielo. Por el contrario, como muestran distintos estudios históricos sobre pos-epidemias, hay una continuación de tendencias anteriores y desvíos limitados impulsados por acciones particulares. Si bien es cierto que las crisis pueden producir cambios fundamentales, las ideas y el poder de la imaginación juegan un papel fundamental.

Recojo la observación de Alain Touraine en una entrevista reciente en El País, “Lo que más me impresiona ahora, en tanto que sociólogo o historiador del presente, es que hacía mucho tiempo que no sentía un tal vacío”. Sin ideas ni imaginación responsable y rigurosa es imposible pensar soluciones progresistas que permitan construir sociedades más equitativas y mejor preparadas para combatir epidemias y otros problemas, con especial atención a los más necesitados y urgidos en un mundo instalado en la derecha y con fuertes tendencias irracionalistas y autoritarias.

Si algo aprendimos de cambios estructurales en la economía y la sociedad en el último medio siglo es la importancia de las ideas circulantes y su capacidad de influencia en el poder. Las crisis abren la posibilidad de cambio real, pero las acciones dependen de las ideas existentes. La lección de cualquier quiebre estructural y giro social es desarrollar ideas alternativas, mostrar su efectividad e institucionalizarlas hasta que parezca de sentido común implementarlas. Esto fue dicho por Milton Friedman, ideólogo clave del neoliberalismo, pero podía haber sido dicho por cualquier revolucionario más allá de simpatías ideológicas.

Cuando se piensa a partir de pálpitos, sin considerar múltiples factores y saberes, sobresale el dogma y las consignas fáciles. No hay que confundir expectativas con posibilidades, ni aspiraciones con situaciones existentes y tendencias de largo plazo. Debiéramos ser modestos a la hora de hacer conjeturas y respetuosos de los datos y tendencias. Ser utópico o pesimista puede ser una virtud; avizorar futuros deseables como deporte, sin explicación coherente y seria, es inútil. El arte de la barata profecía no ayuda a comprender el presente. Como una silla mecedora, nos mantiene entretenidos sin llevarnos a ningún lado.

Como observó Richard Rorty, “la filosofía no es un campo en el que uno logra grandeza ratificando las intuiciones previas de la comunidad”. Se precisa pensamiento serio, fundado, flexible, imaginativo con perspectiva histórica y social. Ideas hechas, frases ostentosas y promesas superficiales devuelven el júbilo de la tribuna propia, pero no ayudan a enfrentar el desafío. Se necesita trazar líneas para entender cómo llegar a un futuro mejor desde la preocupante situación presente. Se necesitan hojas de ruta sensibles a las circunstancias y los recursos sociales disponibles – ideas, instituciones, estrategias, públicos. Esta es una necesidad urgente en medio de la muerte, la desesperación, y el aumento de la miseria social.

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Texto publicado en Revista Anfibia – abril 2020: http://revistaanfibia.com/ensayo/los-falsos-profetas-la-pospandemia/

Silvio Waisbord es Licenciado en Sociología de la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Sociología de la Universidad de California, San Diego. Es profesor en la Escuela de Medios y Asuntos Públicos en George Washington University, Estados Unidos y actualmente es profesor invitado en la Universidad de Pennsylavnia. Es autor y editor de dieciocho libros sobre periodismo, política y comunicación. Sus libros más recientes son The Communication Manifesto (Polity, 2020) y Communication: A Post-Discipline (Polity, 2019). Fue editor general de las revistas académicas Journal of Communication e International Journal of Press/Politics. Es Fellow de la International Communication Association.

Para dejar atrás el neoliberalismo

Por María Esperanza Casullo

El 4 de abril pasado el diario londinense Financial Times, baluarte mundial de la ideología extrema pro-empresas, decidió que tenía algo muy importante que comunicarle al mundo. Supimos que era algo importante porque lo publicaron bajo la forma del editorial institucional; es decir, la nota que expresa la posición oficial del medio, de sus editores y de su board editorial. Tan importante fue esa editorial que, de manera excepcional, decidieron ese día liberar la editorial para que pudieran leerla aún aquellas personas que no pagan la suscripción de la publicación. (Al menos, la liberó por un rato: unas horas después ya era imposible entrar a leerla sin pagar.) Evidentemente el board entero del Financial Times decidió que lo que tenía para decir ese día realmente muy importante que el mundo.

Lo que el Financial Times sentía que tenía que comunicar imperiosamente era esto: hay que dejar atrás cuarenta años de neoliberalismo y aceptar mayor inversión pública, más impuestos y mayor distribución.

El título de la editorial del día 4 de abril es: “El virus revela la fragilidad del contrato social” (en traducción propia.). La bajada: “Se necesitan reformas radicales para forjar un mundo que funcione para todos”. La primera oración sostiene que “Si es posible encontrar un lado bueno a la pandemia de COVID-19, es que ha traído consigo un sentimiento de unidad y hermandad en sociedades polarizadas.” Continúa el Financial Times:

“Además de derrotar a la enfermedad, la mayor prueba que enfrentarán todos los países será mantener los sentimientos de unidad de propósito luego de que termine la crisis, de tal manera que puedan darle una nueva forma a la sociedad. Como los líderes occidentales aprendieron durante la Gran Depresión y luego de la Segunda Guerra Mundial, para demandar sacrificio colectivo se debe ofrecer un contrato social que beneficie a todo el mundo.” (Traducción propia)

Como si no fuera suficientemente sorprendente leer lo anterior en una de las publicaciones más identificadas con la desregulación de los mercados, el Financial Times continúa su mensaje: “Deberán ponerse sobre la mesa reformas radicales que reviertan el rumbo político de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos deberán aceptar un rol más activo en la economía. Deberán ver a los servicios públicos como inversiones y no como pasivos en un balance, y deberán hacer menos inseguros los mercados de trabajo. La redistribución del ingreso

deberá volver a ingresar en la agenda; los privilegios de los más ricos y los más ancianos deberán ser cuestionados. Políticas públicas consideradas excéntricas hasta hace poco, tales como un ingreso universal básico e impuestos a la riqueza, deberán ser parte del menú.” (Traducción propia).

El Financial Times tiene, por supuesto, razón. (He ahí una frase que sólo se puede escribir una vez por milenio.) Pero eso no es lo importante. Son centrales dos elementos que no están dichos en los párrafos anteriores.

Primero, que las políticas “excéntricas” o “radicales” no lo son, o no lo son para todo el mundo. Las mismas vienen siendo demandadas hace décadas, en todo el globo, por diversos actores colectivos políticos y sociales, en contra de las recomendaciones de aquellos que (como el Financial Times, justamente) desde hace cuarenta años se han impuesto una militancia activa para eliminar la aspiración de un “contrato social que funcione para todos.” Sindicatos, grupos de trabajadores desocupados, feministas, grupos ambientales, representantes de pueblos originarios y migrantes: para ellos (para nosotros) estas demandas no son excéntricas o impensables sino aquello por lo que marchamos desde hace décadas.

Está muy bien que aquellos que activamente se dedicaron a explicarnos que la desigualdad era inevitable o incluso buena, que la riqueza es producida por los entrepreneurs y por tanto les pertenece, y a que el estado debía abandonar su rol regulador de la economía ahora descubran que lo opuesto es más razonable, pero no es posible admitir que simplemente digan “ahora los gobiernos deben aceptar.” Sería excelente no sólo poder leer “necesitamos más servicios públicos”, sino también “perdón, nos equivocamos.”

Segundo, vale la pena preguntarse hasta qué punto son tan radicales y excéntricas las reformas aquí presentadas. Más bien, casi podría decirse que, si el Financial Times puede hoy declararse “post-neoliberal” es porque durante cuarenta años el neoliberalismo se transformó de una ideología extremista al “punto medio”, lo aceptado, lo natural. Mayores impuestos a la riqueza, mayor distribución, desmercantilización de la fuerza de trabajo (vía ingreso ciudadano garantizado), servicios públicos entendidos como inversión y no gasto improductivo: esta es una agenda que significa un piso mínimo de un estado de bienestar democrático. Una agenda verdaderamente radical obligaría a pensar desde la necesidad del decrecimiento económico (degrowth) como única reparación ambiental posible, proyectos para revolucionar el balance entre mundo del trabajo y de los cuidados domésticos o la participación de los y las trabajadores no sólo en las ganancias empresarias sino en todos los aspectos de la vida empresarial. Esas serían reformas “radicales”, no aumentar los impuestos empresarios a las cifras que se pagaban en la inmediata posguerra, o invertir un par de puntos del PBI en algo tan básico como hospitales o escuelas. El hecho de que se requiera la mayor crisis sistémica global en dos generaciones para volver simplemente pensable una concepción tan minimalista de estado bienestar nos debe revelar cuánto trabajo queda para hacer para desmontar la naturalización de un orden del mundo neoliberal.

 

Aquellas personas que durante los últimos treinta o cuarenta años se han comprometido intentando defender los vestigios de un orden basado en lo comunitario y lo público pueden sentirse que quedaron del buen lado de la historia.

Es central reconocer que lo que nos ha sostenido y nos sostiene en una emergencia de proporciones históricas son justamente aquellas instituciones que las versiones vernáculas de la visión de mundo, para la cual el Financial Times es algo así como texto religioso, denostaron como “ineficientes” o “populistas” durante medio siglo, y que fueron blanco de intentos y más intentos de reforma o ajuste. Los hospitales públicos nacionales y provinciales, el CONICET y todo el sistema de Ciencia y Técnica, el Instituto de Investigación Malbrán, el ministerio de Salud, las universidades en su mayoría nacionales, que cada año gradúan profesionales de excelencia en el campo de la salud, las burocracias estatales, las fuerzas armadas y de seguridad, los sindicatos y obras sociales sindicales que pusieron sus hoteles a disposición y que sostienen actividades de necesidad social, las instituciones educativas de todo nivel que están haciendo grandes esfuerzos para sostener la enseñanza virtual, los bloques parlamentarios y gobernadores/as que han coordinado hasta ahora eficazmente: estas instituciones, que hasta hace cuatro meses nos explicaban que eran ineficacias estructurales que había que eliminar o reformar -o que más simplemente- se desfinancian y abandonaban, son ahora los que -bien o mal- están actuando.

Pero todo esto es insuficiente. No se trata solamente de decir “ahora tenemos que invertir en el estado”, porque un estado no se construye en diez minutos, ni en el medio de la emergencia. El Instituto Malbrán fue fundado en 1916, el Ministerio de Salud Pública en 1949, el CONICET en 1958. La construcción de capacidades estatales requiere de un contrato entre generaciones: invertir hoy para construir habilidades que tal vez utilicen nuestros hijos o nietos. La prevención de pandemias requiere de inversiones masivas en ciencia y técnica, en detección temprana y testeos, en salud pública. Para eso se requieren más recursos, y para eso se requiere repensar la economía política nacional, la regulación de los actores económicos, la relación entre economía formal e informal, la inmensa contribución que hacen los trabajadores y trabajadoras más desprotegidos al funcionamiento del país, el silencio de las mayores empresas nacionales en la emergencia.

Y, finalmente, no debemos perder de vista la centralidad de la política. La construcción de un estado de bienestar no es un proyecto técnico, sino político, que requiere de visión, de decisión y de liderazgo con lo público y lo colectivo.

Para cerrar, bien vale otra anécdota del Reino Unido. El primer ministro británico, Boris Johnson, fue diagnosticado con coronavirus y, luego de diez días de fiebre alta, fue internado en terapia intensiva en un hospital del National Health Service, el sistema público de salud inglés. Al ser dado de alta, agradeció en un emocional video a las enfermeras y enfermeros del NHS haberle salvado la vida, se refirió a ellos con nombre y apellido, mencionó que dos eran inmigrantes, y caracterizó al NHS como “el corazón de Gran Bretaña”. Hace tres años, el partido Conservador (su partido) votó en bloque en contra de un proyecto laborista que proponía aumentar el sueldo de enfermeras y enfermeros del NHS. Al derrotar el pedido de aumento, los tories del parlamento rompieron en un aplauso y festejaron que el laborismo no había podido “hacer demagogia” con el National Health Service. Otra anécdota: hace poco tiempo, la administración conservadora decidió, entre otras cosas, que los trabajadores de salud tenían que empezar a pagar por usar los lugares de estacionamiento de los hospitales y clínicas públicos. Ahora, en la emergencia, el gobierno dio marcha atrás con esta medida “transitoriamente”.

No cabe ninguna duda de que las enfermeras y enfermeros del NHS pusieron todo de sí, arriesgando incluso su vida, para cuidar y sanar a uno de los responsables de su recorte de salario.

Lo mismo harían en Argentina todos los días trabajadores y trabajadoras anónimos de la salud. Pero son ellos, no los voceros de una ideología a todas luces fracasada, quienes deben estar al frente de las nuevas demandas si queremos dejar atrás realmente cuatro décadas de neoliberalismo.

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María Esperanza Casullo (Neuquén. 1973) Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires. Realizó su maestría en Gestión y Políticas Públicas en la Universidad de Georgetown (Washington, DC), donde luego se doctoró en Gobierno especializada en Teoría Política. Es profesora de la Universidad Nacional de Río Negro y ha sido profesora invitada en la Universidad de Richmond y Brown University. Publica artículos y capítulos sobre teoría de la democracia, populismo latinoamericano y peronismo.

Distancia física y armonía comunal/social: reflexiones sobre una situación global y nacional sin precedentes[1]

Por Walter D. Mignolo

I

La situación que estamos experimentando en el planeta es inédita. Hubo, sin duda, pandemias y crisis financieras en el pasado. Esta es la primera vez que pandemia y crisis financieras ocurren juntas, la segunda motivada por la primera. Las relaciones entre ambas son difusas. Una pregunta es en qué medida una desmedida economía de crecimiento creó las condiciones para que se originara la pandemia. La otra pregunta la motiva el hecho de que, hasta el momento, la mayor cantidad de personas infectadas haya ocurrido en los países industrializados de Occidente. En China, (pero también en Corea del Sur, Taiwán, Singapur) las estadísticas son menores y el control de la propagación es más efectivo.

En el escenario actual percibo tres momentos significativos y una expresión que conecta esos tres momentos. La expresión generalizada es la de “distancia social.” La práctica de “distanciamiento” es necesaria y efectiva. Disipar la confusión entre ambas es importante para subrayar que lo que necesitamos hoy es solidaridad y armonía comunal, aunque tengamos que mantener distancia física (Mignolo, 2010). Vayamos a los tres momentos.

II

El primer momento está marcado por la situación sin precedentes. Nunca en la historia de la humanidad pandemia y crisis financiera ocurrieron simultánea y globalmente. En una rápida mirada a estas dos historias encontramos lo siguiente. El siglo XVI marca un hito muy especial en los registros de fenómenos pandémicos en distintos lugares y épocas. Es la primera pandemia provocada por la incipiente globalización marítima, transoceánica. Desde el siglo XVI hasta el presente se registran varias pandemias (Lepan, 2020) que afectaron a más de un continente. Las más devastadoras fueron las ocurridas durante la colonización de las Américas y la llamada “Gripe Española.” En cuanto a las crisis financieras a partir del siglo XVI comprobamos que la primera ocurrió en el siglo XVII, la segunda en el XVIII y la tercera en el XIX. Cinco crisis ocurrieron en siglo XX y tres en lo que va del siglo XIX. Un total de ocho en un siglo con relación a tres en tres siglos. Todas ellas son crisis ocurridas en el orden mundial moderno/colonial. Son distintas a las ocurridas con anterioridad cuando el planeta no estaba todavía interconectado y en ningún caso ocurrieron simultáneamente y en todo el planeta.

El segundo momento lo definen la guerra de las imágenes entre Estados Unidos y China y sus consecuencias, presentes y futuras, en el orden político y económico global. La guerra de las imágenes se asienta sobre el diferencial de poder moderno/colonial en la esfera mediática como así también en la historia de las relaciones inter-estatales. En la esfera mediática, tanto la lengua inglesa como la industria de la información manejada por Estados Unidos, lleva ventaja sobre el mandarín y la industria informática China. Estadísticamente, el número de hablantes nativos en mandarín es tres veces mayor al número de hablantes nativos en inglés. No obstante, la difusión internacional desde China no puede evitar el uso del inglés. En cuanto a las relaciones internacionales, tiene su punto de anclaje en el quiebre que sufrió China durante la guerra del opio (mediados del siglo XIX) y el largo proceso de resurgimiento desde entonces. En la guerra de las imágenes, Estados Unidos mantiene el privilegio mediático que le permite justificar las sanciones financieras. Por lo tanto, el diferencial de poder favorece la actitud agresiva de Estados Unidos en tanto que sitúa a China en una posición (todavía) defensiva.

La pandemia intensificó un conflicto ya existente que continuará después de controlada la pandemia. Lo que está en juego es mantener —por un lado-- el orden global unipolar liderado por Estados Unidos, aunque basado en quinientos años de historia de expansión europea y —por otro— el inevitable desplazamiento hacia un orden global multipolar. Lo que está en juego no es una nueva bipolaridad (o Estados Unidos o China), sino algo distinto. Se trata de lo siguiente. Carl Schmitt bosquejó la formación, a partir del siglo XVI, del “segundo nomos” (ley, orden) de la tierra (Schmitt, 2006). El primer nomos de la tierra es, para Schmitt, anterior al siglo XVI, poli-céntrico, mientras que con el segundo nomos surge el orden global mono-céntrico y centrado en los intereses de Europa. Hoy estamos viviendo la transformación del segundo al tercer nomos: la disolución del orden unipolar, centrado en el Atlántico Norte, y la emergencia de un orden multipolar o pluri-céntrico. Orden que incluirá a la Unión Europea y a Estados Unidos, pero que ya no admitirá el liderazgo unipolar. La pandemia está simplemente acelerando un proceso ya en marcha e imparable. La guerra de las imágenes que nos orientan y desorientan es la manifestación superficial de un terremoto en el orden mundial y en las relaciones internacionales.

El tercer momento se deriva del segundo. China, Rusia y Cuba enviaron ayuda médica y sanitaria a varios países, Italia y Argentina entre ellos. Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania (los tres estados del corazón de Europa) no están en condiciones de prestar ayuda puesto que son los países con mayor cantidad de personas infectadas y fallecidas[2].

Estos son signos inequívocos del orden multipolar en marcha que la pandemia no sólo acelera, sino que quita las máscaras mantenidas todavía precisamente por el privilegio mediático del Atlántico Norte (Colom Piella, 2018).

William O´Barr, Procurador General en la presidencia de Donald Trump, sentenció a principios de abril que China es la mayor amenaza que enfrenta hoy Estados Unidos[3]. El enunciado tiene sus vericuetos. En primer lugar, porque en estos momentos la política del gobierno chino es más bien —como ya mencioné— a la defensiva. Quien ataca es Estados Unidos y la declaración de O`Barr es un signo evidente que revela el temor de lo inevitable: la imposibilidad de Estados Unidos de contener a China, un país con una población de un billón y medio de gentes. En una economía de crecimiento y competitiva, capitalista se le llama, es imposible detener el crecimiento no sólo por la capacidad de China de producir y consumir sino por la capacidad intelectual, técnica y científica de una población disciplinada que ya ha demostrado su disposición y auto-suficiencia. Detrás de la observación de O´Barr se esconde una paradoja: el proyecto de desarrollo y modernización que lanzó Harry Truman en 1949, y que conocemos bien en América Latina, suponía que Estados Unidos sería el país que “ayudara y guiara” el proceso, pero no que alguien desobedeciera y lo hiciera por sí mismo. El leído y comentado artículo de Henry Kissinger, “The Coronavirus Pandemic Will Forever Alter the World Order” publicado en el Wall Street Journal, complementa la beligerante declaración de O´Barr en un tono diplomático[4].

Los tres momentos bosquejados y la expresión que los conecta (distancia social) son los signos de un proceso liderado que, en retrospectiva, comenzó en la década de los 70s: hasta 1945 la economía era parte de la sociedad, a partir de 1970 (precedido por el período de bonanza en los países industrializados entre 1950 y 1970), la sociedad devino parte de la economía. Inversión radical que subyace al orden global unipolar y multipolar. La expresión y recomendación de “distancia social” puede muy bien ser una expresión, intencional o no, que contribuye a supeditar la sociedad a la economía inhibiendo la posibilidad de cuestionar la inversión para situar la economía al servicio de la sociedad y esperar que el estado promueva los lazos comunales en vez de las redes financieras y corporativas. La “distancia social” para resolver una crisis bifronte—de economía y pandemia—crea una imagen de sometimiento social al orden económico, mientras que “distancia física” y “armonía social” subraya la voluntad social de colaboración sin sometimiento y sin olvidar la solidaridad y lo comunal.

 

III

El futuro de Argentina dependerá de las respuestas y orientaciones que el gobierno otorgue y promueva en el concierto de un orden global debatido en los G7, los G20 y las Naciones Unidas. Reflexionar sobre estas mutaciones y sus consecuencias, con o sin virus, contribuye para los proyectos “Argentina Futura.” La filosofía de los Pueblos Originarios nos enseña que, contrario a los conceptos de progreso y desarrollo, el presente y el pasado están frente a nosotros: lo sentimos, lo vivimos, lo “vemos.” El futuro está detrás. No lo sentimos, no lo vivimos ni lo vemos. El orden global multipolar (político, económico, mediático, militar) es paralelo a las mutaciones de la esfera del conocimiento. En consecuencia, ya no es necesario partir del canon occidental de conocimiento basado en seis lenguas modernas europeas (principalmente inglés, alemán y francés y en menor medida italiano, español y portugués), todas ancladas en el griego y el latín para orientar el presente hacia el futuro. Aunque el castellano es la lengua oficial de Argentina, nuestra historia y la de América debe ser el punto de partida de nuestras reflexiones. La referencia a la filosofía de los Pueblos Originarios tiene todo el peso de un proceso de desenganche epistémico y afectivo.

Hagamos un breve recuento de las dos primeras décadas del siglo XXI partiendo de nuestras historias locales para luego reflexionar sobre el panorama global. Muchas cosas que diré son sabidas; no es por la información que las digo, sino para la reflexión.

La década del 90 fue la década del triunfalismo neoliberal motivado por la desintegración de la Unión Soviética y la algarabía del fin de la historia, respaldado por el boom tecnológico en Wall Street. En América del Sur, el proyecto neoliberal había ya comenzado en Chile en 1973, continuó con Jorge Rafael Videla en Argentina y con Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia. Esas memorias fueron marginadas por el triunfalismo financiero de Domingo Cavallo y los entretelones de Carlos Menen; triunfalismo interrumpido por las respectivas bombas en la Embajada de Israel y en la AMIA. En el 2000, el castillo de naipes montado en los 90s se derrumbó en el orden global y también en Argentina. En el orden global, la destrucción de las Torres Gemelas (9/11) fue utilizada en la guerra de las imágenes para salir de la crisis. La intervención de Rusia en Siria y en Ucrania desbarató el proyecto. A pesar del fracaso político en Iraq, la invasión del 2003 permitió legitimar la guerra permanente contra un enemigo fabricado y justificaba la renovación de la política de “seguridad nacional.” La Unión Soviética ya no existía y era necesario inventar un nuevo enemigo[5].

Hacia el 2006 sentimos un giro a la izquierda en América Latina. Queda el recuerdo, para quienes lo vivimos, de la euforia que comenzó a hacia el 2003, año en que Ignacio Lula y Néstor Kirchner asumieron la presidencia. Hugo Chávez ya estaba en el cargo desde 1999. En el 2006 Evo Morales y en el 2007 Rafael Correa asumieron el liderazgo de sus respectivos países. En ambos países las Asambleas Constituyentes redactaron nuevas Constituciones en las cuáles sobresalían tres capítulos: estado plurinacional, Sumak Kawsay (Ecuador) y Suma Qamaña (Bolivia) y Derechos de la Naturaleza (Madre Tierra o Pachamama). En Uruguay, José Mujica acompaño el giro a la izquierda entre el 2010 y el 2015. Hacia 2011 algunos percibíamos que el giro no habría sido hacia la izquierda sino hacia la des- occidentalización: gobiernos que mantuvieron la economía de acumulación, capitalista (y difícilmente hubieran podido hacer otra cosa), pero desligándose en lo posible de US y orientando su política exterior hacia China, Rusia e Irán[6]. La formación de los BRICS, siendo Brasil uno de sus miembros, facilitó este giro. Hacia el 2014-2015 la derecha argentina comenzó su campaña contra la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner y en el 2015 comenzó el hostigamiento a Dilma Rousseff que culminó en el golpe judicial en 2016. Finalmente, en el 2019 la derecha, tanto nacional como internacional, logró derribar al gobierno de Evo Morales. Debilitado el giro a la izquierda por errores propios y por el constantemente hostigamiento de la derecha, tanto nacional como internacional, el giro a la izquierda fue sustituido por el giro a la derecha, notablemente en Argentina en el 2015, en Brasil en el 2016, en Ecuador en el 2017, el retorno de Sebastián Piñeira en Chile y de la derecha cristiana en Bolivia en el 2019[7].

Si hay algo que la pandemia COVID-19 no alterará es, por un lado, las huellas de un pasado reciente donde se tejieron coordenadas políticas y económicas, pero también subjetivas de las personas al frente de instituciones nacionales e internacionales (estados, bancos, medios de comunicación, Naciones Unidas, FMI, etc.). Las decisiones no se toman sólo por razonamientos sino, y quizás fundamentalmente, por los sentimientos.

Por otro lado, la pugna actual entre la conservación de un orden mundial unipolar y otro multipolar, la pugna entre la re-occidentalización y la des- occidentalización, no será alterada en sus principios, pero seguro lo será en las estrategias. Tercer lugar, donde por cierto habrá un período de alteraciones y desconciertos, es en la cotidianeidad de las gentes. La “Argentina Futura” dependerá de cómo se manejen las huellas institucionales, personales y sociales que han marcado la historia reciente del país, las modulaciones de las relaciones internacionales y el estado actual del conflicto uni-multipolar. A la Argentina no hacía falta “integrarla al orden mundial.” Argentina está integrada al orden mundial desde la revolución o golpe de estado, de 1852, liderado por Justo José de Urquiza.

IV

La presidencia de Alberto Fernández, inaugurada en diciembre del 2019 fue, sin lugar a duda, un momento propicio a la vez que difícil para que la oposición reconociera públicamente el fracaso de una política orientada por la creencia de que la sociedad debe estar supeditada a la economía y no la economía al servicio de la sociedad. Además, los cuatro meses del nuevo gobierno han marcado una fuerte re-orientación de las políticas públicas, de la imagen y la función de la forma estado-nacional. Todo lo cual generó un convincente voto de confianza de la gente. Sintieron, sentimos aún desde el extranjero, que el presidente y su equipo son estadistas al servicio de la nación. Las tempranas críticas a los abusos del estado restringiendo libertades personales ya no se escuchan. Pero vale marcar dos puntos al respecto: una cosa son los controles estatales como los vividos en Argentina entre 1976 y 1983, y en Chile entre 1973 y 1989, y otra son los controles para evitar la propagación del virus y el malestar social. El otro punto se refiere al mito de la “libertad.” La libertad de las personas es paralela a la libertad de las corporaciones y los bancos. Por eso la política neoliberal reduce la función del estado para expandir la libertad de los mercados. Ya vimos, en el pasado reciente, los resultados de políticas que reducen las funciones estatales. En relación a lo que vengo argumentando, subrayo tres instancias en el decir y hacer de Alberto Fernández en las que percibo tal re-orientación.