El hotel de las promesas

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¿En qué momento se había adueñado aquella muchachita testaruda, inteligente y tierna de su voluntad? No podía precisarlo, pero Pablo era consciente de haber vivido los días previos anhelando que ella franqueara su puerta y que raramente podía alejarla de sus pensamientos. Era una sensación que le espeluznaba y magnetizaba a un mismo tiempo. Un sentimiento desconocido que poco a poco iba convirtiéndose en el eje de su existencia.

Cecilia dejó escapar un grito consternado cuando percibió unos pasos vacilantes aproximarse hasta ella. La mujer suspiró aliviada cuando se topó con el rostro de una de las camareras de piso. Para aquella dama altiva esa muchacha era un ser insignificante; poco importaba lo que aquella empleada pudiera pensar. El honor de Cecilia continuaba impoluto.

Cristina sintió una punzada de desazón corroer sus entrañas al contemplar a aquella hermosa mujer abandonar la estancia. Los celos se proyectaron en su piel, oprimiéndola despiadadamente. Pudo percibir cómo las lágrimas se precipitaban a sus ojos y luchó por contenerlas antes de adentrarse en la habitación con sus enseres de limpieza.

Pablo se hallaba de espaldas a la ventana, completamente vestido, sosteniendo un cigarro. Aquellos ojos castaños se clavaron en los suyos con tanta ternura que, muy a pesar de sí misma, Cristina sintió que un calor sofocante corroía cada tramo de su cuerpo. Pablo se aproximó hasta ella y acarició el rostro de la chica con la yema de los dedos, con la cara tan cerca de sus labios que la joven pensó, por un segundo, que iba a besarla. En ese instante, el tiempo se congeló y Cristina casi hubiera podido aseverar que los latidos del corazón de Pablo se precipitaban contra su pecho con el mismo ímpetu que los de ella. Sin embargo, el muchacho retiró su mano, saludó a la chica con gesto taciturno y se adentró en el baño, segando la magia abruptamente.

«Necia ―se dijo furiosa, al tiempo que se inclinaba sobre la chimenea para encenderla―. ¿Por qué has tenido que enamorarte de él?». En contra de sus convicciones y su buen juicio, Cristina estaba completamente prendada de un hombre al que sabía que jamás podría tener.

Y ¡diablo! Pablo habría querido tomar su boca y perderse en aquellos ojos sin pensar en nada más. Pero no osaba contaminar a aquella muchachita adorable con la ponzoña de sus miserias. Ella no lo merecía.

Exhausta, Cristina comenzó a recorrer el pasillo que conducía hacia las habitaciones de los empleados. Su compañera acababa de contraer matrimonio y, tal como dictaba la costumbre, había abandonado su empleo, con lo cual, por el momento, Cristina se hallaba exenta de compartir dormitorio. Esos eran sus pensamientos cuando contempló el reloj del pasillo: eran cerca de las diez de la noche y, por fin, había finalizado su turno. Su único deseo era caer en su lecho y dejarse abrazar por la inconsciencia del sueño, sin tener que soportar conversaciones insulsas que nunca lograban alimentar la inquietud de su espíritu. No obstante, sus esperanzas se vieron mermadas cuando la puerta de la habitación 219 se abrió abruptamente. Pablo la saludó sonriente. Con su bata de terciopelo y la pipa de fumar en la mano, la contempló con gesto travieso, como un niño a punto de realizar un acto por el que sabe, seguro, que será reprobado:

―Sé que es tarde, pero si pudieras entrar un momento y avivar mi lumbre, te aseguro que ganarías mi eterna gratitud.

La muchacha torció el gesto con hastío al ver frustradas sus expectativas de descanso. No obstante, era aquella una noche realmente gélida. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana con tal furia que era imposible vislumbrar objeto alguno a través de ellos. Además, la muchacha no olvidaba que el señor De la Mora era el único cliente del hotel que merecía su deferencia. Ese hombre se había convertido para ella en una suerte de amigo y confidente que le brindaba consejo y apoyo. (No, era algo más. Ella sentía que necesitaba de él, que su piel clamaba por sentir el tacto de aquel hombre, que esos ojos la arrastraban a un abismo desconocido que le aterraba y fascinaba a un mismo tiempo, pero no podía sucumbir al delirio, ella jamás se dejaría arrastrar por una pasión ilícita como aquella). No quería imaginar cuán tediosa sería su existencia cuando aquel cliente gentil y locuaz abandonara para siempre aquel edificio. Llevaba días buscando en los recovecos de su mente un pretexto para pedirle sus señas a fin de poder retomar el contacto cuando él se fuera. «Estúpida soñadora ―se dijo, tratando de no perderse en el fulgor de aquella mirada que la estremecía―, ¿por qué iba a querer un hombre como él escribirte? Es seguro que olvidará tu nombre en cuanto traspase estos muros».

Cristina decidió desprenderse de su reticencia y entró en la habitación sin más preámbulo. La baja temperatura de la estancia le hizo estremecerse al penetrar en ella. Mientras la joven camarera iniciaba su labor, Pablo se volvió hacia su ventana.

―Si aprendiera a encender la chimenea, señor, no necesitaría robar horas a mi sueño. ―La cercanía de Pablo de la Mora la volvía temeraria. Nunca ocultaba sus pensamientos ante él.

―Olvidas que soy un niño rico consentido. En el internado no creyeron necesario enseñarnos a prender una lumbre. Dábamos por sentado que siempre habría un criado a nuestra disposición para realizar tan nimia tarea.

Ella sonrió divertida. Aquellas palabras, que en otra persona hubiera interpretado como suficiencia, en el señor De la Mora no era más que un juego inofensivo destinado a arrancar sus carcajadas. Cristina sabía que, al finalizar, el joven estrecharía su mano con sincero agradecimiento, acción que ella valoraba más que las monedas que otros clientes le entregaban ocasionalmente sin tan siquiera mirarla, como si fuera posible comprar su voluntad.

―¿No tiene compañía esta noche, señor? ―preguntó la chica, a sabiendas de cuán dolorosa podía resultarle la respuesta.

―No, Cristina. Hoy me apetecía ordenar mis pensamientos. Además, no siempre tengo la ocasión de invitar a una dama hermosa a mi alcoba.

Tras este breve diálogo, permanecieron unos instantes en silencio. Aquella noche, Pablo tenía la mirada perdida. Había recibido carta de su madre esa mañana y, como siempre, sus palabras habían sacudido el ánimo del joven. La mujer le increpaba su existencia vacía y libidinosa a costa de la fortuna familiar y le instaba a regresar inmediatamente a cumplir con sus obligaciones y casarse con la distinguida Ana Quiroga.

Debes perpetuar el nombre de esta familia, necesitamos un heredero, había escrito la mujer.

«Bien, madre ―pensó Pablo amargamente―, creo que aún deberás esperar un tiempo».

Aún no se sentía con fuerzas para regresar. Algo en su interior se rebelaba contra los planes que habían dispuesto en torno a su futuro y tenía intención de sortearlos mientras le fuera posible. Quizá por ello había buscado el pretexto más fútil para llamar a Cristina a su lado cuando escuchó pasos tras la puerta y supuso por la hora que solo podía tratarse de ella. Los breves instantes que pasaba junto a ella era lo más cercano a la felicidad que jamás había conocido.

Ensimismado, Pablo comenzó a pasear por la estancia y, sin darse cuenta, se situó a espaldas de Cristina, tan sigilosamente que la joven no se percató de su cercanía. Ello motivó que, al tratar de levantarse, la muchacha colisionara con él y se precipitara a sus brazos, los cuales se vieron obligados a sostenerla para evitar que se topara de bruces con el suelo. Las manos de Cristina quedaron, de este modo, enlazadas en torno al cuello de Pablo, el cual sujetaba a la muchacha por la cintura. Al sentir la cercanía de aquel cuerpo cálido tan próximo al suyo, De la Mora percibió cómo su ánimo se sublevaba, reclamando aquellos labios que se abrían ante él con promesas de deleite y abandono. Aquellos ojos verdes (los más hermosos que jamás hubiera contemplado) le emplazaban a tomar su boca sin dilación. Supo que ella también anhelaba su tacto. Ninguna palabra irrumpió en el silencio de la estancia, simplemente un cruce de miradas que segó, abruptamente, la resistencia de ambos… Horas después, ninguno de los dos sabría precisar quién había iniciado aquello, pero, súbitamente, sus labios quedaron enlazados en un beso prolongado y sosegado. Ambos escogieron el mismo momento para dejar de batallar contra sus impulsos y entregarse a los anhelos más recónditos de su fuero interno. Fue un gesto tan espontáneo que, al separarse, se miraron incrédulos. El corazón de Pablo se desbocó al contemplarla y sintió un estremecimiento que agitó sus entrañas. Notó el temblor de sus manos al enlazarlas en torno a la cintura de la muchacha y volver a precipitarse hacia su boca. Los besos se tornaron más apasionados y, al acariciar su espalda con la yema de los dedos, Pablo se sintió ávido de ella. El joven cerró sus manos en torno a sus caderas y la elevó en el aire para, sin abandonar en ningún momento sus labios, tenderla sobre la cama. La sintió estremecerse entre sus brazos cuando deslizó su boca por el cuello de ella y bajó hacia su pecho para comenzar a desabrochar su corpiño. Lentamente, la despojó de su ropa al tiempo que dejaba caer una tormenta de besos en cada centímetro de su piel. Ella acariciaba su espalda y buscó el cinturón de su bata para desabrocharla y dejarla caer al suelo. Cristina notaba el rubor que encendía sus mejillas. La mente de la muchacha no cesaba de indicarle que debía detener todo aquello y, sin embargo, notaba que el deseo inflamaba su cuerpo con tanta fuerza que ya no era dueña de sus movimientos. Las pieles desnudas de aquellos amantes casuales se rozaron en un abrazo tan íntimo que, por un instante, parecieron fundirse en un mismo cuerpo. Pablo la sentó en su regazo para contemplarla en silencio. Los ojos de ella refulgían voraces, sedientos de él. «Dios mío ―pensó mientras se inclinaba para volver a besarla―, ni en cien años podría quedar saciado de ella».

 

Pablo volvió a precipitarse hacia el cuello de la joven y deslizó la lengua en torno a su vientre, deleitándose en el sabor de aquella piel que se entregaba, sin reservas, a sus manos. Cristina arqueó la espalda y dejó escapar un gemido cuando la boca de él se internó entre sus muslos.

―Chssst ―susurró Pablo, tiernamente, al tiempo que masajeaba, muy dócilmente, los pliegues de su cintura―, déjate llevar.

Cristina sintió un ardor sofocante bajo el abdomen, una agitación que convulsionó cada fibra de su ser, un placer tan intenso que, al llegar a su cénit, le hizo prorrumpir un intenso alarido. Al oírlo, Pablo sonrió y acarició suavemente sus muslos mientras volvía a precipitarse hacia su boca. Ella le miró intensivamente y se preparó para recibirlo. Ya no podían contener su deseo. Cuando entró en ella, la joven ahogó una exclamación de dolor. Él no dejaba de besarla mientras sostenía, dulcemente, sus manos. Tierno. Cauteloso. El padecimiento de la muchacha remitió pronto y dio paso a una sensación tan intensa que Cristina pensó que nunca se había sentido tan viva como en ese instante.

Quince minutos después, permanecían tendidos en el lecho, cada uno sumido en sus propios pensamientos. No habían intercambiado todavía palabra alguna, ambos estaban centrados en asumir lo que acababa de suceder entre ellos. Pablo sentía un profundo desprecio hacia sí mismo. Había sido sincero con Cristina cuando le dijo que jamás había embaucado a una muchacha inocente, no cabía en su ánimo el engaño, no deseaba arruinar ninguna reputación. No obstante, lo que había sentido en aquel encuentro fortuito era muy diferente. Él no había seducido a aquella muchacha, jamás hubo un juego previo; aunque, ahora que su brazo aferraba con infinita ternura la cintura de la chica y esta apoyaba la cabeza en su regazo, supo que lo que había sucedido era tan ineludible como la tormenta que se precipitaba, furiosa, contra las persianas de la ventana. Al clavar sus ojos en los de su compañera, Pablo comprendió que esa no era como otras ocasiones, cuando tendía a alguna dama distinguida en su cama para burlar el tedio. Esta vez se había entregado con cada fibra de su ser. Ella adivinó en sus ojos aquellos pensamientos, lo que le hizo incorporarse y besarlo suavemente:

―En esta cama no ha ocurrido nada que yo no deseara, Pablo, y créeme si te digo que ha sido el momento más feliz de mi vida.

Era la primera vez que le tuteaba y se dirigía a él por su nombre de pila. Después de lo que acababan de compartir, no eran precisas las formalidades entre ellos. Cristina comenzó a vestirse pausadamente, parecía estudiar cada uno de sus movimientos. Se miró unos segundos en el espejo para colocar la cofia de su uniforme y se dirigió hacia la puerta. Iba a precipitarse hacia la salida, cuando pareció sopesarlo y se giró hacia Pablo, que la observaba desde la cama con gesto compungido:

―Ya me conoces. No soy una ingenua romántica, no voy a esperar nada que no quieras darme. Pero llevaré esta noche en mi fuero interno mientras viva. Cada vez que el hastío me devore, recordaré que me amaste por unos instantes. Posiblemente tú no vuelvas a pensar en ello, pero yo no voy a olvidarlo. Despidámonos en este momento para que toda la felicidad que siento ahora no se vea empañada por las lágrimas.

Con estas palabras, la joven se dispuso a abandonar la estancia, pero Pablo saltó de la cama y corrió hasta ella. Con un brazo empujó la puerta que ella había empezado a abrir, mientras que con la otra la atrajo hacia él y comenzó a devorar su boca con desasosiego. Cristina aún sonreía cuando se separaron. Depositó un beso en su mejilla y abrió la puerta. Pablo escuchó sus pasos alejarse a través del pasillo y se dejó caer en el suelo. Sentía que el cúmulo de emociones que le embargaba comenzaba a ahogarle. En su mente se agolparon, abruptas, todas las palabras que hubiera querido decir al despedirse. Él tampoco iba a olvidarla. De hecho, no creía ser capaz de continuar con su vida tal como la había conocido hasta entonces.

CAPÍTULO CUARTO

Decía Shakespeare en una de sus tragedias cumbre que su protagonista había asesinado al sueño. Así se sentía Pablo de la Mora aquellos días, pues no era capaz de albergar un solo instante de sosiego. Cada fibra de su ser, cada tramo de su piel y de su alma estaban impregnados de Cristina. El recuerdo de aquel breve instante de pasión que compartieron le acompañaba a cada paso. El roce de sus pieles, sus labios ardiendo, sedientos de ella, sus manos enlazadas mientras se fundían el uno en el otro como un solo cuerpo…

Ella no había vuelto a acudir a su habitación desde ese día. Sus conversaciones vespertinas fueron abruptamente segadas. Esos días era otra muchacha la que encendía su lumbre y traía a su dormitorio los víveres que solicitaba. Pablo supo que la joven trabajaba temporalmente en las cocinas del hotel. Ignoraba si era ella quien había solicitado aquel cambio de tareas a fin de evitarle o si únicamente era el infortunio lo que les separaba, pero no había vuelto a verla desde aquel encuentro fortuito. Y no había nada que deseara con más fervor que volver a contemplar aquellos ojos verdes cuyo fulgor envolvía su ser como una tenue caricia, algo desdeñosos en ocasiones, pero siempre capaces de penetrar en los abismos más recónditos de su espíritu; su sonrisa embriagadora que le envolvía en una madeja de ternura sin límites y restituía la paz de su ánimo; el arrebol de sus mejillas cuando el entusiasmo las encendía y dejaba entrever su verdadero ser… Sí, había comprendido que la amaba. Sin remisión, sin condiciones, sin posibilidad de evadirse. No podía escapar a ello y tampoco lo deseaba. Pablo sentía que nunca había necesitado a alguien con tanto ímpetu. Solo junto a ella podría continuar respirando.

Toda su vivacidad había desaparecido. Ahora se mostraba apesadumbrado y ceñudo. Raramente abandonaba su dormitorio. Lo único que le daba fuerzas para levantarse cada mañana era la vana esperanza de toparse con ella. Sus días eran desapacibles, ensombrecidos por la amargura y la desazón. Ninguna mujer había vuelto a cubrir su desnudez con aquellas sábanas. ¿Cómo besar una piel que no fuera la de ella? ¿Cómo abrigar entre sus manos el estremecimiento de otro cuerpo cuando aún sentía las caricias de su amada tan arraigadas a su ser?

No había transcurrido más de una semana cuando volvió a verla, aunque la nostalgia hacía que las horas se ralentizaran. Aquel día se hallaba de pie junto a la escalera que conducía a las habitaciones de los empleados, a fin de toparse con ella. Apoyado en la pared, trataba de eludir su ansiedad mientras sostenía un cigarrillo consumido entre los dedos. De repente, un grito airado, preludio evidente de una acalorada discusión, le hizo adentrarse a la zona de servicio, único lugar vedado a los clientes de aquel hotel. Había reconocido la voz que lo había emitido y los latidos de su corazón se desbocaron. Allí estaba Cristina. Su larga cabellera se había desprendido de la cofia del uniforme como consecuencia de un leve forcejeo y caía sobre sus hombros desordenadamente. En aquel momento, el rubor encendía sus mejillas, aunque su rostro traslucía una lividez casi mortuoria. Se hallaba apoyada en la pared y Miguel le cerraba el paso, asiéndola por el brazo. Pablo sintió cómo los celos desgarraban sus entrañas. ¿Era posible que la mujer que idolatraba hubiera olvidado todo lo vivido para entregarse a los brazos del patán que la había abandonado? No obstante, al posar sus ojos en los de ella percibió la ira que centellaba en ellos. La mano de Miguel trataba de introducirse por debajo del vestido de la joven.

―Pequeña, no puedo resistirme.

Ella, azorada, trataba de zafarse de aquel contacto. Al percatarse de lo que sucedía, Pablo se dispuso a intervenir. Mas no fue necesario. La rodilla de Cristina se clavó debajo del estómago del camarero. Dolorido, el muchacho se llevó las manos a la zona afectada, al tiempo que ella le empujaba a fin de apartarlo.

―Vuelve a tocarme y clavaré una navaja entre tus ojos.

Azorado, Miguel emprendió la huida, escaleras arriba. Cristina permaneció unos segundos apoyada en la pared, ahogando el gemido que pugnaba por proferir su garganta. Ya se disponía a alejarse, cuando aquella voz que había temido y anhelado durante días se alzó quedamente a su espalda:

―Cristina…

La joven había sostenido con arrojo y sin atisbo de vacilación la mirada de Miguel. No obstante, al percibir la presencia del único hombre capaz de arrebatarle el sosiego, sintió que llegaba al límite de sus fuerzas. Un escalofrío sobrecogió cada átomo de su cuerpo mientras se alejaba de él, sin volverse, sin pronunciar una palabra...

Pablo no la siguió. Volvió sobre sus pasos en silencio y se encaminó hacia su dormitorio. Al penetrar en la estancia se dejó caer sobre la cama y sollozó. Habían resquebrajado su corazón. Debía abandonar ese hotel sin más premura, era urgente alejarse de ella. No obstante, en su fuero interno no podía sino reconocer que había alcanzado un punto sin retorno.

Cristina no pudo evitar mascullar una maldición cuando se encaminaba hacia aquella estancia. No era excesivamente devota, no obstante, se sorprendió a sí misma alzando una plegaria en el aire, rogando a cualquier ente benévolo que quisiera escucharla que Pablo de la Mora no se percatara de su cercanía. Había logrado esquivarle durante días. Cuando la gobernanta comunicó al personal que necesitaban ayuda en las cocinas, ella no dudó en prestarse voluntaria. Sabía que, si volvía a ver a aquel hombre, si escuchaba su voz una única vez… entonces ya no habría atisbo para la cordura. No quedaría más camino que arrojarse a sus brazos y perderse en él. Por eso, cuando Pablo fue a buscarla el día anterior, en el momento que sus labios pronunciaron su nombre, cuando percibió en aquel murmullo acongojado su mismo anhelo… no pudo más que huir de él. No lamentaba ni por un instante haber sucumbido a aquel delirio… Sabía que había sido real. El modo en que sus caricias prendieron su piel hasta estremecerla, aquella ternura aflorando en sus ojos, la forma en que la abrazó cuando cayeron extenuados sobre la almohada. El beso de la despedida… Aún lo sentía arder en sus labios, arrastrando los ecos incandescentes de una pasión que se perpetuaría en los abismos insondables del tiempo; los brotes de un amor tan inquebrantable como las rocas que enfrentaban el ímpetu de las olas, amor que no debía ser alimentado. Si hubieran sido otras las circunstancias, no dudaría en abandonarse a aquellas emociones, pero Cristina no era dada a las fantasías románticas. Una joven provinciana nunca desposaba al galante caballero que la pretendía. Había visto perderse a muchas muchachas en la efervescencia de aquellas pasiones ilícitas. Siempre acababan abandonadas, repudiadas por la sociedad, prostituyéndose o mendigando para poder subsistir. Las que conservaban un atisbo de dignidad, como su madre, eran despreciadas y obligadas a realizar las tareas más tediosas. Nadie las empleaba honradamente, jamás recibían una palabra de aliento. Ella y su progenitora habían logrado subsistir gracias a las hierbas que cultivaban en su huerto y a sus trabajos esporádicos como tejedoras y lavanderas. Habitaban en una cabaña maltrecha, atestada de humedad y carcomida por el irreprimible vaivén de las estaciones, pues no tenían medios para repararla y nadie estaba dispuesta a ayudarlas. En ocasiones, Cristina se sonreía al pensar que, muy probablemente, dos siglos atrás ambas hubieran ardido en la hoguera, acusadas de perpetrar oscuros sortilegios al Diablo.

Aquella noche la gobernanta le ordenó acudir a una de las habitaciones. Su compañera de dormitorio aún no había sido sustituida y andaban algo escasos de personal. La habitación 218 había solicitado un servicio y todas las camareras de piso andaban atareadas.

―Llévales este té y después puedes retirarte a descansar. Mañana te necesitaré en la cocina a las cuatro y media para un servicio especial. Tenemos que preparar el desayuno a los nuevos huéspedes. Llegarán mañana a las seis y será preciso atenderlos adecuadamente.

Cristina se sintió desfallecer, era la habitación contigua a Pablo de la Mora. Corrió presurosa a cumplir con el mandato, azorada, deseando finalizar y alejarse de aquella dulce tentación cuanto antes. La mujer se mostró altiva con ella y no dudó en reprenderla al considerar que la temperatura de su bebida no era adecuada. Al salir de aquella cámara sus sienes palpitaban de furia, su ánimo se enardecía… Pero entonces, sus ojos se toparon con la habitación 219. Durante un leve instante se permitió soñar… Imaginó un refugio en los brazos del hombre que estaba detrás de aquella puerta. Pensó en trasponer el abismo que les separaba y besarle hasta arrebatarle todo atisbo de sosiego, así como ella percibía cómo se entrecortaba su respiración al saberle tan próximo y, sin embargo, sentirle tan fuera del alcance de su mano.

 

Pablo no podía conciliar el sueño. Se había levantado a fumar y trataba de sofocar sus emociones. Finalmente, no había tenido arrestos para marcharse. Se sentía encadenado a Cristina, embriagado por el más intenso de los opiáceos. Necesitaba su proximidad, aun cuando ella se obstinara en ignorarle.

El suave rumor de unos pasos le sobresaltó. A esas horas no solía haber movimiento en el vestíbulo, a no ser…

Exaltado como un infante la víspera de su cumpleaños, Pablo se levantó de un salto y alcanzó la puerta en un segundo. A través de la cerradura pudo ver a la causante de su desazón, de pie junto a su dormitorio. Su primer impulso fue el de no revelar su cercanía. Tenía la firme resolución de respetarla y no imponer a la joven una compañía que no deseaba. Pero entonces vio en los ojos de ella una tristeza tan profunda que olvidó toda cautela.

Cristina ya se disponía a encaminarse a su dormitorio, cuando la puerta de la habitación 219 se abrió abruptamente. Antes de poder tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, sintió cómo un fornido brazo la arrastraba hacia el interior de la estancia al tiempo que una tormenta de besos se precipitaba sobre su piel y sus labios. Las caricias de Pablo eran impetuosas, desesperadas. La dejó caer suavemente sobre la cama y se abrazó a ella, enlazando su cintura con las manos.

―Dime que pare y lo haré, Cristina ―susurró contra su boca―. Pídeme que te deje marchar y no dudaré en apartarme, aunque te estés llevando mi vida contigo.

Ella no respondió con palabras, pero correspondió a sus besos con idéntico ardor. Pablo levantó las enaguas de la joven por encima de su rodilla y entró en ella con desesperación, con urgencia. Ella curvó la espalda y gimió. Sus bocas se buscaban hambrientas. Todo acabó en un breve instante. Tal era la intensidad del deseo de ambos.

Al finalizar, Cristina volteó el rostro y dejó escapar un sollozo. Apesadumbrado, Pablo trató de abrazarla.

―¿Por qué lloras?

Cuando ella se volvió para mirarle, había tal aversión en su mirada que Pablo se sobrecogió ante aquel furor inesperado. Sus pupilas se habían convertido en dos bloques de hielo que se clavaban en él cargados de odio. Y, sin embargo, no tardaron en fundirse cuando el llanto de la muchacha se tornó más violento y desosegado. Confundido, el joven trató de rodear los hombros de Cristina con su brazo, pero ella lo apartó violentamente y comenzó a golpearle furiosamente en el torso.

―¡No me toques! ―masculló soliviantada―. Eres un miserable, ¿lo sabías? Un maldito niño malcriado que se cree con derecho a someter al mundo entero a sus antojos. Seduces a la gente con tu sonrisa petulante y tu porte desenfadado. Tratas a los demás con amabilidad, pero lo único que persigues es alcanzar tus metas.

Pablo había enmudecido. Los puños de la joven se clavaban en su pecho con más ímpetu que fuerza física. No era capaz de rebatir sus palabras, pues el dolor de Cristina resquebrajaba su corazón y lo rompía en miles de pedazos que se expandían en torno a su piel hasta desgarrarla.

―Eres peor que los demás ―ahora los ojos de ella se filtraban en la nada, como si no hubiera más interlocutor que ella misma para sus palabras― porque me deslumbraste con tu deferencia. Pero tú únicamente buscabas perderme, someter mi voluntad. Yo deseaba que me dejaras preservar el recuerdo de la otra noche. Solo eso. Guarecer en mi interior cada uno de tus besos, conservar la ilusión del amor que me concediste durante una hora. Pero para ti no era suficiente, ¿verdad? Tú debías arrebatarme la cordura y volver a tenerme. ¿No hay suficientes damas dispuestas a compartir tu cama, Pablo? Sí, soy una mujer humilde. Pero ello no me convierte en presa de tus artimañas. No soy una marioneta que puedes manejar y desechar a tu capricho. Mírame, soy un ser humano. Siento, padezco y me he entregado a ti con cada fibra de mi ser.

Al oír aquellas palabras, Pablo asió a la joven por las muñecas y se posicionó encima de ella. Cristina se agitaba violentamente, tratando de zafarse de su contacto, pero él no le permitió rechazarle.

―No entiendes nada. Nunca pretendí utilizarte. Lo que ha sucedido entre nosotros no ha sido un juego para mí. Si estás aquí no es porque haya querido saciar mis apetitos contigo, sino porque te amo.

Los ojos de ella se abrieron, abrumados por el desconcierto. No, aquella mirada franca, rebosante de ternura, no parecía pretender engañarla. De repente había dejado de forcejear. Esas palabras convulsionaron su espíritu y rindieron su resistencia.

Pablo se inclinó sobre ella y besó suavemente sus labios.

―Estoy total, absoluta y desesperadamente enamorado de ti ―dijo mientras deslizaba su lengua por el cuello de ella y acariciaba lentamente su busto―. No he podido dejar de pensar en aquella noche ―mientras hablaba, iba depositando suaves besos en cada ángulo de su cuerpo―. Siento que cada paso que doy me arrastra hacia tus brazos; has impregnado mi piel de tu esencia, te has grabado a fuego en mi interior. No sé hacia dónde va a llevarnos todo esto, pero créeme, amor mío, si tú te pierdes yo me perderé contigo.

Esta vez fue ella quien buscó su boca. Fue un beso prolongado, despojado de la desesperación que había impregnado cada uno de sus movimientos hasta ese momento. Se desprendieron del resto de sus ropas y se abrieron el uno al otro con calma, abandonándose al deleite que los embargaba al comprender que se pertenecían el uno al otro.

Hicieron el amor pausadamente, memorizando cada tramo de sus pieles, impregnándose de su aroma, de su sabor. Se abrieron más allá de los límites de la carne, fundiendo sus almas en un único ser.

No podían precisar cuánto tiempo había pasado. La melena enmarañada de la muchacha caía, desordenadamente, sobre la almohada y los dedos de Pablo se entretenían acariciando sus mechones. Deleitándose en su aroma, el joven depositó un suave beso en la clavícula de la chica, haciendo que esta se estremeciera. Suspirando plácidamente, Cristina acurrucó la cabeza sobre el regazo de Pablo y decidió enfrentar su mirada:

―¿Sabes?, llevo semanas enamorada ti. Creo que prácticamente desde el primer día. Cada vez que cruzaba el umbral de tu puerta, mi corazón se agitaba; tus ojos me desarmaban, tu amabilidad deshacía todo atisbo de amargura en mi interior. Odiaba a las mujeres que compartían tu lecho porque no las creía dignas de ti… y, sin embargo, ¿acaso una camarera podía soñar con obtener tu amor? Creo que si me enfurecí tanto contigo la primera noche que me prestaste un libro, al creer que deseabas arrastrarme a tu cama, fue porque comprendí que la idea no me desagradaba en absoluto…

Pablo sonrió, sintiendo que, a sus oídos, aquellas palabras eran la más hermosa de las melodías.

―Oh, no, créeme, soy yo el que no se merece a alguien como tú. ―El chico se inclinó sobre los labios de Cristina para envolverlos suavemente con los suyos, mirando a la joven con tanta ternura que esta sintió cómo todo su cuerpo se estremecía―. Cuando venías por las tardes a hablar conmigo… aquel era el único momento alegre del día. Sabes que soy un auténtico desastre: fumo en exceso, he compartido mi cama con mujeres a las que desprecio únicamente por paliar mi soledad y, en ocasiones, amortiguo mis pesares con alcohol… Contigo todo es diferente. ―Tomó suavemente sus manos y la contempló embelesado―. ¡Haces que todo fluya con tanta naturalidad! A tu lado no es menester fingir, logras que desee convertirme en una mejor persona.

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