Lucha política y crisis social en el Perú Republicano 1821-2021

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Este punto de vista ha sido enfrentado por Carmen Mc Evoy, quien en Un proyecto nacional en el siglo XIX (1994) sostuvo que la clase dirigente peruana creó el Partido Civil como una agrupación coherente de ideas y de personal político, dando muestra de su organicidad como entidad social. Así, el civilismo habría forjado un proyecto de desarrollo capitalista nacional. En apoyo de su tesis sostiene que el Partido Civil fue una organización de extensión nacional que superaba los agrupamientos políticos regionales que se habían desarrollado hasta aquel entonces. Asimismo, sostiene que su propuesta habría sido mucho más amplia que la simple receta de ferrocarriles que critica Bonilla. Por el contrario, los civilistas habrían pensado en el desarrollo de la agricultura, minería, comercio e industria, comprometiéndose con el desarrollo nacional y superando el caudillismo.

Como vemos, el Pardo de Mc Evoy corresponde a su fase creativa, cuando imaginó el país formulando un proyecto de transformación. Pero su gobierno no tuvo éxito. Las repercusiones de la crisis mundial impidieron la materialización de sus planes. Al terminar su mandato, promovió que un militar lo suceda, contradiciendo los principios básicos que había formulado y partió a un exilio voluntario a Chile para alejarse un tanto de la política peruana. Pero, regresó alarmado, según una persistente historia peruana, por el clima hostil contra el Perú que había hallado entre la élite chilena. Retomó su puesto como presidente del Senado, pero fue asesinado por un tiro en la espalda en víspera del estallido de la Guerra del Pacífico (Pardo, 2004)22.

El tratado secreto de 1873

Para comprender la historia diplomática que precede a la guerra del Pacífico, es necesario entender las disputas entre Chile y el país altiplánico, porque solo en ese contexto se explica la posición peruana. El punto de partida guarda relación con el guano. Cuando los depósitos peruanos estaban comenzando a ser explotados, se descubrió guano en Mejillones, situado en el entonces departamento boliviano del Litoral. Esta localidad se halla a unos cincuenta kilómetros al norte de Antofagasta. Allí está situada la famosa Punta Angamos, donde años después murió Grau.

En 1842, mediante una ley dictada por su propio Congreso, el Estado chileno reclamó el paralelo 23 como frontera con Bolivia, extendiéndose precisamente hasta Mejillones. A continuación, comenzó a ejercer soberanía porque dio permisos a diversas compañías para operar. Pero Bolivia protestó y Chile interrumpió su proceder para entablar negociaciones. Después de muchas idas y vueltas, los Estados de Bolivia y Chile llegaron a un Tratado de Límites en 1866. El clima era propicio, porque ese año todas las repúblicas del Pacífico sudamericano habían participado de una guerra contra la armada española. El sentimiento de solidaridad que generó este enfrentamiento contribuyó al entendimiento entre Chile y Bolivia.

Pero el acuerdo fue difícil de aplicar. En primer lugar, estableció como límite el paralelo 24, obligando a Chile a retroceder un grado de su pretensión máxima. Con ello, tanto el guano como el salitre quedaron en territorio boliviano. A continuación, el tratado estableció que los minerales y el guano comprendidos entre los paralelos 23 y 25 pagarían impuestos a una caja común formada por ambos países que se repartiría por mitades después de pagar gastos. Ese fue el origen de innumerables conflictos. La mayoría de las empresas que trabajaban en esta zona eran chilenas y el cobro de impuestos resultó especialmente complicado. Por ello, progresivamente, se fue abriendo paso en ambos países la idea del fracaso del Tratado de 1866 para resolver sus problemas.

Luego, en 1871, se produjo un serio incidente. Un militar boliviano exiliado en Chile organizó una expedición para derrocar al presidente de Bolivia. El grupo partió de Chile y se internó en Bolivia, pero fue derrotado; su líder, llamado Quintín Quevedo, encontró refugio en un barco de la armada de Chile que, oportunamente, estaba anclado en su línea de retirada. Este episodio encendió las alarmas en Bolivia. A continuación, el Estado boliviano buscó el apoyo del Perú. Envió un plenipotenciario a Lima para plantear la firma del tratado secreto. En ese momento, Chile encargó en Inglaterra la construcción de los dos blindados, el Blanco Encalada y el Cochrane, que cambiaron la correlación de fuerzas militares a su favor. Por otra parte, Pardo tomó el poder en el Perú y, como vimos, una aguda crisis económica impidió comprar armas. En esas circunstancias, el presidente peruano pensó que las tensiones en el Pacífico sudamericano podían encararse mediante una iniciativa diplomática.

Así, el 9 de febrero de 1873, se firmó el Tratado de Alianza entre el Perú y Bolivia. En Lima se había dado forma final al documento, que fue aprobado por ambos Estados a través de sus congresos. Según sostuvo Basadre, en la decisión del Perú de firmar dicho tratado debió influir el temor de que Bolivia «se fuera contra el Perú como otrora» y que si la alianza no se concretaba se produjera una coalición boliviano-chilena que resultaría peligrosa para la costa sur del Perú (Basadre, 1969, VIII, p. 16). Una alianza entre Chile y Bolivia buscaría rectificar fronteras: Chile ayudaría a Bolivia a conquistar Arica a cambio de Atacama y Tarapacá. La inquietud peruana se fundaba en el hecho de que Bolivia realizaba su comercio exterior por Arica y aspiraba poseerla, mientras que el Litoral de Atacama, que en teoría era su provincia costera, quedaba muy lejos de su núcleo altiplánico (Bákula, 2002; St. John, 1999). De ese modo, el Perú habría aceptado la iniciativa boliviana para firmar un tratado porque prefería tener a este país de aliado antes que como enemigo.

Por su parte, el Estado peruano buscó la adhesión de Argentina al Tratado de Alianza con Bolivia. El planteamiento formal fue realizado por el representante peruano en Buenos Aires y obtuvo la aprobación del poder ejecutivo argentino, así como de la cámara de diputados, pero se trabó en el senado. En ambos cuerpos del Legislativo hubo oposición que tuvo fuerza para bloquear el acuerdo en la cámara alta (Basadre, 1969, VIII, pp. 18-20). El atractivo de la propuesta para Argentina era obtener apoyo para resolver la disputa por la Patagonia que mantenía con Chile. Pero los peligros de la alianza también eran grandes. En primer lugar, la élite argentina se preguntó por la apreciación que se formaría el Brasil de esta alianza. ¿Podría acaso pensar en concretar un vínculo semejante con Chile? En ese caso, Argentina estaría en situación de debilidad relativa. No le convenía un sistema cruzado de alianzas, un país del Pacífico con otro del Atlántico porque llevaba las de perder contra Brasil y Chile, a pesar del apoyo del Perú y Bolivia.

Para el Perú, la ventaja de la adhesión argentina era rodear a Chile de una alianza de países vecinos que le impidiera consumar una expansión territorial a costa suya y de Bolivia, como efectivamente sucedió. Era la aplicación de la estrategia concebida por Pardo: contener a Chile y mantenerlo dentro de sus fronteras. Pero Argentina también tenía una disputa con Bolivia por territorios en la provincia de Tarija y quiso aprovechar la propuesta de alianza para arreglar a su favor. Bolivia rechazó la iniciativa y, entonces, en Argentina el clima se volvió contra el tratado. Era dudoso que realmente fuera en su beneficio y, encima, tenía disputas territoriales con uno de los participantes.

El año siguiente llegó uno de los blindados chilenos al Pacífico y el segundo buque lo hizo a continuación. En ese momento, el conflicto por la Patagonia estaba en punto de ebullición y el Estado argentino volvió a tener interés en reactivar la alianza, pero el Perú había cambiado de idea y rechazó la sugerencia. ¿Qué había ocurrido? Bolivia y Chile habían llegado a un arreglo amistoso plasmado en el Tratado de 1874. Estos dos países habían reanudado negociaciones para modificar el inconveniente tratado anterior. El nuevo entendimiento entre Bolivia y Chile tranquilizó al Perú y lo hizo pensar que mejor era no continuar las negociaciones con Argentina. Desde el punto de vista del Perú, no valía la pena arriesgar una guerra por la Patagonia, si ya se habían resuelto los problemas del Pacífico que podían comprometer al país (Basadre, 1969, VIII, pp. 20-21).

El tratado de 1874 entre Chile y Bolivia establecía la frontera definitiva en el paralelo 24, reiterando el retroceso chileno en un grado. A cambio, Chile obtenía que sus ciudadanos y sus empresas estarían exentos de impuestos por veinticinco años en el territorio comprendido entre los paralelos 24 y 25. Es decir, ni los mineros de la plata de Caracoles ni los salitreros que operaban desde Antofagasta pagarían tributos a Bolivia. Pero en mayo de 1877 un terremoto seguido por un tsunami golpeó fuertemente la costa salitrera y tanto Bolivia como Perú necesitaban con urgencia dinero fresco para reconstruir su infraestructura pública. Además, en medio de la crisis mundial, el salitre se estaba convirtiendo en la última tabla de salvación.

La crisis mundial se traducía en la debilidad de las finanzas públicas en los tres países durante la década de 1870. El Perú estaba en bancarrota y los otros dos muy apretados, era obvio que la recuperación iba a tardar. Incluso Chile quiso vender uno de sus blindados y no encontró comprador. Por un lado, tres Estados atravesados por grandes necesidades y por el otro el salitre y un gran negocio internacional. Encima, el recurso natural estaba situado muy cerca de sus fronteras comunes. Parecían tres personas atravesadas por necesidades sentados frente a un tesoro que estaba a sus pies (Contreras & Zuloaga, 2014).

Vistas las cosas desde Chile, el salitre boliviano era trabajado por personal chileno y el capital era mixto: británico y chileno. Además, Chile había retrocedido de su pretensión territorial a cambio de exención de impuestos para sus empresas. Por otra parte, los salitreros chilenos en el Perú habían sido expropiados por el Estado peruano y se les había pagado en bonos. Gracias a esa expropiación, en el Perú había surgido un monopolio estatal competitivo del salitre que Chile explotaba en territorio boliviano. Así, su competencia era el Perú y su poder económico se basaba en las facilidades que había obtenido en Bolivia.

 

Para el Perú, el salitre era la última oportunidad para salir de la crisis fiscal provocada por el mal manejo del guano. Sin embargo, el proyecto salitrero de Pardo era difícil de ejecutar y una de sus condiciones era la estabilidad de la frontera, porque ahí estaba situado el recurso. Al carecer de medios económicos para comprar armas que pudieran modificar las fronteras a su favor, la estrategia de Pardo fue la diplomacia. Por eso el Perú se tranquilizó con el tratado de 1874 entre Bolivia y Chile. Finalmente había logrado sus propósitos sin necesidad de alianza con Argentina. Gracias al trato directo, Bolivia y Chile habían cancelado sus diferencias y el Perú vio difícil que surgiera una contradicción de tal magnitud que pudiera llevar a una guerra.

Pero el Perú había firmado el tratado de Alianza con Bolivia que obligaba a las partes a ayudarse en caso de guerra contra un tercero, que, obviamente, solo podía ser Chile. Aunque Bolivia había llegado a un tratado con Chile, en cierto momento necesitó recursos fiscales con mayor urgencia que nunca. Comenzaba 1878 cuando el presidente boliviano Hilarión Daza impuso el famoso impuesto de diez centavos al quintal de salitre exportado desde Bolivia. Con ello, se violaba un punto del tratado de 1874 y al poner el acuerdo en cuestión, Chile tuvo el argumento para invadir Atacama y, con ello, desatar la guerra (St. John, 1999).

Por su lado, cabe destacar que las dos décadas anteriores habían sido escenarios de muchas guerras internacionales en las Américas. En primer lugar, la invasión francesa de México que entronó como emperador a Maximiliano, quien fue fusilado luego de la guerra que perdió contra los liberales mexicanos. Luego se halla la guerra civil norteamericana que opuso al norte capitalista contra el sur esclavista; y el tercer gran conflicto fue la guerra de la Triple Alianza, cuando Argentina, Uruguay y Brasil derrotaron al Paraguay. Asimismo, en este ciclo se produjo el levantamiento llamado de los diez años por la libertad de Cuba. En suma, los años anteriores a la guerra de Chile contra el Perú y Bolivia fueron muy conflictivos en las Américas. De hecho, seis países del continente habían estado involucrados en grandes guerras nacionales. Así, el periodo entre 1860 y 1880 constituye la etapa de mayor conflagración en la vida republicana del continente.

Finalmente, cabe destacar que Chile había comprado la armada que decidió la guerra con el Perú pensando en un posible enfrentamiento con Argentina, pero el diferendo por la Patagonia no llegó a un desenlace militar. Primero se postergó, y luego, en medio de la guerra contra el Perú y Bolivia, se resolvió diplomáticamente en favor de Argentina. Gracias a ello, este país logró sus propósitos sin entrometerse en asuntos del Pacífico. Una historia que siempre se repite en el Perú sostiene que cuando Chile adquirió el Blanco Encalada y el Cochrane, Pardo habría creído que los blindados del Perú se llamaban Bolivia y Argentina.

La Guerra con Chile

Chile declaró la guerra al Perú el 5 de abril de 1879. Para aquel entonces, la república de la estrella solitaria ya estaba en campaña militar, porque en febrero del mismo año había invadido el litoral boliviano. En marzo, el Perú había enviado la misión diplomática conducida por José Antonio de Lavalle, pretendiendo lograr la paz en el último instante23. Chile sacó a relucir que el Perú había firmado un tratado secreto de alianza con Bolivia y que debía declararse neutral o afrontar la guerra. Al comenzar el enfrentamiento bélico con el Perú, Chile disponía del puerto de Antofagasta como base de operaciones armadas y su ejército era una maquinaria que ya se había echado a andar dos meses atrás. En contraste, los buques peruanos necesitaban urgentes reparaciones y entraron a dique seco antes de poder hacerse a la mar.

La fragata Independencia y el monitor Huáscar eran los principales buques peruanos. Ambos eran acorazados que habían llegado al Pacífico durante la década de 1860. Eran inferiores a los dos blindados chilenos, que fueron comprados durante la década siguiente. Los acorazados chilenos disponían de blindaje y poder de artillería superiores a los de sus pares peruanos. Por otro lado, las escuadras también incluían un conjunto de naves de poder intermedio y en este terreno la desventaja peruana era mayor. Por su lado, Bolivia carecía de unidades navales y la lucha por el mar fue exclusivamente entre Chile y el Perú.

Iniciadas las hostilidades al comenzar abril, la armada chilena bloqueó Iquique, que era el puerto peruano de exportación salitrera. Su objetivo era quebrar económicamente al enemigo. Pero la escuadra chilena quedó estacionada, mientras que los buques peruanos ganaron el tiempo que necesitaban. Promediando mayo, los buques peruanos se dirigieron al sur en un convoy que incluía al presidente de la república, el general Mariano Ignacio Prado. Mientras tanto, la escuadra chilena había tomado el camino del Callao presionada por su gobierno y la opinión pública chilena, que le exigían acción. De un modo casual, ambas escuadras se cruzaron en altamar sin verse.

Prado desembarcó en Arica y los dos acorazados peruanos siguieron a romper el bloqueo de Iquique, que había quedado a cargo de la reserva naval chilena, compuesta por dos naves de madera, la Esmeralda y la Covadonga. Ellas fueron sorprendidas por la aparición del Huáscar en la madrugada del 21 de mayo. Grau inició el cañoneo, pero sus tiros no daban en el blanco por la impericia de los artilleros, la mayoría de los cuales eran ingleses. La organización profesional de la armada peruana era incipiente y muchos extranjeros ocupaban cargos que implicaban conocimiento de ingeniería naval.

La Independencia venía retrasada y apresuró el paso; al entrar a la bahía, se interpuso entre el Huáscar y las naves chilenas. Esa circunstancia fue aprovechada por la Covadonga, que escapó del encierro. La Independencia siguió a la nave chilena y se trabaron dos duelos. El primer combate fue en Iquique y tuvo como protagonistas al Huáscar y la Esmeralda, que se pegó a la costa para dificultar los disparos del monitor. Luego, el Huáscar fue al espolón en tres ocasiones, hasta hundir el buque enemigo. En el primer encuentro saltó al abordaje el jefe chileno, el comandante Arturo Prat, que víctima de su arrojo pereció en cubierta. Aunque perdió un barco, Chile ganó un héroe.

El resultado del otro duelo marino fue funesto para el Perú. La Independencia se perdió al chocar con un banco del fondo y la Covadonga logró un gran triunfo. También habían fallado los artilleros y, presa de la ansiedad, el comandante More, jefe de la Independencia, intentó acercarse a la Covadonga con tan mala fortuna que encalló en unos arrecifes. Era costa peruana, pero no había mapas o no fueron usados.

La pérdida de La Independencia llevó al Perú a modificar el enfoque de la guerra marítima. Si al comenzar su inferioridad era clara, ahora era definitiva. La nueva estrategia en el mar fue combatir detrás de las líneas chilenas. No se autorizaron combates abiertos con las naves enemigas, salvo cuando no hubiere otra solución. La marina optó por golpear y desaparecer24. Así, la pequeña flota peruana en repetidas ocasiones cortó el cable submarino, interrumpiendo las comunicaciones chilenas. Asimismo, destruyó las máquinas de agua potable para dificultar al ejército de tierra de Chile. También capturó naves, como el convoy Rímac, que transportaba a una división chilena de élite. Mientras tanto, se ganó tiempo y el Perú desplegó un ejército en Tarapacá, que era coordinado desde Arica por los presidentes Prado e Hilarión Daza de Bolivia, que había conducido sus tropas a la costa peruana. Los triunfos del Huáscar desconcertaron y enfurecieron a Chile, que esperaba estar ganando con comodidad, dada su superioridad material. Hubo una crisis de gabinete y se nombró un nuevo alto mando de la Marina, que diseñó un plan para derrotar al Huáscar. Luego, el 8 de octubre de 1879, Miguel Grau murió en una emboscada y Chile capturó al monitor. Desde entonces, Grau se volvió un personaje paradigmático. Aunque su culto como héroe se inició posteriormente, desde su inmolación en Angamos Grau se convirtió en un personaje mayor de la historia.

Entre otras interpretaciones de su trayectoria, se halla un discurso del historiador José de la Riva Agüero, quien resaltó la larga militancia de Grau en el Partido Civil. «Antiguo civilista, amigo íntimo y confidente de Manuel Pardo». El Grau de Riva Agüero es un constructor del Estado, pues habría buscado superar «las sediciosas divisiones internas del Perú» y también educar a las «turbas ignorantes». Riva Agüero se esfuerza por conectar el sacrificio de Grau con su participación política, «adalid redentor del Perú, excelso marino civilista».

Por su parte, el historiador y diplomático Raúl Porras Barrenechea escribió un elogio que comienza por una de las frases más bellas escritas sobre Grau (1955). Dice Porras, «todos hemos navegado en nuestros sueños en el Huáscar legendario, aprendiendo la congoja y el orgullo de ser peruanos». En sus palabras, Grau nos enseñó a «vencer sin odio y a perder con honra». Igualmente, «supo sacrificarse con toda serenidad, sabiendo que aunque tuviera diez mil vidas no habría mendigado ninguna».

Entre los trabajos contemporáneos destacan los libros del doctor José Agustín de la Puente (2003) y del marino e historiador Jorge Ortiz Sotelo (2003). El primero es un tratado sobre Grau y el segundo una obra más breve y dirigida al gran público. La obra del doctor de la Puente es erudita y cierra con una reflexión sobre la construcción de la imagen histórica del héroe. Son páginas reveladoras de la distancia entre la vida concreta y la construcción consciente del héroe por una nación que necesita su ejemplo para salvarse.

De otro lado, el trabajo de Ortiz incluye una biografía íntima del personaje tomando en consideración su disfuncional familia de procedencia. Su madre lo desconoció, incluso en su testamento. Igualmente aparece el retrato del padre, rodeado de muchos hijos nacidos de diferentes compromisos. Cuenta cómo el padre lo embarcó como grumete a la temprana edad de ocho años y pasó su adolescencia navegando los siete mares. Sin embargo, el padre siempre fue su figura familiar de referencia y pasó temporadas en su hogar. Luego se inscribió en la armada y ascendió todos los grados, con algunas interrupciones, en una de las cuales había comandado los vapores comerciales ingleses en el Pacífico. Ortiz sostiene que para alcanzar la excelencia como oficial naval es preciso dedicar toda la vida al mar. Su biografía muestra que Grau fue el «marino marinero» por excelencia.

Asimismo, la campaña naval ha sido objeto de intensa producción artística popular. La extensión de estas creaciones en las emociones colectivas obedece al impacto de la Guerra del Pacífico en la definición del espíritu nacional del Perú. El escritor José Durand recogió décimas que expresan el sentir profundo del alma peruana, como la siguiente atribuida a Santiago Villanueva, jaranero de finales del siglo XIX e inicios del XX:

¡Pobre Huáscar cuánto ha hecho

en las salidas que hacía!

Hasta que llegó el día

que se encontró en los estrechos.

todos pusieron su pecho

y ninguno se rindió.

El primero que murió

fue Grau, como más valiente.

Señores tengan presente,

Aunque el «Huáscar» se perdió.

[…]

IV

Miren que hombre perdemos,

De valor tan sin igual,

que dio combate cabal

a siete buques chilenos.

Este valor recordemos:

Aunque rodeado se vio,

Al punto se decidió,

Aunque vio fuerzas mayores.

Conformémonos, señores,

Que Dios lo determinó (Durand, 1979, p. 84).

Al ganar el mar, Chile planificó la invasión de Tarapacá, que se consumó en noviembre de 1879. El ejército de Chile capturó el pequeño puerto de Pisagua y consolidó sus posiciones, derrotando al ejército peruano en San Francisco. A continuación, el Estado Mayor chileno envió una división al mando del coronel Eleuterio Ramírez para sorprender y aniquilar a los maltrechos soldados peruanos que penosamente se habían reagrupado después del desastre. El encuentro se produjo en la madrugada del 27 de noviembre en el pueblo de Tarapacá, un típico pueblo andino enclavado en el fondo de una quebrada.

 

Por las alturas apareció la vanguardia chilena que fue enfrentada por tropas peruanas del Zepita y el 2 de Mayo, al mando del coronel Andrés Avelino Cáceres. Mientras, en las alturas, Cáceres contenía el ataque, el jefe chileno al mando de los Zuavos del Segundo de Línea atacó de frente el mismo pueblo de Tarapacá, que fue defendido por el coronel Bolognesi, quien logró derrotar a los atacantes. Se encontraban presentes Alfonso Ugarte, su compañía de civiles tarapaqueños y los policías de Arequipa conducidos por el coronel Ríos, quien pereció en la lucha. El policía arequipeño Mariano Santos arrebató el estandarte de esa división chilena, ganando uno de los pocos trofeos de guerra que obtuvo el Perú (Basadre, 1969, VIII, pp. 138-143).

A pesar de esta victoria, que permitió salvar parte de la fuerza militar, en noviembre de 1879 el Perú perdió la región salitrera, motivo económico de la guerra. La conquista de los nitratos le confirió a Chile capital suficiente para pelear exitosamente el resto de la contienda. Era obvio que, perdido el mar y el salitre, la guerra ya tenía un claro desenlace. Solo habían pasado ocho meses y sin embargo la lucha habría de prolongarse otros tres años, que el Perú afrontó con la soga al cuello.

Posteriormente, en diciembre, Prado regresó a Lima y casi inmediatamente partió al extranjero, profundizando la crisis peruana. Ese viaje del presidente en plena guerra ha dado ocasión para una enorme literatura, que generalmente lo trata como traidor. Entre los pocos textos de calidad al respecto, se encuentra un ensayo de Jorge Basadre sobre el perfil psicológico de Prado y su controvertido viaje al exterior. Según su opinión, Prado era un buen conocedor de Chile porque tenía experiencia como dueño de minas en ese país. Sabía que Chile iba a la guerra por el salitre y teniendo conocimiento de su superioridad material nunca tuvo fe en la victoria. Sin embargo, la opinión pública lo obligó a cumplir el tratado y comenzado el conflicto se sobrepuso, se trasladó al frente, instaló su campamento en Arica y diseñó un plan que funcionó mientras contó con el talento de Grau. Pero se derrumbó cuando Chile se apoderó del mar y de Tarapacá. Se habían consumado sus negros presagios y se le ocurrió una idea peregrina: salir al exterior a comprar armas.

Esta interpretación ha sido puesta en duda por el líder acciopopulista Víctor Andrés García Belaunde, quien sostiene que la corrupción fue el motivo de la fuga del presidente peruano. Según esta versión, los negocios de Prado en Chile lo habrían llevado a retirarse para evitar ser expropiado. Salvar sus inversiones en Chile le habría importado más que su nombre en la historia. Además, García Belaunde sostiene que el origen de su fortuna también era corrupto, pues esas minas habían sido compradas con dinero sucio que había obtenido cuando previamente había sido presidente del Perú.

Ambas interpretaciones de la conducta del general Prado son críticas de su proceder. De acuerdo a Basadre, Prado cometió un serio error que comprometió al país, que estaba viviendo la más grave de sus crisis. Ese error le habría costado su carrera y su reputación. En la segunda interpretación el balance es terrible: con toda conciencia Prado habría puesto sus intereses personales por encima de su deber como presidente del Perú. Esta controversia es de larga data y los argumentos se repiten, a la vez que se entrelazan con la labor de los periodistas y la opinión pública. En medio de juicios mayormente negativos, algunos defensores del general Prado han reflexionado sobre el patriotismo de sus motivaciones. Entre otras puede verse la obra de José Ignacio Peña (2020), quien sostiene que el golpe de Piérola frustró el propósito de comprar armas en el extranjero.

Prado sostuvo que salía para regresar, pero estaba abandonando a sus hijos simbólicos como presas del enemigo exterior. Por ello, surgió el fratricidio como respuesta política, porque el padre simbólico había abandonado sus responsabilidades en el momento decisivo. En ese momento, el gobierno del vicepresidente La Puerta se desmoronó y un hermano enemigo se apoderó del puesto vacío. Era Piérola, quien fue tan resistido que algunos peruanos preferían la victoria de Chile. Sus primeras medidas fueron cerrar el Congreso y proclamar la dictadura para salvar a la patria en su hora más difícil. El diario El Comercio fue clausurado y no reapareció sino hasta el final de la guerra. A ese periodo pertenece la famosa frase que circula ampliamente en la leyenda popular peruana, «Antes los chilenos que Piérola».

A continuación se dieron las grandes batallas de Tacna y Arica, donde el ejército chileno destruyó a las fuerzas combinadas peruano bolivianas. El 26 de mayo de 1880 el Perú perdió Tacna, después de una encarnizada batalla que dirigió el presidente de Bolivia, Narciso Campero. El jefe peruano era el contralmirante Lizardo Montero, quien luego sería presidente durante buena parte de la resistencia nacional. Después de la derrota de Tacna, la guarnición peruana de Arica quedó aislada. Estaba integrada por 1200 soldados que cuidaban el último fuerte peruano en el sur. Arica era una leyenda, el morro estaba artillado y se había enfrentado varias veces con la escuadra chilena. Pero estaba rodeada por todo el ejército de Chile, en enorme desventaja. El general en jefe chileno era Manuel Baquedano, quien ofreció una retirada honrosa, autorizando a la guarnición peruana a volver desfilando, provista de armamento ligero y con sus pabellones al viento (Basadre, 1969, VIII).

En esos días, el puerto de Iquique ya estaba en manos chilenas y había comenzado su transformación. Las calles cambiaban de nombre. Desaparecía el jirón 28 de julio, para ser reemplazado por la avenida Prat. Iquique estaba llena de funcionarios del Estado chileno que procedían a ocupar las concesiones salitreras. Ellos estaban acompañados por hombres de negocios ingleses que compraban el salitre y pronto pondrían en marcha una fundición y sucursales bancarias. Apenas terminada la guerra se levantaría el imperio de Douglas North, un británico que fue el verdadero barón del salitre chileno.

Si Iquique sufría una mutación, Arica vivía su última hora como peruana. El alcalde era un italiano apellidado Pescetto que salvó muchas vidas y no pocos valores. La aduana había sido construida por la casa Eiffel y su elegante figura de hierro fue abandonada por los soldados que dejaron por última vez el puerto para subir a defender el morro. El jefe peruano era el coronel Francisco Bolognesi, nacido en Arequipa 65 años atrás, aunque aún fuerte y no tenía nada que perder: solo la gloria por ganar. Estaba decidido a pelear hasta quemar el último cartucho y rechazar la oferta de Chile. Pero era un hombre justo y no quiso imponer su decisión. Consultó a la junta de guerra, donde estuvo acompañado por el comandante Juan More, que era una triste figura de la guarnición. More había perdido la Independencia, y desde ese día se había vestido de luto. Con ánimo decidido, More opinó por morir peleando, prefiriendo salvar su nombre antes que la vida. En ese momento, la postura de los jóvenes fue decisiva. Alfonso Ugarte y Ramón Zavala eran civiles y amigos, que habían armado un batallón con su propio peculio y solicitado ser incorporados a filas como oficiales. Ugarte era millonario, su familia era salitrera y había sido alcalde de Iquique y recibido su bautizo de fuego en Tarapacá: sabía que iba a morir en Arica. Cuando se trató de decidir, apoyó la propuesta de Bolognesi. En ese momento, al Perú ya no le quedaban esperanzas de victoria. El mar estaba perdido, Grau había muerto y las riquezas de Tarapacá estaban en manos de Chile. Cabe preguntarse por las razones de esa junta de guerra para esta decisión de tanto significado en la historia peruana. Bolognesi dirigió varias comunicaciones al exterior a través de mensajeros que sortearon el cerco y llevaron cartas que se han conservado. Varias de ellas llevan la famosa frase «apure Leiva», que revelan cómo en Arica aún había esperanza. Aunque sabían que estaban perdidos, hasta el final creyeron en una salvación.