Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI

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1.2.Iconografía neotestamentaria y apócrifa. Infancia de Jesús y vida de la Virgen

Nuevos ciclos iconográficos consagran la infancia de El Salvador con la Sagrada Familia —recordemos las encantadoras imágenes de Luisa Roldán que protagoniza Jesús Niño dando sus primeros pasos ayudado por sus padres (Museo de Guadalajara)— y la vida de la Virgen. No solo son plasmados por los artistas los episodios narrados por los evangelistas —que proporcionan escasas noticias—, sino que también se representan deliciosos acontecimientos descritos en los apócrifos[7], escritos que narran acontecimientos relacionados con Cristo, su familia y seguidores y que la Iglesia no ha considerado inspirados por Dios, aunque no hay ninguna duda de que dejaron huella no solo en el arte sino también en la piedad cristiana. Estos textos fueron difundidos y popularizados por la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine[8]. En ellos se cuenta cómo María fue concebida tras el encuentro de sus padres ante la Puerta Dorada de Jerusalén, su consagración a Dios en el templo y su compromiso con san José.

El primer episodio protagonizado por la Virgen narrado en los evangelios canónicos es la Anunciación; es el momento en el que el arcángel Gabriel se presentó ante la joven para anunciarle la buena nueva: “Vas a concebir […] y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús”. Ella se sorprendió ya que “no conocía varón” pero asumió con humildad su misión: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38) (Fig. 2).


Fig. 2. José Montes de Oca. Anunciación. 1738-1739. Oratorio de San Felipe Neri. Cádiz.

Otros acontecimientos cercanos en el tiempo a este son también descritos, como la visita a su prima Isabel o el nacimiento de Jesús —con la adoración de los pastores y los magos— y otros cuantos relacionados con la infancia de Cristo, mientras “conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Durante el ministerio de Jesús está presente en la Boda de Caná, el primer milagro que manifiesta la gloria de Cristo, en el que convirtió el agua en vino (Jn 2,1-10) y años después aparece junto a la cruz en la que su Hijo murió (Jn 19,25-27).

Tras su dormición (Koimesis) o tránsito (Transitus), fue “asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”[9]. El tipo iconográfico de la Asunción, importado de Flandes, presenta a la Virgen sobre nubes rodeada de ángeles con la vista alzada y los brazos extendidos. Ya en el siglo XIII aparecen representaciones asuncionistas en España —tanto en pintura como en escultura—, comenzando a propagarse rápidamente para seguir subsistiendo, aunque con menor vigencia, hasta finales del setecientos.

2.TOTA PULCHRA ES. ICONOGRAFÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

La Virgen María “[…] fue preservada inmune de toda mancha de culpa original”. Estas palabras, proclamadas el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus por el papa Pío IX, ultimaron el debate sobre el dogma que comenzó en la Edad Media y se vivió con gran intensidad en la España del XVII. Desde que comenzó a cuestionarse esta doctrina, tanto teólogos como artistas buscaron una fórmula que permitiese representar el misterio y que, al mismo tiempo, fuese entendido por todos; pero esta tarea no era fácil, puesto que había que interpretar plásticamente una idea, un concepto abstracto, para el que no existían antecedentes iconográficos. En un principio, se adoptaron temas antiguos, reinterpretándolos para, paulatinamente, crear una nueva imagen, un nuevo tipo que definiría, sin ambages, cómo María fue “sine labe concepta”, concebida sin pecado.

El primero de los argumentos que los teólogos y artistas asumieron como símbolo de la Concepción Inmaculada de María fue el “Árbol de Jesé”. Este tipo iconográfico presenta la genealogía terrenal de Cristo y sus representaciones adaptan la combinación de la descrita por Mateo[10] (1,1-17) y la profecía de Isaías (11, 1 y 10): “Saldrá un vástago del tronco de Jesé y una flor de sus raíces brotará […] Aquel día la raíz de Jesé que estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán, y su morada será gloriosa”. A partir del Renacimiento, comienza a difundirse una derivación simplificada denominada “Escena de los tallos”, en la que los protagonistas son los padres de la Virgen, de cuyos pechos florecen ramas que al unirse se convierten en una flor de la que nace María. Recordemos la que realizó Marcos Sánchez para un retablo de la iglesia parroquial de Becedas (Ávila)[11] (Fig. 3).


Fig. 3. Marcos Sánchez. La Concepción de la Virgen. Siglo XVII. Iglesia parroquial de Becedas (Ávila).

Un nuevo tipo iconográfico que simboliza, de forma más evidente, la concepción de María es el “Abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén”, cuya fuente la encontramos en los evangelios apócrifos de la natividad. En ellos se cuenta que Joaquín, un hombre rico y generoso, fue a entregar sus ofrendas al templo de Jerusalén pero no se lo permitieron porque era considerado maldito por no haber engendrado. Ultrajado, se retiró al desierto y allí permaneció junto a los pastores y sus rebaños hasta que se le apareció el arcángel Gabriel, que le notificó que tendría una hija, hecho que también fue anunciado a Ana, su mujer, que durante todo ese tiempo se lamentaba por no haber podido concebir. Ambos se encontraron ante la Puerta Dorada de Jerusalén y allí se abrazaron regocijados por la buena nueva. La tradición asume que la Virgen fue engendrada tras ese abrazo y beso, sin intervención humana: “ex oculo concepta, sine semine viri”[12], creencia que, si bien era muy popular, no fue confirmada por la Iglesia, aunque la permitió durante mucho tiempo por considerarla un “error no peligroso”.

No obstante, muy pronto la figura de santa Ana se desliga de la de su esposo para simbolizar el misterio y comienza a representarse sentada o de pie y acompañada por su Hija, que puede aparecer junto a ella o sentarse en sus rodillas, mientras que esta sostiene a Jesús Niño, considerándose como trono. Es la llamada “Santa Ana Trina”, imagen que tuvo un gran auge vinculado a su devoción, que es muy antigua, apareciendo ya en el arte occidental en el siglo VIII, y a partir del siglo XIV se inserta en programas iconográficos de claro mensaje inmaculista, siendo muy popular hasta principios del siglo XVII, época que comienza su declive.

Estos ensayos para transmitir la doctrina de la concepción sin mancha de María desaparecen y fueron progresivamente sustituidos por la “Virgen Tota Pulchra”, imagen que, tanto teólogos como defensores, creían adecuada para expresar el misterio de la concepción de María. Fue san Bernardo en el siglo XII el primero en relacionar con la Virgen estas loas a la esposa del Cantar de los Cantares: “Tota Pulchra es, amica mea, et macula non est in te” (Ct 4,7) (Toda bella eres, amiga mía, y mancha no hay en ti) y diversos documentos posteriores así lo atestiguan.

Este tipo iconográfico, creado a finales del siglo XV y principios del XVI, muestra a María sola y de pie, flanqueada por los símbolos de su prefiguración, a veces con inscripciones. Estos arma virginis tienen su origen en las letanías, plegarias de intercesión dedicadas a la Virgen en forma de interpelación. Su número es variable, siendo las más habituales el sol, la luna, el jardín o huerto cerrado, el pozo, la fuente, el lirio o la azucena, la torre, la escalera, la puerta, el cedro, el ciprés, la palmera, la rosa, el olivo, la ciudad, el espejo, la estrella de mar, el templo o la nave.

En el campo de la escultura exenta no resulta fácil la incorporación de dichos símbolos aunque sí se realizaron composiciones en relieve, como la que se dispuso en la fachada occidental de la catedral de Mallorca, obra que fue promovida por el obispo Juan Vic y Manrique en 1601 (Fig. 4) y la que aparece en la puerta del Sagrario de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Aracena (Huelva), obra del círculo de Hita del Castillo, del último tercio del siglo XVIII[13].

El Concilio de Trento, en el que se afirmó que la Virgen no había cometido pecado en toda su vida y que no necesariamente se encontraba sometida al original, alentó a los defensores de la pureza de María, que vieron ratificadas sus ideas, marcando un nuevo hito en la representación del misterio. Las imágenes, debido a una mayor demanda, se multiplicaron y comienza a fraguarse la definitiva representación de la Inmaculada Concepción.


Fig. 4. Anónimo. Virgen Tota Pulchra. 1601. Fachada occidental de la catedral de Mallorca.

En la segunda mitad del siglo XVI, esta doctrina va a ser representada por una imagen que combina la iconografía de la “Tota Pulchra” con la Virgen “Amicta sole”, la mujer apocalíptica. San Juan, en el Apocalipsis (12, 1 y 3) narra cómo “una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza […]”. Algunos teólogos relacionaron a esta mujer con la Iglesia, aunque san Bernardo no dudó en interpretarla como una imagen de la Virgen que triunfó sobre el pecado[14].

Ya en la segunda mitad del siglo XVII está fijada definitivamente la iconografía de la Inmaculada. En las composiciones que la representan aparecen de forma similar a como la definió Pacheco en el Arte de la pintura: “Hase de pintar [...] en la flor de su edad, de doce o trece años, hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mexillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro [...] Con túnica blanca y manto azul [...] vestida de sol, un sol ovado de ocre y blanco que cerque toda la imagen […]; coronada de estrellas […] Una corona imperial adorne su cabeza [...] Debaxo de los pies la luna que, aunque es un globo sólido, tomo licencia para hacello claro, transparente […]; por lo alto más clara y visible [...] con las puntas abaxo [...] Por último, el dragón, enemigo común, a quien la Virgen quebró la cabeza triunfando del pecado original”[15].

 

Por tanto, el tipo usual presenta a la Inmaculada ingrávida, rodeada de ángeles, con las manos unidas en oración o cruzadas sobre su pecho, coronada con doce estrellas —número que los teólogos interpretan como las tribus de Israel o los doce apóstoles—, con el cuerpo bañado por una aureola luminosa —que en escultura es representada por una ráfaga que puede ser madera sobredorada o metal dorado o plateado—, y sobre una media luna, que a veces se convierte en una esfera traslúcida con una zona oscura en el arco superior. En ocasiones, algunos artistas la transforman en el globo terráqueo, sobre todo en el siglo XVIII, interpretación que Trens considera inadecuada, aunque para García Mahíques se convierte en un símbolo que sublima a María como “Señora del mundo”[16]. No hay unanimidad entre los artistas para representar la luna en cuarto creciente o menguante, aunque Pacheco, en su tratado, defiende la tesis del jesuita sevillano Luis Alcázar, que en su interpretación del Apocalipsis escribe: “En la conjunción del sol, de la luna y de las estrellas, veo que yerran frecuentemente los pintores vulgares. Pues estos suelen pintar la luna a los pies de la Soberana Señora vueltas sus puntas hacia arriba. Pero los que son peritos en la ciencia de las matemáticas, saben con evidencia que si el sol y la luna están ambos juntos, y desde un lugar inferior, se mira la luna por un lado, las dos puntas de ellas parecen vueltas hacia abajo, de suerte, que la mujer estuviese, no sobre el cóncavo de la luna, sino sobre la parte convexa de ella. Y así debía suceder para que la luna alumbrase a la mujer que estaba arriba”[17].

Si bien los pintores no tuvieron ningún inconveniente para representarla de una forma u otra, los escultores, por simples motivos técnicos, interpretaban como más conveniente disponer la imagen sobre un globo más o menos transparente o en el cóncavo de la luna, aunque algunos, como Pedro de Mena, se arriesgaban a seguir los dictados de los teóricos, lo que confiere a sus imágenes una mayor ingravidez (Fig. 5).


Fig. 5. Pedro de Mena. Inmaculada Concepción. Siglo XVII. Museo de la iglesia de San Antolín. Tordesillas (Valladolid).

También bajo los pies de María puede aparecer el dragón infernal, aunque frecuentemente se reemplaza por una serpiente, símbolo del maligno, que a veces sustenta en sus fauces la fruta prohibida, recordando las palabras del Génesis 3,15: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”. María, por tanto, preservada del pecado original, se convierte así en la nueva Eva, que ha sido impuesta por Dios para subsanar los errores de la primera mujer. Desde antiguo, en numerosos discursos literarios mariológicos medievales aparece el palíndromo Ave/Eva, juego mnemotécnico que, al recordarse y repetirse una y otra vez, iba formando el ideario colectivo en defensa del dogma[18].

En esta definitiva imagen de la Inmaculada Concepción la escultura tuvo un papel decisivo. Ante ellas los fieles rezan o hacen juramentos para defenderla, y además la pueden contemplar en sus calles, en los “Triunfos” que en su honor se erigen, convertidos en hitos urbanísticos al disponer una imagen sobre una gran columna o pilar, captando así la atención del espectador, o en las procesiones y fiestas que se celebran para aclamarla. Si bien, ya en la segunda mitad del siglo XVI se encuentran intérpretes magistrales de dicha iconografía como Juan de Juni, fue la siguiente centuria la que vio nacer las mejores imágenes en manos de artistas tan afamados como Gregorio Fernández, Martínez Montañés, Alonso Cano o Pedro de Mena, cuyos modelos crearon escuela.

Las Inmaculadas de Gregorio Fernández, que se caracterizan por su frontalidad y por la caída severa del manto, en forma triangular, crearon escuela, pero la trascendencia de la obra de Juan Martínez Montañés fue mucho mayor. La imagen que realizó para la catedral de Sevilla —la famosa “cieguecita”— inspiró a numerosos seguidores, que asimilaron con perfección y repitieron constantemente los rasgos que la definen: las manos unidas y desplazadas, la cabeza levemente girada y la mirada baja. Alonso Cano, sin olvidar modelos precedentes, establece un nuevo tipo, que se caracteriza por la original forma romboidal del manto con la que enmarca sus figuras, disponiéndolo sobre uno de los hombros y recogiéndolo en la cintura, formato que sigue tanto en sus obras escultóricas como pictóricas. Con la Inmaculada que proyecta para el facistol de la catedral granadina en 1655, bellísimo ejemplar con el que alcanza la plenitud como artista, crea un canon difícil de superar. El espíritu de sus obras permanece en su discípulo Pedro de Mena que, aun con la impronta recibida de su maestro, formaliza nuevas variantes iconográficas.

3.OTROS TEMAS

Asimismo, son muy numerosas las pinturas y esculturas que representan las innumerables advocaciones de la Virgen popularizadas o creadas en los siglos del Barroco. El culto a la Virgen propició la erección de camarines, capillas, ermitas y parroquias, en las que se multiplicaron las imágenes marianas que consolidaban o difundían su devoción. La realeza, la nobleza o las cofradías promovieron su fervor, así como las órdenes religiosas favorecieron el culto a sus patronas. De ahí que carmelitas, dominicos, trinitarios, mercedarios, mínimos, capuchinos y salesianos patrocinaran, respectivamente, a la Virgen del Carmen, Virgen del Rosario (Fig. 6), Virgen de los Remedios, Virgen de la Merced, Virgen de la Victoria, Divina Pastora o María Auxiliadora[19].


Fig. 6. Luis Salvador Carmona. Virgen del Rosario. Siglo XVIII. Iglesia de Santa Marina. Vergara (Guipúzcoa).

Otros muchos temas sagrados conforman el panorama de la estatuaria del barroco español, como los ángeles, representados en las más variadas formas. Los retablos se nutren de una gran cantidad de cabezas angélicas y ángeles tenantes y una multitud de niños alados vuelan alrededor de la Virgen, considerada su Reina. Algunos portan instrumentos musicales, otros lámparas o incensarios —dispuestos tradicionalmente ante el presbiterio— y los hay que sostienen símbolos pasionistas, los arma Christi o elementos eucarísticos. No obstante, los más representados son los tres arcángeles —Gabriel, Miguel (Fig. 7) y Rafael—, aunque no es extraño que en ocasiones se efigie algún otro apócrifo, como Uriel.


Fig. 7. Pedro Roldán. San Miguel Arcángel. 1657. Archicofradía Sacramental de las Siete Palabras. Sevilla.

Otras devociones muy arraigadas en el pueblo eran las que alcanzaron los santos. Como en épocas anteriores, su culto fue promovido por la Iglesia, que consideraba sus imágenes un medio muy apropiado para adoctrinar a los fieles. Estos personajes —muchos de ellos martirizados en los primeros siglos del cristianismo— se convirtieron en patronos de profesiones, ciudades o corporaciones, sanadores y protectores (Fig. 8), y sus vidas fueron descritas en multitud de escritos que difundieron sus principales acciones y sus méritos. En los siglos del Barroco seguían siendo efigiados con gran profusión, escenas de su vida poblaban retablos y sus imágenes, enriquecidas con aditamentos en plata, presidían altares. Muchos de ellos fueron canonizados en los siglos XVII y XVIII, y su culto fue promovido, esencialmente, por las órdenes religiosas que celebraban, con gran suntuosidad y boato, la santificación de su fundador o de alguno de sus miembros, siendo habitual que se encargase una imagen del mismo para ser sacada en solemne procesión que discurría por calles engalanadas desde el convento hasta la iglesia mayor o catedral, en donde tendría lugar el acto principal.


Fig. 8. Juan Martínez Montañés. San Cristóbal. 1597. Iglesia Colegial del Divino Salvador. Sevilla.

También numerosas alegorías cristianas —sobre todo virtudes teologales y cardinales— formaron parte de programas iconográficos eclesiásticos. Eran fácilmente reconocibles por sus atributos, que fueron sistematizados por Cesare Ripa en su obra Iconología, cuya edición princeps fue publicada en Roma en 1593, apareciendo diez años después la primera edición ilustrada[20]. Estas imágenes alegóricas poblaban asimismo arquitecturas y decorados efímeros que se erigían con motivo de celebraciones tanto religiosas como civiles[21].

4.ICONOGRAFÍA DE LA PASIÓN DE CRISTO

No obstante, fue la Pasión de Cristo el tema más popular en el Barroco y el que más atención acaparó[22]. Muchos estudios arqueológicos o médicos que tratan de dilucidar las “verdades” sobre los padecimientos y muerte de Jesús insisten en afirmar que los artistas cometen errores porque no se ajustan a los acontecimientos históricos; sin embargo, no debemos olvidar que su función no es transcribir plásticamente una realidad verificada, sino ofrecer unas imágenes que conmovieran, que emocionaran, que hicieran reflexionar sobre el tormento que padeció y la angustia de su Madre al ver cómo lo torturaban. Al mismo tiempo, los evangelios canónicos fueron la principal fuente de inspiración para sus composiciones y en estos ni se pretendía dar fechas ni presentar datos exactos de lo que estaba aconteciendo, sino mostrar al Hijo de Dios como el Mesías.

Como estos escritos aportan escasas noticias acerca de los castigos que sufrió, tanto artistas como mentores debieron recurrir a otras fuentes que enriquecieran sus composiciones. Entre ellas destacan los evangelios apócrifos; los que refieren la Pasión de Cristo son el Evangelio de Pedro, Actas de Pilato o Evangelio de Nicodemo y Evangelio de Bartolomé. También a partir del siglo XIII fueron muchos los documentos que referían meditaciones acerca de la vida de Cristo y visiones que místicas y religiosas tuvieron sobre los padecimientos del Redentor. Entre los primeros podemos destacar la obra titulada Meditationes vitae Christi, del franciscano Pseudo Buenaventura[23] (ca. 1300). Otros textos muy influyentes fueron los de Ludolfo de Sajonia “El Cartujano” (siglo XIV) Vita Iesu Christi Redemptoris Nostri… y Tomas de Kempis (s. XIV-XV): De Imitatione Christi…[24].

Entre las religiosas visionarias despuntan santa Brígida de Suecia[25] (siglo XIV) y sor María de Jesús de Ágreda, que escribió Mística ciudad de Dios[26] (siglo XVII). No debemos olvidar que también debieron dejar huella en los artistas plásticos las representaciones de los autos sacramentales de la Pasión, así como el “Teatro de los misterios” medieval, drama que se desarrollaba en el atrio de las iglesias[27].

A pesar de que la Pasión de Cristo, rigurosamente, comienza con el prendimiento, los artistas, desde muy temprano, incluyeron otros episodios que precedieron a este momento, interpretando todo lo acontecido desde la entrada en Jerusalén como parte del ministerio de El Salvador. Para realzar la humanidad de Cristo, concibieron una emotiva escena, que ignoran los evangelistas, en la que se despide de su Madre en Betania antes de enfrentarse a su destino final. Este episodio, narrado entre otros por Pseudo Buenaventura, comienza en el momento en el que Cristo acompañado por sus discípulos y María Magdalena se disponen a cenar en la casa de Simón el Leproso. El Señor manda llamar a su Madre y, afligido, le reveló: “Yo os aviso que no tengo mucho tiempo para estar con vos […] porque debo ser entregado en manos de los judíos”. Todos los que allí estaban reunidos quedaron estupefactos y muchos de ellos derramaron copiosas lágrimas. Como aún faltaban algunos días para la fiesta pascual, su Madre no perdía la esperanza de poder persuadirle para que no fuera a Jerusalén, así que el día anterior de su partida se acercó a su Hijo, muy afligida y le rogó que tuviese compasión de ella y que no fuese a Jerusalén[28]. Este pasaje apócrifo, que es relatado en diversas obras místicas[29], es descrito plásticamente por numerosos artistas que se afanan en mostrar el sufrimiento de María, que se arrodilla suplicante, abraza a su Hijo o se desmaya ante tanto dolor, siendo asistida por San Juan o La Magdalena.

 

Jesús entró triunfante en Jerusalén, como si se tratara de un emperador, pero lo hace en una humilde borriquilla, y a su paso la muchedumbre le aclamaba con palmas y extendían sus mantos por el camino. Allí expulsó a los mercaderes que hollaban suelo sagrado y poco después celebró con sus discípulos la Cena, en la que se conmemora la Pascua judía. Él sabía que era la última que iba a compartir con sus compañeros, y en ella instituyó el sacramento de la Eucaristía, además de anunciar su Pasión y la traición de uno de ellos, que le vendió por treinta monedas de plata, el precio de la vida de un esclavo. Momentos antes, lavó los pies a sus discípulos, para dar ejemplo de su humildad[30]. Tras la cena y recitados los himnos, marchó a orar al monte de los Olivos y en el camino[31] predijo las negaciones de Pedro; en una propiedad llamada Getsemaní y acompañado de Pedro, Santiago y Juan[32] cayó en tierra y le asaltó una terrible tristeza y angustia, suplicando a su Padre que le librara de la muerte, pero aceptando su voluntad. Aunque no estaba solo, porque un ángel venido del cielo le confortó[33] (Fig. 9). Fue tanta su angustia que llegó a sudar sangre[34].


Fig. 9. Francisco Salzillo. La Oración en el Huerto. 1754. Museo Salzillo. Murcia.

En dicho lugar es apresado por un grupo de personas armadas con espadas y palos comandadas por Judas, que convino con ellos una señal para que no hubiera confusión: el beso traidor[35]; en esos instantes, Pedro, desesperado e impotente, hirió a Malco, el criado del Sumo Sacerdote, y Jesús le curó, amonestando a su discípulo y explicándole que lo que tenía que suceder no podía evitarse. Y finalmente fue abandonado por sus amigos.

Después de atravesar el arroyo Cedrón, los guardias lo llevaron ante Anás, el suegro de Caifás[36], que interrogó a Jesús sobre su doctrina y sus discípulos. Tras su contestación, uno de los que estaban allí le dio una bofetada y fue enviado ante el sumo sacerdote en el sanedrín donde estaban reunidos los escribas y los ancianos. Caifás le preguntó si era el Hijo de Dios y, al oír la respuesta afirmativa de Jesús, se rasgó sus vestiduras y lo condenó a muerte. Le vendaron los ojos, le escupieron y abofetearon y se mofaban de Él preguntándole quién le había pegado. Mientras, en el patio, Pedro negó en tres ocasiones conocer a su Maestro, hasta que el galló cantó y recordó la predicción de Jesús, saliendo fuera y llorando amargamente.

Atado y humillado, compareció en el pretorio ante el procurador romano Pilato y este, tras comprobar que era galileo, lo remitió a Herodes, tetrarca de Galilea, quien se mofó de Él vistiéndole con un espléndido vestido, como si se tratara de un príncipe[37] y lo entregó nuevamente a Pilato, que le preguntó si era el rey de los judíos. Viendo que era inocente, trataba de salvarle, aconsejado por su mujer[38], incluso les dio a elegir entre Barrabás, un famoso asesino y él, pero los judíos seguían insistiendo en su condena y, finalmente, lavándose las manos, lo entregó para que fuera crucificado[39]. Antes, fue flagelado[40] y nuevamente ultrajado: le quitaron las vestiduras y cubrieron su desnudez con un manto púrpura, le coronaron con espinas y le pusieron una caña en su mano, con la que le pegaban en la cabeza y, arrodillados, se burlaban de Él. Después Pilato lo presentó al pueblo congregado a las puertas del pretorio —“Aquí tenéis al hombre” (Jn 19, 5)— y esa muchedumbre, enfurecida, volvió a pedir su muerte. Finalmente, el procurador entregó a Jesucristo para que fuera crucificado.

Le devolvieron sus ropas, y en el camino hacia el monte Calvario, Simón, un hombre procedente de Cirene, fue obligado a llevar su cruz[41]. Le seguía una gran cantidad de hombres y mujeres que se lamentaban por Él y a las que consuela: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos […]” (Lc 23,28), así como los dos ladrones que también iban a ser ajusticiados. Como los evangelios son muy parcos en la información que suministran, se agregaron detalles que se inspiraron en los textos apócrifos o en los autos sacramentales, completándose esta iconografía con la devoción al Camino del Calvario que conforma las catorce estaciones del Viacrucis, establecidas por los franciscanos. En ellas, Cristo se cae tres veces por el cansancio y el peso de la cruz, se encuentra con su Madre y esta, rota de dolor, se desmaya o se arrodilla ante su Hijo; y una mujer, Verónica, apiadada de su sufrimiento, le seca el rostro de sangre y sudor, impregnándose en el pañuelo el rostro de El Salvador.

¿Por qué Jesús fue condenado a morir en la cruz? Este suplicio, de origen persa pero perfeccionado por los romanos, era una muerte vil que se reservaba a los esclavos, extranjeros, revolucionarios y soldados romanos desertores. Tanto en Persia como en Roma tenía como fin principal que la tierra, que se consideraba sagrada, no se cubriera de sangre.

La crucifixión tuvo lugar en el Gólgota, “lugar del cráneo” o Calvario, un montículo cercano a una de las puertas de Jerusalén. El tiempo que transcurrió desde su llegada hasta que fue clavado en la cruz es narrado de forma muy parca en los evangelios canónicos, que solo señalan cómo le ofrecieron vino con hiel (Mt 27,34) o mirra (Mc 15,23). Esta era una bebida que las mujeres judías ofrecían a los reos para atenuar el sufrimiento que iban a padecer, pero Jesús cuando la probó la rechazó, aceptando sin condiciones lo que iba a suceder.

Antes le habían despojado de sus vestiduras. Aunque este tema no aparece en los evangelios, estos sí contemplan que, una vez en la cruz, sus vestidos se echaron a suertes. No obstante, las Meditaciones de Pseudo Buenaventura y las narraciones de los místicos completan este episodio imaginando la violencia con la que le arrancan la túnica que, adherida a las heridas, hace que estas sangren nuevamente y cómo unos soldados cubren su desnudez con un lienzo[42]. No obstante, en numerosas representaciones es la Virgen la que con su velo envuelve las caderas de su Hijo, justificándose así el ceñidor o perizonium con el que aparece representado el Crucificado.

Allí, con las manos atadas y de pie, como lo representa Juan de Ávila, o sentado sobre una piedra, Jesús aguarda su crucifixión observando cómo preparan los verdugos el instrumento del sacrificio. Este es un momento agónico, desesperado, pero los artistas han querido representar al Hijo de Dios sosegado, pensativo, con la cabeza girada hacia el cielo y las manos unidas en oración, como talló José de Arce al Cristo de las Penas de Sevilla (1655) (Fig. 10) o con la cabeza apoyada sobre su mano, iconografía de los Cristos de la Humildad y Paciencia[43].


Fig. 10. José de Arce. Jesús de las Penas. 1655. Hermandad de la Estrella. Sevilla.

Nuevamente son parcos los evangelistas a la hora de relatar el momento de la crucifixión, que narran con una lacónica frase: “Y allí lo crucificaron” (Jn 19,18), los artistas tuvieron que buscar otras fuentes que completaran este episodio, y una vez más la inspiración llegó de manos de los escritos de místicos y visionarios que, con un realismo —a veces despiadado— describen cómo fue clavado en la cruz extendida en el suelo. Detalles como la ferocidad de los verdugos en el momento de hundir el hierro en las manos a fuerza de golpes, o la crudeza al expresar que hubieron de atar una cuerda a las piernas para estirarlas con el fin de que pudieran incrustar los clavos en el lugar señalado para ello, son presentados por algunos artistas con una gran fidelidad; recordemos la composición realizada por el pintor Gerard David (1485, National Gallery, Londres) en la que uno de los sayones tira con saña de una cuerda para colocar el pie que el compañero está dispuesto a atravesar.