Calles de ida

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Miguel cortó una porción de pan de broa y la acompañó con un trozo de queso del país. Recordó que no había comido desde su desayuno en el aeropuerto, antes de subir al avión, y animado por el primer bocado, empezó a picotear. Que si queso, que si chorizo. Venga otro pedazo de broa, ahora jamón o empanada de zamburiñas, la cual, según Marisa, había sobrado del mediodía. Tras decir aquello, la mujer se disculpó y les privó de su compañía. Miguel correspondió con un gesto, pues, en ese instante, masticaba. Continuó haciéndolo y, sin apenas poder articular palabra, dedicado a dar buena cuenta del banquete, respondía a las preguntas de Suso con monosílabos, de asentimiento o negación.

—Come, home, come. Qué no se diga que no eres hijo de tu padre —lo animó antes de levantarse—. Preguntaré a Marisa si puede hacer una de sus tortillas.

Durante la breve ausencia de Suso, pensó en su hogar y comprendió que no tenía. Se consideraba un desarraigado, alguien que no poseía más que una herencia que podría aliviar su economía. «¿El destino?», se preguntó mientras apuraba las últimas gotas de su vino.

—¡Enhorabuena! ¡De patatas y chorizo! Las de Marisa están para chuparse los dedos y el tenedor.

—Por mí que no se moleste. He comido suficiente, gracias.

—¡Pero mírate! ¡Estás en los huesos! ¡Ese cuerpo necesita tortilla y otro vino!

—Así que mi padre se dedicaba a esto —dijo después de secarse los labios.

—Más bien era una afición, me refiero a que no vivía del vino. Sus ingresos procedían de la uva que vendía.

—¿Y tú? ¿Haces lo mismo?

—Por aquí muchos tenemos uva, algunos mala. —Guiñó su ojo derecho—. Lo mío es más para pasar el rato. No tengo muchas cepas plantadas. ¡Carallo! ¡Nos bebimos las dos botellas! —Se sorprendió al descubrir el segundo recipiente vacío—. Aguarda. Traeré otra, aunque te advierto que no es de tu padre... Después probaremos un aguardiente de orujo caralludo. Te gustará.

En aquel momento a Miguel le daba igual orujo, que nunca había probado, o cualquier otra bebida. Estaba receptivo y sin las inhibiciones que le habían impedido soltarse en la conversación, hasta entonces exclusividad del anfitrión.

Marisa posó el plato sobre la mesa y tomó asiento. La tortilla humeaba, aunque el calor que desprendía no le impidió dividirla en tres partes desiguales. Sirvió la porción más grande a su invitado y este, por el olor y el color, dijo que sí, que era cierto que se rechupetearía los dedos. Pero debido a su creciente estado etílico, no pensó que quizá la degustase sin llegar a saborearla.

—Tengo que decirlo. Eres estupenda, ¿sabes? Es la tortilla más rica que he probado en mi vida.

—¿Cómo iba a saberlo si apenas te conozco? —Sonrió Marisa sin ocultar su agrado por el cumplido.

—¡Ya era hora! Así me gusta, saca la lengua a pasear. —Aplaudió Suso—. Empezaba a creer que no sabías más que sí, no, no, sí...

Los minutos que siguieron fueron exclusividad de las anécdotas que el matrimonio quiso contarle. Ni conocía a los nombrados ni las circunstancias, pero el visitante disfrutaba del calor y la cercanía de una pareja y de un instante que le hicieron olvidar el motivo que le había llevado hasta allí. Fue un momento satisfactorio que se prolongó durante el resto de la tarde, oscura y amena, que avanzaba hacia la noche.

La merienda-cena fue contundente y, para bajar el estómago, Suso le propuso recorrer la finca. Él aceptó. Pero al intentar levantarse del asiento, sintió desequilibrio y temió darse de bruces contra el suelo.

—No sé si podré caminar.

—Menudos hombres los de ahora —dijo burlón—. Venga, arriba. —Le ofreció la mano y le ayudó a incorporarse—. Verás qué bien te sienta el paseo, te aligerará el estómago.

Desconfiando de la predicción de Suso, dio un primer paso, luego otro y así hasta que supo que no se caería. «Estoy bien. Estoy bien…» se repitió mientras recuperaba firmeza, seguridad y equilibrio.

—Antes dijiste algo así como fabricar vino. Si te oye mi muchacho, te cuelga de una parra o te ata a una espaldera. Él dice elaborar porque, palabras textuales suyas, define mejor el trabajo artesanal. Y si mañana vas a comer con nosotros, te aconsejo que no lo olvides. Nunca pronuncies fabricar cuando aludas al vino. Asocia fabricar a un proceso industrial o a bodegas que producen millones de litros. Y eso no le gusta.

—Vale. Lo tendré en cuenta, aunque, quizá mañana lo haya olvidado. Así que no te prometo nada. Pero... ¿A qué ha venido lo de fabricar? No recuerdo haber dicho nada de fabricar... Será culpa del vino fabricado por mi padre.

—¡Menudo sinvergüenza! ¡Pero si vas a tener retranca y todo!

Caminaban entre manzanos, perales, higueras y castaños, mas a Miguel estas especies arbóreas nada le decían. Constantemente, desviaba su mirada hacia las cepas que se extendían en la distancia, buscando su lugar. La imagen de las vides le planteó si una búsqueda similar habría motivado a su padre a dedicarse al cultivo de la uva. Pero aquel pensamiento dejó de preocuparle, al observar su reloj y comprobar que pasaban varios minutos de las ocho de la tarde. Apenas habían trascurrido dos horas desde su encuentro con Suso, y allí estaban, ambos charlando en la oscuridad reinante. Se sorprendió pensando que no tenía prisa por regresar a Santiago, más bien, todo lo contrario. Prefería continuar disfrutando de la calidez de aquel matrimonio que le había abierto las puertas de su hogar, sin más referencias que la de ser Miguelín, el hijo de Paco. El frío le molestaba, no así a Suso, cuyo paso y perorata proseguían su curso, sin apenas detenerse en el sonido que producía el castañeteo de dientes de su acompañante.

—Disculpa, ¿te parece si entramos?

—Claro, claro. Perdona. Cuando tengo a alguien que me escucha, me emociono y hablo, hablo y hablo.

La noche y el frío quedaron fuera. En el interior, el calor desprendido por la cocina de leña resultaba agradable, tanto que el sueño coqueteaba con Miguel.

—Te prepararemos una habitación —dijo Marisa—. Con tanto bostezo, creo que esta noche deberías dormir en casa.

Aquellas palabras le recordaron que no estaba en casa, ni siquiera estaba en la ciudad donde había alquilado una habitación. Se encontraba a dos o tres kilómetros de la parada del autobús. Pensar en ello, le produjo pereza y tentación. «¿Por qué no? ¿Qué me impide pasar la noche aquí?».

—Venga, hombre. Tal como estás, ¿a dónde vas a ir? —comentó Suso antes de servirle otro chupito de orujo.

—Tengo que subir al bus —respondió, convencido de estar en condiciones de partir.

—Pero... ¿Qué dices? Aquí no hay ningún maldito bus al que subir. ¡Como me llamo Suso, te quedas! ¡Y punto!

—Vale, vale. No se hable más, pero a la próxima invito yo —aceptó la oferta y su embriaguez.

La velada transcurría agradable, entre alimentos, bebidas, risas, complicidad y la pérdida de la última nota de pudor en el invitado, que desinhibido y en apariencia recuperado del ligero malestar, respondía las preguntas de sus contertulios y les planteaba cuestiones. También se atrevió con temas personales, como el distanciamiento de su madre, a quien acusaba de dejarse manipular por Juan, o que este no le despertaba la menor simpatía, pero que tampoco le guardaba rencor, quizá sí manía. Les habló de su situación actual, de su reacción cuando recibió la noticia del fallecimiento de su padre, aunque omitió sus reflexiones, y de lo extraño de encontrarse en posesión de un terreno, además de comentarles la posibilidad de venderles la finca.

—Ni hablar —negó Suso—. Esa tierra no solo es tuya, es para ti. No tomes lo que voy a decir como un consejo o que me meto donde no me llaman, tómalo como una opción. Yo no descartaría un poco de calma para decidir si quedártela o venderla. ¡Eh! Pero a mí no. ¿Para qué la necesito?

—Supongo que para algo —contestó Miguel—. ¿Para qué la quiero yo? No sabría qué hacer con ella. Es demasiado grande para meterla en la maleta.

—Maleta, maleta —repitió Suso—. A ti te voy a dar yo con esta maneta. —Con su mano abierta rozó la nariz de Miguel.

—Puedes trabajarla, como hizo tu padre —intervino Marisa—. Es buena tierra, da buenas uvas, aunque si lo prefieres, podrías dedicarla a otro tipo de cultivo. O podrías pensar alguna idea...

—Ya —apuró el muchacho, nada convencido—. Cambiando de tema, ¿se gana mucho con esto del vino?

—Vosotros, los jóvenes, siempre pensando en divertirse, en dinero y en tocar los huevos. La tierra es algo más, forma parte de uno, y si no comprendes esto, no podrás considerarla tu hogar. No el hogar que nos venden, sino el que uno crea... ¿Dices que no tienes nada que te obligue a volver? ¡Pues arriésgate! ¡Manda carallo!

—Entiendo lo que dices, pero hace tiempo que dejé de saber qué quiero. ¡Qué hostias! ¿Quién sabe? Quizás tengas razón... Aunque no sé si me veo capaz.

—No sigas por ahí, que aún vamos a acabar mal el día. Bebe y calla —ordenó a la par que su sonrisa desmentía sus palabras.

—¡Por vosotros! —brindó más perjudicado de lo que reconocería a la mañana siguiente—. ¡Por los mejores anfitriones del mundo!

—Míralo, está peneque —apuntó entre risas Marisa—. Creo que por hoy es más que suficiente. Y tú —señaló a su marido—, recuerda que ya no eres un crío. Mañana cumples sesenta y seis.

—Siempre cuidándome y preocupándose. Sin ella, vete tú a saber qué sería de mí. Andaría por ahí de troula, bueno, para que me entiendas, andaría de fiesta con los amigotes —susurró Suso a Miguel, pero con el tono suficientemente elevado para que su mujer pudiese escuchar sus palabras—. Bien, se acabó la fiesta, que va siendo hora de retirarse. Como dice doña mandona, mañana será otra jornada festiva.

 

Dicho esto, Suso se levantó y caminó hacia las escaleras, al fondo del pasillo, dejando a Miguel en compañía de Marisa, quien se puso a recoger los cubiertos y los vasos que había sobre la mesa.

—¿Te ayudo? —preguntó el invitado.

—¿Qué quieres? ¿Qué tenga que comprar vajilla nueva? Anda, te digo donde está tu habitación y a dormir.

Miguel notó su boca pastosa, la cabeza pesada y la necesidad de ir al cuarto de baño. Sin embargo, durante un instante se mantuvo sentado sobre la cama, pensando en cuanto recordaba de la víspera. Más o menos, se definió como alguien sin expectativas que, sin saber muy bien cómo, había ido a parar a la casa de un matrimonio con una vida que calificó plena. «¿Qué hago aquí? ¿Por qué nunca he sentido una complicidad como la de Marisa y Suso?». No supo qué responder, tampoco pretendía engañarse ni hacerse la víctima, ni menos aún culpar a las mujeres que habían pasado por su vida, que no habían sido pocas, de su falta de sinceridad consigo más que con ellas. Sabía, pero le costaba aceptar, que solía eludir cualquier tipo de compromiso y de responsabilidades. «¿Y si Suso tiene razón? ¿Y si los hombres de hoy no somos como los de ayer? Pero ¿cómo íbamos a serlo y para qué? No quiero ser como él u otro, quiero ser yo. El problema no es lo general, es lo particular, y sospecho que arreglando el particular se podría mejorar el conjunto. En mi caso es probable que el problema sea yo, pero este yo, ¿es el que deseo ser? ¿Por eso he venido? ¿Para ver si aquí me arreglo o solo he viajado hasta aquí para vender la finca? ¿Y si no la vendo? ¿Pero qué mierda sé de vides o de cualquier otra cosa?».

Cuando bajó por las escaleras, el reloj marcaba las doce. Era mediodía y la vergüenza que Miguel sentía era completa. Vestido con la ropa del día anterior y con la sensación de intrusismo por única compañía, caminó con lentitud por el pasillo. Había perdido la confianza ganada horas antes. Ahora se avergonzaba de su comportamiento nocturno, pero no le quedaban más que dos opciones: una, marcharse sin despedirse; la otra, enfrentarse cortésmente a sus anfitriones. Entró en la cocina y descubrió a Marisa manipulando alimentos que, supuso, estaría preparando para la comida.

—¡Buenos días! —entonó forzando confianza y jovialidad.

—¡La madre que te parió, Miguel! ¡No me des estos sustos, que me matas! —soltó Marisa ante la inesperada irrupción del espectro.

—Lo... Lo siento, no he pretendido asustarte —se disculpó.

—Nada, no importa, solo que me pillaste desprevenida. Veo que madrugas de lo lindo —se mofó, ya recuperada de la impresión—. ¿Qué? ¿Quieres desayunar?

—No, muchas gracias. Si no te importa, me gustaría ducharme. Y si no es demasiada molestia para ti, te agradecería que me permitieses ducharme aquí.

—¿Molestia? Me molesta que me preguntes eso. Pues claro que puedes y, además, te daré ropa limpia para que te cambies, si así lo quieres. Seguro que encontramos algo de Carlos que... —dudó un instante—. Mejor aún, de Suso, que quizá sea más de tu talla.

Después de ducharse y vestirse con la muda prestada, regresó a la cocina, pero la dueña de la casa había desaparecido. Sin embargo, no estaba solo. Sentada en una silla, vio a una chica de unos treinta años, de pelo castaño y liso que caía sobre sus hombros. Sus facciones le resultaron familiares, sobre todo, ojos y nariz, que le recordaron a Suso.

—Hola —saludó Miguel con timidez.

—¿Cómo has entrado aquí? —La chica fingió alterarse—. ¡Si te acercas, llamo a la policía!

—No, aguarda. Puedo explicarlo. Eso creo. Soy amigo de los dueños de la casa. Bueno... Amigo, amigo, no. En fin, es una historia un tanto extraña —afirmó, algo nervioso.

—Es broma. Sé quién eres. Mi madre me lo dijo antes de irse —comentó al tiempo que, sin disimulo, estudiaba al desconocido.

—No sé qué decir, salvo que me siento un poco confundido. Creo que será mejor que busque a tus padres y me despida de ellos.

—¿Te parece buena idea? Puede que se lo tomen como un desplante. Piensa que eres su invitado y que hoy es el cumpleaños de mi padre. Así que, yo de ti, no me iría hasta después de soplar las velas —dijo medio en broma, medio en serio, y miró hacia la ventana—. Miguel, ¿no? —De nuevo, prestó su atención en él—. No te sorprendas, no soy adivina. Me lo dijo mi madre. Soy Marta, otra intrusa que, como tú, ha venido a gorronear comida casera.

—Hola... —contestó sin poder precisar si aquella mujer le tomaba el pelo o le estaba intentando decir que no había escogido el mejor día para darse a conocer.

—Mi padre tenía en muy alta estima al tuyo. También yo lo estimaba. Pasaba más tiempo en su casa que en la mía, lo mismo que mi hermano Carlos...

Suso entró en la cocina, seguido de Marisa, cuya ausencia previa la justificó señalando a su marido, a quien había ido a buscar al bar de Lois. Allí acudía cada mañana, a leer el periódico y a charlar sobre la actualidad con sus vecinos; aunque la mayor parte de las veces acababan recordando viejos tiempos.

—¡Felicidades, papá! —exclamó Marta y se abalanzó sobre él.

Padre e hija se fundieron en un abrazo que aumentó la sensación de intrusismo del invitado.

—Tu madre vino a buscarme para decirme que habías llegado. Y aquí me tienes, miña neniña, emocionado —le susurró al oído—. Pero... —Dio un paso atrás y se hizo el sorprendido—. ¡Miña nai querida! —exageró—. ¡Qué delgada ! ¡Casi me resulta más fácil abrazar al aire!

—¡Venga papá! ¡No empieces! Si solo ha pasado un mes y entonces me dijiste que no me vendría mal hacer ejercicio. Anda, toma. A ver si este regalo que te traigo de Honduras te calma o te ayuda a verme con buenos ojos, o por lo menos que te aclare las ideas.

—¡Manda carallo! ¡Sí que fuches ben lonxe! Por eso adelgazaste, ¿ves? Lo que yo decía —bromeó el padre.

Durante la conversación que siguió, Miguel descubrió que Marta trabajaba como fotógrafa independiente, viajando por distintos rincones del mundo en busca de quién sabe qué. Él no lo tenía muy claro, aunque, de su explicación, dedujo que la chica se sentía realizada. «Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que todos buscamos?», pensó. Según ella, gracias a la libertad que le proporcionaba su actual ocupación había logrado escapar de la monotonía en la que había caído cuando trabajaba para un periódico local.

—Así que haciéndole confidencias a Miguel —interrumpió Suso, buscando protagonismo—. Es el hijo de Paco. Y ahora es nuestro vecino. ¿Cómo va la mañana, mangallón?

—Felicidades —dijo el aludido—. No he viajado a Honduras, así que no te he traído un regalo, pero si me das las llaves de la casa de mi padre, arreglaré mi falta —bromeó, aunque sin saber si lo que decía tenía alguna gracia.

—¿Qué? ¿Piensas regalarle un par de botellas del vino de tu padre? Muy original —ironizó Marta.

El aludido no supo si sonreír o meterse debajo de la mesa de la cocina, aunque supuso que, de hacer esto último, sería el centro de las burlas durante la comida. «¿Y por qué no? Así tendré un motivo real para avergonzarme», concluyó segundos antes de agacharse y gatear bajo el mueble.

—Pero... ¿Qué carallo haces? —preguntó el anfitrión antes de estallar en una sonora carcajada—. ¡Será coñero, el muy mangante!

Con su inesperado gesto, Miguel consiguió reducir la tensión que sentía antes de hacer el gilipollas, pues así lo calificó mentalmente. Y su alivio se reafirmó cuando observó que el rictus de extrañeza de ambas mujeres dejaba su lugar a la sonrisa y, poco después, a la risa que todos los presentes compartieron.

—Cosas de la timidez —concluyó, como colofón a su broma.

Sergio fue el siguiente en presentarse en la casa. Llegó acompañado de su mujer y de sus dos hijos, los únicos nietos de Marisa y Suso. Era el mayor de los hermanos, el único casado y el que, según sus palabras, se había decantado por una ocupación laboral más estable que las de Marta y Carlos. Sergio trabajaba en un instituto de Pontevedra, donde enseñaba biología. A Miguel le agradó su conversación, aunque quizá le resultase poco espontánea y, seguro, carente del descaro de Marta. Más natural fue su contacto con los pequeños, un niño y una niña de siete y cuatro años, respectivamente, quienes desde el primer momento se mostraron sociables a la par que revoltosos. Sin embargo, la madre le causó una impresión distinta, puede que entre distante e intimidante. Laura rondaba los cuarenta. Esbelta, de aspecto juvenil y de rasgos agradables, nada exagerados, que alcanzaban el equilibrio que confería belleza al rostro, saludó a Miguel. Le gustó, o eso indicaba el ligero sonrojo en la cara de Miguel al corresponder al saludo; aunque, más que agradar, aquella mujer le atrajo. No obstante, esa sensación solo duró hasta que sus ojos se volvieron hacia Marta.

Carlos fue el último de los hijos en llegar. Lo hizo con el rostro alegre y bromeando. Miguel calculó que, más o menos, tendrían la misma edad, aunque, más allá de esto, no encontró mayor parecido. Sus complexiones diferían. Carlos era más alto y ancho que él. Su pelo más oscuro y su rostro tirando a rectangular. A simple vista tampoco le descubrió rasgos comunes con sus hermanos. Los cabellos de Marta y Sergio eran más claros; la nariz de Carlos más grande y, además, este tenía ojos bicolores, uno verde y otro gris, que llamaban la atención.

—Este grandullón es Carlos —le presentó Suso a su hijo—. Aquí, donde lo ves, es un enólogo de primera. Las bodegas se lo rifan.

—Ni caso. Los años lo han vuelto loco.

—Acaso, ¿no es verdad? —interrogó el padre—. ¿Sabes qué? Miguel es el nuevo propietario de la finca de Paco. Puedes hablar con él de tu asunto, y puede que lo enredes para que también se dedique a la elaboración. Verdad, mangallón —sonrió a su invitado—, que para alguien en tu situación, tampoco sería mala opción.

A Miguel no le agradaba que se entrometieran en su vida, era algo que detestaba desde niño. Sin embargo, en aquella ocasión, no le dio mayor importancia. Sentía cierta simpatía hacia aquel hombre, o puede que fuese agradecimiento por la extraña y reconfortante velada nocturna.

—¿No sabes qué hacer con el terreno? —preguntó Carlos—. Si te quedas por aquí, quizá te proponga una idea que me ronda desde hace tiempo. De hecho, en más de una ocasión tu padre y yo hablamos de llevarla a cabo, solo que... —El enólogo guardó silencio, dudando qué decir.

—Murió —concluyó Miguel.

La comida transcurrió entre anécdotas, risas, discrepancias varias, distintos platos que a Miguel le supieron a gloria y las preguntas de la niña y el niño, que no dejaban de interrogarlo. Pero antes respondieron a la única cuestión que permitieron formular a quien consideraban su novedad del día. Contestaron que se llamaban Iago y Noa, y después dieron rienda suelta a su curiosidad infantil. La desvergüenza de ambos críos consiguió que Miguel olvidase las dudas que lo acompañaron a la mesa. De ese modo, niña y niño fueron parte responsable de que el invitado calificase la celebración de agradable. Además, aquel instante compartido le generó emociones que no podía precisar cuándo había experimentado por última vez. Y así, dejándose llevar, buscó por sus recuerdos e imaginó una situación similar, en la que se encontraba acompañado por un hombre a quien evocó con el rostro de veinticinco años atrás. Aquel adulto reía y charlaba acerca de trivialidades, pero, igual que en su presente, sus minucias transcendían la forma superficial para convertirse en calidez y cercanía.

—Si te molestan, no dudes en decírmelo —le indicó Laura, al ver a sus hijos pelearse por llamar la atención de Miguel.

—No, para nada. Me llevo bien con los niños y ellos conmigo —exageró consciente de que apenas había tenido contacto con personas de esas edades.

Su cuerpo permanecía en el presente, pero su mente continuó su viaje por el pasado. Rememoró algunos momentos de su vida y su constante rechazo. Recordó el día que le dijo a Juan que no quería saber de él o su última visita a su medio hermana, cuando le comunicó que no pensaba asistir a su boda. María había aceptado los motivos, aunque Miguel todavía sentía la mirada, triste y decepcionada, de su hermana. «Fui un puto capullo», reconoció en su intimidad. Hasta ese instante había justificado su comportamiento, aunque sin llegar a engañarse, con la excusa de que era mejor para todos, que sin su presencia sería un día de boda alegre y tranquilo. Aunque lo sabía, «solo fue una excusa y un comportamiento bastante egoísta».

—¿Qué opinas? —la voz de Suso lo devolvió a la realidad.

 

—No sé... —pronunció como si acabara de llegar a la conversación.

—¿Cómo que no sabes? ¿No crees que estas filloas están buenísimas?

—Sí, sí, claro. Muy ricas... Lo siento, estaba pensando en otra cosa.

—No pienses tanto... —le aconsejó Marta.

—Tu padre era un fenómeno podando —comentó Carlos, desviando la conversación hacia su terreno—. Podaba más rápido y mejor que cualquiera que haya visto en mi vida. A veces pienso que mi amor por el vino lo heredé de él. No me malinterpretes, no solo heredé mi gusto por beberlo, sino todo lo relacionado con su elaboración —bromeó buscando complicidad.

«¿A qué viene ahora hablar de mi padre? ¿Pretende fastidiarme?».

—Ya —fue la única respuesta de Miguel al comentario.

—Si quieres, después nos acercamos hasta tu finca y te familiarizo con el terreno.

—Para el carro, Carlitos. Aquí estamos todos celebrando el cumple de papá —censuró Sergio a su hermano pequeño—. Y ahora vamos a cantar el cumpleaños feliz, que ha llegado el momento de soplar las velas.

—¿Qué velas ni que ocho gaitas? A mi edad no hay pulmones que soplen tantas. —Y miró con complicidad a sus nietos—. Aunque si Iago y Noa me ayudan, la cosa cambia.

—¡Síííí! —exclamaron los niños.

03

Paseo por la viña

Miguel no quiso ser descortés y aceptó acompañar a Carlos, después de sufrir su insistencia durante la comida, en los postres y cuando Suso abrió sus regalos de cumpleaños. Dejaron a la familia charlando sobre temas que a él no le interesaban, porque ignoraba de qué y de quiénes hablaban. Quizá, por ello, no le apenó salir al exterior con el enólogo. Aunque, no fueron solos. Iago corrió tras ellos y los alcanzó antes de llegar a la finca vecina.

—Se lo dije a tu padre, que se dejara de medias tintas y que se dedicara en exclusiva a la elaboración del vino. Yo estaba dispuesto a ayudarle, aunque él nunca dio el paso. No sé en qué pensaba...

El niño correteaba bajo las parras, en dirección al viejo palomar, dejando marcas de sus suelas sobre el terreno húmero y mojado. Pero a Iago poco o nada le importaba mancharse las botas y los pantalones, seguía su recorrido, aunque lo variaba a capricho. Durante el transcurso de la jornada, la lluvia fue remitiendo y aunque ahora el cielo deslucía gris, no amenazaba precipitaciones inmediatas.

—¡A que no me pillas! ¡A que no me pillas!... —desafiaba el niño en la distancia.

—Vayamos tras él —propuso Miguel, aprovechando la propuesta de persecución para zanjar el tema.

—Hecho —contestó el enólogo, aunque sospechando que la conversación que había iniciado incomodaba a su acompañante—. Perdona, con frecuencia, olvido que no todos compartís mi pasión por la viticultura.

Miguel guardó silencio. Nada tenía que decir, ni que reprochar. Había aceptado acompañarle, aunque lo hubiera hecho por cortesía. Sin embargo, sí sentía curiosidad por el entorno y, en menor grado, por la obsesión viticultora de Carlos.

—¿Cómo que no te pillo? —gritó y se lanzó en pos del niño, que avivó su risa y su pequeña zancada—. ¡Vamos! ¡Vamos, Carlos! —exclamó en un intento de acercamiento.

Entre vides que dormían sin prestar atención a los humanos, los tres corrían en un juego que los alejó de otros intereses.

—¿Dónde está Iago? —exageró el interrogante, puesto que había visto a su sobrino ocultándose dentro del palomar.

—Ha desaparecido. ¿Y si es invisible? —contestó el otro adulto.

La risa del pequeño, ahogada por la presión que sus manos ejercían sobre su boca, se escapaba de entre sus dedos para dejarse oír fuera de la construcción.

—Te gusta este lugar, ¿no? —preguntó Miguel.

—Sí —afirmó sin dudar—. He pasado mucho tiempo aquí, observando las viñas, su poda, el lloro, el nacimiento de la uva, la vendimia... Forma parte de mí... No sé si me comprendes.

—Me gustaría, pero nunca he sentido un arraigo semejante.

—Supongo que no todos encontramos un único camino o un solo lugar...

—Sí, será eso. De cualquier forma, da igual. Uno se acostumbra y también se acostumbra a esperar un cambio en su suerte, aunque no te voy a engañar, tampoco creo mucho en ella.

Carlos pensó que quizá la fortuna no era la que tenía que cambiar, sino aquel extraño que en nada se parecía a quien, de niño, cariñosamente llamaba tío Paco.

—¡No está! ¿Dónde se habrá metido? Regresemos. Puede que Iago se haya aburrido y haya vuelto a casa —la voz de Miguel sonaba exageradamente forzada.

—¡Aquí estoy! ¡Aquí! ¡Aquí! —exclamó el niño, saliendo del palomar—. ¡Gané! ¡Gané! ¡No sabíais dónde estaba! —Sin disimulo, reía y los apuntaba con su índice—. Ahora, escóndete tú —le dijo a su nuevo amigo.

Miguel se alejó en dirección a la casa y, a diez metros de donde permanecían sobrino y tío, se desvió a la derecha, por un camino de tierra donde los higos caídos se pudrían. Alcanzó la edificación que se encontraba entre el caserón y el cobertizo. Dentro, descubrió las labores telares de la colonia de arañas, barricas de roble y un aparato de madera que no supo definir, aunque le recordaba a una prensa. Olvidó que estaba jugando. Se detuvo y acarició con sus dedos aquella madera. Posó su mano sobre ella, con mayor firmeza, y la golpeó. Vio saltar la podredumbre, pero también notó que todavía se mantenía firme, inquebrantable. Solo en su apariencia externa se encontraba enferma, en su interior aún conservaba vigor. «¿Soy como este tronco?». Y escuchó la voz de Iago acercándose.

—¡Perdiste! ¡Perdiste! ¡Sé dónde te escondes! —musicalizaba sus victoriosas exclamaciones.

Sobrino y tío entraron en aquel almacén donde reinaban los arácnidos, la humedad y el abandono. Poco le importaba a Iago todo aquello, salvo la especie de piscina hacia la que se dirigió corriendo. Asomó su cabeza, pero su interior lo encontró vacío.

—¡Aquí echaban las uvas! —elevó su voz aguda—. Me lo dijo mi tío. Y con esa cosa de ahí —señaló la gruesa máquina de madera—, las aplastaban. Y por aquí —apuntó emocionado hacia el pequeño agujero que se encontraba en la parte inferior de la bañera de piedra— salía el vino. ¿Ves? Esto es un lagar —concluyó satisfecho.

—¡Cuánto sabes!

—Sí. Sé muchas cosas. A que tú no sabes cómo se llama la uva.

—No. No tengo la menor idea, aunque creo que tampoco tú lo sabes, y solo presumes para hacerte el listillo —lo contrarió Miguel.

—¡Sí lo sé! ¡Albariño! ¡Se llama Albariño! ¡Y mi tío conoce más! ¡Muchas más! ¿Verdad, tío Carlos?

—Claro. Conozco un montón de variedades, porque existen muchas, pero no todas se dan en una misma zona. Aquí, en Galicia, tenemos diferentes variedades autóctonas, pero no sé si a Miguel le interesa el tema.

—¡Vamos a recoger castañas! —exclamó Iago, olvidándose de las uvas—. Montones de castañas, para que la abuela las ase.

Los adultos salieron tras el niño, que semejaba incansable.

—¿Albariño? La asociaba a las Rías Baixas.

—Es un error frecuente. Mucha gente ignora que esta zona también pertenece a la misma denominación de origen. Incluso, llevados por la ignorancia, hay quienes dicen que el aguardiente del Ulla es bueno y su vino malo. Como reza el dicho, el Sil lleva el agua y el Miño la fama. Y aquí pasa lo mismo. Cuando se habla de Albariño, inmediatamente se piensa en Cambados y alrededores. De hecho, yo trabajo para una de las bodegas de la zona. Pero si elaborase aquí, donde estamos ahora, lo estaría haciendo bajo la denominación Rías Baixas.

—¿Puedes creer que nunca he estado en una bodega? Que yo sepa, mi contacto con el vino se reduce a beberlo. Y me cuesta distinguir los aromas de los que hablan algunos conocidos cuando salimos a tomar algo. Hablan de si este vino posee notas afrutadas o si en aquel otro predomina la madera o... En fin, supongo que suele pasar, y que soy uno más entre los ignorantes que no tenemos ni puta idea de aromas, entre otras muchas cosas que desconocemos.

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