Homo sapiens

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Volviendo al propósito de este libro, digamos que se escribe con la plena convicción de que no se está diciendo la última palabra y de que es realmente poco lo que sabemos con certeza. Se aceptará como premisa básica que el hombre es el resultado de un proceso evolutivo continuo, y que su diseño anatómico, fisiológico y sicológico es un logro de la evolución para resolver óptimamente los problemas de supervivencia y reproducción creados por el mosaico de nichos ecológicos ocupados, primero por las especies animales que nos antecedieron y, luego, por los prehomínidos hasta desembocar en la nuestra. Se acepta que el hombre es un elemento más de la fauna terrestre y que su origen animal es algo que no admite la menor duda; que excluir al hombre del resto de la naturaleza, como muchos pretenden, es resignarse a no comprenderlo en toda su extensión.

La selección natural se apoya en un criterio único: el de la eficacia reproductiva, y esta debe medirse de forma diferencial, esto es, respecto a la de los competidores. En evolución no solo se trata de ganar, sino de ganar más que los demás y, en ocasiones, de hacer perder a los otros. La evolución, por tal motivo, siempre estará produciendo malvados. Una forma práctica de analizarla, aunque aproximada, es por el número de apareamientos. Así, entonces, la evolución busca maximizar el número de apareamientos de un individuo y sus parientes, por encima de los demás. Esta es la clave para la solución de un problema milenario, que ha derrotado la atenta visión de tantos pensadores del pasado: la naturaleza humana tan desconcertante y en apariencia tan contradictoria. De ahí surgen las conductas nepóticas y una amplia variedad de formas de comportamiento que llevan implícito cierto interés egoísta, algunas de ellas tachadas de inmorales desde la perspectiva del alma humana, la misma que las causa.

Pero debemos entender que la búsqueda de una mayor tasa reproductiva aparece disfrazada; de ahí que casi todo el esfuerzo de este libro sea mirar a través de las caretas que encubren esa búsqueda: se trata de emociones, pulsiones, atracciones, rechazos o inclinaciones que nos llevan en ciertas direcciones y nos alejan de otras, nos incitan a preferir ciertas condiciones y a rechazar o a alejarnos de otras, apetecer ciertas acciones y sentir desgano o aun rechazo por otras, interesarnos por ciertos aprendizajes y desinteresarnos por otros.

Los disfraces que usa la búsqueda de mayor descendencia pueden ser, entre otros, la lucha por un mayor estatus, el deseo irrefrenable e ilimitado de adquirir bienes, la agresividad exagerada frente a ciertas condiciones de la vida social, la injusticia en el trato a los demás (a los otros, en el sentido biológico, a los portadores de genomas muy diferentes a los nuestros), la injusticia sexual, que pide poligamia para los míos y monogamia, o aun nulogamia, para los suyos, el acaparamiento de parejas sexuales o poligamia, la xenofobia, la envidia venenosa y la avaricia desenfrenada que, en épocas pasadas, cuando se estaba forjando la naturaleza humana se revertían en una mayor descendencia, proposición que ahora no tiene validez alguna (sin embargo, los genes no aprenden tan rápidamente y continúan guiándonos en direcciones que a la razón pura parecen equivocadas).

Un animal que se muestre perfectamente altruista, que siempre le ceda el turno a sus compañeros, que no acapare recursos vitales cuando se presenta la oportunidad, que no responda con violencia a las agresiones o a las injusticias, que no se muestre vengativo, que no se interese en el sexo, que no descanse de trabajar por el bien de sus parientes o que no se alimente en abundancia cuando las circunstancias lo propicien, no dejará descendientes o dejará muy pocos en relación con sus compañeros de grupo. En cambio, los lujuriosos, los egoístas, los altruistas con sus parientes próximos, los ventajosos, los agresivos, los maquiavélicos, los codiciosos y los avaros tenderán a dejar más descendientes y, en consecuencia, esas “virtudes-pecados”, desde la perspectiva humana, serán elegidas por la selección natural para incorporarlas en la dotación biológica de cada especie. El hombre no es ninguna excepción a lo anterior.

Debe quedar claro que el hombre no ha sido diseñado para el Cielo, sino para la Tierra. Emil Cioran es ácido: “Con la excepción de algunos casos aberrantes, el hombre no se inclina hacia el bien”. La verdad es que llevamos en el alma ángeles y demonios. Los demonios los aporta la evolución, egoísta por diseño; los ángeles, la cultura —algunas veces, para ser rigurosos—, prestos a corregir o controlar los impulsos de los primeros. Gracias al ejemplo, a la enseñanza directa y al efecto cultural, algunos hombres logran controlar esos malos genes y comportarse con normas morales “civilizadas”. Este diseño del hombre, en apariencia absurdo, ha confundido a los grandes filósofos de todas las épocas. Solo ahora, muy recientemente, se ha comenzado a entender la naturaleza humana, gracias a unos pocos pensadores que se han inspirado, con la teoría de la evolución como telón de fondo, en el comportamiento animal. Se han explicado, así, las contradicciones y rarezas de la condición humana; sin embargo, aún quedan muchísimos estudiosos del hombre que no aceptan estas ideas y siguen pensando que somos la excepción a la regla rígida de la selección natural: piensan en un hombre perfectamente moldeable por las fuerzas de la cultura, en el hombre bueno del filósofo Jean-Jacques Rousseau, pervertido por su ambiente; piensan, de igual forma, en una mente en blanco al nacer para que el medio escriba en ella y a su amaño todo lo que el sistema educativo proponga.

Si se entiende lo anterior, se comienza a entender la historia del hombre, sus contradicciones, sus virtudes y pecados, su naturaleza, y se comienza a entender por qué han fallado aquellos intentos de agrupar a los hombres bajo sistemas religiosos, sociales y económicos que han partido de los supuestos —falsos— de que la naturaleza humana es algo que se puede moldear a voluntad, libre de componentes innatos resistentes al cambio.

En ningún momento se olvidará que todo hombre es el producto final de dos clases de aprendizaje: el filogenético, realizado por la especie en su largo devenir evolutivo, y el individual o biográfico, generado durante el cortísimo intervalo de tiempo vivido por el individuo. El primero se distingue del segundo en que lo aprendido no se puede olvidar —palabras de Lorenz—, o es casi imposible lograr dicho propósito. Esto significa que el hombre está sometido a dos comandos: el irracional o inconsciente, escrito en el programa genético antes de su nacimiento, y el racional o consciente, escrito después del nacimiento por todas sus experiencias culturales. Pero el control racional, que todos esperamos sea el comandante en jefe de las acciones, cuesta decirlo, cede la batuta al irracional o emotivo en gran parte de nuestras decisiones.

Por eso el hombre es paradójico: mientras un yo impulsa al fraude, el otro lo rechaza. A veces, muy pocas, gana el segundo, y en eso consiste ser civilizado. No obstante evidencias abrumadoras, presentamos una rara oposición a aceptar la existencia de comandos poderosos y distintos a los generados racionalmente, pues treinta y más siglos oyendo los argumentos de filósofos, políticos y reformadores religiosos nos han bloqueado los caminos del entendimiento. Es un deber del hombre civilizado, entonces, cambiar por completo la concepción, muy halagadora por cierto, que tiene de sí mismo.

Steven Pinker asegura que el descubrimiento más importante de la sicología es muy reciente y consiste en destacar la gran importancia de los genes en la determinación de la personalidad humana, mucho más que los factores culturales. Porque se ha demostrado, con todo rigor, gracias al estudio comparado de parejas de mellizos idénticos, mellizos fraternos, hermanos corrientes y hermanos de adopción, que los factores genéticos llevan el mayor peso en la determinación de la personalidad; es decir, que no debemos decir “Dime con quién andas y te diré quién eres”, sino “Dime quién eres y te diré con quién andas”. Asimismo, se ha encontrado en dichos estudios que existen otros factores difíciles de precisar, aleatorios por el momento, tan importantes como los genéticos. Es bien importante el punto que Pinker destaca, pero parece más correcto decir que el descubrimiento cumbre de la sicología es utilizar el prisma evolutivo para mirar a través de él la psiquis humana. Sin esta mirada, todo intento por entender a los hombres terminará en el más completo fracaso.

No se hablará en este libro de “natura o cultura”, sino más bien de “natura y cultura”. Es falso decir que el hombre “nace”, y es igualmente falso decir que “se hace”. El hombre “nace” y “se hace”. Esta será la posición que se intentará defender aquí. El autor cree con firmeza que aquellos que miran al hombre únicamente como a un hijo de su medio cultural, o que lo miran como un ser puramente biológico, solo lograrán averiguar una parte de la verdad, y una parte de la verdad, escribía con sabiduría el filósofo inglés Bertrand Russell, es muchas veces una gran mentira.

Reconozcamos que la opinión predominante de los profesionales de las ciencias sociales y humanas, aún en este momento de gran desarrollo científico, comenzando el tercer milenio, se adhiere al dogma que afirma que el comportamiento humano es casi todo un producto de la cultura, el aprendizaje y la tradición social. Parte de la oposición se debe a un mal entendimiento de la evolución de las especies, sus criterios y sus consecuencias, así que cuando los opositores se refieren a dichos temas, muestran de inmediato sus fallas. Parafraseando a Winston Churchill, nunca tantos han dicho tanto sobre algo que entienden tan poco.

Para infortunio del avance de las ciencias humanas, hay una verdadera aversión a las explicaciones biológicas (o “reduccionistas”, como se las llama despectivamente). Los ataques más virulentos a la “intromisión” de lo biológico en la conducta humana han provenido de intelectuales de varios campos: sicoanalistas, conductistas, marxistas, religiosos, humanistas y feministas. Todos ellos han sentido una antipatía natural por el innatismo, en total desacuerdo con los descubrimientos realizados en las tres últimas décadas; como están petrificados en sus viejas ideas, nada se puede hacer. Se las llevarán a la tumba.

 

Contra el uso de ideas evolucionistas en la conducta humana están los defensores del llamado “modelo social estándar”, una fusión de ideas tomadas de la antropología y la sicología. El modelo supone que mientras los animales son controlados rígidamente por su biología, los humanos lo somos por nuestra cultura, que consiste en un conjunto autónomo de valores, los cuales, libres de restricciones biológicas, pueden variar de manera arbitraria y sin límites de una comunidad a otra. El modelo supone también que los niños nacen con apenas ciertos reflejos y la habilidad de aprender (pero un tipo de aprendizaje abierto a todos los propósitos y usado en todos los dominios del conocimiento, sin sesgos especiales). Los niños, para los defensores del modelo Ford T, 1920, aprenden su cultura a través del adoctrinamiento, las recompensas y los castigos, y por imitación o inducción, copiando a sus mayores. Según el modelo social, la cultura se extiende por la comunidad como una enfermedad contagiosa, de persona a persona, y el vector encargado del contagio es el lenguaje.

Argumentan aquellos soñadores que el animal humano se ha liberado de la esclavitud de los instintos y actúa en gran medida siguiendo las normas impuestas por su cultura. Para muchos de los “sesudos” pensadores actuales, el estudio biológico de las características sicológicas humanas innatas no es solo carente de interés, sino incluso absurdo. Así, en una reseña bibliográfica, el sociólogo Alan Wolfe escribía: “La biologización del ser humano no es solo mal humanismo sino también mala ciencia”. Y la defensa de estas ideas se hace con inusitada agresividad, un hecho que puede predecirse desde la misma perspectiva biológica de la naturaleza humana que ellos niegan.

Los estudiosos del enfoque evolutivo de la naturaleza humana se han encontrado exactamente con el mismo rechazo que padecieron Copérnico y Darwin, pues a los seres humanos nos disgusta sobremanera que nos desplacen del centro del universo. El solo hecho de intentar estudiar la conducta humana a la par de la de los otros animales se toma como un insulto, así como fue un insulto aceptar que la Tierra era solo uno, y no el más grande, entre varios planetas del sistema solar.

Reconozcamos que parte de la oposición al estudio evolutivo de la conducta del hombre surge del temor a que los genes, ellos solos, determinen lo humano, es decir, el temor al desprestigiado determinismo genético. Se trata de un gran error, fruto de una mala comprensión de la forma como actúan los genes en el comportamiento. Konrad Lorenz (1986) no comulga con esos críticos:

A la luz de la teoría evolutiva darwiniana, la tesis de que los humanos están más allá de la biología nunca pareció muy verosímil. Sugiero que ahora ha llegado el momento de abandonarla definitivamente. La acción y el pensamiento humanos están formados y estructurados por factores biológicos. La selección natural y las ventajas adaptativas llegan hasta el núcleo central de nuestro ser.

En otro libro, escrito en compañía de su colega Niko Tinbergen (1986), Lorenz dice: “El hecho de ignorar las cuestiones del valor de la supervivencia y la evolución —como hacen, por ejemplo, la mayoría de los sicólogos— no solo revela miopía, sino que hace imposible llegar a una comprensión de los problemas del comportamiento”.

Cuando se habla de una característica humana, de ninguna manera se está suponiendo que todos los hombres la posean en grado sumo. Si se afirma que el hombre es egoísta, no significa esto que todos seamos egoístas consumados. El egoísmo y todos los pecados y las flaquezas humanas vienen en todas las tallas, desde la pequeña, “s”, hasta la extra grande, “xl”. La variabilidad es amplia, pero la mayoría somos “m”. En todos los rasgos humanos encontramos “enanos” y “gigantes”: idiotas y genios, feos y bonitos, bobos y “vivos”, ateos radicales y creyentes fanáticos, personas sin dedos y otros con dedos supernumerarios; personas con su provisión normal de treinta y dos dientes y otras, o aun grupos étnicos enteros, como los mongoles, con solo veintiocho (generalmente no aparecen las cordales); razas, como las nórdicas de Europa, con alta tolerancia a la ingestión de la leche, o baja tolerancia a ella (como es el caso de la mayoría de los chinos), o prácticamente nula tolerancia (como ocurre con los esquimales y polinesios).

Casi todos los rasgos humanos importantes muestran una variabilidad que se deja representar muy bien por la “distribución normal” o “campana de Gauss” (figura 1.1). El área de la curva —en porcentaje—, comprendida entre menos una desviación estándar y más una desviación, es de 68,3%, y corresponde a lo que llamamos “normal”. El área de las dos colas situadas por fuera de tres desviaciones, esto es, el porcentaje de casos extremos, los muy raros, es de solo el 0,3% de la población. En un rango cualquiera, alejarse de la media una desviación estándar se considera una desviación “grande”; dos desviaciones, “muy grande”, y tres, “enorme”.


Figura 1.1 La distribución normal o campana de Gauss

La mayoría de los humanos, los llamados “normales”, los hombres sin atributos notables, los del montón, hacemos bulto en la parte central; otros, muy pocos (menos del 0,3%), los santos y los demonios, en las dos colas. Cuando, por ejemplo, la moralidad de un individuo cae en el extremo “malo”, sus pecados, hipertrofiados, ya no son adaptativos ni atractivos. Y no solo son perjudiciales para el grupo, sino también para el propio individuo, por lo que la selección natural tiende a eliminar su mala semilla.


Figura 2.0 Charles Darwin, padre de la teoría de la evolución

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La evolución

Hasta este momento, la teoría de Darwin es la única que puede dar,

en términos formales, una explicación a la ilusión de diseño

Steven Pinker

El hombre es un microbio venido a más

Anónimo

La “evolución de las especies”, de acuerdo con la mayoría de los biólogos, es el proceso por medio del cual algunos genes se tornan más numerosos, a expensas de otros que disminuyen en número en el acervo genético de una población. Para Konrad Lorenz, la evolución de los organismos vivos no es más que la adquisición y el almacenamiento de información sobre el medio; en otros términos, es un aumento del contenido de información. Es así como el feto, todavía en el vientre de la madre, lleva incorporados en sus estructuras conocimientos valiosísimos sobre el medio en que habrá de desempeñarse. El pico del colibrí está diseñado exactamente, desde antes de salir del cascarón, para la clase

de flores que lo alimentarán, y el casco del caballo —dice Lorenz— presupone la forma de la estepa sin haberla pisado todavía.

El término “evolución” está asociado con progreso y perfeccionamiento, con aumento de complejidad organizativa y también con adaptación, porque, al evolucionar, por lo regular van apareciendo naturalmente algunas características, como mayor eficiencia en la ejecución de las tareas que le son propias al individuo, mejor ajuste con el medio externo, mayor demanda de energía, más autonomía y control sobre el entorno, y mayor economía y perfección en el diseño.


Figura 2.1 Alfred Russel Wallace, coautor, con Charles Darwin, de la teoría de la evolución

La esencia de la teoría de la evolución de las especies planteada por Charles Darwin, y de forma independiente y casi simultánea por Alfred Russel Wallace (figura 2.1), sigue aún vigente. El proceso evolutivo resulta de la contraposición de dos mecanismos: uno creador de variaciones hereditarias, aportadas por la misma naturaleza, y el otro proporcionado por el medio o nicho ecológico, encargado de efectuar la selección. En principio, el modelo es muy sencillo, tanto que resulta paradójico para más de uno, pues en unas pocas líneas es capaz de explicar la complejidad de la vida, la complejidad de más alto rango conocida en este planeta. Más aun, es el único mecanismo conocido por el hombre capaz de generar complejidad de manera espontánea, hasta el punto de crearnos la ilusión de que detrás de todo hay un diseñador inteligente.

Modelo darwiniano

Una manera fácil de comprender la esencia de la evolución es observar lo que ocurre en una granja —como lo hizo Darwin para inspirarse— y presenciar en carne viva el proceso por medio del cual el hombre ha conseguido, en apenas ciento cuarenta siglos, modificar sensiblemente y para su beneficio un amplio conjunto de especies animales y vegetales. Los éxitos de este procedimiento, conocido como “selección artificial”, han sido numerosos y trascendentales en la evolución de la cultura humana. A partir del lobo, en solo catorce mil años de domesticación, el hombre ha obtenido la amplia variedad de razas de perros que ahora conocemos. Una vaca holstein es una máquina de producir leche, a tal punto que muchas de ellas superan la asombrosa marca de ochenta litros por día.

La evolución se lleva a cabo por medio de la máquina evolutiva darwiniana, compuesta por los dos mismos mecanismos que utiliza el granjero para mejorar sus especies: variación y selección; el primero suma, el segundo resta. Permanentemente están apareciendo individuos portadores de novedades hereditarias, que pueden ser anatómicas, fisiológicas o sicológicas, y cuyo principal agente causal son las variaciones en el material genético. Aquellos conjuntos genéticos que mejoren la eficacia reproductiva de los individuos en el nicho ocupado por la especie, en caso de mantenerse estable, tenderán a propagarse en la población, en detrimento de las otras alternativas, competencia llamada “selección natural”. Perdurar en el mundo es una lotería: la mayor eficacia reproductiva equivale a jugar con más boletas. El material genético de los ganadores y las características que determina se difunden por la población y terminan formando parte de los rasgos de la especie. Según el bioquímico Steve Jones (1998), “[l]a evolución es un examen con dos temas; debemos pasar ambos para tener éxito. El primero es estar vivos hasta tener una oportunidad de reproducirnos. En el segundo, la calificación depende del número de descendientes”. Aquel que no llegue a la adultez o no deje descendencia pierde el año evolutivo.

Darwin conjeturaba que si en una población aparecía por azar un individuo mejor adaptado que sus compañeros al medio ocupado en ese momento, tendía a dejar más descendientes que ellos. Por eso, en el modelo clásico se hablaba de “coeficiente de adaptación” (fitness, en inglés), como una manera de medir la capacidad de supervivencia del progenitor y sus herederos, lo que debía traducirse a la larga en una mayor descendencia.

Más de uno de quienes estudian por primera vez el modelo darwiniano se ven confundidos por el concepto de “adaptación”, pues casi con seguridad han observado en los seres vivos una profusión de características no adaptativas. El mismo Darwin, después de publicar El origen de las especies, se dio cuenta de la deficiencia del modelo, y eso lo obligó a modificarlo introduciendo lo que llamó “selección sexual”, complemento indispensable a su coeficiente de adaptación. Darwin pensaba que si un animal, gracias a su plumaje atractivo o a su mayor tamaño y fortaleza, podía vencer a los competidores sexuales, la desventaja de una mayor vulnerabilidad, si la hubiere, se vería recompensada por una mayor tasa reproductiva.

Dimorfismo sexual

Cuando se privilegia la capacidad reproductiva, la selección natural se convierte en selección sexual; que haya sido de común ocurrencia en la evolución de los mamíferos lo atestiguan el mayor tamaño y la profusión de adornos en los machos de varias especies: el mayor tamaño, aunque en ciertas condiciones represente una desadaptación, sirve para tener acceso a más parejas sexuales; los adornos, para resultar más atractivo. Esta asimetría morfológica se conoce con el nombre de “dimorfismo sexual”. Los leones son más robustos y fuertes que las leonas y, además, están adornados con melenas imponentes; los papiones machos pueden llegar a pesar el doble de las hembras, e igual ocurre con los gorilas y orangutanes; y el león marino es desproporcionadamente más voluminoso que las hembras (en la figura 2.2, un macho vigila la posesión más apreciada por su genoma: el harén). En la especie humana y entre los chimpancés también hay dimorfismo, aunque moderado: las hembras tienen aproximadamente el 80% del peso y estatura de los machos.

 

Figura 2.2 Dimorfismo sexual de los leones marinos

Los adornos brillantes, coloridos y aparatosos son un recurso visual con el cual los machos atraen a las hembras, pero también a los depredadores, pues el ornato los hace más visibles y destacados. Asimismo, el plumaje sobrecargado aumenta su vulnerabilidad frente a estos y va asociado, dicen los endocrinólogos, a niveles altos de testosterona, de lo cual se derivan indeseables efectos inmunosupresores; sin embargo, dado su éxito biológico comprobado, debe ser más lo que se gana por el mayor atractivo frente al sexo opuesto, que lo que se pierde en las fauces de los carnívoros o acosado por las infecciones. El lujoso plumaje sería una clara desadaptación, pero que les reporta a las especies un mayor número de apareamientos, con un balance a favor: mayor número de herederos. De aquí inferimos que no siempre sobreviven los más aptos.

Fuentes de variabilidad

La variabilidad biológica resulta de alteraciones en cualquiera de los componentes del sistema que soporta la vida e incluye factores genéticos y ambientales. Aclaremos que la célula lleva a cabo sus funciones bajo el comando de las instrucciones genéticas, pero las leyes de la física y la química producen ciertos efectos que no dependen de tales instrucciones. En todos los casos, los genes utilizan las leyes de la física para llevar a cabo y potenciar sus funciones.

El desarrollo de un organismo es un proceso complejo que incluye de manera inseparable los genes y el ambiente. El genoma es como la partitura de una sinfonía: modela el resultado, pero el director de orquesta, los músicos, los instrumentos y el recinto son fundamentales en el resultado final. El matemático Ian Stewart (1999) lo resume así: “Los genes no son un plano detallado. Se parecen a una receta. La célula lleva a cabo sus instrucciones genéticas; las leyes de la física y la química producen ciertas consecuencias, y cuando usted las combina, obtiene un organismo. Los genes completan las leyes de la física, no las remplazan ni superan”. Por eso se habla ahora de “epigénesis”, un concepto originalmente biológico, para referirse al desarrollo de un organismo bajo la influencia conjunta de la herencia y el ambiente.

Y cuando se habla de ambiente puede tratarse del celular (el organismo completo en los unicelulares y el huevo u óvulo en los multicelulares), que es un ente particular solo a disposición de su dueño; o del útero en los mamíferos, también propiedad privada; o del medio exterior, a disposición de todos. Un mismo gen puede dar lugar a proteínas diferentes, según las condiciones del entorno. A veces el producto final depende del tipo de célula en que se lleva a cabo la lectura del gen. Esto es, el efecto está condicionado por el entorno, pues el código genético tiene una lectura que depende del medio en que se expresa. Asimismo, durante el desarrollo embrionario se utiliza información de las células vecinas, esto es, el desarrollo también depende del contexto celular.

Otro factor importante que participa en el desarrollo es un conjunto de proteínas llamado “epigenoma”, que acompaña al genoma y desempeña un papel destacado en la expresión final de los genes, pues sus proteínas actúan acelerando o frenando la acción de algunos de ellos. Se conjetura que el epigenoma es el responsable de enfermedades que afectan de manera muy distinta a gemelos idénticos, como la esquizofrenia, la enfermedad bipolar y el cáncer, porque, aunque al nacer los mellizos idénticos poseen el mismo epigenoma, al crecer se van creando diferencias como respuesta a las fuerzas del ambiente.

El número de genes que conforman el genoma humano no pasa de veinticinco mil, cifra extremadamente baja para nuestras expectativas, dado que un ser humano es de una complejidad suma (se calcula que el “proteoma” humano, es decir, el conjunto de proteínas producidas en el organismo del hombre, está formado por unas cien mil de ellas). Pero se ha descubierto que tan “baja” cifra encierra una sorpresa, pues más de las tres cuartas partes de los genes poseen “personalidad múltiple”, esto es, dan lugar a varias proteínas distintas, lo que eleva de manera explosiva el número de unidades funcionales (Ast, 2005). Como los buenos magos, de un solo gen la naturaleza saca varios.

La función de algunos genes consiste únicamente en poner en acción o bloquear otros. Para realizar transformaciones notables en el fenotipo, entonces, no se requiere inventar más genes, sino bloquear o activar, siguiendo pautas intrincadas, los que ya se tienen. Puede ocurrir que se active un gen, el que a su vez activa otro, y que este a su turno bloquee la acción de un tercero, y este el de un cuarto… A partir de los casi veinticinco mil genes humanos, estas secuencias funcionales pueden crecer con la potencia explosiva de los números combinatorios, astronómicamente, lo que resuelve el enigma de por qué en un número aparentemente tan pequeño de instrucciones genéticas se encuentre codificada tanta complejidad.

El enriquecimiento de variabilidad genética se nutre de fuentes variadas. Entre las principales están las “mutaciones”, tanto en el adn nuclear como en el de las organelas; las “combinaciones genéticas”, resultantes del proceso reproductivo en aquellas especies en las que existe cruce sexual; el “entrecruzamiento” o recombinación genética, un proceso de intercambio de genes entre cromosomas homólogos que ocurre durante la meiosis, división celular que da lugar a los gametos; y, por último, la “transferencia” de material genético entre individuos, fuente principal de diversidad en los organismos unicelulares, y cuya existencia se ha comprobado en otras especies, incluida la humana.

Las variaciones o novedades del adn aparecen al azar. Muchas veces se traducen en taras o su portador no recibe beneficios biológicos, por lo cual la novedad desaparece. En otras ocasiones mejoran las cualidades reproductivas del portador y, en consecuencia, de no ocurrir accidentes que echen a perder el descubrimiento venturoso, el acervo genético de la población se irá enriqueciendo en aquellos conjuntos genéticos que posean la mutación afortunada. Se dice entonces que la especie está evolucionando, pues en términos rigurosos, evolucionar consiste en modificar el acervo genético de la población. Es importante destacar que en el proceso descrito no hay nada seguro, determinado de antemano. Puede ocurrir que la novedad, no obstante mejorar la tasa reproductiva del individuo portador, desparezca sin dejar rastros a causa de un accidente, de una infección inoportuna o de un cambio climático notable.

Criterios de selección

El término “adaptación” es desafortunado, pues aunque sí está relacionado estrechamente con la eficacia reproductiva, factor crucial en el proceso evolutivo, no es equivalente a ella. Y es que para tener una alta eficacia reproductiva se requiere estar conformado anatómica, fisiológica y sicológicamente en concordancia con el nicho ecológico que se ocupa, es decir, se requiere estar bien adaptado al medio, pero esto es apenas el comienzo, una condición necesaria pero no suficiente: un individuo muy bien adaptado a su medio puede no tener acceso a las parejas o ser estéril, en cuyo caso su eficacia reproductiva es nula. O puede gozar de una adaptación perfecta y ser muy exitoso con las parejas, pero a la vez ser muy descuidado con la prole, lo que rebaja su eficacia reproductiva neta. En evolución existe un mandato supremo que se debe respetar (Barash, 2002): salve su pellejo o a su pariente (save your skin or your kin).