Lucha política y crisis social en el Perú Republicano 1821-2021

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Mientras tanto, la economía estaba a la deriva. Desde el siglo XVIII la producción minera había ido declinando. El advenimiento de la república profundizó el retroceso minero, aunque los estudios de José Deustua (2009) muestran que incluso en los peores años la minería mantuvo las conexiones del país con el mercado mundial y contribuyó a generar el incipiente mercado interno de la primera República. Sin embargo, la destrucción causada por la guerra fue más profunda que en otras regiones de Sudamérica, precisamente porque el Perú había sido la cabeza de la reacción realista contra la emancipación y al final el conflicto se trasladó a su territorio. Adicionalmente, el Estado perdió control del sistema tributario, proceso que ha sido estudiado por Carlos Contreras (2011a), quien sostiene que la república temprana redujo sensiblemente los impuestos. La sociedad sentía que habían sido muy altos desde las reformas borbónicas y que había llegado el momento de pensar más en la gente, que estaba muy pobre a causa de la guerra. Por ello, el comienzo de la república habría estado marcado por dos fenómenos íntimamente entrelazados: las contribuciones fueron menores y la población se alimentó mejor.

En un famoso e icónico libro juvenil, Perú: problema y posibilidad (1978 [1931]), Jorge Basadre, el principal historiador de la República, sostuvo que el Perú es un problema porque no reconoce su propia pluralidad y por lo tanto no integra a sus componentes, sino que discrimina y enfrenta a sus partes sin cesar. Predomina la aspereza en vez del bien común. Sin embargo, la interpretación de Basadre sobre la emancipación también enfatiza en su promesa, puesto que surge del fin del dominio español y se ha fundado en una república constitucional y democrática. Esa promesa ha enfrentado dificultades para concretarse; la configuración social del país y su precariedad política han conspirado contra ello. No obstante, para Basadre llegará el momento de realizar la promesa republicana, porque es el único marco capaz de reconciliar al país y brindar libertad y bienestar a sus ciudadanos.

El caudillismo

En setiembre de 1826 el libertador Simón Bolívar regresó a Colombia y dejó el gobierno del Perú. Al partir, Bolívar dejó las riendas del Estado en manos de un Consejo de Estado, cuya principal iniciativa fue ratificar la constitución vitalicia que fue jurada simultáneamente en Bolivia y el Perú en diciembre de 1826. Sin embargo, un mes después hubo un motín por falta de pagos a las tropas del ejército colombiano que se encontraba en el Perú. Esa situación dio paso a una movilización popular —alentada por los dirigentes liberales Vidaurre y Mariátegui— para abolir la constitución vitalicia, restablecer la vigencia de la primera constitución de 1823 y pedir el retiro de los colombianos. En efecto, pocos días después, estas tropas partieron de regreso a su país y terminó la influencia bolivariana.

Desde la proclamación de la independencia era la primera vez que los peruanos se hallaban solos y en control del íntegro del territorio. Por ello, la gran novedad del año 1827 fue la formación de un gobierno propio, que recayó en el mariscal José de La Mar, quien accedió a la presidencia por un acto del Congreso que había sido elegido poco antes. La Mar se impuso gracias a la habilidad de Luna Pizarro, sacerdote liberal y presidente del Legislativo, quien maniobró para evitar la elección de Santa Cruz, que parecía favorito y quedó muy disgustado. La Mar había nacido en Cuenca y fue peruano por elección; era vencedor de Ayacucho, donde había comandado la división peruana (Basadre, 1969, t.1).

Los desafíos eran inmensos, empezando por la virtual ausencia de experiencia en el manejo civil del Estado. Salvo algunos criollos que habían aconsejado a los virreyes, como Hipólito Unanue por ejemplo, la élite patriota no había participado de la administración pública10. En efecto, después de las reformas borbónicas, disminuyó mucho el peso de criollos y mestizos en puestos públicos de responsabilidad: pero, a la inversa, con la militarización de las sociedades hispanoamericanas en tiempos de los últimos borbones, criollos y mestizos abundaban entre los oficiales de los ejércitos realista y patriota. Al comenzar las guerras de independencia, la sociedad ya había sido militarizada, por lo que fueron muy disputadas en el terreno militar y dejaron exhausta a la sociedad. Solo los militares conservaron el poder necesario para controlar los estados nacientes. Así, surgió una identificación casi natural entre ejército y administración pública. No eran lo mismo, pero estaban superpuestos.

El peso del ejército sobre el conjunto nacional derivaba de una circunstancia excepcional, aunque tenía hondas raíces históricas. Durante la última fase de dominio colonial, las autoridades españolas en Hispanoamérica formaron tanto milicias de civiles como un ejército profesional. Siguiendo órdenes de Madrid, el continente hispanoamericano reprodujo la militarización generada por los enfrentamientos europeos de la segunda parte del XVIII. En cincuenta años Europa había visto cómo Inglaterra tomaba definitivamente el liderazgo económico, pero fue retada militarmente por los herederos de la Revolución Francesa, que tuvieron en Bonaparte a su figura principal. Asimismo, en este periodo Norteamérica había sido sacudida por la exitosa guerra de las trece colonias contra el dominio inglés y la formación del ejército patriota liderado por George Washington. El mundo atravesó medio siglo de guerras internacionales y revoluciones sociales y políticas, que dieron como resultado la formación de los Estados modernos.

Durante el periodo inmediatamente posterior a la independencia se produjo la rebelión indígena de Huanta, que ha sido estudiada por Cecilia Méndez (2014). Los campesinos de las alturas habían luchado en el bando realista, y después de su derrota en Quinua mantuvieron su rebeldía contra el naciente Estado republicano. A lo largo de tres años se sucedieron acciones militares que incluyeron en algún momento la toma de la ciudad de Huanta por los rebeldes. El líder indígena fue José Antonio Navala Huachaca, quien fue capaz de luchar y negociar al mismo tiempo, buscando redefinir la posición de su grupo étnico en el nuevo ordenamiento republicano. Méndez evidencia la agencia del campesinado en los albores de la República, descartando la idea de la pasividad indígena frente a la independencia.

Por su parte, La Mar gobernó dos años que fueron muy turbulentos, hasta su derrocamiento en medio de la guerra contra la Gran Colombia. Durante su mandato fue claro que la institución militar carecía de estabilidad interna; por el contrario, fue un campo de Agramante donde reinó la discordia. El Perú se sumergió en un ciclo de guerras de caudillos militares que duró al menos dos décadas. Los historiadores Carmen Mc Evoy y Alejandro Rabinovich (2018) han resumido el periodo en la expresión «republicanismo militarizado», subrayando que hasta la llegada de Ramón Castilla al poder en 1845, «la tarea de definición nacional y de ‘regeneración política’ asumida por el ejército se desarrolló en medio del enfrentamiento entre sus múltiples facciones» (p. 25). Uno de los héroes de Mc Evoy, el mariscal Nieto, se refería a la guerra entre caudillos como «la guerra maldita». Según Cristóbal Aljovín (2000), en ese periodo se formó la cultura política de la confrontación, que tuvo larga vigencia. Al poder se llega luchando y derrotando al adversario.

El caudillismo fue la herencia política de la violencia que acompañó el fin de la Colonia. El estudio clásico del caudillismo latinoamericano se debe a John Lynch, quien vincula el fenómeno político con el mundo rural. El caudillo típico nace de y reconstruye el poder local gracias a la guerra que le permite acceder a la propiedad de la tierra; mientras que los líderes urbanos eran abogados o sacerdotes, conservadores o liberales, quienes sabían que el gobierno sería ejercido por militares, donde ellos serían ministros, acompañantes o comparsas, pero siempre figuras de segunda fila (Lynch, 1993).

La sociedad de la época carecía de mecanismos de solidaridad e integración; por el contrario, estaba dividida en compartimientos estancos y por ello los vínculos nacionales eran tenues. Funcionaban lazos familiares que se ampliaban a circuitos comerciales donde la confianza personal era un dato básico del quehacer mercantil. Asimismo, las regiones disponían de cierta independencia y algunas, como el Sur por ejemplo, tenían mayor relación con espacios situados en el Alto Perú, que para aquel entonces ya era un país distinto. La ausencia de una estructura social a escala nacional le confería mayor poder al ejército, como única institución representativa del conjunto nacional. Construir la nación desde la sociedad iba a mostrarse aún más complicado que forjar el Estado.

Por su parte, la dinámica social era corporativa y aunque los estamentos coloniales estaban en acelerada transformación debido al mestizaje, aún eran más poderosos que toda otra forma de organización social. Gracias a una mutación, la sociedad estamental habría de sobrevivir bajo el manto republicano. A ello los historiadores llamaron la herencia colonial, que fue uno de los grandes aportes de la historia crítica. Este argumento fue desarrollado en un breve e influyente texto por los historiadores norteamericanos Stanley y Bárbara Stein (1974).

Asimismo, los logros económicos de la primera República fueron magros. El desorden político bloqueó la inversión, y la economía entró en un pronunciado declive. Los capitales habían fugado porque los grandes propietarios eran peninsulares. Incluso el comercio del Pacífico se perdió, porque la flota mercante de Chile había adquirido ventaja en el Pacífico. Además, las casas comerciales británicas tomaron Valparaíso como sede de sus negocios en el Pacífico Sudamericano, haciendo de El Callao un puerto de segunda importancia (Contreras, 2011a; 2011b, pp. 11-18). La debilidad de la economía durante la primera República agravó la ausencia de lazos sociales a escala nacional. El Estado había nacido pobre y la sociedad pasaba por un pronunciado retroceso económico.

 

El ejército estaba conectado a la sociedad y era emanación de ella. Como muestran los estudios de Cecilia Méndez, los caudillos militares operaban en alianza con autoridades indígenas, que reclutaban combatientes y obtenían beneficios en retribución. La principal necesidad de los caudillos eran soldados, y para conseguirlos tuvieron que pactar con líderes indígenas. Así, caudillos e indígenas tejieron múltiples lazos que le dieron carácter rural a estos peculiares señores de la guerra de la primera República.

Los ejércitos de la época encontraron una inesperada ayuda femenina en la logística, porque un grupo de mujeres conocidas como «rabonas» hacía todo el trabajo doméstico. Con ese nombre se conoce a un grupo grande de mujeres que acompañaba la marcha de la tropa en campaña. Ellas llevaban consigo tanto hijos pequeños como los utensilios de cocina y lavandería para atender las necesidades del soldado. La precariedad institucional de los ejércitos de la época las hacía indispensables. Las rabonas existieron en todos los países latinoamericanos, en México por ejemplo eran llamadas «soldaderas» y existieron hasta la revolución de Villa y Zapata. Las rabonas peruanas impactaron en los pintores locales y en los viajeros: por ejemplo, algunas acuarelas de Pancho Fierro retratan soldados acompañados por sus rabonas. Los contemporáneos sostenían que no había deserciones porque la rabona conducía el hogar del soldado hasta el frente de batalla (Miseres, 2014).

Por su lado, los estudios de Cristóbal Aljovín (2000) exploran otra dimensión de la conexión entre caudillo y sociedad. En este caso es la relación con los hombres de leyes. Los golpes militares eran seguidos por elecciones para guardar las formas republicanas, que siempre tuvieron especial importancia, entre otras razones porque de su conservación dependía el reconocimiento diplomático, un asunto decisivo en aquellos días. Incluso, en algunas oportunidades, los caudillos modificaban la constitución, al grado que se promulgaron tres constituciones antes de que la república cumpliera diez años. Para ello era esencial disponer de un personal letrado que, efectivamente, contribuyó a darle forma al dominio de los señores de la guerra. De ese modo, el caudillismo fue, más que un asunto del ejército, un tipo de sociedad regido por militares pero con amplia participación de civiles. Asimismo, el texto de Aljovín pregunta por los lazos sociales de los caudillos. Los halla en las familias que operaban en escala ampliada y donde las alianzas por matrimonio eran fundamentales. En el caso de las élites, los vínculos colaterales de la familia eran la base del negocio mercantil, que se desarrollaba sobre circuitos regionales y locales. En el caso peruano el caudillo aparece vinculado a las redes mercantiles, puesto que el poder político disponía de capacidad para potenciarlas o quebrarlas. En este segundo nivel del análisis de Aljovín, la esfera política y legal del caudillo cede paso ante su dimensión social y económica.

Parecía que los caudillos podían durar muchos años, pero terminaron de mala manera. El presidente Gamarra murió en el campo de batalla de Ingavi y el país cayó en la más honda de las anarquías militares. Las pompas fúnebres de Gamarra fueron ocasión para un célebre discurso del sacerdote conservador Bartolomé Herrera, quien sostuvo que la república peruana estaba comprometida porque se había perdido el principio de autoridad. Pocos años después, el primer presidente, José de la Riva Agüero, escribió unas amargas memorias sobre los orígenes de la república peruana. Fueron firmadas con el seudónimo de Pruvonena, una forma elíptica de decir «un peruano». Su balance era decorazonador. Entre muchas otras sentencias pesimistas puede leerse: «La república no ofrece más que desengaños, lágrimas y víctimas, efectos necesarios del terrorismo depredador, anarquía y asesinatos que han traído a los peruanos, San Martín, Bolívar, Gamarra y otros varios que los han imitado [...] no hay virtudes en nuestras costumbres [...] no podemos gobernarnos como república» (Pruvonena, 1858).

Tremendas palabras, además escritas al borde la tumba por quien había sido el primero que ostentó la banda presidencial. En medio del desencanto que traducen, la sociedad fue súbitamente transformada por una revolución económica. Varios científicos y naturalistas habían estudiado las propiedades del guano como fertilizante hasta que los mercados europeos lo descubrieron y de la noche a la mañana surgió un negocio fabuloso que se llevó de encuentro el mundo de los caudillos.

La Confederación

Antes de ingresar al guano, veremos la obra más significativa de la época de los caudillos, la Confederación Perú-Boliviana, un esfuerzo de construcción del Estado que asumía la heredad serrana panperuana. En aquella época aún no estaba constituida la nacionalidad de cada nación latinoamericana. Por el contrario, aún prevalecía un sentimiento de unidad general de los patriotas que habían combatido contra España. Asimismo, existían afinidades más cercanas, como las que vinculaban al Perú con Bolivia: la cultura indígena estaba muy presente a ambos lados de la frontera, algunos circuitos económicos eran compartidos, y el Estado virreinal había administrado ambos territorios como una unidad la mayor parte del tiempo. Por ello, sectores de las élites de ambos países pensaban que era conveniente unirlos para formar un Estado más poderoso.

Esta historia comenzó cuando La Mar fue derrocado en plena guerra contra la Gran Colombia y Gamarra asumió la presidencia. Su mandato (1828-1832) estuvo corroído por golpes militares e insurrecciones casi permanentes. Al terminar su gobierno, Gamarra buscó prolongar su dominio y encendió otro ciclo de guerras intestinas que desembocaron en la Confederación11. El enfrentamiento principal opuso a Gamarra contra Santa Cruz, un personaje clave que ha merecido una biografía escrita por Natalia Sobrevilla (2011). En este texto, la autora revisa dos temas claves de la época. En primer lugar, la fluidez de las nacionalidades latinoamericanas en el momento inicial de su constitución, ya que Santa Cruz era fundador de dos repúblicas sudamericanas: Bolivia y el Perú. La indefinición de nacionalidad y ciudadanía hacía que Santa Cruz se asumiera legítimamente como boliviano y peruano a la vez, pensando que era posible unir ambas repúblicas en un Estado supranacional, así como él mismo compartía ambas nacionalidades.

El segundo punto de Sobrevilla se refiere a la fluidez de la identidad étnica de Santa Cruz, porque siendo un mestizo andino fue tratado por sus enemigos como indígena y él se benefició de una situación límite, despreciado por unos y representante de los otros. Su madre era una cacica indígena del altiplano boliviano y su padre un criollo de Huamanga. Desde joven había estudiado en el Cusco y estaba casado con cusqueña. Por ello disponía de una amplia red de parientes en el en el sur del Perú y en el norte de Bolivia.

Tanto el padre de Santa Cruz como su abuelo habían sido miembros de las milicias coloniales y él mismo se formó en el ejército virreinal de los Andes. La dimensión militar fue el eje de su vida hasta que la política apareció como consecuencia de su éxito como general de la independencia. Sus principales méritos eran administrativos, porque fue organizador antes que soldado. Sabía elegir a la gente adecuada, creaba instituciones y les concedía rentas para administrar, desarrollar y vivir de su producto. El célebre diario de Heinrich Witt dice: «Santa Cruz era, sobre todo, un administrador de primera línea: fue el primero en poner un poco de orden y regularidad en las finanzas del Perú y puso fin al viejo sistema colonial [...]» (Witt, 1992, p. 329).

Por su parte, Gamarra era cusqueño y había compartido el colegio con su luego encarnizado rival. A continuación, ambos habían sido oficiales del ejército realista. Durante una década pelearon por España en el ejército que organizó el criollo arequipeño José Manuel Goyeneche para combatir contra los patriotas del Río de la Plata. Asimismo, ambos habían cambiado de bando después del desembarco de San Martín, habiendo sido los principales oficiales patriotas peruanos de las campañas finales de la emancipación. Eran hermanos enemigos, antes que líderes de tendencias completamente contrapuestas. Es cierto que tenían diferencias, pero pelearon a muerte porque solo un sol brilla en el firmamento.

Gamarra y Santa Cruz representaban a los nuevos grupos sociales y étnicos lanzados al ascenso gracias a los nuevos tiempos. Nunca hubieran llegado arriba sin la independencia. Ninguno fue liberal y ambos compartieron la idea del Ejecutivo poderoso, centralizado y con amplios poderes. Sus carreras testimonian la profundidad de los lazos históricos y la comunidad de intereses entre el Alto y el Bajo Perú (Paz Soldán, 1929).

De acuerdo con Charles Walker (2004), el liderazgo de Gamarra en su Cusco natal estaba basado en un discurso andinista de exaltación imperial inca. Sin embargo, carecía del talento administrativo de Santa Cruz. Su forma de ejercicio del poder era controlar las prefecturas a través de sus redes de contactos personales. Además, dominaba otro núcleo central de poder: era el jefe del ejército peruano, donde sus métodos clientelistas le permitieron colocar personal de su confianza en cuarteles claves. Su epistolario evidencia su método para manejar instituciones públicas, civiles y militares. Es preciso en sus demandas, insistente en su cumplimiento y generoso en sus ofertas12.

Pero Gamarra encarnaba el control militar de la vida política y era mayormente rechazado por los civiles, tanto por los estratos populares como por los profesionales de clase media. Por ejemplo, la comedia La Pepa, escrita por el dramaturgo Manuel Ascensio Segura se refiere al sentimiento contra Gamarra imperante en Arequipa. Sin embargo, la misma comedia revela que el militarismo también tenía partidarios en la Ciudad Blanca. Eran los antiguos «godos», habitualmente gente de posición que había sido realista durante la emancipación. En época republicana este grupo se había reciclado del lado de Gamarra y la mano dura. Ellos contaban con clientelas que los conectaban con el pueblo y gozaban de influencia social y política (Basadre, 1969, II, pp. 69-70).

Gamarra estuvo a favor de la unión entre Perú y Bolivia, pero a su manera y bajo su autoridad. Sin embargo, sus diferencias con Santa Cruz no eran menores, porque este quiso dividir al Perú en dos Estados distintos y unirlos con Bolivia en una confederación integrada por tres Estados con soberanía parcial, unidos a través del propio Santa Cruz, que ejercería el poder como gobernante vitalicio. Gamarra, en cambio, quería unir Bolivia al Perú manteniendo la centralidad en el Perú. De este modo, ambos caudillos estaban de acuerdo con el propósito final de unir Perú y Bolivia, pero diferían en el diseño de la arquitectura estatal. La incapacidad para sellar un acuerdo entre estos dos líderes, y, por el contrario, su transformación en polos de la contradicción, frustró la proyectada unión del Perú con Bolivia.

La confederación nació gracias a la asamblea de representantes del sur peruano. En Sicuani, se reunieron veintitrés congresistas de cuatro departamentos del sur del Perú: Arequipa, Puno, Cusco y Ayacucho, bajo la presidencia de Nicolás de Piérola, el padre del futuro «Califa». En esa reunión se proclamó la independencia del Estado Sudperuano el 17 de marzo de 1836. El nuevo Estado nació para conformar una confederación con Bolivia y el norte del Perú. Esta asamblea eligió como Supremo Protector a Santa Cruz, quien estaba atravesado por un dilema: anexar el sur del Perú a Bolivia o incorporar todo el país a un proyecto de dimensión macro. A pesar de sus dudas, Santa Cruz se decidió por la carta mayor y no aceptó jugar la opción menos compleja, como le sugirieron muchas voces de su entorno (Maquito Colque, 2003).

Seis meses después, se reunió en Huaura la asamblea de los diputados del norte, que incluía representantes de Lima. Ella fue más problemática que la realizada en el sur. Solo hubo veinte congresistas, entre los cuales había partidarios de la oposición; pero, finalmente, salieron adelante los planes de Santa Cruz, quien fue ratificado como Protector de la Confederación. Después de la clausura de la asamblea, Santa Cruz ingresó triunfalmente a Lima y fue recibido con júbilo. Asimismo, se reunió un congreso boliviano en Tapacarí, donde también se proclamó la confederación. Las normas aprobadas en estas asambleas conferían poderes casi monárquicos al gobernante. La fórmula estaba inspirada en Napoleón, al elevar el estatus del mandatario por encima de la legitimidad electoral. Tendría plenos poderes para gobernar veinte años y nominaría a su sucesor. Este plan constitucional se asemejaba a la presidencia vitalicia de Bolívar y le granjeó muchas enemistades13.

 

En medio de las guerras por controlar el Perú, Santa Cruz fusiló a Felipe Santiago Salaverry; la muerte de este joven y querido caudillo le iba a costar caro. La exacerbación de la violencia provocó una reacción de la opinión pública y se incrementó el nacionalismo peruano contrario a la dominación boliviana. Ese sentimiento fue creciendo progresivamente conforme avanzó el proceso de la confederación. En la misma dirección soplaba el racismo. El destacado literato Felipe Pardo y Aliaga compuso numerosos versos satíricos burlándose de la «indiada boliviana» y de Alejandro «Huanaco» Santa Cruz. Estas composiciones eran reveladoras de la fuerte impronta antiboliviana imperante en ciertos círculos. Este proceso fue investigado por Cecilia Méndez en un influyente ensayo, Incas sí, indios no: apuntes para el estudio del nacionalismo criollo en el Perú (2000).

A continuación, Chile declaró la guerra contra la confederación en diciembre de 1836. El entonces poderoso ministro chileno Diego Portales precisó los objetivos de la guerra en una carta al almirante Manuel Blanco Encalada, quien comandaba la primera expedición contra la confederación. De acuerdo a las instrucciones, Chile debía mantener el liderazgo en el Pacífico sudamericano, para lo cual había que evitar la unión de Bolivia y el Perú, que lo ponía en riesgo. Pero antes de que zarpara esa expedición, Portales fue asesinado por tropas chilenas insurrectas.

A pesar de la muerte de Portales, siguió adelante el plan de combatir la confederación con un ejército que adoptó el nombre de «restaurador» y contó con el apoyo de auxiliares peruanos comandados por La Fuente. Entre los peruanos, destacaba el círculo de Manuel Vivanco, quien encabezaba un grupo de jóvenes de talante aristocrático que propugnaban la regeneración moral del Perú. Sin embargo, esta expedición fracasó porque fue recibida con hostilidad en Arequipa y, luego, fue cercada por el ejército de Santa Cruz, que la tuvo a su merced. Sin embargo, en vez de destruir el poder de fuego de su enemigo, Santa Cruz negoció con Blanco Encalada y firmó un tratado por el que Chile reconocía a la confederación (Maquito Colque, 2003).

El Estado chileno rechazó este tratado y organizó una segunda expedición. Mientras tanto, Gamarra llegó a Chile; había estado ausente debido a sus diferencias con Portales, quien buscaba otro líder para los auxiliares peruanos. Luego de la desaparición del poderoso ministro chileno, Gamarra se incorporó a la lucha contra Santa Cruz. Gracias a su ascendiente sobre los militares, fue autorizado a formar una unidad peruana como parte del ejército de Chile. Así, Gamarra formó un selecto grupo de oficiales de estado mayor que incluía a Ramón Castilla. En julio de 1838, partió esa segunda expedición restauradora dirigida por Manuel Bulnes, luego presidente de Chile y padre del futuro historiador del mismo nombre. El Estado chileno sostuvo que su objetivo era ayudar al Perú a obtener su segunda independencia, en esta ocasión de la opresión boliviana, habida cuenta de que ya había ayudado a emancipar al Perú de España.

En esos mismos días, el norte peruano se estaba separando de la confederación. Una serie de pronunciamientos militares en Trujillo y en Huaraz adoptaron un curso abiertamente antiboliviano y partidario de la reunificación del Perú. Este sentimiento se había extendido e, incluso, estaba presente en el sur del Perú. Como dijimos, el nacionalismo específicamente peruano fue haciéndose dominante hacia el final de la Confederación. Una interpretación del choque entre el norte y el sur del Perú en términos de política económica en el conocido libro de Paul Gootemberg sobre caudillos y comerciantes (1997).

Otro gran factor contra la confederación era la misma continuación del conflicto. A diferencia de su promesa, no había traído la paz; al contrario, había abierto una etapa de guerras internacionales. Era patente el cansancio y el descontento con el gobierno. No obstante haber convocado a Santa Cruz, Orbegoso expresó este nuevo sentimiento antiboliviano y se rebeló contra la confederación. Sus opciones eran limitadas, porque las guarniciones sublevadas invocaban su nombre. Un cabildo abierto en la capital aprobó la idea de separarse de Bolivia y así lo proclamó Orbegoso el 30 de julio de 1838. Sin embargo, una vez más, Orbegoso fue presa de la vacilación. No sabía si unirse a Gamarra o jugar una carta propia y, en una confusa escaramuza perdió Lima contra Bulnes en la Puerta de Guía. Sus memorias relatan las dudas que siempre lo consumieron (Orbegoso, 1939, pp. 100-107).

Los restauradores entraron a la capital, que los recibió con frialdad. Hasta entonces, Lima había sostenido a Orbegoso y la entrada del ejército chileno fue recibida con disgusto. En una carta, Gamarra se dirigió a Orbegoso instándolo a romper con Santa Cruz y plegarse a la restauración (Gamarra, 1952, p. 277). En esos mismos días Gamarra lisonjeaba a Vidal y a Nieto, generales leales a Orbegoso. El estilo de Gamarra era articular voluntades ofreciendo cargos claves en el equipo que estaba armando. Ese fue su arte, la formación de camarillas. Mientras tanto, el ejército restaurador se trasladó al Callejón de Huaylas, donde esperó los acontecimientos, avituallado por un generoso valle serrano. La logística fue obra de Gamarra, mientras la conducción militar y política fue responsabilidad de Bulnes. Por su parte, al retornar a Lima, Santa Cruz tuvo una calurosa recepción, pero restableció la censura de prensa, después de haber nombrado a Riva Agüero, como efímero primer magistrado del Estado Nor Peruano14.

Santa Cruz buscó batalla en el Callejón de Huaylas, pero fue derrotado en Yungay en enero de 1839. Consumada su derrota, retrocedió rápidamente a Arequipa buscando llegar a Bolivia y mantener su puesto como presidente. Sin embargo, los generales bolivianos le informaron que lo habían depuesto. Vista la situación, renunció a su cargo como Protector de la Confederación el 20 de febrero de 1839. Gamarra quedó como nuevo presidente del Perú y dictó una nueva constitución de talante conservador que fue elaborada en Huancayo. Luego, decidió invadir Bolivia con el propósito de imponer la unidad de ambos países bajo hegemonía peruana, pero el Estado boliviano resistió la agresión y libró una batalla exitosa en Ingavi, donde murió Gamarra, entonces presidente del Perú.

El principal historiador de la República, Jorge Basadre, formuló una visión negativa de la confederación, y opinaba que, de haberse consolidado, el Perú histórico se habría dividido en las dos mitades propuestas por Santa Cruz, las repúblicas Sud y Nor Peruana. En ese contexto, razonaba Basadre, lo más probable es que la república Sud Peruana se hubiera unificado a Bolivia y, en consecuencia, perdido la heredad patria peruana (Basadre, 1969, II, pp. 183-190). Años después, Basadre matizó esta crítica a la Confederación en uno de sus últimos escritos, que fue una nueva edición de su trabajo juvenil titulado Perú: problema y posibilidad, pero en esta ocasión venía acompañado por algunas reconsideraciones 47 años después. En este trabajo Basadre analiza la confederación con mayor apertura, subrayando tres elementos a su favor: la cuestión indígena, las potencialidades del sur y el talento de Santa Cruz.