El sueño de Gargantúa

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Entonces, ¿dónde quedó el sustento corporal del poder, que hemos mencionado?

En el último (e infinitamente múltiple) elemento, el talismán; o como lo conocemos hoy, la interminable (y aparentemente bien material y palpable) circulación de mercancías.

Ahora bien, si el mercado fue haciéndose con los dos cuerpos –uno de ellos físico, múltiple y mundano, como hemos dicho–, entonces el cuerpo «místico», el portador de toda su majestad cuasidivina, tendría que recoger esa cualidad necesaria de lo mágico, la invisibilidad. Pero esto plantea un problema. Por supuesto, de los dos cuerpos del rey, uno no sólo era material, sino orgánico y –en la medida de lo posible– pensante. Dicho en pocas palabras: había una persona, un hombre (las más de las veces) que tomaba decisiones (o las firmaba), decretaba, sancionaba, combatía y, en definitiva, encarnaba y hacía visible el poder –incluso cuando, more hegeliano, se limitara a «poner el punto sobre la i»[28].

¿Quién, o qué, ejercería esas funciones en el caso del mercado? Es más: si necesariamente sus dos cuerpos son inorgánicos y además, en rigor, ninguno piensa; y si son especialmente poco visibles (uno, por mágico, es invisible en términos absolutos, y el otro, por su multiplicidad, lo es en términos prácticos), ¿cómo pudo afianzar su poder entre una humanidad necesariamente dependiente de la visibilización de los signos del poder y su mística? O, dicho de otro modo, ¿puede gobernar el invisible?

DESINCORPORACIÓN E INVISIBILIZACIONES

En 1668, la construcción de la catedral de la Ciudad de México atravesaba un momento de crisis. Faltaba financiación por parte del cabildo y de las arcas reales, pero a la vez resultaba imperativo que la construcción no se demorara más tiempo. Se debía dinero por encargos no finalizados y el proyectista inicial había sido descartado. Mirando hacia atrás desde nuestra época de maletines, malas prácticas y tráficos de influencias, se vislumbran actitudes demasiado familiares. Para más inri, había surgido un espinoso debate sobre la situación y orientación del altar mayor. Para zanjar la disputa, tan arquitectónica como teológica, entre maestros de obras, autoridades y clero, se consultó al Consejo de Indias, a expertos a ambos lados del océano y, finalmente, a la reina regente y a dos de sus arquitectos de confianza. En la misiva regia al marqués de Mancera, la cuestión del altar mayor se zanjaba así:

Lo que también nos dicen las Sagradas Letras y los escritores profanos que dieron preceptos en esta materia a la posteridad fundados en arte y razón, y atendiendo al uso y comodidad de las iglesias catedrales de nuestros tiempos, nos parece ser debido a la mayor decencia del culto divino, que en los palacios de los príncipes no sea visto el Señor desde la puerta, pues se aumenta el respeto cuanto mayor es la diligencia en buscarle, ganando a grados, desde el atrio hasta el lugar de la adoración, el retiro del sancta sanctórum y cuanto más celan una y otra cortina, la deidad crece más la veneración y así estará más bien el altar mayor en el sitio señalado[29].

Cuanto más difícil ver «al Señor», mayor veneración se siente por él, y «el Señor» debe ser tan inaccesible como invisible. Posiblemente tanto el lector que haya reparado más en el contexto de la carta (la construcción de un templo), como aquel que haya dado más énfasis a la expresión «en los palacios de los príncipes», estén igualmente en lo cierto:

Más chocante en este pasaje es la fusión total del lenguaje de la divinidad y el del gobierno principesco. Cuando los autores del informe declaran que «el Señor» no debe ser visto desde la puerta, ¿a quién se refieren realmente, a Dios o al Príncipe? La respuesta es que no nos es posible saberlo, porque en este punto los dos lenguajes se han fusionado hasta tal punto que no existe distinción clara entre uno u otro: […] en un edicto de 1586, Felipe II ordenó que, cuando se le escribiera, se debía aludir a su persona sencillamente como «Señor» […] así, las referencias a «Dios Nuestro Señor» o el «Rey Nuestro Señor» se encuentran una y otra vez en la documentación[30].

En el arco temporal que acabamos de abarcar –casi un siglo– nos encontramos ya con un paso claro de los procesos de «desincorporación» que mencionábamos antes. El rey ahora es –y debe ser– inaccesible, o incluso, invisible[31]. Al margen de que este aspecto pueda o no ser histórica y geográficamente específico (los Austrias), se muestra como un momento más en una tendencia irregular pero sostenida. Y nos permite responder a esa pregunta; ¿puede tener poder el invisible?

En nuestros días, resulta curioso comprobar cómo el (pseudo) fenómeno visual de la invisibilización, tal y como ha sido representado en la cultura cinematográfica, ha sufrido ciertas transformaciones: es fácil recordar las viejas películas en las que, superando las limitaciones técnicas, se buscaba el detalle máximo, casi fisiológico, en el fantástico proceso mediante el cual el protagonista desaparecía. Como si el fenómeno mereciera una atención casi entomológica, veíamos desvanecerse poco a poco partes del cuerpo, o incluso capas de piel y músculos, o como en un listado mercantil, los diversos adminículos y capas de ropa y complementos que iban desapareciendo, hasta quedar unos zapatos, unas gafas, un arma.

Aunque no sea excesivamente relevante ahora, llama la atención el modo en que en la producción mediática reciente abunda un interés opuesto: el fenómeno mismo de la desaparición carece ya de interés y se resuelve en un instante (por contra, cuando se recupera el modo antiguo de representarlo al detalle, a los espectadores o críticos les resulta excesivo, superfluo o anacrónico): el interés está ahora en qué ocurre después, en la invisibilidad como fenómeno ético, o como un modo de explorar el mundo desde el punto de vista de lo invisible. Una vez más, tenemos un proceso histórico pendular; ese enfoque ético en realidad está reapareciendo, pues fue el modo predominante en el que se pensó el acceso a la invisibilidad en la antigüedad; ya sea en la Ilíada, en los Gyges de Heródoto o Platón, o en los milagros narrados en La leyenda dorada de Jacopo della Voragine o los Diálogos de Gregorio el Grande.

Volviendo al proceso subterráneo y paulatino de desaparición del cuerpo del rey, es interesante señalar que en los retratos de Felipe II vemos indicios –como en aquellas películas– del proceso de invisibilización, como si ocurriera ante nuestros ojos. En un primer momento, sin menoscabo de su poder político efectivo (pues el rey «ve todos los hechos nuevos, y lo sabe todo» desde su nuevo Templo de Salomón –El Escorial–), los residuos de la presencia del otro cuerpo del rey van desapareciendo:

Frente a la acumulación de símbolos de objetos y de ricas joyas que nos muestran tantos retratos de Isabel I en la corte inglesa, el fetichismo de los objetos se hace menos patente en los retratos españoles, así como tampoco son patentes los símbolos materiales –«regalia»– de la misma. Al no existir en realidad símbolos de la monarquía, ni solemnes ceremonias de coronación, como sucedía en Francia o Inglaterra, el rey de España se oculta, se encierra sobre sí mismo, parece rechazar una excesiva publicidad de los símbolos de su poder que harían de este algo obvio y fácilmente comprensible. En la mentalidad de la corona española, una excesiva insistencia en los símbolos del poder haría perder esa idea de majestad oculta y encerrada[32].

Y con ellos, también empieza a desaparecer el cuerpo físico. Hay razones bien materiales; fue el mismo carácter global del poder absbúrgico el que impuso la «presencia delegada» del monarca, que no obstante nunca abandonaba a sus súbditos, pues «no dejaba de estar pediente de su administración y gobierno, superando la delegación virreinal pura con una forma de tutela». El rey estaba frente a sus súbditos, «cercano, pese a la lejanía geográfica»[33]. Esto, que ahora puede parecer banal, en aquella época «resultaba ser un drama», ya que anteriormente «las visitas reales a ciudades, pueblos, sedes eclesiásticas, palacios y villas aristocráticas […] [proporcionaban] el contacto directo con los súbditos, entendiendo que la familiaridad era el sostén de su autoridad»[34].

Pero el poder comenzaba a transitar por otros medios, en dimensiones que transformaban incluso el sentido que tenía la Corte. Trasladada a Madrid, esta comenzaba a ser, más que el lugar físico –y en desplazamiento continuo– que ocupaban en sincronía los dos cuerpos del rey,

una inversión de presencias: del rey al territorio y del territorio al rey. La corte era un espacio político que emulaba la presencia viva del soberano entre sus súbditos, como si estuviese entre los naturales de cada lugar. No importaba lo lejos que estuviesen las provincias porque estas estaban en la corte[35].

Los virreyes, por contra, «gozaban» de una extrema visibilidad: al fin y al cabo «eran una imagen de una realidad superior e invisible; el Rey». Una invisibilidad que, aunque se considere prácticamente «un axioma»[36] de la monarquía española, todavía no era total, como se ha señalado respecto a Felipe III o Felipe IV. Pero en todo caso iba ligada a otros aspectos igualmente interesantes, pues si su poder compartía la invisibilidad divina, como ella era igualmente misterioso e inexplicable, y de ella recibía esa otra cualidad invisible, la autoridad[37].

 

Su invisibilidad, por cierto, como se ha señalado en numerosas ocasiones, daba más poder aún a la figura del valido y a la del «favorito», como únicos receptores de la gracia real, es decir, como aquellos que, junto a un grupo igualmente selecto de cortesanos, podían verle en persona o incluso participar de los gabinetes (o Juntas de Noche) más privados, y por tanto, participar igualmente de las decisiones tomadas en la cúspide del poder (en cierto modo) global.

Así, según los escritos de la época, el Cielo y la Corte se equiparan hasta el punto de que validos, favoritos y demás ayudantes de Corte se identifican con los ángeles seráficos, y la jerarquía divina se refleja en la jerarquía del gobierno monárquico, al igual que ambos tienen su representación visual en el modo en que

el Sol alumbra a la Luna, mas él, de ningún otro Planeta es alumbrado […] assí tambien aquel bellíssimo y diuiníssimo Sol no criado, aquel potentíssimo Dios, por sí sólo apura con su bondad, alimpia y gasta todo lo imperfecto de la suprema hierarchía, alança lo tenebroso y escuro que tiene[38].

No sorprende que, siguiendo este símil, el propio Felipe II eligiera para su reinado toda una simbología dedicada a Apolo o Helios, como rey «solar», contraponiéndose así a la simbología «lunar» de Enrique II[39] (nótese que uno no puede observar directamente a un astro sin cegarse). Más adelante, sin embargo, en las lisonjas dirigidas a los virreyes de Felipe IV encontramos cómo es a estos a quienes se les compara con el Sol, en los mismos términos en los que se comparaban los efectos del astro sobre la luna y la tierra con la gracia del Espíritu Santo. El monarca, por su parte, retrocede, o asciende, y se sitúa incluso más allá de la luz solar[40].

Así, según va amaneciendo la modernidad, el rey como monarca de dos cuerpos ha desaparecido casi por completo; desmaterializado como punto de unión entre mística divina y corporalidad ungida, o entre persona divina y persona política, se sitúa ya en el plano de invisibilidad propio de lo divino, eclipsándolo brevemente antes de desaparecer.

Se trata –digámoslo al pasar– de una desaparición ya anunciada en varias formas: entre ellas, cabría mencionar que uno de los eventos históricos que marcan el comienzo del nacimiento de la banca moderna fue el distanciamiento, cautividad y ausencia de Luis IX de Francia tras la séptima cruzada: tras su captura en 1250 en Egipto logra su libertad previo pago de una suma astronómica para la época; tras ello, quedará atrapado en San Juan de Acre, «casi como un rey de provincias»[41], ya sólo unido a Francia por un delgado hilo de corresponsales que, para continuar financiando sus actividades allí, tendrán que ejercer poco a poco de delegados «comerciales» in absentia regis y establecer líneas de crédito con los grandes comerciantes de la época como el piacentino Giacomo Pinelli.

En todo caso, con la progresiva desaparición que se acelera en la primera modernidad, se dará un traspaso de poderes. Notablemente –aunque su inclusión en la corriente liberal resulte problemática– será Hobbes quien ejerza de escriba y consigne sobre el papel la transacción de un gobernante invisible a otro. Su labor notarial se plasmará en una obra que, curiosamente, en la historiografía ha pasado por ser la quintaesencia de la incipiente desacralización del poder monárquico, a saber: el Leviatán. Aquí el sustento último del nuevo pacto entre los hombres para gobernarse será nuevamente El invisible. Para dar mayor efectividad a la «fuerza de las palabras», los hombres necesitarán para su nuevo vínculo contractual de una pasión inscrita en su ser:

La pasión que debe tenerse más en cuenta es el miedo, el cual puede estar provocado por dos objetos generales: uno, el poder de espíritus invisibles; otro, el poder de aquellos hombres a quienes se teme ofender [pero] no hay nada que pueda reforzar un convenio de paz […] excepto el miedo a ese poder invisible a quien todos reverencian como Dios. […] Por consiguiente, lo único que puede hacerse entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es inducirse mutuamente a jurar en nombre de ese Dios al que cada uno teme[42].

Así, el contractualismo moderno da su primer paso confiándose a la invisibilidad del poder y a ella quedará ligada la estabilidad del cuerpo político: «los pactos y alianzas en virtud de los cuales las partes de este cuerpo político fueron en un principio hechas, juntadas y unidas, se asemejan a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la creación»[43].

Sin embargo, los designios de un poder invisible pueden hacer igualmente invisibles los términos del contrato: ¿quién puede interpretar la voluntad de quien no está presente? –quienes lo redactan–. Así, John Locke, uno de los autores de las Fundamental Constitutions of Carolina, podrá instituir un contrato social de suyo invisibilizador: puesto que los indios no tenían derecho a la tierra, ya que no habían «mezclado su trabajo» con ella en suficiente medida, Locke asignará a los colonos el único derecho válido de propiedad sobre la tierra, y por tanto, el único derecho efectivo de ciudadanía[44]. Y lo hará invisibilizando también la propia sociedad indígena, llevado tanto por las malas lecturas[45] como por el interés: en la economía iroquesa habría indicios suficientes como para defender el derecho de los iroqueses sobre sus tierras, en base a la propia teoría de la propiedad de Locke[46].

En todo caso, quedarán fuera del contrato, invisibles durante siglos, tanto los «amerindians», como los esclavos: «todo hombre libre de Carolina tendrá poder absoluto y autoridad sobre sus esclavos negros, sea cual sea su opinión o religión» (art. 110). ¿Es el poder de «ese espíritu invisible al que todos reverencian» quien sanciona esta exclusión criminal? Cristianos cuáqueros y puritanos disentirán en los siglos posteriores, pero solamente porque creerán que se está invocando a su espíritu invisible y reverenciado. Para los liberales, el nuevo monarca supremo e invisible sí avalaba ese contrato, y dedicarán todos sus esfuerzos a demostrarlo.

EL COLEGIO INVISIBLE

Será el padre de la econometría liberal, uno de los miembros del llamado Invisible College (el predecesor de la Royal Society) quien dé testimonio, en su propia obra, de esta descomposición del cuerpo político antiguo y las nuevas condiciones del cuerpo político moderno, o dicho de otro modo, su desgajamiento del cuerpo político doble de las monarquías europeas y su progresiva fusión en el cuerpo doble e invisible del mercado. Curiosamente, pues hablamos en este capítulo de cuerpos y de invisibilidades, se trata de alguien «corto de vista»[47], que fue ayudante en París del autor del De Corpore, Thomas Hobbes, para el que trabajó ayudándole con las ilustraciones y textos de sus trabajos sobre óptica…

Se trata de William Petty, que tras abandonar París encontró en aquel «círculo invisible» londinense de científicos y académicos, como Boyle, Wilkins, o Hartlib, el apoyo e incluso mecenazgo que necesitaba para asentar su carrera[48]. El círculo no sólo «le adoptó a él, sino también su residencia, celebrando sus reuniones en la casa que le daba alojamiento (la residencia y botica de un farmacéutico); lugar que les era conveniente, pues ahí podían inspeccionar los medicamentos y demás»[49]. Si en ese momento Petty necesitó el apoyo del «círculo invisible» fue porque su vida careció de la estabilidad y comodidad de otros académicos. Tampoco le ayudó su carácter peculiar, a ratos casi una caricatura del proverbial capitalista dickensiano (o quizás sea a la inversa), dispuesto siempre a arrancar unos peniques al prójimo y también poco dado a devolverlos.

Petty era impaciente con aquellos que no tenían su «don» (u obsesión) por la contabilidad minuciosa del día a día, ni habían podido llegar como él a una vida más acomodada («a los mendigos por azar o elección no les doy nada [por ello] estoy satisfecho de haber colocado a más de uno en el camino de ganarse un sustento»[50]). Y era, ya desde joven, despiadado con quienes cometieran el error de dejarse embaucar. Así, en uno de sus viajes en barco, antes de establecerse en Londres, se las arregló para vender joyas o sombreros de buena apariencia, pero poco valor a todo marinero incauto con el que se encontraba. Además, les sacaba unas monedas extra mediante trucos de cartas o demostraciones mnemotécnicas. Su galopante miopía tampoco lo hacía especialmente útil a bordo. No sorprenderá al lector de su correspondencia, aunque curiosamente sí al propio Petty, que llegara un punto en que «la envidia de la tripulación contra mí» llegara a límites insoportables. Esa animadversión, deducía el joven Petty, no vendría de su actitud soberbia y sus estafas de trilero, sino «por saber utilizar mejor la brújula […] y haber leído mejor que ellos El calendario del marinero». Como es de esperar, tras diez meses en el mar, Petty logró irritar a los marineros hasta tal punto que lo dejaron abandonado en la costa normanda, con la pierna rota[51].

En su Anatomía de Irlanda (aprox. 1672, publicada en 1691), Petty afirma que este pueblo tiene las condiciones necesarias para ser objeto de estudio de su nueva aritmética política: al fin y al cabo, se trata de un «cuerpo joven», que conoce desde su gestación. La «visibilidad» de los movimientos mercantiles de una sociedad es un factor relevante para su estudio: para empezar, debe estar bien delimitada; tener una cierta unidad política. Pero esa unidad política ya no pasa, al menos a nivel analítico, por la corona. En segundo lugar, facilitará su estudio si se trata de economías «escasamente pobladas» [thin-peopled]. El irlandés es un «cuerpo animal» óptimo para el estudio, pues

al igual que los estudiantes de medicina practican sus investigaciones sobre animales comunes y baratos, y con cuyas acciones están mejor familiarizados, y donde hay menos confusión y mezcla de las partes, he elegido Irlanda como tal animal político, que tiene escasos veinte años; donde la intriga de Estado no es muy complicada, y con la que he estado en contacto desde que fuera un embrión […] sir Francis Bacon […] hizo un juicioso paralelismo, en muchos detalles, entre el cuerpo natural, y el cuerpo político, y entre las artes destinadas a preservar ambos con salud y fortaleza: y es igualmente razonable que, del mismo modo que la anatomía es la mejor base para uno, también lo sea para el otro[52].

En esta obra fundacional, Petty no sólo es pionero en la aplicación sistemática de métodos de contabilidad y estadística a la economía, sino que lo hace, como decíamos, desde una concepción nueva del cuerpo político, porque su examen forense ya no se aplica al Estado concebido a la antigua usanza (desde la totalidad de su unidad «corporal»), «sino más bien a problemas individuales fiscales, empresariales y de políticas económicas dentro de un Estado»[53]. Por lo demás, si el bisturí puede penetrar en el cuerpo analizado es porque hay menos «confusión entre las partes» y en principio pueden percibirse e identificarse por separado las funciones de cada una de ellas, entre las cuales está el dinero:

Pues el dinero no es sino la grasa del cuerpo político, cuyo exceso a menudo lastra su agilidad, y su escasez lo enferma. Ciertamente, pues si la grasa lubrica el movimiento de los músculos, lo surte de provisiones cuando son necesarias, llena las cavidades desiguales, y embellece el cuerpo, del mismo modo el dinero en el Estado acelera su acción, lo alimenta desde el exterior en tiempos de escasez doméstica, iguala las cuentas en virtud de su divisibilidad, y embellece el todo, aunque más especialmente a quienes lo tienen en gran cantidad[54].

 

Obviemos ese último arranque de sinceridad (o cinismo), de esos que a menudo Marx destacaba en los pocos economistas clásicos que criticaba sin dejar de señalar su inteligencia. Lo cierto es que en esa divisibilidad del cuerpo político, y en la capacidad para escudriñar en aquello que se esconde bajo su superficie, Petty parece ver un espacio nuevo para analizar los movimientos económicos en una estructura cuyas partes se perciben ahora en su autonomía y por tanto pueden ser mejor analizadas y controladas. Sin embargo, la empresa no está tan clara como anuncia el prefacio pues a fin de cuentas el objeto de estudio no es totalmente transparente. En su Aritmética Política Petty dejó clara su intención:

Expresarme en términos de Número, Peso, o Medida; utilizar sólo argumentos racionales [of Sense], y considerar sólo las causas que tienen su fundamento visible en la Naturaleza; dejando para la consideración de otros aquellas que dependen de las mutables opiniones, mentes, apetitos y pasiones de los hombres particulares, y en realidad considerándome incapaz de hablar satisfactoriamente sobre la base (si puede llamarse base) a partir de la cual se predice el resultado de una tirada de dados, jugar bien al tennis, al billar, o a los bolos (sin mucha práctica)[55].

Por un lado, son más fácilmente analizables, como decíamos antes, las economías «escasamente pobladas». Pero, dirá Petty en Another Essay in Political Arithmetick (de 1682), las áreas thick-peopled (densamente pobladas, como Holanda) son mejores que las «escasamente pobladas» (como Francia, o Irlanda). De un modo relativamente opuesto a lo que escribiría Malthus, Petty y sus seguidores consideraron que el aumento de la población redundaba en mayor prosperidad potencial.

Pero –y esta es la tarea ciclópea que ocupará sus días– a mayor población y densidad, mayores son las dificultades técnicas para el cómputo[56]. Hay titubeos: en el índice de su libro sobre Irlanda se distingue entre las partes «aparentes e internas» del gobierno del país, mientras que en las páginas correspondientes desaparece esta distinción, y se queda en un recuento superficial de los estamentos y elites irlandesas. La frustración por la magnitud de la tarea aparecerá en otros textos, en parte por la labor necesariamente pionera que emprende, pero también porque, concede Petty, hay una cierta imposibilidad en juego:

Contra todo esto se objetará que estos cómputos son muy difíciles, si no imposibles; a lo que sólo responderé esto; que sí lo son, especialmente si nadie ocupa sus manos o cabezas en hacerlos, o confiere autoridad en lugar de dar autoridad para ello; con todo ello, creo que hasta que pueda hacerse, el comercio será un trabajo demasiado conjetural como para que cualquier hombre emplee en ello su pensamiento; pues será la misma sabiduría necesaria para ganar a los dados, considerar durante mucho tiempo cómo agarrarlos, cómo agitarlos, y cómo de enérgicamente arrojarlos, en qué ángulos deben golpear el lado de la tabla[57].

Lo más interesante de esta (momentánea) frustración de William Petty, es que finalmente la transformará en el lema mismo del liberalismo naciente: Vadere sicut vult («déjense a las cosas discurrir como quieren», o como se dirá con otra expresión más famosa: laissez faire). Pues en su propia imagen forense de la tarea del economista liberal, Petty acaba concediendo una contradicción interesante. Si su labor es la de escudriñar con su escalpelo científico en la anatomía del cuerpo político,

debemos considerar en general, que tal y como los médicos más sabios no alteran [tamper: «toquetean», intervienen] excesivamente el cuerpo de sus pacientes, y más bien observan y se adecúan a los movimientos de la naturaleza en lugar de contradecirlos con exageradas administraciones propias, en la política y la economía debe hacerse igual[58].

Su propia tarea de investigación anatómica entra en conflicto con la salud del cuerpo del paciente: no pueden verse todos los detalles de las partes del cuerpo y mucho menos manipularlas. Así, en este último párrafo tenemos tanto el primer uso en inglés del término «economía» (oeconomicks) como una de las primeras contradicciones que acompañarán al liberalismo en su desarrollo: la intervención puede ser perjudicial, pero la misma economía política es desde su comienzo intervencionista[59]. No porque pueda ser de otro modo, sino porque constitutivamente está destinada a «toquetear» las partes del cuerpo político, independientemente de si se trata de investigar o de legislar. Al fin y al cabo, incluso la propia labor estadística, las tablas y datos de los que se sirve Petty, es generada por toda una estructura política que produce y extrae esos mismos datos, y que está bien lejos de ser una utopía del libre mercado. La contabilidad gubernamental (y de la corona) era tanto un terreno escabroso y lleno de lagunas como el único lugar desde el cual se podían extraer las cifras necesarias para el análisis: la contabilidad pública, para los nuevos «aritméticos políticos» era una actividad partidista –un «estilo de lobbying parla­mentario»[60]– y por tanto producía efectos políticos, lo que la hacía «frustrante» y «llena de incertidumbres».

Dado que la enloquecida búsqueda de coherencia ultraliberal no aparecerá hasta varios siglos después, el propio William Petty acepta tácitamente esta contradicción, cuando pide que, si la pobreza generalizada y la posibilidad de desestabilización del país lo exigen, se emplee a los «supernumerarios» (desempleados) incluso «en la construcción de una inútil pirámide en la llanura de Salisbury»[61]; es más, afirma Petty, este gasto, esta intervención en toda regla, incrementará los ingresos de panaderos, cerveceros, sastres, zapateros, etcétera[62].

«Déjense a las cosas discurrir»… mientras convenga. Laissez faire, ou laissez passer aux keynésiens. Porque Petty tampoco es un socialista de mercado; estamos en 1667, y respecto a las masas trabajadoras,

La ley sólo debería conceder al obrero lo estrictamente necesario para vivir; si se le concede el doble no rendirá más que la mitad del trabajo de que es capaz[63].

Y es que Petty hacía honor a su pertenencia al Colegio invisible; sus colegas de la Royal Society, al fin y al cabo, tenían claro cómo debía establecerse el reparto de «lo necesario para vivir». Para Boyle, Chamberlayne y el propio Petty, la «pereza» y actitud desafiante de las clases bajas hacia la nobleza, la burguesía y el clero se debía a un «exceso de paz y prosperidad». La Royal Society, mediante la difusión de «las ciencias» –siguiendo preceptos baconianos y en un sentido amplio que incluía la naciente economía política y las llamadas industrias del comercio– contribuiría a la «obediencia» de estas clases mediante algo así como un «encanto de Orfeo»[64], seduciendo musicalmente y empujando a todas las personas hacia la industriosa persecución de ganancias, y con ellas el reparto en «justa proporción» de la riqueza y la prosperidad. Y como le ocurre a Orfeo, cabría añadir, para Petty y sus compañeros esas clases debían permanecer fuera de su vista para llevar a cabo su utópica fuga del inframundo.

Las líneas básicas liberalismo clásico, por tanto, quedaban pergeñadas por Petty y sus colegas a mediados del siglo XVII, con todas sus aristas:

¿Por qué no se debería castigar a los ladrones insolventes con la esclavitud en vez de con la muerte?

[…] El acceso de los negros a las plantaciones americanas (siendo hombres con gran capacidad de trabajo y poco gasto) no es algo que no haya que tener en cuenta[65].

Aun así, si no olvidamos que nos encontramos con uno de los padres del laissez faire, entonces nos veremos obligados a reconocer aquí lo que, si no es una contradicción, entonces debe ser un claro elemento utópico liberal. Porque, dice Petty,

después de determinar el número de individuos necesarios para realizar el trabajo industrial […] los demás pueden, sin quebranto para la colectividad, dedicarse a las artes y al cultivo del placer y la belleza[66].

Pero suponemos que, por lo expuesto anteriormente, todos aquellos que no son «los demás», dada su «pereza» e «insolvencia» congénitas, deberán realizar ese trabajo, si no en condiciones de esclavitud, por lo menos bajo una presión considerable. Y, en todo caso, al margen del desdén de Petty hacia esos trabajadores de los que hay que lograr la obediencia y la sumisión al trabajo, ¿cómo conseguir esa última utopía artística y lúdica sin una transformación radical de la economía? En otros pasajes, aparte del citado sobre «las pirámides», Petty sugiere otro tipo de empleos más o menos forzosos, desde la construcción de carreteras hasta el trabajo en las minas (se entiende: para acabar con el creciente desempleo; pues la esclavitud es la solución a otros problemas). En todo caso, ¿cómo hacerlo sin toda una maquinaria estatal exclusivamente dedicada a tal menester, impermeable además a las demandas y quejas de las familias y corporaciones de esos ramos de la economía?

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