El sueño de Gargantúa

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[27] Muy especialmente en su texto Homo ante et post Lapsum, en John Locke, Political Essays, ed. de Mark Goldie, Cambridge, Cambridge University Press, 1997. Las siguientes citas son de ese texto (recientemente recuperado).

[28] Cfr. la discusión que Dumont hace de estos elementos, también a partir de la lectura de Macpherson, en Homo equalis, trad. de Juan Aranzadi, Madrid, Taurus, 1982, pp. 76-78.

[29] John Locke, Two treatises on Government, Libro II, capítulo V (§. 26) de la edición de R. Butler, Londres, 1821.

[30] «La hierba que mi caballo ha comido, el césped que mi sirviente ha cortado, y el mineral que he extraído […] se convierten en mi propiedad sin la asignación o consentimiento de nadie», J. Locke, The Second Treatise of Government, cit. en R. L. Heilbroner, Naturaleza y lógica del capitalismo, trad. de R. Cusminsky, Mexico, Siglo XXI de México, 1985, pp. 60-61.

[31] Ibid., §. 32.

[32] Esta cita y la anterior, en B. Smerecki, Jacques-Desiré Laval, París, Publibook, 2003, p. 44 y ss.

[33] D. Theillier, «Bon anniversaire de Boisguilbert! Aux origines du libéralisme français», en Contrepoint.fr.

[34] Factum de la France, contre les demandeurs en délai pour l’exécution du projet traité dans le ‘Détail de la France’, ou le Nouvel ambassadeur arrivé du pays du peuple. Réflexions sur l’état de la France. Mémoire pour faire voir qu’on ne peut éviter la famine en France de temps en temps qu’en permettant l’enlèvement des blés hors du royaume, hors le temps de cherté… (1705). El término «obra» es el más adecuado. Más adelante se publicarían de manera separada, pero sus textos (y los títulos) provienen de los primeros volúmenes publicados, que incluyen por igual cartas, peticiones, rogatorias, proposiciones de leyes, etcétera. De ahí (en parte) la prolijidad de los títulos.

[35] Citado en G. Faccarello, The economics of Pierre de Boisguilbert, Londres, Routledge, 1999, p. 3

[36] Ibid., p. 36.

[37] Ibid., pp. 52-54.

[38] D. Theillier, art. cit.

[39] G. Faccarello, The economics of Pierre de Boisguilbert, cit., p. 11.

[40] Ibid.

[41] Ibid., p. 14.

[42] Ibid., pp. 64-66.

[43] P. Le Pesant de Boisguilbert, Dissertation de la nature des richesses, de l’argent et des tributs, où l’on découvre la fausse idée qui règne dans le monde à l’égard de ces trois articles, 1707, citado en G. Faccarello, op. cit., p. 66.

[44] Ibid. (1707), cit. en G. Faccarello, op. cit., p. 67.

[45] Ibid.

[46] Ibid., p. 101.

[47] Ibid., p. 40.

[48] Ibid., pp. 40 y 42. Por razones de espacio hay que omitir los «argumentos» y el contexto que darían sentido económico (o lógico) a esta deseada «autonomía» de las finanzas reales. Juega un papel en ellos, en todo caso, la crítica de Boisguilbert al papel económico «distorsionador» de la Iglesia católica. Una vez más Boisguilbert está con un pie en el catolicismo, y con otro en la teología «remonstrante» (op. cit., p. 44), con uno en Filmer y otro en Locke; con un pie en la economía del absolutismo, y el otro en el liberalismo utópico.

[49] N. L. P. Boisguilbert, Dissertation sur la nature des richesses, de l’argent et des tributs, où l’on découvre la fausse idée qui règne dans le monde à l’égard de ces trois articles (1707), edición de Eugène Daire, París, Guillaumin, 1843, p. 409.

[50] Carta de Boisguilbert al Controlador General del Reino, 20 de julio de 1704, cit. en G. Faccarello, p. 28.

[51] Ibid., p. 17.

[52] K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, ed. de P. Scaron, México, Siglo XXI, 2005, pp. 188-189.

[53] T. R. Malthus, The Unpublished Papers in the Collection of Kanto Gakuen University, Vol. II, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, p. 27.

[54] Cfr. R. J. Mayhew, The Life and Legacies of an Untimely Prophet, Cambridge, Mass., Harvard University-Belknap Press, pp. 49-52.

[55] T. R. Malthus, The Unpublished Papers in the Collection of Kanto Gakuen University, Vol. II, cit., p. 49.

[56] Thomas Robert Malthus, An Essay on the Principle of Population, Londres, J. Johnston in St. Paul’s Church-Yard, 1798, p. 60.

[57] R. J. Mayhew, The Life and Legacies of an Untimely Prophet, cit., pp. 71-72.

[58] T. R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, cit., pp. 24-38 y 46-47, cit. en Boer y Petterson, Idols of nations, cit., p. 153.

[59] Ibid., pp. 113-114.

[60] Ibid., p. 116.

[61] T. R. Malthus, Ensayo sobre el principio de la población, ed. de J. M. Noguera, J. Miquel, Madrid, 1846, p. 122.

[62] T. R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, cit., pp. 24–38 y 46–47, cit. en Boer y Petterson, Idols of nations, cit., pp. 92 y 62. Y cfr. Idols of nations, op. cit., pp. 161-163, y n. 84 y 85, p. 162.

[63] T. R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, cit., ibid., p. 91.

[64] T. R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, cit., ibid., pp. 64-65, y un argumento similar, en respuesta a Godwin, en p. 91.

[65] «Animal rights-backer to sell meat in new arena», Asociated Press, Houston, 27 de agosto de 2002.

[66] Pero no del todo improcedente geográficamente. Aunque Thoreau se asocie a Massachusetts, a Texas no le es ajeno el revival de sus ideas. El Houston Chronicle reseñaba en 2014 la gira de The Minimalists por Austin, Houston y otras ciudades tejanas. Se trata de un colectivo (formado por dos jóvenes ¿ex? millonarios) dedicado a la promoción de las ideas de Thoreau y el estilo de vida simple, no basado en la riqueza material (si exceptuamos sus libros y material promocional). Está claro que no hicieron gira por Detroit o Flint.

[67] «Houston Rockets and Toyota Center receive LEED Silver Certification», en http://www.thisdishisvegetarian.com/2010/06/0510houston-rockets-and-toyota-center.html.

[68] Joey Haverford, «Charles Barkley Puts James Harden on Blast For Selfish Playing Style» (abril de 2016), en bigplay.com.

[69] Carl L., Becker, The Heavenly City of the Eighteenth-Century Philosophers, New Haven & Londres, Yale University Press, 2003, pp. 122 y 123.

[70] Incluso en el famoso Índice del Opus Dei se afirma que «está muy bien escrito» […] pese a ser ateo y «tibio con el comunismo». Entre sus críticos más notorios, el historiador Peter Gay prácticamente dedicó una obra entera en dos volúmenes, The Enlightenment: An Interpretation, a la refutación del influyente librito de Becker.

[71] Carl L. Becker, The Heavenly City of the Eighteenth-Century Philosophers, cit., p. 68 y 71 y ss. A partir de aquí citaré las páginas entre paréntesis.

[72] Carl L. Becker, op. cit., pp. 123 y 125.

[73] A. Smith, La riqueza de las naciones, trad. de C. Rodríguez Braun, Madrid, Alianza, 1994, p. 182.

[74] A. Smith, The Theory of Moral Sentiments, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 359.

 

[75] A. Smith, «Lectures on Astronomy», en Essays on Philosophical Subjects, Oxford, Oxford University Press, 1980, p. 49.

[76] Este pasaje es especialmente valioso porque reúne una de las pocas referencias literales a la «mano invisible», junto a la Providencia divina: A. Smith, The Theory of Moral Sentiments, cit., pp. 215-216.

[77] A. Smith, The Theory of Moral Sentiments, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 193.

[78] Cfr. Lisa Hill, «The hidden theology of Adam Smith», The European Journal of the History of Economic Thought, Taylor & Francis, 8:1 (primavera de 2001), pp. 1-29.

[79] P. Harrison, «Adam Smith and the history of the Invisible Hand», Journal of the History of Ideas 72, pp. 29-49, 2011, p. 31, cit. en P. Ball, Invisible: the dangerous allure of the unseen, Chicago, University of Chicago Press, 2015, p. 29, a excepción de la última acotación («lo pretendiera…»), que es de Philip Ball.

[80] Ibid., Hill añade, basándose en la Teoría de los sentimientos morales entre otros textos, que Smith defiende una particular forma de «selección económico-darwiniana» entre los diferentes credos particulares, apuntando a una suerte de futura religión depurada, fruto de la «competición» entre ellos.

[81] A. Smith, The Theory of Moral Sentiments, Clarendon Press, Oxford, 1976, pp. 116-117, 128-130, 165. Cit. en Lisa Hill, op. cit.

[82] L. Hill, op. cit.

[83] A. Smith, The Theory of Moral Sentiments (2002), cit., p. 102.

[84] La lista continúa, con las numerosas citas correspondientes, en Lisa Hill, «The hidden theology of Adam Smith», The European Journal of the History of Economic Thought, Taylor & Francis, 8:1 (primavera de 2001), pp. 1-29.

[85] W. McNemar, The Kentucky Revival, Cincinnati, J. W. Browne, 1807, p. 20. Citado en C. Lehmann, The Money Cult, cit.

[86] Todos los detalles de esta lenta fragmentación están descritos en C. Lehmann, The Money Cult, cit.

[87] Jon Butler, Awash in a Sea of Faith: Christianizing the American Peo­ple, Belknap, Harvard University Press, 1990, p. 70, citado en C. Lehmann, cit.

[88] John L. Brooke, The Refiner’s Fire: The Making of Mormon Cosmology, 1644-1844, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, pp. 106-107. Esa necesidad de comprensión teológica, señala Lehmann en The Money Cult, continúa hoy en día entre las filas del Tea Party, con su «culto al (patrón-)oro».

[89] Cit. en F. Lambert, Pedlar in Divinity: George Whitefield and the Trans­atlantic Revivals, 1737-1770, Nueva Jersey, Princeton University Press, 2003, p. 48.

[90] F. Lambert, Pedlar in Divinity, ibid.

[91] Ibid., p. 49.

[92] F. Lambert, Pedlar in Divinity, cit., p. 50. Según aclara Lehmann (op. cit., p. 193), la palabra, «day-book», es equivalente al significado actual de «libro de contabilidad», y no «diario» o «bitácora».

[93] James P. Byrd, Sacred Scripture, Sacred War: The Bible and the American Revolution, Nueva York, Oxford University Press, 2013, p. 17, cit. en C. Lehmann, The Money Cult, cit.

[94] Charles Grandison Finney, The Original Memoirs of Charles G. Finney, Grand Rapids, Zondervan, 1986, p. 9, cit. en C. Lehmann, The Money Cult, cit.

[95] J. L. Brooke, The Refiner’s Fire: The Making of Mormon Cosmology, 1644–1844, cit., p. 31.

[96] Russell Conwell, Acres of Diamonds, Nueva York, Harper Brothers, 1915, pp. 11-12, cit. en C. Lehmann.

[97] «The Urban Poor You Haven’t Noticed: Millennials Who’re Bro­ke, Hungry, But On Trend», en BuzzFeed, 5 de mayo de 2016 (un «príncipe ladrón» en la literatura sánscrita podría ser Apaharvarman, uno de los diez protagonistas de Dashakumaracharita, redactado entre los siglos VI y VIII a. C.).

CAPÍTULO II

El cuerpo y el nuevo reino del monarca invisible

LA CIRCULACIÓN DE ENERGÍAS MÍSTICAS

Durante la Guerra de los Treinta años, el rey Gustavo Adolfo II de Suecia mostró más de una vez su pericia como comandante y la habilidad de su ejército en combate. Al igual que ocurre con todo monarca, abundan los retratos que harían sonrojar hasta al cortesano más descarado, incluso siglos después de su muerte. Pero, en todo caso, en ellos hay escenas de un tono que hoy se nos antoja tan kitsch, que es difícil resistirse a citarlas:

La reina estalló en sollozos. Él la sostuvo entre sus brazos, diciendo, «¡Anímate! Acaso nos veremos otra vez, y si no es en esta vida, tarde o temprano cruzaremos nuestras miradas en los salones celestiales de la dicha eterna».

Y entonces, tras retenerla contra su pecho en silencio –sin duda mientras rezaban–, brincó sobre su caballo, cabalgó hasta el frente de su ejército, y allí se mantuvo hasta que alcanzó Naumburg[1].

El carácter del monarca (o más bien su imagen idealizada) parece haber sido de una cierta tozudez. Guiado siempre por elevados objetivos espirituales, la leyenda lo describe como un gran guerrero, infatigable hasta el punto de la temeridad:

Su imprudencia ante el peligro preocupaba a sus amigos, que enviaron a Oxenstierna para pedirle que no se jugara una vez más la vida en batalla. Gustavo respondió:

«Hasta ahora ningún rey ha perdido la vida por un proyectil, es más: el soldado sigue el ejemplo de su líder, y un general que se arruga ante el peligro nunca se colmará de gloria. César siempre estaba en la primera fila, y Alejandro derramó su sangre en cada campo de batalla»[2].

De hecho, el rey sueco resultó herido numerosas veces en combate y en más de una ocasión él y sus tropas sufrieron las inclemencias del tiempo y las enfermedades, habituales en expediciones de este tipo:

Su fortaleza física era enorme. Una vez, en la campaña de Rusia, cuando su médico le ordenó guardar cama por la fiebre, prefirió practicar esgrima con uno de sus oficiales. Esto le causó tal sudoración que su enfermedad sanó[3].

En estos y muchos otros relatos sobre la vida de Gustavo Adolfo II (o de su padre) abundan estos tics, esta tendencia a destacar un sobrehumano desprecio al dolor, una indiferencia física hacia la enfermedad y las penurias de la guerra. Y aunque el tono se atenúe con el tiempo, estas estampas son de una biografía relativamente reciente; imaginemos los relatos de la época. Aun así, se trata, no lo olvidemos, del siglo XVII; no estamos ni siquiera en la Europa del Renacimiento, ya no digamos en la Alta Edad Media. Es casi como si aún perviviera un sustrato, un hilo que todavía recuerda algo de místico en la presencia física del soberano en la tierra.

De hecho, no tenemos que irnos muy lejos para encontrar otro ejemplo. Precisamente en el momento en que Gustavo Adolfo cosechaba sus triunfos se publicaba en 1632, en neerlandés (y después en varias lenguas más), el panfleto La enfermedad y emético del duque de Baviera. En él se describe un curioso escenario. Mientras Gustavo Adolfo derrota a sus enemigos en tierras germánicas el Duque de Baviera ha enfermado. Sus asistentes, preocupados, han llamado a médicos de toda Europa; en este staff médico están representadas las naciones más importantes y cada galeno es un trasunto de algún personaje famoso del momento. Tras deliberar sobre la extraña dolencia del duque la conclusión que extraen los doctos visitantes es que «Baviera» ha «comido» demasiado.

Animada por una fatal gula imperialista, Baviera había engullido un territorio tras otro, sin saciarse siquiera con todas las tierras de Federico V. Este pantagruélico festín había saturado el aparato digestivo del duque y le había producido, para consternación de sus allegados, «un grave caso de flatulencia»[4]. Se había hecho necesario, sugería el panfleto, la aplicación de un tratamiento de choque: un emético sueco. Esto es: que las fuerzas de Gustavo Adolfo II le hicieran «expulsar» los territorios deglutidos.

Este resumen no fuerza el relato para exagerar la asimilación; literalmente, a efectos «médicos» y geopolíticos, Baviera y el duque resultan intercambiables. Un curioso –y demasiado detallado en lo fisiológico– cortocircuito entre estados, territorios y el cuerpo del gobernante.

No mucho después de la publicación citada, aparecía otra, también en neerlandés, en la que se equiparaba el esfuerzo bélico a un «purgante»[5], y en ese caso el paciente –sometido ahora a un tratamiento supositorio– es Oliver Cromwell. Unos años antes, Justus Lipsius había hablado de la amputación y cauterización de los abscesos (religiosos y culturales) del cuerpo político, y Bodin había estudiado la medicina clásica en cuanto «terapia para el cuerpo social». También Shakespeare retrató a menudo esta vinculación entre el cuerpo (dividido) de los monarcas y el destino de sus reinos[6].

Sí, pareciera que se trata de un nivel sólo «simbólico»; que se mencionan aquí lo que solamente serían vestigios retóricos de épocas pasadas. Y aunque esto último podría cuestionarse, en todo caso nos interesan también en cuanto residuos porque atestiguan la pervivencia de ese hilo místico a lo largo de los siglos. Incluso en los siglos XVII o XVIII no dejará de ser un mecanismo sociopolítico siempre presente, a la mano de quien ejerce el poder o de sus enemigos igualmente poderosos, que lo activarán o atenuarán a conveniencia.

Pero volvamos atrás por un momento, y recorramos de nuevo el camino, partiendo de un objeto bien material, y en su momento, lujoso: un manual de medicina. Traducido al alemán, al hebreo, francés, irlandés, catalán, castellano o inglés, y publicado en once ediciones entre los siglos XV y XVII, además de ser mencionado en otro best-seller de la industria editorial veneciana del siglo XVI (el llamado Super Nono Almansoris, un comentario del manual clásico de Abu Bakr Muhammad al-Razí), el Lilium Medicine de Bernat de Gordon fue sin duda un manual médico de referencia en toda Europa[7]. Por ello mismo, cobra más peso la cita de Gordon que recoge Marc Bloch en el libro que parece ya obvio citar a estas alturas, Los reyes taumaturgos, a propósito de los recursos farmacológicos del médico medieval:

Cómo último recurso, hay que recurrir al cirujano, o si no, que vayan a ver a los reyes[8].

¿Por qué visitar a los reyes en un estado de tan apremiante necesidad? ¿Qué tenían que ofrecer al enfermo? La respuesta la conocerán ya muchos lectores, pero vale la pena repasarla. Esencialmente: nada nuevo. La curación mágica por obra de reyes aparece en numerosas culturas y la unción sagrada que puede (o no) darle eficacia a su poder sanador también. De este modo, en la historia de la representación del poder encontramos numerosas señales corporales en la figura del monarca (signos de águilas, cruces, etcétera), que dan testimonio de la presencia en él o ella de tales poderes[9]. Pero estos, junto a los rituales que fueron envolviendo tan particular práctica médica, y la continuidad en el tiempo y el espacio geográfico europeo, sí suponen una configuración original.

 

En resumen: entre multitudes cada vez mayores, y en rituales cada vez más complejos, los soberanos franceses e ingleses se prestaron a la sanación de sus súbditos mediante la palpación de las escrófulas u otros signos de enfermedad (y en mayor o menor grado, también mediante rezos, proferidos antes o durante la ceremonia). Principalmente –porque a ello le llevó su investigación y la argumentación posterior– Bloch se centra en estos dos países, aunque recoge otros ejemplos. Por ejemplo: la curación mágica de los reyes suecos anteriores a la evangelización; los monarcas daneses (que «curaban» la epilepsia); Alfonso XI o Sancho II de Castilla (que habrían sanado enfermedades nerviosas, o más técnicamente: posesiones demoníacas); y más tarde, entre los siglos XVII y XVIII, el duque Federico de Sajonia (la vista) o los Habsburgo (la ictericia)[10].

Se trata, como se ha sugerido, de

un uso muy antiguo, contemporáneo de las más remotas creencias de la humanidad: el contacto de dos cuerpos, efectuado de una manera u otra, pero más particularmente por intermedio de las manos, [que] siempre pareció el medio más eficaz para transmitir fuerzas invisibles de persona a persona […] Mediante ese gesto, el rey manifestaba, a los ojos de todos, que él ejercía en nombre de Dios su poder milagroso[11].

Y esta «transmisión» de «fuerzas invisibles», tomada de manera relativamente amplia (es decir, salvando los detalles concretos de los rituales de una dinastía u otra, o de un país u otro) no se circunscribe a la época de Bernat de Gordon. Esta creencia general en la magia del monarca

llegó a alcanzar enorme popularidad durante toda la Edad Media, no sólo en los dos reinos donde tenía lugar, sino en toda Europa. Por cierto, debe entenderse que no se trataba de un acto que se realizara ocasionalmente, fruto de una exaltación popular del momento. Por el contrario, fue una práctica regular, revestida de formalidades rituales muy precisas, que no cambiarán casi a lo largo de los seis o siete siglos sobre los que existe documentación. Y asimismo debe entenderse que no era éste un poder individual de que disfrutara tal o cual rey aislado, sino que fue visto como facultad distintiva de las dinastías reinantes en ambas naciones: quienquiera que fuese llamado a ocupar el trono adquiría por ese solo hecho la facultad milagrosa de curar[12].

Por si quedan dudas sobre la longevidad o extensión de la creencia en la sanación mágica, podría añadirse que Samuel Pepys, en sus célebres Diarios, recoge el ritual de sanación real, al que asistió el 13 de abril de 1661; también asistió el otro célebre diarista, John Evelyn: en julio de 1660 y marzo de 1684. Samuel Johnson fue él mismo «paciente» de esta particular práctica médica:

En 1712 su madre llevó a Londres a Samuel Johnson, que entonces tenía menos de tres años de edad, para participar en un antiguo rito mágico. La reina Anne, que aconsejada por sus ministros tories había recuperado una práctica con más de 600 años de antigüedad, tocó con sus mágicas manos las desfigurantes marcas de escrófula en el cuello del niño[13].

Como veremos más adelante, el niño se llevaría otro recuerdo de la sesión sanadora. Pero aunque la tuberculosis pudo haber remitido parcialmente en esos años (eso sí, dejándole prácticamente tuerto y sordo), y el joven Samuel viviría hasta ser inmortalizado por Boswell en su monumental biografía, lo que sí sabemos es que los reales poderes mágicos eran curiosamente muy «específicos». Si para los creyentes en el «milagro» los reyes curaban la escrófula, está claro que su intervención no valía para otras enfermedades: Samuel Johnson padeció durante toda su vida lo que probablemente fuera síndrome de Tourette[14].

Pero no sólo la unción cristiana, las reliquias religiosas o fantásticos linajes bíblicos ejercen de origen o potenciador del poder mágico del soberano. También, añadiéndose al entrelazamiento entre poder regio, energías invisibles y religión cristiana, nos encontramos con unos orígenes más estrictamente utópicos de la sanación. En la región danubiana, en la Alta Edad Media, las poblaciones hérulas se habían fundido con los pueblos sajones y frisones, pero no olvidaron sus orígenes escandinavos, y por eso las disputas sobre la legitimidad de las diversas dinastías tuvo en la mítica capital hiperbórea, Tule, su referente último. Se trataba de una ciudad situada en una isla destinada a los dioses, donde la abundancia y felicidad estaban garantizadas para el viajero. Un territorio fantástico del cual no podían salir más que reyes:

Estos bárbaros, que habían masacrado a su rey, no se resignaban a prescindir de la sangre real y decidieron andar a buscar a un representante hasta la lejana patria [Thule]. El primer elegido murió en el trayecto; entonces los embajadores volvieron sobre sus pasos y fueron a buscar a otro […] a pesar de que era desconocido de todos, en una noche casi todo el pueblo vino a ponerse de su lado[15].

En todo caso, independientemente de la fuente de esta «energía invisible», lo que constatamos es su capacidad para transferirse, para ocultarse en los cuerpos «como un deus absconditus»[16], atravesando en un momento u otro el cuerpo físico del gobernante. Esta «fuerza» podía detenerse y conservarse en objetos, y

se tenía una imagen muy concreta de esta fuerza, puesto que se llegaba a representarla a veces como dotada de peso. Así, según Gregorio de Tours, un paño colocado sobre el altar de un gran santo […] se volvía por ello más pesado, siempre y cuando el santo hubiera querido manifestar de ese modo su poder[17].

Así, los reyes podían transferir su poder de curación, por ejemplo, al agua, que «era recogida por los enfermos, que la bebían durante nueve días», o a objetos de cierto valor, como talismanes, medallones… o monedas, que al comienzo aparecieron en el ritual como una compensación a modo de limosna (quizás el motivo principal para guardar fila durante horas y simular alguna afección) y finalmente se convertirían en el vehículo principal del poder mágico del rey[18]. Durante varios siglos, parece que las monedas adoptaron una cierta duplicidad: sirviendo de receptáculo para el poder sanador o mágico, conservaban también su valor económico. Curiosamente, este último fue cediendo terreno, hasta que, de propia iniciativa regia, se vio directamente suprimido: las monedas comenzaron a ser agujereadas o engarzadas en talismanes. Finalmente, se retiraron más abruptamente de «circulación»[19], transformándose en los famosos «anillos contra los calambres» o touch pieces, que podían adoptar diversas formas, pero cuyo «contenido» místico era el mismo (en las prácticas populares, al margen del ritual regio, acabó por imitarse también este gesto de «retirada de la circulación» para la consagración de talismanes).

De igual modo que la moneda y las diversas modalidades de touch-pieces siguieron un tortuoso camino de entradas y salidas de circulación (Antonio Spinola, entre otros, pudo comerciar con ellas en el siglo XVI)[20], así lo hizo también el místico poder sanador del monarca. Desde luego, hubo quienes fueron críticos con el ritual: entre ellos se contaron numerosos defensores del poder papal o religioso en general. Otros mezclaban la cuestión religiosa con la dinástica, como William de Malmesbury, que ya en el siglo XII criticaba que el poder sanador no fuera «en virtud de su santidad, sino a título hereditario»[21]. De ahí la interesante conclusión de Bloch:

He aquí por qué, mediante una coincidencia sólo en apariencia paradójica, los partidarios del origen popular del Estado, los teóricos de una especie de contrato social, tienen que ser buscados en esta época entre los defensores más fanáticos de la autoridad en materia religiosa…[22]

…y, al tiempo, por qué teóricos del siglo XVII, entre ellos Thomas Hobbes –casualmente también de Malmesbury– se encontraron en franca oposición (velada o no) a este fenómeno[23]. A partir de aquí podremos dar un paso más y ahondar en otros factores, el del cuerpo social, el cuerpo del soberano y la legitimidad del poder.

En la ideología de los dos cuerpos del rey, según la trazó Kantorowicz, el Estado moderno se sostiene sobre los cimientos residuales de la teología política medieval, en concreto en la idea de que el reino es un cuerpo místico y el cuerpo del rey la cabeza de ese cuerpo. Ambos forman una totalidad incorporada: el Estado y el poder tienen cuerpo, redoblado en –o conectado al– cuerpo perecedero del rey. No se trata entonces de una subordinación perenne de lo político a lo teológico, sino del desarrollo de una dimensión religiosa de lo político por sí mismo, y una dimensión que tiene como punto central no la trascendencia sino la pura presencia: su corporeidad y visibilidad. Lo sagrado no es tanto lo invisible sólo en cuanto separado (en sentido teológico) sino en la medida en que también es patente y manifiesto:

El valor concedido al gesto, al rito que manifiesta, que «revela» y traduce de forma visible una realidad trascendente e invisible –por ejemplo, el traspaso de la posesión del feudo o la investidura de un poder de origen divino–, depende ante todo de la sociedad en la que se efectúa y del grado de abstracción de ésta. En una sociedad rural e iletrada, donde lo escrito desempeña un papel muy secundario, el gesto, la puesta en escena teatral, visible por todos y susceptible de ser contada, se convierte en fundamental: el gesto requiere la presencia de testigos que, por haberlo visto «con sus ojos», validarán el acto, y de una simbología inmediatamente comprensible por todos […] mientras que el acta escrita –cuando la hay– es una mera memoria de lo que ocurrió y de quiénes fueron sus testigos […] La sociedad llamada feudal, propia de ciertas regiones de la Europa septentrional de los siglos XI y XII, fue efectivamente una sociedad predominantemente oral y en parte mágica, en la que los testigos que sabían la costumbre y vieron los gestos ritualizados, podían atestiguar la existencia de las realidades invisibles y facilitar su difusión, su popularidad[24].

Si con tanta mística nos viéramos transformados en parapsicólogos, pertrechados de fantásticos detectores de energías invisibles, lo que veríamos es una circulación constante entre las fuentes divinas del poder, sus representantes «en la tierra», y los objetos diversos a los que transfieren la energía con su «toque». Más específicamente (si afinamos nuestro detector) tenemos más puntos de paso: la fuente divina, el rey como cuerpo «místico», el rey como individuo de carne y hueso, los súbditos, el Estado, los talismanes, y la moneda. Entre ellos, durante los siglos que hemos avistado rápidamente, se produjeron diversos cortocircuitos: entre Dios y talismanes (o reliquias), entre rey y talismán, cortando los lazos «divinos»; o entre la fuente divina, el cuerpo «mortal» del rey y el talismán (obviando el poder místico del rey, y fuera de la circulación puramente económica), etcétera.

Lo que nos encontramos entonces, al comprobar como esa «energía mística» se fue posando sobre los diferentes objetos insertos en la circulación económica, es un progresivo –lentísimo pero sostenido hasta el siglo XIX– distanciamiento y redistribución de la fuente divina, y del cuerpo físico y místico del rey. Poco a poco, conforme las utopías liberales irán aposentándose en medio de todo este circuito mágico, se desharán (ataviadas con sus ropajes «ilustrados») tanto del origen divino de las «energías», como de sus receptáculos humanos, conservando en parte el «cuerpo místico» del soberano, que dará forma y cobertura a los Estados-nación modernos[25].

No obstante, quedarán varios elementos más del circuito místico: la moneda, cada vez más «mágica» por derecho propio; y los dos cuerpos… del mercado (o del capital). Uno de estos dos cuerpos, se dirá, necesariamente es invisible –y por cierto, quizás esté en disputa actual con el cuerpo del Estado–. Además, conviene recordarlo, el cuerpo místico era, por oposición al cuerpo físico del rey, imperecedero, incorruptible y no estaba sujeto a las pasiones[26]. Estas cuestiones, especialmente la última, plantean grandes problemas para el utopismo liberal; para la defensa del comercio capitalista en el siglo XVIII sobre la base de que se sustentaba en y promovía los intereses (o pasiones más dulces, dependiendo del enfoque)[27] frente a las pasiones destructivas, y para los modelos neoliberales del último cuarto del siglo XX, en los que el mercado capitalista sería una fría maquinaria, perfecta y racional, de asignación de recursos. Que ambas visiones (acaso una única visión) se muestren en última instancia falaces, no es ahora tan importante como subrayar ese hilo místico y utópico que las sostuvo. Hablaremos algo más de ello.