Lucha política y crisis social en el Perú Republicano 1821-2021

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Con ese propósito, el gobierno emprendió la construcción de ferrocarriles. Balta colocó la primera piedra de una serie de líneas ferroviarias, entre las cuales destacaban dos: el Ferrocarril del Sur, Mollendo-Arequipa, y el Ferrocarril Central, Lima-La Oroya. Pero no eran los únicos, se empezaron a trabajar más de diez a la vez. Este proyecto ferrocarrilero construido por el Estado fue pagado con créditos extranjeros contraídos contra la renta del guano. Todos eran ferrocarriles de penetración que buscaban conectar una zona productora de recursos naturales con un puerto para exportación. Las presiones políticas y el deseo de contentar a todos condujo a empezar muchos proyectos y no terminar ninguno. Además, ninguna línea fue proyectada para cruzarse con otra y generar nudos que multipliquen los mercados. En otros países el trazado de los ferrocarriles propendió a generar polos manufactureros multiplicando los mercados para zonas donde se cruzaban las líneas de ferrocarril. En el Perú, el diseño del sistema ferrocarrilero fue simple y estéril, líneas aisladas unas de otras, estableciendo una conexión unilateral con puertos.

El constructor de los ferrocarriles fue el empresario norteamericano Henry Meiggs, quien contrató con el Estado una obra que resultó muy costosa, tanto por las dificultades de la geografía peruana, como por la elevada corrupción (Quiroz, 2013, pp. 205-215). La construcción de los ferrocarriles fue formidable, porque los retos de la naturaleza eran enormes y la ingeniería fue una obra muy esforzada. Los trabajadores se vieron muy afectados por los rigores de la zona y por una epidemia que fue motivo de los estudios del héroe de la medicina, Daniel Alcides Carrión.

La construcción de ferrocarriles durante la era del guano puede dividirse en dos periodos claramente diferenciados. En el primero, el Estado realizó concesiones de líneas de tren, que fueron construidas por empresarios privados. Después, durante el gobierno de Balta, el Estado construyó ferrocarriles por sí mismo. La primera línea había sido inaugurada por Castilla en 1851. Su recorrido era Lima-Callao y fue uno de los primeros trenes que se construyeron en Sudamérica (Basadre, 1969, III, pp. 180-182). Su construcción fue financiada por capitalistas locales; el ingeniero que lo construyó se apellidaba England y, por esa razón, el público limeño inmediatamente lo bautizó como ferrocarril inglés. Pronto los iniciales capitalistas locales fueron desplazados, absorbidos por empresarios británicos.

A continuación, en 1856 se construyó la segunda línea de Arica a Tacna, que cubría 63 kilómetros de distancia. Era un proyecto de envergadura que buscaba reforzar la asociación entre este puerto y su campiña. Arica era un puerto activo porque movía buena parte del tráfico comercial del sur, además de todo el movimiento de Bolivia. Por su parte, en Tacna había pastizales y se criaban mulas que abastecían las caravanas de arrieros que le dieron fama a esta ciudad. Durante sus primeros años, esta línea de tren fue exitosa, pues brindaba una alternativa de transporte rápida, segura y confiable.

Durante la fase madura del guano, el Estado contrajo grandes deudas en el extranjero para financiar los ferrocarriles, cuya garantía era la venta futura de guano y salitre20, pero en 1873 estalló una severa crisis mundial que provocó la bancarrota de empresas y países que se habían endeudado sin prudencia. Entre ellos se encontraba el Estado peruano, que en 1876 dejó de pagar su deuda externa. Como consecuencia, las obras se detuvieron completamente. La construcción de vías férreas había llevado a la bancarrota nacional.

Los Andes ante la expansión capitalista

Los estudios demográficos del Perú rural tuvieron un gran impulso con la publicación del trabajo de George Kubler (1952), quien estudió al grupo indio en los censos y registros tributarios desde el fin de la colonia hasta el censo de 1940. De acuerdo a sus cálculos, el número de personas consideradas indias había seguido creciendo después de la Independencia y a lo largo del siglo XIX. Ese crecimiento había comenzado a mediados del siglo XVII, cuando se superó la catástrofe demográfica producida por la conquista europea. De acuerdo a Kubler, después de la Independencia los indios eran aproximadamente el 60% del total de la población y habían crecido entre el último censo colonial en 1791 y el famoso censo de Manuel Pardo en 1876. Su conclusión fue que el Perú republicano del ochocientos se había ‘indianizado’.

Otro estudio importante de la población peruana del siglo XIX se debe a Paul Gootenberg (1991), quien sostiene que la elevada tasa de natalidad y reducida esperanza de vida correspondían al típico caso de demografía de antiguo régimen. Este historiador norteamericano subraya un segundo elemento esencial para entender la sierra de la época: había profundas diferencias entre sus diversas regiones. Por ejemplo, la sierra central era mucho más mestiza que la sierra sur. En Junín el 50% de la población era mestiza, mientras que en Puno más del 90% era indio. La cercanía al mercado limeño y la presencia de las minas de Cerro de Pasco contribuían a darle un carácter más mercantil a la sierra central; era una región de intercambios, mientras que la sierra sur albergaba las tradicionales haciendas serviles. Por ello, con el paso de los años, la sierra sur fue perdiendo peso demográfico en el conjunto nacional. En 1791 el sur era la región más poblada del virreinato, albergando al 53% del total; mientras en 1876, al terminar el periodo del guano, la sierra central había alcanzado al sur y ambas eran las regiones más pobladas del país, con 38% cada una.

El guano provocó el primer crecimiento republicano de Lima, que en 1876 prácticamente había duplicado su población colonial. La primacía de la capital aumentó considerablemente y las provincias resintieron el proceso. Como consecuencia, hubo una rebelión anticentralista contra Castilla en 1857. No todas las regiones se perjudicaron por igual. Mientras Ayacucho y Cusco atravesaron una honda depresión, Arequipa negoció un ferrocarril que fortaleció el mercado regional de las lanas; y la sierra central fue indirectamente beneficiaria del guano, puesto que el crecimiento de la capital y el ferrocarril central multiplicaron sus relaciones con el mercado.

Esta conexión entre campesinado, mercado y nación ha sido estudiada entre otros por José Deustua, quien profundizó en un tema clásico de la historia agraria de los Andes: el campesino y las minas. En efecto, en aquel entonces el producto minero por excelencia era la plata, su tecnología era antigua y afrontaba muchos problemas de transporte. Por lo tanto, parte de sus operarios eran temporales: campesinos que complementaban el trabajo en sus parcelas familiares con un salario temporal en las minas. De acuerdo a Deustua, el campesino no quería depender de la mina, pero sí deseaba dinero extra para mantener la autosuficiencia de la parcela como eje de la reproducción familiar. Sin embargo, no debe elaborarse una imagen idílica del trabajo minero de la época. Al respecto, Deustua informa de la temprana presencia del enganche y del peonaje por deudas; los mecanismos de coerción estaban muy presentes y se hacía evidente el rastro de la servidumbre.

Deustua también ha estudiado las minas de Pasco, que eran las principales del país, seguidas por Hualgayoc en Cajamarca y Lampa en Puno. Casi la mitad de los cinco mil trabajadores mineros del Perú estaban concentrados en Pasco, la principal ciudad minera. Por su parte, Magdalena Chocano (1982) ha analizado el mercado interno de Pasco, que además de textiles e insumos mineros incluía una enorme variedad de alimentos como papas, maíz, aves domésticas, carne y quesos. Todos ellos eran productos provenientes de una economía campesina que estaba parcialmente orientada al mercado. Otra actividad con fuerte presencia indígena era el transporte de la plata, realizado en caravanas de mulas y llamas. En el arrieraje se hallaba uno de los grandes costos de la producción minera y una fuente importante de monetarización de las economías campesinas.

En la región central, los campesinos más conectados con el mercado eran los comuneros, que lograban con mayor facilidad el ideal de conservar una parcela propia y vender estacionalmente su fuerza de trabajo. Sin embargo, los indígenas de hacienda, que eran mayoritarios desde Ayacucho hasta Puno, vivían una economía de autosubsistencia encerrados dentro de los límites de la propiedad del señor. Según Pablo Macera (1977), uno de los historiadores de mayor contribución al conocimiento del pasado peruano, el 30% de la población rural vivía en haciendas de este tipo, que según el censo de 1876 sumaban 4400 a nivel nacional.

La economía campesina de la región central fue objeto de los estudios de Florencia Mallon (1987). Esta historiadora norteamericana destacó la fortaleza relativa de las comunidades indígenas del Mantaro, que ocupan una margen del valle; al otro lado del río se hallan las haciendas, que son más pequeñas y menos poderosas que sus congéneres de la sierra sur. Mallon quería conocer el rol del campesinado en la larga transición al capitalismo que se estaba viviendo en la región. Para ello focalizó el hogar del campesino como unidad vital de la sociedad agraria, subrayando el control masculino del trabajo femenino. El estudio de Mallon destaca el rol de la mujer campesina, que además de encargarse del hogar y la crianza de los hijos, participa de la producción y la comercialización en el mercado, actividad que muchas veces queda completamente a su cargo. Es decir, se trata de mujeres con agencia en el terreno económico y responsabilidad del dominio doméstico, a pesar del patriarcalismo imperante en el campo.

En efecto, a pesar de su dinamismo económico y familiar, las mujeres campesinas perdían poder en el dominio político. Incluso en la comunidad los órganos de poder se constituyen por familia y el voto recae en el mayor de los varones del hogar. Aunque las mujeres participan en las asambleas comunales y asumen responsabilidades, el voto lo ejerce el varón. En el caso de la hacienda, la subordinación de la mujer es incluso mayor, puesto que el contrato de peonaje incluía el trabajo doméstico por turnos de la mujer e hijas del campesino en la casa del señor. De este modo, el tema de Mallon comienza por la relación entre el campesinado y el mercado para concluir en el avanzado grado de patriarcalismo en la sociedad campesina de los Andes en el siglo XIX.

 

El mundo campesino también ha sido estudiado desde la microhistoria política que surge de los reclamos de los indígenas ante las autoridades republicanas. De acuerdo a Mark Thurner (1995), los reclamos son frecuentes y la demanda indígena normalmente incluye la noción de derechos propios, que provienen de su condición de tributarios y que les garantizan acceso a la tierra, de la cual no pueden ser despojados. La relación entre tributo y tierra en todo momento recuerda el pacto colonial entre el rey de España y la república de indios. Este historiador norteamericano ha investigado a los indígenas del callejón de Huaylas y sus conclusiones muestran cómo el lenguaje de los indígenas se enfrenta a las nociones liberales de república y ciudadanía. La persistencia de los reclamos indígenas en la región condujo a la rebelión de Atusparia, que veremos más adelante.

En materia de rebeliones indígenas del siglo XIX, debemos voltear la mirada hacia el sur andino y específicamente al departamento de Puno. Desde la era precolombina, en el Altiplano se ha desarrollado una importante ganadería de camélidos, cuya lana empezó a ser muy valorizada por la industria británica del siglo XIX. La industria textil inglesa vivía una fase de gran expansión a escala mundial, centralizando mercados y zonas productoras. Si en la sierra central peruana el capitalismo llegó a través de las minas, en el caso de la sierra sur el conducto fueron las lanas. Ese nuevo desarrollo generó una gran tensión entre los actores sociales de la región altoandina, y dio curso al movimiento social campesino más importante del ciclo del guano.

Los elementos del conflicto fueron reuniéndose en las provincias de Huancané y Azángaro en Puno durante la década de 1860. La exportación había dinamizado el comercio, confiriéndole gran actividad a las ferias, donde se tranzaban bienes del exterior a cambio de lanas, tanto de camélido como de oveja. Entre ellas destacó la que se llevaba a cabo en Vilque, un pueblo que crecía explosivamente cuando había feria y que desapareció cuando se modificaron las rutas comerciales. De pronto, camélidos y tierras se convirtieron en bienes altamente apreciados. Como consecuencia, los hacendados intentaron concentrar tierra y mano de obra, dando lugar a fricciones y choques constantes con campesinos comuneros. Estos conflictos han sido estudiados por José Luis Rénique en La batalla por Puno (2004). De acuerdo a su interpretación, para financiar la guerra contra España de 1866, las autoridades regionales del Altiplano decidieron cobrar un impuesto especial a los indígenas, quienes se resistieron, puesto que la contribución de indígenas había sido suprimida por la revolución liberal, menos de diez años atrás. A partir de ese punto se fueron anudando las tensiones por la tierra entre haciendas y comunidades, que desembocaron en un violento enfrentamiento.

En abril de 1867 tropas comandadas por el subprefecto de Azángaro chocaron contra una gran multitud de campesinos. Hubo muertos y heridos en ambos lados. A partir de ese incidente, se tensaron las fuerzas políticas locales. Los diputados puneños en el Congreso representaban al sector terrateniente y lograron hacer aprobar una ley que autorizaba la represión violenta de las alteraciones del orden público. Sus detractores la llamaron «ley del terror». El liderazgo público de los indígenas fue asumido por el político puneño Juan Bustamante, quien había sido diputado y ocupado otros importantes cargos públicos. Asimismo, Bustamante había recorrido el mundo y publicado en París sus memorias de viajes (1959). Fue uno de los primeros peruanos que tomaron Europa como lo exótico para escribir sobre su descubrimiento. Posteriormente, de vuelta al Perú, se incorporó a los círculos liberales puneños, enfrentando a los voceros de la sociedad terrateniente. La trayectoria de Juan Bustamante ha sido estudiada por Nils Jacobsen y Nicanor Domínguez (2011).

Bustamante había fundado en Lima la «Sociedad de Amigos de los Indios». Esta institución llevó adelante una campaña contra dicha ley. Emprendió lo que consideraba una «cruzada» para impactar en la opinión pública; publicó varios artículos en la prensa de la capital donde denunciaba a los terratenientes y exigía un trato amistoso para los campesinos indígenas. La trayectoria indigenista de este liberal puneño fue analizada por Alberto Flores Galindo en colaboración con Manuel Burga, en un texto muy difundido que era parte de la colección de historia del Perú que editó Juan Mejía Baca. En ese ensayo, ambos autores ubican la lucha de Huancané como parte de un proceso mayor de tensiones alrededor de la formación del feudalismo andino, que en esta interpretación sería un producto republicano impulsado por la mutación de las relaciones sociales precapitalistas en espacios del Perú agrario que se estaban conectando al mercado mundial capitalista. El feudalismo de la sierra sur no sería un producto colonial sino republicano, y consistió en la adaptación de relaciones precapitalistas al mercado (Flores Galindo & Burga, 1980).

Por su lado, Carmen Mc Evoy (1999) analizó el ensayo que Bustamante publicó en esa coyuntura, titulado «Los indios del Perú, historia de sus costumbres». En este texto Bustamante sustentó que la construcción de la nación peruana debía incorporar al indígena resolviendo sus principales demandas, de modo que dejase de ser indio y se convirtiera en ciudadano. Según este discurso, indio significaba servil, mientras que el ciudadano peruano debía rechazar esa condición y establecer la igualdad entre los integrantes de la nacionalidad. El planteamiento de Bustamante representa un alegato en favor de la integración, respetando las diferencias.

Mientras en Lima se debatía la cuestión indígena, en Puno aumentaba dramáticamente la violencia. Partidas de gendarmes recorrían los campos reclutando peones de hacienda como fuerza de choque contra los indígenas comuneros. Se multiplicó la violencia y los comuneros obtuvieron una victoria en una localidad llamada Samán. Ahí, las mujeres del pueblo cercaron a las fuerzas del coronel Andrés Recharte, que se retiró derrotado. A continuación, llegaron refuerzos de la capital que, inicialmente, pretendieron mediar en el enfrentamiento.

En ese momento, Bustamante dejó Lima y se trasladó a Puno para intentar tranquilizar a los indígenas. Los llamó a pensar en la educación como el mejor mecanismo para su liberación. Gracias a la instrucción, los indios podrían ser alcaldes, diputados, y hasta presidentes de la república. Es decir, la educación sería la vía a la ciudadanía y en atención a estas ventajas futuras era necesario hacer un paréntesis a la lucha. A pesar de este llamamiento a la calma, la situación siguió convulsa y los ánimos estaban notablemente alterados. Después de varias provocaciones, los comuneros rebeldes salieron a la pampa de Urcunimuni, donde se produjo un choque en regla con las tropas comandadas por Recharte. La contienda fue larga, pero los indígenas fueron derrotados. Al día siguiente, en el poblado de Pusi, Recharte encerró a los líderes campesinos y les prendió fuego en una choza. En ese mismo momento, Bustamante fue cruelmente degollado.

A continuación, se sucedieron matanzas y venganzas perpetradas por los hacendados contra los comuneros. En esa oportunidad, funcionó eficientemente la alianza entre los terratenientes y el aparato represivo del Estado. Esa coalición logró vencer, a pesar de que los comuneros disponían de una red de personas influyentes que simpatizaba con su causa. Además, en 1868 los liberales fueron desplazados del gobierno por la revolución conservadora dirigida por José Balta y la suerte de los liberales en Puno se tornó adversa. La muerte trágica de Bustamante precedió a una etapa de gran expansión de haciendas, avanzando sobre las tierras de comunidad.

De este modo, el desarrollo inducido por la demanda exterior capitalista se saldó por una profundización de las desigualdades sociales. Al igual que en el caso del guano, que por su magnitud influía en todo el país, el proceso regional del sur peruano, dominado por las lanas, se tradujo en la pérdida de poder y de riqueza relativa de los sectores más pobres de la población. Al terminar el estancamiento propio de la independencia y los caudillos, el crecimiento económico mejoró la suerte de algunos, pero a la vez disparó las desigualdades sociales (Jacobsen, 2013).

La trágica muerte de Juan Bustamante mostró los límites del liberalismo decimonónico para definir el puesto del indio en la nación peruana. Entre los líderes de avanzada había empatía con los indígenas y buena voluntad para integrarlos al país republicano en condiciones de igualdad ciudadana. Ellos creían que el camino era la educación y castellanización de la población indígena, querían resolver la cuestión social de la servidumbre indígena a través de la occidentalización del indígena. En su discurso aún no era dominante la demanda social y económica. Sin embargo, los liberales sí tuvieron claro que el derecho al voto del indígena era fundamental para la integración del país. Como bien plantea Martín Monsalve (2005:223) el sufragio no solo era un derecho sino el vehículo para la cohesión social del país.

Manuel Pardo y el primer civilismo

Como vimos, al finalizar el gobierno de Balta se produjo una coyuntura electoral muy singular, marcada por la doble crisis de la economía guanera y del militarismo. En este contexto, un grupo numeroso de civiles se organizaron en la Sociedad de Independencia Electoral, proponiendo un programa de modernización burguesa del país. Su candidato presidencial fue Manuel Pardo, un ex consignatario del guano que había incursionado exitosamente en política, habiendo sido ministro de Hacienda y alcalde de Lima. Su llamamiento enfatizó en un concepto denominado «asociacionismo», que consistía en fortalecer el tejido social y convertirlo en el motor organizativo de la república. Esta propuesta buscaba desplazar al Ejército, la Iglesia y las viejas corporaciones coloniales. El concepto principal era la «república práctica», buscando orientar al Estado en dirección al progreso y modernización, en vez de la demagogia y corruptela de la era del guano. En el discurso civilista, «práctico» implicaba expandir la producción, incorporar nuevos territorios y fortalecer al Estado. Para ello, cada provincia debía contar con un plan a ser centralizado en Lima en una oficina especial del Estado.

Pardo criticó duramente la corrupción del voto que había acompañado a la república desde su fundación, sobre todo en los últimos decenios, cuando el militarismo había sobrevivido gracias a la violencia electoral. Durante la campaña, el candidato fustigó a las oligarquías provincianas, a sus clientelas y a la plebe. Incluía un llamamiento a las fuerzas vivas que ponían en marcha la economía y la sociedad. Su discurso pretendía terminar con la argolla que despilfarraba el erario público. Para ello, la Sociedad de Independencia Electoral se organizó en forma centralizada y jerárquica. Sus comités estaban integrados por diez personas y fueron muy efectivos para superar la anquilosada maquinaria de los clubes electorales. Sin embargo, las asociaciones civilistas «tampoco se regían por preceptos democráticos y, en cambio, solían ser autoritarias y jerárquicas» (Mücke, 2010).

Durante la campaña de 1872, una amplia coalición pluriclasista sustentó la vida activa de la Sociedad Electoral. Tanto artesanos como empresarios fueron parte de ella. Además, los civiles estaban presentes en todo el territorio nacional y, aunque el liderazgo fue limeño, construyeron una institución que abarcaba a las capitales departamentales y llegaba a muchas provincias. Pero, pasada la campaña electoral, los comités redujeron su actividad y dejaron la decisión política en el grupo que rodeaba a Pardo en Lima. Durante la campaña, Pardo propuso dejar de lado la argolla militarista. En su esfuerzo por instaurar la república práctica, tuvo que lidiar con el tema del ejército. Su respuesta fue darle peso a la Guardia Nacional, una nueva institución que agrupaba a civiles, quienes recibían instrucción y equipamiento ligero para defender la ley y el orden en sus provincias. Esta institución compitió con el ejército regular´, evidenciando la profundidad de las divisiones entre civiles y militares.

 

Asimismo, Pardo buscó fortalecer a las municipalidades, instituciones republicanas por excelencia. Les concedió rentas, autonomía y estableció elecciones democráticas para seleccionar a sus autoridades. Para los civilistas, el poder local era la escuela de ciudadanía y base indispensable de la democracia. Una vez en el gobierno, Pardo incluso transfirió la educación a los municipios. Este experimento descentralista de la educación concluyó en un fracaso y tuvo que ser revertido décadas después, pero evidencia la dirección política del primer civilismo: reorganizar el Estado transfiriendo poder a los gobiernos locales.

Pero los civilistas llegaron al poder en medio de una crisis general que dificultó la realización de su promesa electoral. En primer lugar, su gobierno tuvo que sortear un pronunciamiento militar que se saldó por el asesinato del presidente Balta y el levantamiento del pueblo de Lima contra los autores del golpe, los hermanos Gutiérrez. Ellos fueron ultimados en un sangriento episodio de violencia generalizada. Con estas trágicas muertes comenzaba la década de 1870, que terminaría con el asesinato del mismo Pardo y el inicio de la infausta Guerra del Pacífico21.

Además, el civilismo afrontó una grave crisis económica. Balta había firmado el contrato Dreyfus, que supuestamente saneaba las deudas anteriores y proveía de fondos frescos para continuar la obra ferrocarrilera del Estado. Pero carecía de las espaldas financieras suficientes, sobre todo cuando se presentó la crisis mundial de 1873, que remeció a la economía capitalista. Por ello Dreyfus no pudo cumplir, progresivamente fue recortando sus obligaciones hasta que, finalmente, dejó de pagar la deuda externa del país. En enero de 1876 el Perú entró en bancarrota. Era el último año del gobierno de Pardo y los civilistas habían perdido el ímpetu que tuvieron al comenzar su gobierno.

Durante los dos años anteriores, Pardo había intentado encontrar una solución a través del salitre, un mineral que servía como fertilizante y que, además, era utilizado como materia prima en operaciones industriales, incluyendo la fabricación de pólvora, la misma que pronto haría atronar los cañones en el Pacífico sudamericano. La parte peruana del salitre se hallaba en el departamento de Tarapacá, una región costera en el extremo sur del país. La producción de salitre era un proceso más complejo que la simple operación del guano. En este caso el proceso se limitaba a cargar los barcos con el producto que se hallaba en estado natural. Pero el salitre era bastante más trabajoso. Requería de maquinaria compleja e inversiones de capital. Muchos empresarios salitreros fueron peruanos, pero había también ingleses y chilenos, amén de otras nacionalidades fundamentalmente europeas. Los salitreros peruanos eran fuertemente regionalistas, pero sus exportaciones pasaban por bancos y casas comerciales de Valparaíso y Santiago. Lima había quedado rezagada.

Había una segunda diferencia significativa con el guano, la condición de monopolio peruano. En efecto, prácticamente todo el guano estaba en el Perú, mientras que el salitre estaba repartido, porque no menos del 50% de los depósitos se hallaban en el entonces departamento boliviano del Litoral. El salitre boliviano no era producido por capitalistas bolivianos, sino que estaba concesionado a una compañía chileno-británica, que había hecho una importante inversión en bienes de capital. Esa compañía era competidora del salitre peruano y, como veremos, estuvo en el centro de los acontecimientos que llevaron a la guerra.

Al presentarse la crisis económica, Pardo decidió crear un estanco del salitre. Los estancos habían nacido durante la era colonial como empresas públicas que monopolizaban uno u otro rubro económico. Así, presionado por una profunda crisis, Pardo desconfió de su propio planteamiento en favor del capitalismo liberal y optó por una institución colonial propia del Estado mercantilista. A pesar de las expectativas, el estanco fracasó. El Estado no era solvente y la incorporación de los bancos de Lima no resolvió el problema. Peor aún, el empresario peruano local de Tarapacá veía a los bancos como la expresión del centralismo dirigido a ahogar al capitalismo regional. En esas circunstancias, el gobierno decidió dar un paso adelante y nacionalizó el salitre. Su idea era reproducir la propiedad estatal del producto que había tenido el guano. Es decir, las medidas concretas de Pardo reforzaron el rentismo del Estado y no lo redujeron.

La estatización del salitre tampoco funcionó. La causa fue la misma, faltaba respaldo y fracasó el intento de conseguir capital en el extranjero, porque la crisis mundial había paralizado el mercado financiero. Además, el proceso fue llevado de manera empírica, se emitieron algunos bonos al portador en vez de nominales, algunos propietarios lograron conservar sus yacimientos, mientras otros tuvieron que entregarlos. El desorden fue muy grande, el Estado quedó desprestigiado y enemistado con todos los empresarios extranjeros expropiados en Tarapacá. La vulnerabilidad del Estado creció exponencialmente, sin lograr paliar la crisis económica.

El guano y el salitre como causas económicas de la guerra con Chile han sido considerados por una serie de autores, como el sacerdote e historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, quien fue rector de la PUCP. En sus escritos criticó duramente la política seguida por los gobiernos peruanos de la década de 1870. En particular, sustentó que la política salitrera de Pardo fue un grave error. «Lo peor del caso fue que el gobierno de Pardo entregó a los bancos las operaciones relativas al salitre, otorgándoles un bien del Estado que ellos adquirieron con un papel moneda sin valor y desprestigiado ante el público» (Vargas Ugarte, 1979).

Así, aun cuando Pardo fue ampliamente reconocido como estadista, su obra con respecto al salitre ha merecido mayormente consideraciones negativas. En ese sentido enfila el principal crítico de los civilistas, el historiador Heraclio Bonilla. Su libro sobre el guano y la burguesía peruana contiene una crítica demoledora de la política civilista. En su opinión, el proyecto para la utilización productiva del guano facilitó la reorganización de la élite económica —a la que llama «terrateniente-comercial»— uniformizando sus intereses y permitiéndole surgir como entidad social (Bonilla, 1974).

Según Bonilla, la élite había creído que una revolución del transporte generaría el desarrollo capitalista. Pero el capitalismo hubiera necesitado liberar a los campesinos de la servidumbre y transformar las relaciones sociales, no exclusivamente los medios de transporte. En el razonamiento de Bonilla, era imposible modernizar la economía conservando los estamentos coloniales. Y la esencia del civilismo habría consistido precisamente en mantener las jerarquías modernizando el transporte. La argumentación de Bonilla ha reaparecido en un reciente estudio sobre la formación de los Estados de México y el Perú durante la era liberal, escrito por los historiadores Ben Fallaw y David Nugent (2020). Según estos autores, el guano permitió la concentración de la riqueza en Lima, que pudo ignorar a las élites regionales y establecer un régimen de ciudadanía privilegiada. La primacía de la capital y de una pequeña élite plutocrática fueron sus consecuencias.