Lucha política y crisis social en el Perú Republicano 1821-2021

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Por su parte, el historiador arielista José de la Riva-Agüero, consideraba a la confederación como la gran oportunidad perdida del Perú y que su derrota había sido una catástrofe que anunciaba las desventuras del siglo XIX peruano. En opinión de Riva Agüero, la confederación era fruto de los lazos de sangre y de profundos vínculos culturales que provenían del mundo andino. Gracias a la solidez histórica de esos lazos, la confederación habría sido la base para la grandeza nacional en el concierto sudamericano (Riva Agüero, 2010, pp. 524-532).

En nuestros días, Cristóbal Aljovín ha analizado el periodo sosteniendo que el eje del conflicto fue la oposición entre propuestas distintas de estructuras de gobierno. Por un lado se hallaba el centralismo de Lima y por el otro el federalismo al gusto del sur. De este modo, la explicación de Aljovín ahonda en uno de los temas históricos del Perú: el centralismo tanto económico como político. Asimismo, sostiene que el límite del proyecto de Santa Cruz era su dificultad para estructurar el Estado más allá de su persona. Carecía de medios para transferir el poder a un heredero. El extremo personalismo fue la debilidad político-estructural del proyecto de Santa Cruz (Aljovín de Losada, 2002).

Medios de comunicación y opinión pública

Durante el siglo XVIII, los periódicos fueron apareciendo progresivamente en Hispanoamérica, y fueron empresas inestables porque su circulación dependía de protección oficial15. Luego, las Cortes de Cádiz establecieron la libertad de imprenta y gracias a ella apareció una gran profusión de impresos. De acuerdo a Basadre, el nacimiento de la república se caracterizó por una «orgía periodística», nacida de la súbita desaparición de la represión colonial, para dar curso a la novelería impresa y al afán de ganar posiciones para acceder al poder político. En nuestros días, el tema de la orgía periodística fue retomado por Charles Walker, quien estudió los medios de prensa en la transición de colonia a república. Asimismo, otros colegas han participado de este nuevo interés por los periódicos gracias a su calidad como fuente para el conocimiento de la ideología de una determinada época (Walker, 2001, p. 221).

En efecto, los medios de prensa fueron actores políticos en sí mismos que precedieron a la Independencia y siguieron circulando intensamente en la Emancipación y primera República16. Durante la lucha independentista, cada bando mantenía su propio boletín oficial de informaciones, porque era importante dejar establecida una posición como autoridad sobre el territorio y sus gentes. Adicionalmente, circulaban hojas impresas, gacetas y periódicos gracias a la extensa politización de la sociedad, que se traducía en la aparición de multitud de puntos de vista. Un estudio de Manuel Atanasio Fuentes mostró que en Lima durante los cincuenta primeros años de República aparecieron 128 periódicos y las dos terceras partes eran exclusivamente políticos (Fuentes, 1860).

Por su lado, los periódicos no fueron patrimonio de la capital, por el contrario, también fueron muy numerosos en diversas regiones del país. Algunas regiones han sido bastante bien estudiadas, como por ejemplo el Cusco. Al respecto de la antigua capital de los incas, José Ragas se ha preguntado por la profusión de publicaciones en una región cuyas inmensas mayorías hablaban lenguas indígenas y no conocían el castellano en el cual estaban impresos los mencionados medios de comunicación. Por su parte, Claudia Rosas (2011) estudió el imaginario político regional cusqueño de este periodo y el peso del federalismo. Todas estas investigaciones se beneficiaron del trabajo pionero de Luis Miguel Glave (1999), quien había publicado los catálogos de los periódicos del Cusco y había atraído la atención hacia su riqueza. Además, es necesario considerar que la profusión periodística ocurrió en todas las regiones y que otros estudios revelan una situación semejante en diversas localidades, como por ejemplo en Cajamarca o en Ayacucho, entre otras. Todos estos estudios apuntan en la misma dirección, la independencia y el caudillismo estuvieron acompañados por una guerra de palabras (cfr. Ragas, 2003).

Otro acercamiento a la misma problemática fue elaborado por Víctor Peralta, quien estudió la prensa buscando destacar los hábitos de lectura y la pedagogía política en el Perú de fines de la Colonia. Este estudio muestra que el periódico era leído y comentado en cafés y pulperías, dando origen a un animado circuito entre la cultura letrada y la oral, enganchando escritos con rumores y conversaciones grupales. Así, el público de los medios de prensa de la época era amplio y no estaba reducido a la población educada. Esta pregunta por los lectores guio los trabajos de historia del periodismo de Juan Gargurevich (1991), quien ha escrito numerosos trabajos sobre el tema y establecido una línea del tiempo que sirve como referencia.

Con respecto al consumo, cabe destacar que el ideal del siglo XIX era la suscripción y que lo excepcional era la compra por ejemplar suelto. Por ejemplo, El Comercio llegó a tener dos mil suscriptores cuando su edición total era de tres mil ejemplares. Otro punto a considerar era que la circulación aumentaba mucho en época electoral; aparecían nuevos medios y aumentaba al tiraje de los antiguos. En estos momentos el lenguaje era inflamado e intencionadamente se buscaba atacar para generar polémica, cuanto más ácida mejor. Luego, seguía una especie de tregua periodística y se reducía tanto el mercado como el mismo tono periodístico. Los medios carecían de estabilidad, aparecían y desaparecían con frecuencia.

La profusión de periódicos evidenciaba la politización de la sociedad y la formación de la opinión pública. Este proceso no fue ni lineal ni unidireccional. Por el contrario, se formaron varias opiniones públicas competitivas y en aguda contradicción. Lejos de aspirar a la armonía y promocionar el consenso, la «orgía periodística» expresó un elevado grado de conflicto interno en la primera sociedad republicana. Una manifestación del conflicto político fue el surgimiento del periodismo satírico, que tuvo un prolífico desarrollo en diversos formatos: caricatura, prosa y poesía. Era el recurso obligado de las diversas oposiciones al poder político. La prensa satírica ha sido también objeto de estudios históricos: por ejemplo, José Ragas ha investigado el periodo de Castilla, destacando dos medios de prensa de oposición, El Diablo y El Zurriago, que atacaron de manera implacables al gobierno a través de la burla y la risa. El Diablo cambiaba de nombre a los ministros y al presidente para ridiculizarlos sin cesar. Por su parte, Castilla usó todo el peso de la ley para reprimirlos y logró desaparecer al Diablo y domeñar al Zurriago. No casualmente en esta época volvió a debatirse el estatuto de la libertad de imprenta, porque el poder se valía de todos los medios legales para silenciar a sus opositores (Ragas, 2003).

De acuerdo a Walker, en el temprano siglo XIX no existía la profesión de periodista; los redactores eran abogados, escribanos o negociantes. Sin embargo, los periodistas profesionales fueron apareciendo de forma progresiva. El caso emblemático es Ricardo Palma, quien trabajó sin interrupción en medios de prensa desde su juventud hasta su gestión como bibliotecario después de la guerra con Chile. Si los periodistas iban apareciendo a cuentagotas, las imprentas eran un negocio aparte, aunque obviamente conectado. El mencionado Manuel Atanasio Fuentes, conocido como «el Murciélago», fue un reconocido imprentero del siglo XIX, bien conectado al mundo libresco y periodístico. Las mismas imprentas vendían los medios de prensa. Asimismo, otros puntos de venta eran las boticas, que junto a medicinas y remedios vendían periódicos y todo tipo de impresos legales, como leyes, reglamentos y constituciones.

Descontando al diario oficial El Peruano, el decano de la prensa peruana es el diario El Comercio, fundado en 1839 por una sociedad integrada por Manuel Amunátegui y Alejandro Villota, ambos extranjeros, chileno y argentino respectivamente. Inicialmente fue un periódico modesto y sencillo que se limitaba a las noticias mercantiles, como llegada y salida de barcos, ofertas y anuncios. Luego, lograría posicionarse como un importante diario capitalino bien informado y siempre mesurado. Dada su larga continuidad hasta el día de hoy, este diario ha merecido numerosos estudios. Su historiador oficial fue Héctor López Martínez, quien ha dejado bien documentados estudios en los que recopila accionistas, directores, periodistas y trabajadores (1989; 1990-2000; 1996). En el mismo rubro puede añadirse el aporte de Alberto Tauro sobre El Comercio y sus fundadores, quienes tuvieron una vida singular, el uno peleó en el bando realista y el otro había llegado con San Martín. Se conocieron en Ayacucho, donde fundaron un primer diario llamado El Indígena en 1825. Pusieron varios negocios que fracasaron hasta que ya establecidos en la capital fundaron El Comercio (Tauro del Pino, 1975).

Poco después de la derrota y disolución de la Confederación apareció el primer número de este diario, hace ya 180 años. Vamos a detenernos en sus inicios para conocer cómo logró superar las vicisitudes de la época y construir una empresa destinada al largo plazo. Era el final del caudillismo y estaban en la puerta los primeros años de la república guanera. Nacido en esa transición tuvo que sortear dificultades iniciales hasta que el guano permitió un crecimiento de sus negocios.

Como vimos, los primeros años de El Comercio fueron fiel reflejo de su nombre. Se especializó en todo tipo de noticias mercantiles y eludió el fervoroso compromiso político que era frecuente en los periódicos de esa época. Destacó por su apoliticismo en una época de grandes pasiones. Esa mayor neutralidad colaboró con su primer éxito. Los demás medios pasaban de la apoteosis a la desaparición, mientras que El Comercio siempre mantenía su presencia ante el público lector. Su posición política era moderada y sin estridencias, más bien en tono conciliador. La persistencia era su meta.

 

Asimismo, cabe destacar la capacidad empresarial del diario para reinvertir sus ganancias en potenciar la empresa. En efecto, El Comercio puso la primera planta de producción de papel de Sudamérica. Era un papel de trapo muy barato, pero con el cual se imprimía el diario y sobraba para colocarlo en el mercado. Posteriormente, El Comercio adquirió una imprenta muy moderna para su época. Esa fue una constante de la política empresarial: invertir ganancias en abaratar costos de producción y vender servicios al público. No depender solo del diario, sino colocarlo al centro de una serie de negocios conectados.

Por su lado, una sección del diario fue clave: los remitidos. Esta sección era común a todos los medios de prensa de la época y consistían en notas escritas y pagadas por el público para ser impresas. Muchas veces, incluso, estas notas eran anónimas, aunque la mayoría de las veces era fácil identificar al autor. El contenido frecuentemente era injurioso y en buena medida era una forma de ventilar públicamente pleitos personales. En una sociedad de escasa confianza interpersonal, los remitidos encendieron las pasiones. La habilidad periodística consistía en articular polémicas que podían atraer la curiosidad del público durante semanas o meses. De acuerdo a Manuel Amunátegui, uno de los fundadores, El Comercio no gastaba en redactores, sino que cobraba por llenar su sección más leída. Sostenía que los remitidos pagaban gastos y el resto era ganancia.

Además, los remitidos eran una tribuna para presionar a las autoridades, principalmente a los jueces. Todo pleito legal era transformado en cadenas de remitidos, que buscaban influir en las decisiones judiciales. Sobre los medios de prensa de esta época ha aparecido el trabajo del historiador chileno Pablo Whipple, titulado La gente decente de Lima (2013). Según su parecer, los remitidos guardaban relación directa con los jueces, porque esta sección tenía como foco influir sobre sus sentencias. La debilidad del poder judicial lo hacía depender tanto del poder político como de la fluctuante opinión pública.

El Comercio había sido estudiado previamente por Raúl Porras Barrenechea, quien sostuvo que este diario sobrevivió a sus contemporáneos debido a su independencia política y a su postura moderadamente liberal, adicionalmente también había subrayado la importancia de los remitidos en su popularidad. El chisme y la calumnia se dieron de la mano en esta sección, que Porras califica como «repulsiva y amenazante». Como dijimos anteriormente, los remitidos eran una costumbre de todos los periódicos de la época y no una exclusividad de El Comercio, pero este diario los manejó con habilidad editorial. Los remitidos no han tenido buena historia, prácticamente todos los especialistas los califican como manipuladores de bajos sentimientos entre los individuos y defensores de intereses particulares sobre los generales.

Por su lado, los medios de la época no ofrecían información sobre el acontecer nacional, sino publicaban opiniones y defendían intereses. Como hemos visto, con mucha frecuencia esta misma opinión era pagada. De este modo, el interés particular fue el motor de la opinión pública, a la vez desinformada de los hechos e intoxicada de posiciones particulares sobre ellos. En estos términos, El Comercio tuvo la capacidad para liderar el proceso de formación de la opinión pública. Era un hecho nuevo, aunque con antecedentes en la parte final de la Colonia. Como producto republicano, la opinión pública y sus medios generadores ya estaban establecidos en el Perú de mediados del siglo XIX.

Castilla: guano y ferrocarriles

Luego de la muerte de Gamarra, el Perú se sumergió en el caos hasta que surgió Ramón Castilla, quien pudo recuperar cierto orden gracias a los ingresos del guano. Castilla había nacido en Tarapacá; su padre fue un inmigrante argentino, y su madre una mujer andina de poder económico local. Desde joven se enroló en la carrera militar, y su carrera corresponde al patrón clásico del caudillo de la primera hora: inicios en el ejército virreinal, cambio de bando con San Martín, combatiente de la batalla de Ayacucho. Castilla, sin embargo, tuvo una carrera algo más lenta, sobrevivió a varias purgas porque al comienzo no destacó como candidato a máximo líder, sino que fue un eficiente cuadro de segunda fila. Así, llegó tarde al ciclo del caudillismo y lo concluyó para dar paso a la república guanera. En efecto, el súbito enriquecimiento del erario público gracias al guano fue el fuelle de la paz castillista.

Castilla organizó el Estado republicano. En la época de los virreyes, este era relativamente eficiente, pero se vino abajo al producirse la independencia. Algunas funciones, como el cobro de tributos, juzgados y correos, entre otras, habían sido desactivadas durante la primera República. Luego, Castilla reorganizó el aparato público, por lo que se le considera el primer estadista del periodo republicano. Este papel ha sido ampliamente destacado por la historiografía y se halla desarrollado en Basadre, pero también se encuentran visiones bastante más críticas de su rol, como por ejemplo la interpretación de Carmen Mc Evoy, quien lo considera creador de una red clientelista que tuvo como pivot al ejército, habiendo destinado lo esencial del erario público a la reproducción de su propio poder17.

El guano duró unos 35 años, de los cuales Castilla gobernó doce, divididos en dos periodos uno de siete y el otro de cinco años. Sus gobiernos están completamente vinculados al enriquecimiento del erario nacional, que al decir de Peter Klarén pasó «de mendigo a millonario» (2004, p. 203). Gracias a ello, Castilla pudo pagar jugosos retiros a militares que dejaron de conspirar y se retiraron para gozar sus beneficios. Además, los integrantes de su generación, quienes habían luchado por la independencia, ya eran mayores y se retiraron a sus cuarteles de invierno. Por su parte, la siguiente generación de caudillos aún no tenía la fuerza para retar a un líder como Castilla, que tenía pergaminos y trayectoria. Gracias a ello consiguió cierta paz al interior del país, la cual, aunque incompleta, era mucho en comparación con las caóticas primeras décadas de la República.

Durante el segundo gobierno de Castilla se promulgaron dos constituciones, en 1856 y en 1860. La primera no fue del agrado del gobernante, la firmó a regañadientes y luego la reemplazó por la segunda, que tuvo sesenta años de vigencia y es, hasta ahora, la constitución peruana de mayor tiempo de vida. La figura dominante del segundo proceso constituyente fue Bartolomé Herrera, un reputado sacerdote e ideólogo conservador, mientras que en la primera constitución de Castilla fueron los liberales quienes tuvieron gran influencia. En ese momento, los hermanos Pedro y José Gálvez habían consagrado en la carta fundamental los principios liberales, plasmados en la abolición de la esclavitud y del tributo indígena. Si Castilla es reconocido como libertador es gracias a la corta pero decisiva actuación de este grupo liberal que lo acompañó durante la guerra civil contra Echenique.

Así, Castilla concedió la libertad a los últimos esclavos que quedaban en el Perú. No eran tantos, pues la mayoría había comprado su libertad. Los restantes eran de edad avanzada, puesto que la última vez que habían llegado esclavos había sido más de veinte años atrás, procedentes de Colombia. Por cierto, el gobierno pagó una indemnización a los propietarios de los esclavos que estaba liberando. Ese fue su estilo, comprar a cada uno, gracias a lo cual constituye un prototipo de gobernante de la época. Se lo halla en todas las latitudes, aunque el estilo de Castilla era típico del país criollo de la primera República peruana.

El Estado guanero conservó los privilegios de las corporaciones que venían de la era colonial. Las principales, el Ejército y la Iglesia, poseían un fuero que les permitía disponer de normas propias. Las demás corporaciones no podían aspirar a tanto, pero al menos disponían de derechos específicos. Así, cada provincia por separado y las universidades y los gremios aspiraban a conservar sus privilegios pactados con el Estado. Como había ingresos extraordinarios fruto del guano, las expectativas eran enormes. Así, el dinero del guano no modernizó al Estado, sino que aceitó los mecanismos del antiguo Estado patrimonial corporativo18.

La prebenda y la violencia eran componentes esenciales del sistema político. José Ragas ha mostrado cómo el poder ejecutivo llevaba adelante los procesos electorales a través de maquinarias políticas que se utilizaban para intimidar a la oposición. El grado de violencia era elevado y las mesas electorales se ganaban gracias a la fuerza. Durante la era del guano el militarismo logró imponer a sus candidatos, y los civiles fueron asociados subordinados o acabaron expulsados del poder político (Ragas, 2005a; 2005b).

El tradicionalista Ricardo Palma ha dejado una semblanza de Castilla en la «Tradición del Cañoncito». Un amigo visita al presidente y se sorprende al ver en su mesa de trabajo una miniatura de cañón. Como no la ha visto anteriormente, picado por la curiosidad, pregunta por su origen y Castilla responde cazurro que está esperando que dispare. En una segunda vista constata que el objeto ha desaparecido. Nuevamente pregunta y Castilla responde que ya había disparado. ¿Qué había ocurrido? El objeto era un regalo de alguien que quería pedir un favor y Castilla estaba esperando que fuera a verlo, por ello estaba en exhibición. Luego que ya había resuelto el pedido, lo había guardado porque había perdido sentido. El Castilla de Palma maneja el poder gracias a la prebenda aplicada con astucia. Esta última cualidad lo hace representante por excelencia de la fase criolla de construcción del Estado, previa a la guerra de 1879. Cuando, finalmente, se retiró de la presidencia ya habían pasado dos décadas de auge guanero y se estaba entrando a la fase madura de su exportación. Por ello conviene detenerse y presentar este negocio, del cual venimos hablando sin haberlo presentado debidamente.

A partir de 1840, se produjo un súbito incremento de las exportaciones peruanas, que habían estado a la baja prácticamente desde comienzo del siglo XIX. El guano fue el principal protagonista, aunque no el único, porque arrastró al azúcar y al algodón que gozaron de un pequeño boom antes de la guerra con Chile. A mediados del siglo XIX, la industrialización en los países desarrollados generó la expansión de la demanda de alimentos y materias primas. Como consecuencia, la república atravesó una primera época de auge de las exportaciones de materias primas, un patrón de crecimiento que era general en Latinoamérica de su tiempo.

El guano era un producto muy especial, porque el Perú era el único productor de un bien entonces muy preciado en la economía mundial. Era el más potente fertilizante de una época en la cual los países desarrollados requerían abonos para la mecanización de su agricultura. Además, el Estado era el único propietario del producto, porque estaba situado en promontorios e islas sin dueños privados. Así, el guano combinaba dos situaciones excepcionales que fundamentaron un boom sin precedentes y nunca más repetido. Estas eran: ser un monopolio, ningún otro país del mundo poseía un fertilizante igual o superior; además, era un bien público, estaba en manos del Estado, que lo explotó a través de concesiones19.

Cuando empezó el auge guanero no había una clase propietaria peruana que pudiera organizar el negocio. El capital había desaparecido en el desastre de la primera parte del siglo XIX. Las fortunas locales que sobrevivían estaban muy disminuidas y carecían de experiencia en el manejo de negocios con Europa. El comercio de importación y exportación lo realizaban casas comerciales europeas. Así, el gobierno contrató la exportación del fertilizante con la famosa Casa Gibbs de Londres, que fue concesionaria de los mercados más lucrativos del guano durante poco más de diez años (Bonilla, 1974).

Inicialmente, el Estado y las casas comerciales extranjeras se enriquecieron con rapidez, pero la sociedad peruana participaba solo indirectamente de los frutos de la bonanza. El gobierno de Castilla había organizado la administración pública y el país se encontraba más estable, pero las actividades económicas nacionales seguían estancadas. Durante el gobierno de su sucesor, el general Rufino Echenique, el Estado transfirió parte de la renta guanera a los empresarios particulares. El proyecto fue concebido por Castilla y Echenique lo implementó, pero dio origen a un gran escándalo de corrupción.

 

Desde las guerras de emancipación y luego durante la anarquía militar se habían acumulado muchas deudas del Estado con particulares. Había vales por doquier, fruto de confiscaciones para sostener a los ejércitos en campaña. Cuando se decidió pagar las deudas, hubo muchas oscuras maniobras que permitieron su multiplicación y concentración en pocas manos. Al final del proceso, la corrupción había sido tan evidente que estalló una sublevación conducida por los liberales, a la cual Castilla se sumó para llegar nuevamente al poder (Quiroz, 2013, pp. 169-181).

La segunda administración de Castilla enfrentó guerras internacionales y conflictos internos; su resultado fue menos exitoso que su primer gobierno. Castilla gastó mucho en el ejército y en montar una red de apoyo político al régimen. De este modo, llegada la década de 1860, el Estado había consumido la renta guanera en gastos que no satisfacían las expectativas y el país no se había desarrollado. Por ello, el segundo gobierno de Castilla decidió no renovar los contratos de exportación del guano con Gibbs. Por el contrario, el gobierno entregó el negocio guanero a empresarios e inversionistas locales, que formaron compañías para acceder a porciones del negocio. Los consignatarios nacionales carecían de poder económico suficiente para asumir el íntegro de la exportación del guano, como había sido antes y lo sería después. Por ello, se repartieron el mercado mundial, que fue fraccionado por el Estado en favor de los empresarios nacionales.

Desde 1860 y a lo largo de esa década, los consignatarios formaron la primera oligarquía republicana, fundando bancos e invirtiendo en modernizar la producción de azúcar y algodón. Por su parte, el Estado construyó una primera red de servicios públicos, que aunque embrionaria logró trasladar parte del bienestar económico al resto del país. Pero la prosperidad de los años 1860 también acarreó problemas económicos. En primer lugar, provocó un alza sostenida de los precios. El súbito ingreso de un elevado capital provocó una considerable inflación. Los trabajadores del sector moderno podían defenderse, pero aumentó la pobreza para todos aquellos que seguían trabajando y ganando como antes. Los desequilibrios económicos se acentuaron y hubo mucha tensión social. El crecimiento económico rentista fue una caldera que alimentó contradicciones sociales que estallaron violentamente en la siguiente década, que fue especialmente sangrienta (Giesecke, 1978).

La riqueza de aquellos vinculados a la economía guanera era muy notoria y aumentaron los conflictos con quienes se sentían postergados. El país creció económicamente de una manera inusitada, pero aumentó su fragmentación y se disparó la desigualdad interna. Por su lado, los consignatarios le prestaban al gobierno a través de adelantos siempre requeridos por un voraz tesoro público. Así, se daba la paradoja de un Estado enriquecido pero endeudado con quienes manejaban su propiedad. También aumentó el centralismo de Lima y el Callao, que fueron los grandes beneficiarios del auge. Por ello, las provincias fueron las primeras descontentas con la distribución de la renta guanera.

Por su lado, las clases populares tuvieron una participación segmentada del auge guanero. Hubo trabajo en sectores modernos que antes no existían y en esos empleos se ganaba un salario superior al de tiempos pasados. Además, hubo obras públicas y mayor integración nacional. En esta época hubo un esfuerzo por organizar al Estado en temas sociales como educación y salud pública. Pero, por otro lado, muchos artesanos habían quebrado, porque en la era del guano todo se importaba. Además, muchos empleos asalariados eran temporales, porque se contrataban obreros para construcciones y en algún momento o se terminaba la obra o se interrumpía por falta de dinero. De ese modo, había una masa inestable de trabajadores urbanos que padecía por la inflación e inestabilidad laboral. La era del guano tuvo ganadores y perdedores, y estos últimos normalmente estuvieron en los sectores populares.

Pero el negocio de los consignatarios nacionales terminó mal. En 1869, el gobierno de Balta rompió con ellos y los sustituyó por un nuevo contrato con el financista francés Augusto Dreyfus, quien monopolizó el guano a cambio de considerables adelantos para pagar la deuda externa y construir los ferrocarriles. El ministro encargado de esta operación fue el entonces joven político Nicolás de Piérola, quien desde entonces había de destacar en política por cincuenta años como enemigo de la élite económica limeña.

La ruptura con los consignatarios nacionales quebró en dos la historia peruana del guano. Los hijos del país habían sido desplazados porque el crecimiento económico les había permitido amasar fortunas en medio de las dificultades de las mayorías. Su imagen de dilapidadores también contribuía a su aislamiento como grupo. Por ello, los consignatarios no eran queridos por el público que sostuvo los propósitos de Piérola, pero la decisión de convertir a Dreyfus en único contratista del guano también fue muy problemática para el Estado. Depender de varios consignatarios nacionales era negativo, pero depender de uno solo y extranjero se mostró mucho peor (Basadre, 1969, VI; Quiroz, 2013, pp. 205-215).

El conflicto desatado alrededor de la eliminación de los consignatarios nacionales fue enorme y Balta temía dejar el gobierno a sus rivales. Ya habían desaparecido los militares de la Independencia y ahora gobernaba una segunda generación de caudillos que habían aprendido su oficio como prefectos y subprefectos de la era castillista. Pues bien, Balta buscó entre los integrantes de esta segunda generación un nuevo candidato militar que mantuviera el monopolio de los uniformados sobre el poder político. No lo consiguió; por ello, su candidato fue el veterano general Echenique, quien carecía del prestigio necesario para ganar una contienda electoral medianamente democrática.

Por su lado, durante el gobierno de Balta se concretó una idea que había sido reclamada por los intelectuales peruanos: transformar el guano en ferrocarriles. La Revista de Lima, una publicación heredera del Mercurio Peruano, había sustentado la idea. En esta revista habían escrito los intelectuales de la nueva generación nacida después de la Independencia, entre otros el mismo Manuel Pardo. La idea que popularizó este medio era invertir la renta guanera en impulsar la riqueza nacional a futuro. El argumento enfatizaba en la necesidad de infraestructura vial para llevar a la costa los productos de exportación. Para ello había que reactivar la exportación minera, que había sido la renta más importante del país durante los tres siglos coloniales, pero que estaba a la baja a lo largo del siglo XIX. Asimismo, los ferrocarriles querían forjar el mercado interno poniendo en relación regiones productoras de alimentos con ciudades consumidoras. Un famoso artículo de Pardo proponía conectar el valle del Mantaro con Lima para favorecer el consumo de granos peruanos, que se perdían por falta de un medio de transporte, mientras que se importaba trigo de Chile.