Para que no gane el olvido

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A pesar de ello, acudir a la escuela me resultaba menos duro que las tareas agrícolas que me encomendaban mis padres, por más que fuesen livianas dada mi edad (se basaban fundamentalmente en alindar, en ir delante de la yunta de vacas para que no se desviasen del surco mientras mi padre araba, repasar metro a metro las fincas tras recoger el trigo para que no se quedase ninguna espiga, ayudar a recoger las patatas y algunas tareas más que probablemente por más ingratas ya he olvidado).

Realizaba la mayoría de las tareas arrodillado sobre la tierra, por lo que me quedaron las rodillas llenas de cicatrices, pero por vagancia o por una columna poco flexible, más bien por lo primero, nunca se me dio nada bien doblarme.

Cuando en los mentideros se decía que algún vecino «doblaba mal» se entendía que era un vago, lo que estaba muy mal visto. Todo parecía tolerarse, menos la vagancia.

Mi vangancia no impedía que mi relación con los animales domésticos fuese idílica. En la infancia uno no distingue mucho acerca de niveles de conciencia o de entendimiento entre animales y humanos, por lo que trataba y hablaba con los animales como lo hacía con otros niños, y tengo la impresión de que me entendían mejor que a nadie, tal vez porque pasaba cada día largos ratos con ellos, a menudo acariciándolos.

Pasamos casi la cuarta parte de nuestra vida ocupados en esa tarea ingrata de «aprender», que creo que no apasianaba a nadie y menos a un niño de aldea, que carece de la menor oportunidad para aburrirse a pesar de vivir sin juguetes ni artificios. Claro que los seres humanos somos radicalmente curiosos, apasionados por saber. Uno a posteriori descubre que gran parte de lo aprendido era fundamental, y no lo cambiaría por nada, pero entonces yo no le veía sentido alguno.

Acompañaba a mi padre mientras esparcía la semilla de los nabos, mientras troceaba las patatas para plantarlas (no se plantaba entera, sino en trozos, siempre que llevase el germen que daría lugar a una nueva planta). Vamos, obviedades que todo el mundo conoce sobradamente, pero que viví in situ y no sin sorprenderme.

Si había una buena cosecha de nabos o de remolacha, los vecinos dejaban en un lugar bien visible sus enormes bulbos, manjar exquisito para las vacas y para los cerdos; el de la remolacha se conservaba mucho más tiempo, yo creo que meses. Las coles servían de alimento para los cerdos y para los conejos, pero también se usaban como alternativa al nabo para cocinar el caldo, en los meses de escasez de este último.

Las abuelas se encargaban, como decía anteriormente, de hacer la comida y multitud de las labores domésticas, como lavar, planchar, hacer las camas, barrer, fregar y, durante un tiempo, de hacer el pan. Ni jubilación ni descanso, porque nada de eso existía, y la supervivencia de los abuelos se basaba en la existencia de un núcleo familiar sólido; ellos seguían trabajando mientras les quedaban fuerzas y a cambio seguían disponiendo de todo lo que la economía familiar les podía dar; se trabajaba de lunes a domingo, porque los fines de semana también era necesario obviamente alimentar y ordeñar las vacas, aunque no se araba la tierra habitualmente, ni se realizaban las tareas agrícolas con igual intensidad, salvo durante la siega y la trilla, pues era necesario aprovechar los días de sol, imprescindibles para que la cosecha estuviese en buenas condiciones.

Determinadas tareas requerían la colaboración de los vecinos, habitualmente de los más allegados: la recogida y trilla del trigo, la siembra y recolección de las patatas, el deshoje de mazorcas (tarea que se hacía de noche, en el pajar, después de invitar a los vecinos a cenar), la matanza y otras que no recuerdo. En todas ellas había un ambiente jovial, festivo, se bebía vino y aguardiente y los mayores reían a carcajadas. Mi padre dejaba de ser intransigente, exigente y crítico conmigo y en esas ocasiones me permitía relajarme con mis tareas escolares.

Los veranos eran alegres, con mayor tolerancia y más participación en las tareas agrícolas. Mis padres no me exigían estar estudiando o haciendo tareas durante las vacaciones. El calor siempre me resultaba agradable. Mi abuela insistía tenazmente en que me tapase la cabeza para evitar una insolación (muchos años más tarde me enteré de que en efecto la insolación existía y podía poner el peligro la vida de un niño o una persona endeble).

En verano se trabajaba de sol a sol, la jornada era mucho más prolongada que en invierno, por más que durante esta estación parte de las tareas se realizaban por la noche, como ordeñar las vacas y dar de comer a todos los animales de la granja, tareas que hacían innecesaria la luz solar.

La mayor parte del cultivo y de la recogida de la cosecha y de la hierba seca tenía lugar en verano, así que en el mes de julio todos nos levantábamos en cuanto amanecía. Al mediodía, con un sol abrasador que impedía las labores agrícolas, y después de unas ocho horas de jornada, era habitual dormir la siesta. La siesta nunca se dormía en la cama, para no cambiar la indumentaria ni siquiera el calzado impregnados de tierra o de barro, sino habitualmente en el pajar, sobre la paja o sobre la hierba seca, o tendidos sobre un saco de los del forraje o del abono sobre una pradera, a la sombra de un frutal, o sobre una gavilla de trigo, para no perder tiempo en el desplazamiento hasta la casa, después de una comida campestre, que generalmente había llevado mi abuela en una cestita.

El cuchillo no era necesario; no conocí a nadie que no llevase consigo su navaja de Taramundi, más o menos elegante, que se utilizaba tanto para cortar el pan, la carne o el chorizo, como para cualquier tarea doméstica improvisada (cortar una rama, abrir el saco del abono…) y afortunadamente no me consta que nunca como arma violenta. Tampoco faltaba la bota de vino, depositada a la sombra, a buen recaudado del calor. Estaba muy arraigada la creencia de que si se tomaba vino mientras se trabajaba, no sentaba nunca mal, «porque el alcohol se evapora rápidamente con el sudor».

No existía ni plaza, ni lugar de reunión, salvo la polavila en mi casa. Afortunadamente existía en Canvarcas el Barracón, de Maruja y Germán, el capador, que inicialmente fue realmente un barracón, pero acabaron construyendo una tienda como Dios manda. Maruja de Canvarcas lo mismo servía un vino que una copa de Fundador, que preparaba un chorizo, un huevo y unas patatas fritas sobre la marcha. Lo mismo vendía un kilogramo de azúcar que unas bragas, unas botas de goma, un paquete de Ideales o de Ducados. Generalmente en la pequeña tienda había todo lo que podía necesitar cualquier vecino.

Y su marido no solo ejerció funciones de capador, sino de veterinario, resolvía la mayoría de las enfermedades de los animales domésticos y trabajaba gratuitamente (solo ganaba una pequeña comisión en los medicamentos que recomendaba).

Este era un modo de sobrevivir, pero no de enriquecerse, pues no existía signo alguno de opulencia por ninguna parte. Abrían desde las 7 de la mañana hasta la 1 de la madrugada, para no hacer el feo a los dos o tres alcohólicos de la parroquia que se hacían los remolones, porque nadie los esperaba en la cama.

La fuente de ingresos eran la leche, los terneros y los jamones (a veces se regalaba alguno cuando se debía un gran favor).

Se conseguía alguna «propina» con la venta del embutidos, huevos, pollos, conejos, verdura, queso fresco… Todo ello la única fuente económica de las madres, que cada quince días pasaban la mañana del domingo en la feria del concejo, compitiendo con los feriantes profesionales, para obtener un misérrimo beneficio para comprarse unas medias, una pañoleta, unas bragas o una falda.

La tarea de los niños era menos ardua que la de los adultos, y no necesitábamos dormir tantas horas como ellos; la actividad escolar nos liberaba de tareas y responsabilidades domésticas, de modo que ese tiempo en el que mi padre no estaba reiteradamente exigiéndome hacer algo, que era la hora de su siesta, lo aprovechábamos para jugar sin supervisión.

Se ganaba muy poco y se procuraba gastar un poco menos de lo que se ganaba; todo el mundo procuraba tener algún ahorro por si se moría un ternero, o acontecía una desgracia aún peor, como una enfermedad en la familia, para poder pagar los medicamentos y al médico. En aquel entonces acudir al hospital de la provincia era encaminarse a una muerte segura: ese era el sentir generalizado, no sé si con fundamento o sin él.

Nadie se moría de hambre, pero tampoco nadie disponía de nada superfluo, y muchas personas tampoco de bienes que hoy consideraríamos imprescindibles. A mí me hubiese gustado haber comido más chocolate, más queso manchego, más sardinas, más plátanos, más solana, más oreja y rabo de cerdo o más pollo, pero muchas veces mi merienda era pan con un poco de azúcar, y a menudo los alimentos se freían con manteca de cerdo, sustituto barato del aceite de oliva; mi padre solo me compraba plátanos durante la época de los exámenes porque me veía tan delgado, cansado y anoréxico que seguramente estaba temeroso de que no sobreviviese.

Por eso los más emprendedores e inquietos, no resignados a una vida tan precaria, sobre todo en familias en las que convivían varios hermanos sin que la ración familiar fuese mayor, emigraron, aunque no siempre para encontrarse con una vida mejor, sino más dura y compleja, en la que se iba lo comido por lo servido. Al menos en mi aldea, nadie retornó jactándose de sus riquezas ni con actitud ostentosa o prepotente.

Los impuestos eran nimios, pero prácticamente todo lo que ganaban era para pagar la seguridad social, la cuota agraria, una cuota realmente baja, pero acorde también con la exigua pensión que recibían por la jubilación. Algunos, tal vez mejor informados, optaban por no pagarla, o hacerlo solo uno de los dos miembros del matrimonio. Otros se hacían pasar por enfermos y tras reiteradas visitas a médicos y abogados, jamones a intermediarios, conseguían una pensión de invalidez, generalmente los más privilegiados y sanos, aunque más influyentes y mejor asesorados.

 

Eso acababa generando envidias y rencillas, por la sensación de injusticia, porque los que no pagaron acabaron cobrando una pensión no contributiva casi de la misma cuantía que la de aquellos que cumplían con la legislación vigente. Algunos vecinos, con información privilegiada, se dieron de baja en la cuota láctea justamente dos meses antes del cese obligado de la actividad lechera, por lo que fueron indemnizados. Mis padres siempre se lamentaban porque nunca «les había tocado la lotería» en alguno de esos asuntos administrativos.

Aprendí desde entonces a procurar no mirar la fortuna de los demás, sino a actuar con honestidad de conciencia en las tareas de mi vida. He sido un afortunado toda mi vida porque me tocó pagar siempre y no precisé apenas nada de las instituciones públicas desde que concluí mis estudios universitarios. Es sorprendente cuánta sucia política podía existir en una pequeña aldea de veinte vecinos, pero con la mirada de un niño, todo eso me resultaba ajeno e incomprensible.

Curiosee usted el cuadro de Brueghel el Viejo, del siglo XVI (discúlpeme, querido lector, si existe alguno comparable de algún pintor gallego, aunque sea menos conocido). Imagínese un paisaje más montañoso y boscoso, pero lo demás seguía igual en mi aldea durante mi infancia, cuatrocientos años después. El jornalero y los vecinos que acudían a ayudar, la hoz o la guadaña, las gavillas colocadas de la misma forma para que cuando lloviese no se mojase la espiga, y la hora del descanso cuando mi abuela llevaba en una cesta la comida a los agricultores para que no perdiesen tiempo desplazándose a casa para comer. Solía haber algún árbol en medio de las fincas o en las lindes (un nogal, un cerezo, un manzano, un laurel, un avellano…) que tal vez se había plantado para dar sombra en verano. Si uno se remonta, no cuatrocientos años, sino otros cuatrocientos años más, probablemente todo hubiese sido similar.

Siglo tras siglo con las mismas costumbres.

Y todo se terminó de un plumazo durante mi generación.

Sin sosegadas transiciones.

La comitiva fúnebre

La comitiva fúnebre inicia su andadura. Don Luis Manuel, el sacerdote, dirige la operación, junto con don Alberto, el de la funeraria, que tenía que complementar su trabajo con el de taxista, pues con un solo oficio no cubría gastos. Más tarde incluso compró una ambulancia. Dado que ni abundaban los funerales, ni los enfermos graves, ni los clientes de taxi, pasaba a menudo días enteros viéndolas venir.

—Primero los estandartes —sentenció don Luis Manuel, el párroco, para quien el protocolo era lo primero—. Ahora el féretro, con cuidado…

El párroco, situado inmediatamente detrás del féretro, se colocó rápidamente el alba por encima de la sotana, una estola, que extiende ágilmente alrededor de su cuello, sujeta al alba con el cíngulo. A ambos lados se situaron el padre y el hermano del finado, seguidamente los familiares más íntimos, y más rezagados los vecinos de la aldea.

Doña Crucita caminaba tambaleándose detrás del féretro, acompañada por dos vecinas, que prácticamente le servían de muleta porque sin ayuda se caería, como cualquier madre que acaba de perder a su hijo. Su pañoleta negra solo dejaba ver parte de su rostro pálido, anémico, sus ojos hiperémicos y las lágrimas de su mejilla, fiel reflejo de La Dolorosa del retablo lateral derecho del templo parroquial. Apenas se dejaban ver algunos mechones de pelo canoso. Mantenía, como era la costumbre, sus manos cruzadas delante del regazo.

Una vez situado el féretro en el callejón, se rezó un responso dirigido por el sacerdote, una primera bendición y comenzó la procesión. Cuatro vecinos transportaron el féretro hasta la funeraria, que inició su marcha parsimoniosa hasta el templo parroquial, con toda la comitiva a pie siguiendo la misma.

—Avisa que toquen la campana —ordenó don Luis Manuel.

Y en menos de cinco minutos se comenzaron a escuchar los sones lentos, parsimoniosos de la campana de la ermita.

Escuché una vez más el latido lento y estremecedor de la muerte.

Súbitamente apareció Laura junto a mí. En el último segundo como siempre. Con la alegría y desparpajo de quien aquello le importaba un bledo y se prestaba a ello por no quebrantar la tradición. Con su porte esbelto, elegante, desenfadado, Laura me transmitió súbitamente su vitalidad y optimismo, y me hizo olvidar aquellas apesadumbradas horas en las que, ante la realidad tangible de la muerte, me sobrecoge el desasosiego de imaginar mi propia desaparición.

El protagonista dejó de ser Ratapón, y pasó a ser ella. En un instante desapareció mi tensión, mi angustia existencial, y se tornó en júbilo, en júbilo por la vida, por la belleza, por el amor, en contundente indiferencia ante la adversidad y el dolor.

Mi Casa

Nací en un viejo caserón de pizarra, de abombadas paredes y centenarias vigas de madera de roble que sujetaban la aparentemente endeble pero pesada estructura del tejado de pizarra. Había sido construido claramente en distintos periodos, pues la estructura permitía ver al menos cuatro módulos: los dos más antiguos alojaban en la parte superior las dos habitaciones de la vivienda, enormes, unidas entre sí por una puerta, sin pasillo alguno. En la parte inferior se ubicaba la cuadra con las vacas y los terneros. En un tercer módulo, más pequeño, estaba la cocina en la parte superior, y en la planta baja la cuadra del caballo.

Siempre me lavé colocado dentro de una jofaina, echándome agua con una pequeña jarra, e hice mis necesidades en un orinal, como los mayores. Por la mañana se vaciaba en el huerto la orina a través de la ventana de la habitación de mis padres. Afortunadamente en esa zona del huerto solo se plantaban coles, no contaminables con las deyecciones, y tal vez por ello no recuerdo haber sufrido de lombrices como casi todos los niños por aquel entonces, salvo en una ocasión en la que mi madre y mi abuela me obligaron a comer varios dientes de ajo crudos, al parecer remedio natural contra los áscaris. De pura chiripa porque nadie tenía la más remota idea de cómo uno enfermaba de lombrices, ni conocía las normas más elementales de higiene. Las lechugas y otras verduras que se comían crudas no estaban afortunadamente situadas en zona contaminable.

En el otro módulo, probablemente el más antiguo, estaba situada la vieja cocina con un fogón central, un trípode para colocar las ollas y las sartenes, la cadena colgada del techo, un escaño, el horno de cocer el pan, el aljibe, que construyó mi padre para aprovechar el agua de la lluvia tras intentar al parecer construir un pozo artesiano como el que poseían sus padres, pero esta vez sin éxito en el sondeo. Justo al lado de la cocina se situaba la cuadra de los cerdos, en el mismo nivel, pues en esa zona no había planta baja. La pared de la vieja cocina aún hoy sigue totalmente ennegrecida por el humo.

No existía aseo.

Mi padre iba a hacer sus necesidades en el huerto, nada más tomar el café, fuese verano o invierno, lloviese, ventase o nevase, en cuclillas, con los antebrazos situados por debajo del hueco poplíteo, agarrando ambas manos entre las piernas, limpiándose con hojas de col o de remolacha o unos matojos de hierba. Incluso después de construir el aseo, junto a la cocina, no renunció a su ecológica rutina.

No había modo de calentar adecuadamente aquellos recintos con paredes de piedra de un metro de espesor, y con múltiples fugas de calor por las puertas, las ventanas y el tejado. Casi siempre había algún cristal roto y para cuando se reparaba uno, se acababa rompiendo otro. Por mucho que me acercase al fogón de la cocina, la sensación más cotidiana de mi infancia era estar siempre aterido de frío. En aquella casa tan sombría el invierno parecía permanente.

De tanto intentar buscar el calor, cuando contaba con tan solo tres años me caí sobre una sartén con aceite hirviendo. Afortunadamente solo me quemé la pantorrilla derecha, en la que me ha quedado una considerable cicatriz.

Disponíamos de una bombilla por habitáculo, con una tenue luz de 15 V, pero que en horas punta, las de ordeñar y dar de comer al ganado por la noche, alumbraba menos que una vela. Los interruptores, cilíndricos, con el mando en la parte más distal, colgaban del cabecero de las camas o de la pared de la cocina. El cableado eléctrico era absolutamente precario, y el recubrimiento del cobre era entonces de tela, no de plástico, de modo que a menudo con las goteras se producían cortocircuitos y de milagro no se producían más incendios por la escasa potencia de la red eléctrica y por unos fusibles artesanales que había preparado mi padre con dos pequeños tornillos unidos con un fino alambre de cobre.

En mi infancia no llegué a conocer lo que era una lámpara de sobremesa y realizaba mis deberes casi a oscuras en la permanente penumbra de aquellos largos y fríos inviernos.

Encima de las habitaciones existía un pequeño desván, al que se accedía por una pequeña trampilla de madera, que yo levantaba cuidadosamente para que no se notase, y me permitía guardar los tebeos que compraba en Casa Ignacio en Taramundi con el dinero de mi abuela, cuando asistía a las clases de mecanografía. De este modo no se enteraban mis padres, que me tenían terminantemente prohibido malgastar el tiempo leyendo todo aquello que no me ilustrase, incluyendo las obras literarias.

Junto a la cocina se situaba el pequeño gallinero, un cobertizo ruinoso y una maltrecha pared, con una cancilla de madera que permitía acceder al recinto de la casa.

En el cobertizo se situaban en completo desorden los aperos de labranza: los carros de madera, la grada, los arados, las cestas, el yugo, los aparejos del caballo, los tridentes, los rastrillos, las hoces, las guadañas, el yunque, la muela de afilar y algunos otros que apenas recuerdo.

En el pajar, edificio de piedra construido por mi abuelo materno al poco tiempo de casarse, estaba la paja en la planta baja y la hierba seca en la planta alta. En esta planta, nada más entrar a la izquierda se situaba un gran armario de madera, en donde se guardaba el tocino y la manteca de cerdo. Un segundo cobertizo y un hórreo de estilo gallego o cabazo completaban los edificios de la vivienda.

En las casas de aldea, tradicionalmente el matrimonio recién casado había de compartir su vida con los padres de uno de los cónyuges. Mi casa no era una excepción, de modo que cuando mis padres se casaron, fue mi padre, procedente de una casa de varios hermanos, de una aldea cercana, el que vino a vivir a la casa de mi madre, con mi abuela, viuda, y con la criada.

Mi vivienda era de las más destartaladas del vecindario, con su fachada de pizarra abombada y totalmente carente de estética, produciendo sensación de abandono y dejadez. Las pequeñas ventanas, sin balcones y con los marcos parcialmente carcomidos, apenas permitían entrar la luz. Las tejas de pizarra, más viejas que Matusalén, rotas, reparadas cientos de veces y repletas de musgo, se aliaban con las goteras que aparecían en los lugares más insospechados de la casa cada nueva estación lluviosa.

Insisto en lo de ricos y pobres, porque durante mi infancia mis padres me recordaban cada día que nosotros éramos pobres, y esa situación era definitiva, inamovible, un inexorable destino, y me señalaban siempre las tres o cuatro familias ricas de la aldea. Pertenecer a una familia de esas con la vivienda pintada de blanco, de paredes esbeltas, de gran chimenea, y sobre todo con verja, con un espacio alrededor cerrado por un muro elevado, y un gran hórreo, sería para mí el culmen de la riqueza.

Yo pensaba que no me quedaba otra opción que ser siempre pobre, porque me parecía imposible trabajar a aquel ritmo y con aquella entrega, y nadie dudaba de que para «ser rico como ellos» no existía otro modo que trabajar de sol a sol, levantarse al amanecer, no descansar ni un minuto y no malgastar ni un céntimo. Que alguien tuviese un día una idea brillante, la pusiese en práctica y se hiciese de oro era entonces ciencia ficción; que tal vez la riqueza fuese trabajar algo menos y disfrutar mínimamente de los placeres de la vida, o de unos minutos de ocio a la semana era impensable, alta traición.

Mi familia fue de las últimas en abandonar el llar, junto con la de Modesto y la de Ratapón, los últimos en disponer de una cocina «nueva» y de una estufa de butano, así como los últimos en comprar una radio, algo que a mi padre le costó Dios y ayuda, y lo hizo seguramente por recomendación de don Primitivo, para que, una vez que habían decidido que debía prepararme para el bachiller, escuchase el castellano en algún otro contexto que no fuese la escuela, porque según él poseía algún talento para las matemáticas. ¿Acaso ignoraba que Laura me facilitaba cada mañana la solución del problema? Pero lo demás fatal, pues al parecer me limitaba a memorizar los textos, pero sin comprender el contenido, y no ponía bien una «b» ni una «v» (esto último porque no leía ni tenía posibilidades de hacerlo al menos a sabiendas de mi padre).

 

Creo que sobreviví gracias a que en aquel frío, tal vez aminorado por el calor de las tres o cuatro vacas y uno o dos terneros que moraban en el piso de abajo, viví una especie de letargo, con las actividades fisiológicas bajo mínimos, que me permitió también mi supervivencia sin apenas alimentos, salvo la leche de mi madre, mi único sustento hasta los tres años, de unos senos de mi madre que se me antojan escasos, bajita y menuda como es la pobrecilla, y además trabajando en el campo todo el día. «No sé cómo no llorabas de hambre en todo el día», me sigue diciendo a menudo. La verdad es que sobreviví a aquellos tiempos, hasta que era ya un poco mayor y mi abuela, mi madriña con la que dormí los primeros años, me daba leche caliente con achicoria sin que se enterasen mis padres, y probablemente no mucho más tarde en mi vida, unas sopitas de pan duro con vino caliente y azúcar, pues aunque el alcohol resecaba el cerebro de los niños, más lo resecaba aquel frío de mi vieja casa en donde algunas semanas al año no lucían ni siquiera una hora al día los rayos del sol.

Los guantes de Laura

«Tú y yo, está visto que somos líneas paralelas. A mí de pequeño me dijeron que dos líneas paralelas se hacen secantes ―es decir: se cruzan― en el infinito. Vamos a tener que armarnos de paciencia».

Roger Wolfe.

Muchas mañanas gélidas de invierno colgaban preciosos carámbanos acristalados del tejado, invitando a tocarlos, a acariciarlos. Mi padre arrancó uno con la mayor naturalidad y me lo depositó en mi mano endeble y delicada. La sensación de congelación al asirlo por primera vez, sin la advertencia previa de la temperatura, fue una más de tantas y tantas sorpresas de la infancia.

Hasta entonces ignoraba lo que era el hielo, y nunca había experimentado una sensación térmica parecida en mi cortita vida. Mis recuerdos de infancia están obsesivamente referidos al frío, a la gélida atmósfera de los largos inviernos, a mis pies doloridos, mis manos doloridas, mis orejas doloridas, mi nariz dolorida, a mis sabañones que me producían un prurito incoercible, hasta el punto de ocasionarme heridas por rascado.

Nunca encontré belleza alguna en mi físico, me pasé la vida con la resignada convicción de ser feo a rabiar, pero lo que más deploraba eran mis largas orejas, que además emergían casi perpendiculares a mi cabeza, orejas de soplillo, y encima me decían que era un poco corto de oído, como mi padre. En mi defensa he de decir que esto era falso, lo que realmente ocurría eran mis cortos periodos de distracción, o de atolondramiento, en el que absorto en mis ideas el mundo me resultaba indiferente.

Los únicos recuerdos agradables que relaciono con el frío son los de la nieve; el paisaje nevado, blanco inmaculado, luminoso, me parecía de tal belleza que no me importaba en absoluto sentir el frío, y no me resistía a recoger la nieve con mis manos desnudas. Junto con los vecinos, nos las arreglábamos para hacer un trineo casero, que no era sino una cruz con dos tablas; sobre la tabla longitudinal, más larga, nos sentábamos, y en la tabla transversal, colocábamos los pies y nos deslizábamos por las praderas en pendiente.

Las nevadas asustaban a don Primitivo y su Vespa, que nos dejaba sin colegio, ¡menuda alegría!

Caía la tarde acompañando el féretro de un vecino de nuestra edad, fallecido prematuramente por un capricho absurdo de la genética; los vapores húmedos que emanaban del río eran cada vez más fríos; nada más engañoso que la neblina que emana del agua, que hace pensar en emanaciones de un río caliente, de aguas termales… para que luego digan de los espejismos del desierto. Comenzó a lloviznar, esa agua menuda, o agua-nieve, que se te cala hasta los huesos sin que te enteres, o «lluvia de tontos» que la llaman en algunos lugares, porque te empapas sin enterarte. Así que abrí el paraguas y, con el pretexto de proteger a Laura, me acerqué a ella y la cogí por la cintura.

Ratapón con su flamante hígado trasplantado subía los domingos a su casa a cien por hora, con el ruido ensordecedor de su motocicleta. «¿Qué tal Ratapón, echaste un caliquete?», le preguntaban los vecinos al pasar como una exhalación saludando con una leve sonrisa.

Cuando Ratapón comenzó a cobrar su pensión no contributiva se iba a un conocido club de alterne a mitigar sus instintos. La vida, el impulso de la vida, de dar vida, el instinto de supervivencia de la especie es tan prodigioso que no repara ni en la enfermedad ni en la cercanía de la muerte, ni siquiera en los fármacos que a menudo producen impotencia; el instinto de la vida no evita a quienes no tienen el privilegio de compartirlo con una persona amada, y lo tienen que mitigar en soledad o a base de condón y de dinero generalmente al contado y libre de impuestos. Decían los vecinos que cuando volvía, bramaba el tubo de escape de su motocicleta.

¡Quién piensa en la muerte! Ahí viene Ratapón de echar un caliquete… .

Volví a percibir las mismas sensaciones de la infancia, por unos instantes volví a sentirme el niño aterido de frío de antaño, las orejas y los dedos de las manos y los pies doloridos, los sabañones…

—Oye, Laura, ¿tú no sentías frío a menudo?

—No, ya ves que en mi casa existe una enorme cocina de leña, con dos puertas abiertas a nuestras habitaciones, la cocina parecía un horno, lo que recuerdo son mis mejillas rojas, encendidas del calor.

—¿Ni sabañones?

—Tampoco recuerdo haber padecido sabañones. Solo un poco de frío en la escuela.

—Claro, tus preciosos y poblados cabellos cubrían tus orejitas y tu cuello; en cambio mi escaso pelo endeble, ralo, ni siquiera me protegía el occipucio. Llevabas unos guantes preciosos, de vivos colores, siempre tan limpios, tan impecables, haciendo juego con toda tu indumentaria. Yo creo que eras la única que se permitía llevar guantes, y por eso tenías unos dedos delgaditos, con las uñitas largas, limpias, y una piel impoluta. Por eso desvariaba y me comportaba de aquella forma tan tonta cuando jugabais con nosotros y sobre todo cuando me cogías por la muñeca en los recreos.

—No exageres, todas nuestras familias andaban a la par en recursos.

—No lo dudo, pero en la precariedad las pequeñas diferencias se tornan abismales. Tus padres tenían una preciosa casa de paredes blancas, con unas ventanas con el vidrio intacto, impecablemente limpios, con su marco y contraventanas que parecían siempre recién pintados, con una preciosa puerta artesanal a la entrada, de dos hojas, con una ventanita enrejada para vigilar a quien llamaba a la puerta. Una enorme chimenea humeando todo el invierno, con su tejadito rematado con pirámides de piedra en cada ángulo, un precioso recinto con jardín alrededor con el aljibe sobre el que nuestras madres se sentaban a parlotear.

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