El hotel de las promesas

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CAPÍTULO SEGUNDO

La primera vez que vio a Cristina, la noche de su llegada, la consternación había quedado reflejada en el rostro de Miguel.

―No has debido venir ―musitó―. No tenemos nada de qué hablar.

―Me debes por lo menos una explicación ―había susurrado ella quedamente. No podía reconocer en aquella mirada vacía a su amigo de la infancia.

―¿Sabes? Creí que serías más lista, que la ausencia de mis cartas te daría la respuesta que precisas.

Sin más palabras, le había dado la espalda, alejándose de ella. No volvieron a hablar en los días siguientes. Él trabajaba en el comedor y ella se encargaba de las habitaciones. En un lugar como aquel era difícil que coincidieran. Además, él, por motivos que la muchacha desconocía hasta ese momento, no se alojaba en el hotel. Los quehaceres de ambos los mantenían alejados. Cristina se sorprendió al notar más furia que desolación ante la actitud de Miguel. Sentía cómo la herida que hendía su fuero interno punzaba su orgullo, pero su corazón seguía intacto.

Había pasado tan solo una semana cuando la muchacha conoció por fin los motivos que habían llevado al que fuera su prometido a alejarse de ella. Era una mañana gélida de enero y la escarcha del camino empañaba los cristales de todas las estancias del hotel. Cristina se hallaba en la cocina, preparando el té para los clientes que habían solicitado almorzar en sus habitaciones. Ya había depositado algunas tazas en la bandeja y se disponía a llevarlas, cuando una joven morena, de tez pálida y ojos oscuros, entró en el lugar, estremeciéndose por las bajas temperaturas. Su vientre abultado y sus tobillos tumefactos denotaban un avanzado estado de gestación. La gobernanta, al verla, corrió a su encuentro y le ofreció una silla.

―Olga, muchacha, no deberías caminar en tu estado. ¿Vienes a ver a tu marido?

―Así es, señora ―respondió la joven―. Miguel ha olvidado la corbata de su uniforme en casa y, como sabe, las normas del hotel no le permiten servir en el comedor sin ella. Hágase cargo, desde que tuve que abandonar mi puesto de camarera debido a mi estado, nuestros ingresos escasean y dependemos de su trabajo para sustentarnos.

―Pero, chiquilla, no importaba que vinieras hasta aquí. Tenemos corbatas de sobra. Esta misma mañana le dimos una a tu marido y ahora mismo está sirviendo los desayunos. Descansa un momento aquí antes de volver a tu casa.

Cristina cruzó aquel pasillo, enervada por la furia. Aquella noticia la había atravesado como un vendaval, quebrantándola en mil pedazos. Olvidando en ese instante sus quehaceres, corrió a buscar a Miguel a fin de increparle su mezquindad. Evidentemente, Cristina había sopesado la posibilidad de que existiera una nueva pasión en el corazón de su viejo amigo, pero nunca imaginó que la engañara tan impunemente y después no fuera capaz de sincerarse con ella. Por fortuna, lo encontró a solas, ocupado en dar brillo a unas copas de cristal de bohemia que debían ser utilizadas en la cena de esa noche. Fuera de sí, corrió hacia él y le abofeteó sin mediar palabra:

―Maldito cobarde, malnacido. Llevabas engañándome desde que llegaste a esta ciudad. Y no tienes los arrestos para sostener mi mirada, para decirme la verdad. ¿Y tú te llamas hombre?

Para sorpresa de Cristina, los ojos de Miguel reflejaron una profunda tristeza cuando se posaron en ella.

―Nunca he dejado de amarte, pequeña, y voy a lamentar cada día de mi vida el haberte perdido. No debí meter a Olga en mi cama, lo sé, pero la soledad es mala compañera. Mis primeras semanas en la ciudad fueron terribles, el trabajo era una auténtica pesadilla. Ella me dio un refugio y yo me dejé arrastrar. Cuando me dijo que esperaba un hijo, yo… No fui capaz de afrontarlo. Al verte aquí el otro día sufrí una profunda conmoción. Tuve que controlar el impulso de abrazarte, sé que he perdido el derecho a sentir esto por ti.

―Has perdido el derecho a mirarme a la cara, Miguel. Si hubieras sido sincero tal vez podría perdonarte. Pero no has jugado limpio. Lo siento por esa chica, porque es obvio que no te merece. No nos mereces a ninguna de las dos… Al menos yo he podido liberarme y seguir con mi vida.

Miguel volvió su rostro hacia la pared, incapaz de sostener aquella mirada que, en un solo instante, había mudado toda su furia en desprecio. Ella se alejó de allí. Sintió cómo su corazón se desbocaba, sus latidos se precipitaban a su garganta… De pronto, notó cómo una mano se posaba en su hombro. Se volvió rabiosa, dispuesta a increpar a su antiguo prometido todo el odio que albergaba, cuando se topó con los ojos de Pablo de la Mora:

―¿Estás bien?

―Señor De la Mora, yo… sí, sí, discúlpeme.

―Por supuesto, Cristina.

Él se disponía a alejarse, cuando Cristina sintió cómo las lágrimas que había estado luchando por retener pugnaban por precipitarse hacia sus mejillas.

―Íbamos a casarnos, ¿sabe?

Pablo asintió comprensivo y tomó asiento frente a ella. Estaban en un pasadizo postrero, alejado de presencias inoportunas.

―Te refieres al camarero del comedor, ¿verdad? Le he visto alejarse furioso hace un momento.

―Nos conocíamos desde niños. Creí que estaríamos juntos toda nuestra vida, había trazado un plan... Pero él dejó embarazada a una chica y se casó con ella. Creyó que no era relevante comunicármelo.

Él la observó detenidamente durante unos segundos.

―Creo, sinceramente, que tienes miedo. No lloras por haberle perdido, muchacha. Lo que te ocurre es que ahora sientes un vacío y piensas que no podrás continuar con tu vida.

―Si usted supiera cómo fue mi infancia, señor De la Mora. Soy hija de madre soltera. No, ni siquiera fue seducida y engañada. Un tipo la violó cuando regresaba a su casa después de realizar algunas labores de lavandería para cierta familia de abolengo que vivía en la zona. Sus padres la echaron de casa, pero ella me sacó adelante, pese a las burlas y al desprecio de sus vecinos. Yo era una niña sin padre, marcada desde mi nacimiento. Miguel fue mi único amigo. Creía que nuestro matrimonio devolvería el honor a nuestra familia y que mi madre podría vivir sus años de madurez en una paz relativa.

No sabía por qué le estaba relatando todo aquello a un completo desconocido. Pero las palabras bullían en su garganta y salían embravecidas. Era su único desahogo en esos momentos. Necesitaba que alguien la escuchara.

―Pero no necesitas a un hombre para eso, chiquilla. Eres más fuerte de lo que crees ―dijo Pablo―. Mírate, llevas una semana aquí y yo te veo muy capaz de salir adelante. Recuerda lo que te dije el día que nos conocimos, ahorra, cambia tu futuro, trae a tu madre contigo.

―Señor, no es tan fácil.

―Mira, la gente ha sido cruel con vosotras porque en esta maldita sociedad los prejuicios pesan más que las buenas acciones. Tras la pesadilla vivida y con una niña en su haber, tu madre merecía comprensión y el apoyo de los suyos, pero solo obtuvo rechazo. Aun así, ella encontró fuerzas para salir adelante. Y tú, ¿vas a dejar que un mequetrefe cualquiera te hunda?

Al oír esas últimas palabras, Cristina sonrió. Aquel hombre podía parecer superficial y atolondrado, pero había más amabilidad en él que en todas las gentes con las que se había cruzado hasta el momento.

―Gracias, señor De la Mora.

Como respuesta, el joven depositó en manos de la chica la bandeja que esta, en su desesperación, había dejado olvidada en un rincón de aquel pasillo.

―No me las des. Ahora seca esas lágrimas y vuelve al trabajo antes de que la gobernanta note tu ausencia. Voy a permanecer en este hotel por tiempo indefinido y me gusta que seas tú quien sirva las habitaciones. Quizá algún día necesite de ti cuando mi compañía nocturna empiece a mostrarse difícil y se niegue a marcharse.

Entre lágrimas e hipidos, aquella última frase logró arrancar una carcajada a la desconsolada muchacha. Una vez más aquel caballero había conseguido restituir su ánimo sin más herramienta que la amabilidad.

Aquella mañana, la gobernanta ordenó a Cristina que acudiera a la habitación 219 a llevar una taza de té a su inquilino, pues este había manifestado su deseo de no bajar al comedor a desayunar. Cuando Cristina tocó a su puerta y anunció su presencia, una voz desde el interior le comunicó que estaba abierta y que podía pasar. La joven pensó que el cliente del hotel debía permanecer aún en su lecho, por eso enmudeció de sorpresa al ver que Pablo de la Mora se hallaba sentado en una de las butacas con una hermosa dama a su lado. Sosteniendo un libro en su mano, el joven departía alegremente con su acompañante.

―Es una heroína fascinante. Tiene una fuerza que la empuja más allá de los convencionalismos nimios de la sociedad y la hace buscar su propio camino. Anoche no pude evitar pensar en ti mientras leía en mi cama, ¿sabes?...

Al decir estas palabras, el joven acarició suavemente un mechón de cabello de la mujer y susurró algo en su oído. Aquella dama se sonrojó levemente y se levantó.

―Pablito, eres terrible. Debo irme ya ―susurró coqueta.

―Espero verte esta noche en el comedor, Cecilia. Recuerda que pienso guardarte un asiento a mi lado.

Cristina esperó a que la mujer hubiera abandonado la estancia para acercarse. Disimuladamente, la joven leyó el título de la obra que el joven De la Mora sostenía: Madame Bovary. Cristina no había leído esa obra, pero la conocía, pues su publicación suscitó tal escándalo en su día que el cura del pueblo se vio obligado a condenar la novela desde su púlpito. La madre de la joven camarera le había contado la historia entre carcajadas.

«Qué oportuno ―pensó divertida―, la historia de una dama que le es infiel a su marido».

 

―Por favor, señor De la Mora. ¿Realmente hay alguna mujer que se deja seducir con una frase tan fútil?

El joven se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios:

―Sigues diciendo lo primero que se te pasa por la cabeza, ¿verdad, Cristina?

―Con usted es difícil evitarlo, señor.

«Ellas no le valoran ―hubiera querido decirle―. Usted es amable e inteligente y ellas no ven más allá de su atractivo y su cartera. No, esas damas que usted se esfuerza tanto en llevar a la cama no le merecen en absoluto».

Ignoraba que Pablo escogía esa compañía banal y superflua por miedo a comprometer su propio corazón… Aquella muchacha le agradaba, con ella podía expresarse con franqueza, sin medir sus palabras. Sentía que le comprendía mejor de lo que él se entendía a sí mismo. Le gustaba hablar con ella unos instantes cuando acudía a su habitación a avivar el fuego o a traerle algo. Siempre tenía una sonrisa franca, vivaz. Y Pablo sabía que era inteligente. Aquel día, mientras le servía la taza de té que había solicitado, el joven la sorprendió tratando de leer por encima de su cabeza el periódico que sostenía.

―¿Hay algo que te preocupa, Cristina?

Ella apartó los ojos, sonrojada, y musitó una disculpa, pero él la retuvo suavemente.

―No, por favor, habla. ¿Qué sucede?

―¿De verdad regresa el príncipe Alfonso a recuperar su Corona?

―Así es. Tras la disolución de las Cortes el pasado 3 de enero, Martínez Campos se dirigió a Sagunto, donde, con el apoyo del ejército Alfonsino, proclamó la Restauración de la monarquía borbónica. El Gobierno no ha podido hacer nada al respecto puesto que el ejército ha declinado oponerse al golpe y reconoce al joven Alfonso como jefe del Estado. Cánovas del Castillo ha salido de prisión y le espera en Madrid junto a Primo de Rivera.

―No puedo entenderlo, la verdad. Creí que odiaban a los Borbones.

―No, odian a su madre, la reina Isabel II. La acusaban de ser déspota y libidinosa, pero era tan solo una chiquilla cuando tomó el poder. Por ello, resultó ser fácilmente manipulable y no puede negarse que el suyo fue uno de los Gobiernos más corruptos de la historia de nuestro país. A tiempo que las prebendas a la clase política, así como las rebeliones y los golpes de Estado, se sucedían, el pueblo padecía hambre e inestabilidad. Cuando se autoproclamó presidente del Gobierno, los políticos comenzaron a temerla. El populacho, famélico y desesperado, la consideraba responsable de sus penalidades. Además, el sector más radical del Gobierno creía que una mujer no podía llevar sobre los hombros el peso de la Corona. Ya sabes que muchos consideraban que el líder Carlista era el heredero legítimo del trono.

―Carlos María de Borbón y Austria…

―Así es. Cuando doña Isabel nació, su padre, el abyecto traidor Fernando VII decretó la pragmática sanción para que ella pudiera reinar. Su hermano, Carlos María Isidro, quien se consideraba el heredero legítimo por el mero hecho de ser varón, inició la que se conocería como la primera Guerra Carlista. Ello trajo al país tal vorágine de violencia e inestabilidad que hizo a la reina impopular ante sus súbditos, ya desde la regencia de su madre, María Cristina. En esos años se inauguró el primer ferrocarril y parecía que el progreso traería bonaza. No fue así. La crisis económica y la corrupción fue de tales dimensiones que los políticos aprovecharon la situación para iniciar la revolución que la destituiría del trono, obligándola a abandonar el país.

―Yo era muy niña por aquel entonces, pero aún lo recuerdo vivamente.

―Se creyó que un líder extranjero, ajeno a aquellas guerras y desavenencias, podría calmar los ánimos, pero ni el pueblo ni la clase política quiso aceptar a un monarca forastero, sin lazos de sangre con la realeza que conocía.

―Siempre he creído que a Amadeo de Saboya no se le dio una oportunidad.

Pablo no pudo evitar arquear una ceja sorprendido. Normalmente, a las mujeres de su entorno no solían interesarse por la política. Su conversación era siempre insustancial. Y a aquella chiquilla, ávida de conocimiento, se le negaba el acceso a la educación por carecer de medios económicos.

―Es posible que así sea, muchacha.

―¿Puedo confesarle algo?, creía que la República cambiaría las cosas.

―Muchos lo creyeron. La gente al evocar el concepto de República piensa en la Revolución francesa, en las ideas de libertad, igualdad y fraternidad que se extendieron a lo largo de Europa de mano de los gabachos. Pero el paradigma de nuestra república no era ese. Los políticos no tomaron el poder para el pueblo, sino que lo hicieron para sí mismos.

―¿No es eso lo que pasó finalmente en Francia?

―Así es. Una vez que se alcanza el poder es difícil no convertirse en tirano, aunque no dudo que las ideas primigenias de aquella revolución fueran nobles. Es una lástima que gentes como Robespierre o Napoleón Bonaparte las manipularan. Lo más cerca que estuvimos en este país de alcanzar ese Gobierno idílico con el que soñaron en Francia fue en 1812. ¿Has oído hablar de la Constitución de las Cortes de Cádiz?

―La Pepa. ―Sonrió Cristina.

De repente, la joven fue consciente de que llevaba mucho tiempo hablando con aquel cliente y temió ser reprendida por su gobernanta.

―Debo irme, señor De la Mora. Su conversación es tan fascinante que me cuesta no perder la noción del tiempo, pero si no atiendo enseguida a los otros clientes del hotel me despedirán sin contemplación.

No obstante, cuando se hallaba junto a la puerta, con la mano puesta en el pomo, se volvió resueltamente hacia Pablo:

―¿Sabe, señor De la Mora? Creo que fueron injustos con Isabel II. No concibo que el mero hecho de ser mujer determine que la sociedad te considere incapaz o inferior a ningún hombre.

―Bueno, Cristina. En realidad, no es que la altanera Isabel fuera una gran reina. Se dejó influir demasiado y permitió que la corrupción campara a sus anchas sin tratar de evitarlo. Dicen las malas lenguas que llevó consigo una gran cantidad del caudal público al exilio, al igual que hiciera en su día su madre María Cristina. Aun así, tienes razón, una mujer no debería ser juzgada por el mero hecho de serlo.

Pablo sopesó sus propias palabras unos segundos antes de dirigirse a su escritorio y tomar un libro.

―En 1792 una escritora inglesa llamada Mary Wollstonecraff pensó exactamente lo mismo que tú. Consideraba que los preceptos de la Revolución francesa ignoraban a las mujeres y decidió darles voz. Defendió que una mujer no debía ser relegada a un mero plano doméstico, que era un ser capaz y totalmente válido para desempeñar cualquier actividad si se le daba oportunidad. Hace tiempo encontré una copia traducida al español en una pequeña librería clandestina y decidí comprarlo.

Con estas palabras, Pablo depositó el libro en manos de la joven camarera. Cristina contempló el tomo desgastado con curiosidad: Vindicación de los derechos de la mujer.

―Léelo ―dijo Pablo de la Mora―, creo que hallarás fascinante esta obra y resolverás muchas de tus dudas. Cuando lo hayas acabado, si lo deseas, puedes venir a mi dormitorio a comentarlo y te prestaré otros.

De pronto, el gesto de la muchacha mudó hasta volverse adusto y desconfiado. Con furia contenida, Cristina volvió a depositar el libro en la mano de su interlocutor y se dirigió hacia la puerta.

―No soy una de sus admiradoras, señor. Tampoco una joven ignorante a la que pueda impresionar fácilmente. A mí no me seducirá con su palabrería barata.

No obstante, cuando se disponía a cruzar la puerta y encaminarse al vestíbulo, Pablo le cerró el paso resueltamente.

―Creo que te equivocas conmigo. Nunca he seducido a una muchacha pobre ni a una joven casadera. No es que las menosprecie, pero soy muy consciente del concepto de moral que las aprisiona. Sé que vuestra honra, aun cuando se trata de una idea obtusa y cruel, es cuanto tenéis y llevar a una joven como tú a mi cama podría arruinarle la vida. No, chiquilla, créeme, no estás ante el típico señorito que cautiva a la doncella de su madre para después abandonarla al dejarla embarazada. No soy un sinvergüenza.

―Lo siento, señor De la Mora. No pretendía juzgarle…

―Es cierto, me gustan las mujeres, no es un secreto, pero jamás he engañado a ninguna. Todas saben muy bien lo que deseo de ellas y ninguna alberga sentimientos románticos hacia mí. Las mujeres de mi entorno suelen casarse con hombres inadecuados a los que no aman. Los matrimonios los determina nuestra renta y el abolengo de nuestros apellidos, no el amor. Esas mujeres están aburridas, se sienten vacías. Por eso acuden a mí.

«Al igual que yo las invito a mi lecho por el mismo motivo» pensó amargamente.

―Tú no eres como ellas, Cristina. Tú estás ávida de conocimiento y reniegas en tu fuero interno de los convencionalismos morales, quizá porque arruinaron la vida de tu madre. Mi intención es avivar el fuego que bulle en tu interior y que seas libre. No llevarte a la cama.

Cristina era consciente de que aquel discurso podía ser un mero pretexto para ocultar las verdaderas intenciones del señor De la Mora, pero algo en sus ojos le hizo ver que sus palabras eran sinceras. No había rastro de lujuria en aquella mirada franca. Ella intuía el brillo de tristeza que se ocultaba tras sus pupilas, por más que trataran de trasmitir alegría y despreocupación.

―Usted no es superficial ni un pusilánime, señor. Creo que también esconde su verdadero ser.

Con estas palabras tomó el libro entre sus manos y sonrió antes de dirigirse a la puerta.

―Muchas gracias, señor. Ahora debo esconder esto en mi delantal, pero le aseguro que lo leeré en cuanto acabe mi turno.

CAPÍTULO TERCERO

Aquella noche, Cristina fue incapaz de conciliar el sueño. Las palabras de Mary Wollstonecraff la envolvieron como una bruma de conocimiento que despertaba en ella sus emociones más recónditas. Era como si aquella mujer lograra dar nombre a las intuiciones que la habían sobrecogido desde niña. Ni ella ni su madre eran responsables de lo que había sucedido tiempo atrás con aquel indeseable que robó la virtud de su progenitora. Ellas no merecían el odio ni el desprecio del que habían sido víctimas desde que le alcanzaba la memoria. Tampoco debía casarse para sentirse realizada. Su sexo y su pobreza no tenían por qué definirla.

Pasó todo el día siguiente deseando acudir al dormitorio de Pablo de la Mora con cualquier pretexto. Cuando por fin tuvo ocasión de hallarse a solas ante él, no fue capaz de contener su entusiasmo. Pablo sonreía, complacido, mientras aquella muchacha le refería sus impresiones. Normalmente, era él quien llevaba el peso de la conversación, pero aquel día su exaltación parecía dar alas a sus palabras, las cuales fluían espontáneamente y envolvían la instancia de una bruma de vivacidad que sacudía todo su ser.

―¿Tiene más libros, señor De la Mora?

Él reconoció no poseer más bibliografía específica en torno a esa temática, pero prometió conseguirle los escritos de Concepción Arenal, una periodista española que denunciaba la situación de opresión que padecían las mujeres en el país. Asimismo, no dudo en hablarle de las sufragistas, mujeres anglosajonas que reivindicaban el derecho al voto femenino, idea que, por el momento, se había topado con la férrea oposición no solo del sector masculino más conservador, sino que contaba con el menosprecio de otras mujeres. El concepto de la supremacía del hombre estaba arraigado en la sociedad con tal intensidad que sus víctimas terminaban por convertirse en verdugos de aquellas que se atrevían a alzar su voz para defenderse.

Desde ese día, Pablo tomó la costumbre de prestarle libros a Cristina que la muchacha devoraba con avidez. De sus manos, la joven recibió numerosas novelas, tratados científicos y filosóficos, manuales de historia. Pablo le dio a conocer a Mary Shelley (hija de la autora de la primera obra que le había prestado) y su fascinante novela Frankenstein, donde se planteaba el conflicto de si el ser humano tenía derecho a enfrentarse a Dios y devolver la vida a sus semejantes; a las hermanas Bronte, jóvenes escritoras que tuvieron que ocultarse tras seudónimos masculinos para publicar sus obras; pero también a Pérez Galdós, a Voltaire, a Rousseau. Cristina conoció la teoría de la evolución de Charles Darwin. Desde muy niña, la joven había amado los libros, pero los volúmenes de la biblioteca de su pueblo eran muy escasos y jamás los restituían. Debido a ello, sentía que Pablo de la Mora estaba abriendo las puertas de un nuevo mundo ante ella. La joven adquiría con asombrosa premura nuevos conocimientos. Sus quehaceres no le dejaban demasiado tiempo para aquellos menesteres, pero ella se las ingeniaba para robarle horas al día. Sin apenas darse cuenta, aquellas breves conversaciones sobre literatura, filosofía e historia se convirtieron en el momento del día más esperado para ambos.

 

Tanto Cristina como Pablo podían discernir con precisión milimétrica el momento exacto en el que sus almas, ávidas de ternura y compañía, se abrieron la una a la otra, dejando entrever dos espíritus tan semejantes en sueños e inquietudes que era menester entrelazarlos. Fue la tarde en que la joven camarera sorprendió al muchacho ojeando un manuscrito ajado y ligeramente pajizo. Los ojos de Pablo irradiaban tanta congoja que la chica no pudo resistir la tentación de preguntarle al respecto. En pocas palabras, el joven le explicó su contenido y detalló, con pesar tácito, sus planes para la empresa familiar. Mientras le escuchaba, Cristina, con gesto adusto, comenzó a recoger los vasos de licor vacíos que yacían, desperdigados, por la sala, sintiendo una oleada de pesadumbre. Aquel hombre se veía tan desvalido enfrentando su mirada con un fulgor melancólico en las pupilas… desorientado como un niño que no recuerda el camino de retorno a su hogar. Súbitamente, la chica sintió el impulso de abrazarle a fin de reconfortarlo, notando cómo sus mejillas se encendían ante aquel pensamiento.

―Tardé meses en elaborarlo―le explicó.

―Es una buena idea ―reconoció ella.

Pablo había alcanzado aquel estado de embriaguez que no enturbia los sentidos, aunque, no obstante, arrastra hasta los labios las vicisitudes del alma. De este modo, sin apenas calibrarlo, De la Mora comenzó a desnudar ante ella la verdad que atesoraba su fuero interno.

―¿Tú crees? Pues mi padre no se dignó a dedicarle unos segundos.

―¿No fue usted quien me dijo que fuera más lista que ellos, señor De la Mora? Siga su propio consejo. No debería enfrentarse a su padre abiertamente. Comience a mostrar interés por el negocio familiar.

«Es que me interesa», pensó él amargamente.

―Si su padre no quiere escucharle ―continuó Cristina―, acuda a sus socios. Demuestre su valía ante ellos y después expóngales su idea. Imagino que estos aspectos empresariales se votan en consejo, ¿verdad?

―No lo entiendes. Solo me dejarían acercarme al consejo si desposo a la hija del socio mayoritario de mi padre. Y créeme cuando te digo que es una mujer realmente insufrible.

Ella caviló unos instantes aquella respuesta.

―¿Usted cree en el amor, señor?

―No ―reconoció.

―Yo tampoco. Todos los matrimonios del pueblo donde me crie eran desgraciados. Nunca vi a nadie sonreírse, dedicarse un minuto de atención. Era más frecuente oír a las mujeres quejarse de sus maridos cuando acudían al río a lavar sus ropas. Muchas veces oí relatar a esas señoras cómo su esposo regresaba borracho, tras arduas horas de trabajo, y las golpeaba.

Pablo asintió gravemente. Desgraciadamente, aquellos actos no sucedían exclusivamente entre las clases desfavorecidas. No obstante, en su círculo resultaba mucho más sencillo ocultar las evidencias.

―Esas mujeres no habían recibido ningún tipo de educación, no conocían otro tipo de vida. Por eso pedí al cura del pueblo que me enseñara a leer y escribir. La maestra se negó a recibirme en la escuela, ¿lo sabía?

―¿Qué estás tratando de decirme, niña?

―La idea del amor está sobrevalorada, señor De la Mora. Pero ese negocio… usted lo desea más que a cualquier otra cosa en este mundo. Esta vida vacía le hace infeliz. Anhela sentirse útil. Si para ello debe casarse, hágalo.

―Te he dicho…

―Usted me confió una vez que los matrimonios en su entorno son meros tratados comerciales. Las mujeres que frecuenta… cumplen a la perfección con su papel ante la sociedad, pero hacen lo que se les antoja. ¿Cree usted que es el único que las recibe en su cama, señor? No es eso lo que se comenta en las cocinas. ―Pablo sonrió―. Si usted y su esposa están de acuerdo en los términos no tienen por qué ser infelices.

Pablo la miró sorprendido. Aquella muchacha era demasiado joven para pensar tan fríamente. ¡Cuánto dolor debía haber soportado!

―No me mire así, señor De la Mora, en esta vida debemos ser prácticos. Respete a su esposa. No le exija más de lo que usted esté dispuesto a darle y todo irá bien.

Dicho esto, la joven se volvió para avivar la lumbre. Pablo la observaba en silencio mientras cumplía con su labor. Las palabras salieron de sus labios, abruptas, expectantes:

―Y tú, ¿tienes sueños?

―He seguido su consejo, señor. Creo que en unos meses habré ahorrado suficiente como para alquilar un pequeño piso de una habitación y traer aquí a mi madre. Ella sabe de costura y podrá trabajar en cualquier taller de la zona. En esta ciudad nadie conoce su pasado. Yo trataré de lograr que la gobernanta me dé buenas referencias y buscaré un empleo que me permita ir por las tardes a clases de mecanografía.

―¿Mecanografía? ―Inconscientemente, Pablo tomó suavemente las manos de la joven. Cristina sintió un leve temblor estremecer su piel, sin embargo, no rehuyó aquella caricia―. Tienes capacidad para mucho más, créeme.

―Lo sé ―respondió la joven tratando de ocultar su turbación―, pero carezco de los medios. He pensado que, si logro trabajo de secretaria en alguna empresa, quizá pueda mostrar mi valía y lograr más responsabilidades con el tiempo.

―No te pareces a nadie que haya conocido ―respondió el joven―. Si algún día sucedo a mi padre en los negocios, no dudes en pedirme trabajo.

Pablo sintió una agitación desconocida en su fuero interno cuando ella sonrió; esa muchachita era verdaderamente dulce, más que cualquiera de las mujeres con las que trataba de mitigar su soledad... Un momento… ¿Qué diantre le estaba sucediendo? Los latidos de su corazón se desbocaron al contemplar sus labios, sintiendo un clamor salvaje que le apremiaba a acariciarlos. Desde que la conoció se había mostrado un tanto paternalista con ella, pese a que aquella resuelta joven era tan solo tres años menor que él. Sin embargo, repentinamente, sus ojos recorrieron las formas de su cuerpo y comprendió cuán hermosa era. Cálida como una flor emergiendo en los albores de la mañana.

La risa bailó en la mirada de la joven camarera y Pablo pensó que esos ojos arrebatadores que se clavaban, punzantes, en su alma, serían capaces de arrebatar la voluntad de cualquier hombre que gozara la fortuna de contemplarlos.

―Cuando pueda materializar mis planes, señor, nuestros caminos se habrán separado mucho tiempo antes. Usted no tardará en abandonar este hotel y dudo que volvamos a vernos.

Cristina se perdió un instante en el iris de aquella mirada castaña, sintiendo cómo un fuego candente estremecía su cuerpo. Sus mejillas se prendieron y, sus manos, trémulas, tomaron el pomo de la puerta.

―Bien… debo irme, señor… Si… si precisa algo más no dude en acudir a la recepción del hotel.

Si Pablo percibió el estremecimiento que sacudió la voz de la muchacha, no manifestó extrañeza alguna. El joven se limitó a volver su rostro hacia la ventana al verla alejarse. Separar sus caminos… No era capaz de entender por qué aquella idea le resultaba tan desalentadora.

Cecilia Ballester estudió, visiblemente consternada, ambos tramos del angosto pasillo antes de decidirse a abandonar la habitación 219. Pablo fingía dormir a fin de evitar cruzar palabra alguna con ella. Normalmente, solía ser más caballeroso con las damas que compartían su cama. Una sonrisa ladina, una despedida afectada, un tenue beso en las manos… era parte de su juego. Solía divertirle la turbación de aquellas damas, su temor a ser descubiertas, la gota de sudor incipiente que borboteaba, intrépida, en la comisura de su frente. Y, sin embargo, aquella mañana tan solo era capaz de pensar en aquellos ojos verdes que desmadejaban su ánimo cada noche; aquellas esmeraldas radiantes que había anhelado contemplar tras cada beso que le ofrecía su efímera amante. Cristina… su sonrisa franca, sin florituras ni artificios, se había apoderado de su alma hasta convertirse en una obsesión ciega y apremiante. Trató de sofocar su anhelo en brazos de una mujer de la cual sabía que no podría ofrecerle más que un cuerpo cóncavo. De este modo, trazó sobre la piel de aquella mujer una pasión ilusoria que resultó ser insuficiente para mitigar sus ansias y abrigar el vacío que escarchaba cada tramo de su cuerpo. Porque su hermosa camarera, aun cuando percibía en ella a la compañera que anhelaba su alma, pese a saber que estaba grabada a fuego en su mente, era demasiado etérea, pura, inocente y sublime para desperdiciar su afecto en un ser abyecto y resquebrajado como él.