El sueño de Gargantúa

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Antes de volver a Adam Smith, valdría la pena repasar los argumentos de Becker, no tanto para defenderlos, ardua tarea que se antoja tan imposible como innecesaria, sino para continuar comprobando hasta qué punto nos permiten ver qué elementos religiosos perviven en el pensamiento económico utópico-liberal, por secularizado que se muestre.

Para empezar, Becker descarta la imagen de unos pensadores radicalmente «ateos», discutiéndola incluso en el caso de autores como Hume[71]. En su contexto histórico, y dentro del gran proyecto de reconstrucción civilizatoria ilustrada, era «más seguro conservar a Dios, o algún sustituto factible, como una suerte de garantía dialéctica» (49). Antes de que comenzara el ocaso del dios personal, la humanidad debía ser capaz de dirigir su mirada a la Naturaleza, con la tranquilidad de que en ella Dios, antes de irse, había dejado las claves que el hombre necesitaba para orientarse en el mundo (y en el pensamiento). A partir de ahí, desde Voltaire hasta Smith, bastaría sólo con leer los signos que nos rodean para encontrar en ellos una ley natural y edificar sobre ella la nueva sociedad. Pero, recuerda Becker, este es un dispositivo bien antiguo: «cristianos, deístas, ateos, todos reconocen la autoridad del libro de la naturaleza», que «no es propiedad exclusiva del siglo dieciocho» (53-54).

No sólo el hogar de la humanidad mostraba la herencia de una divinidad que hacía las maletas. El impulso reformador ilustrado había nacido de una nueva concepción del sentimiento, de la sensibilidad moral, que en realidad en Grimm, Fontenelle o Diderot, entre otros, conservaba el carácter del concepto cristiano de Gracia Interior (41 y ss.). Pero la vocación de servicio a la sociedad o «caridad» (38-41) podía verse comprometida tanto si en este proceso de naturalización acababa afirmándose que «todo lo que es, es bueno» (66), como si el pueblo y sus príncipes (que en realidad eran sus interlocutores principales) no eran instruidos en una nueva razón ilustrada capaz de diferenciar entre Bien y Mal (84-88). Para ellos el mal efectivamente existía, y abundaba: desde el terremoto de Lisboa, hasta las constantes plagas, que no remitían ni siquiera en las ciudades más distinguidas. Pero sobre todo ello la razón daba un veredicto demasiado contundente: el universo no sabe de moralidades. Se hacía necesaria una «retirada estratégica», desde las posiciones más avanzadas de una razón abstracta e intransigente, hacia los terrenos más «humanos» de la historiografía, entendida ahora como un campo de pruebas donde situar «el alma del hombre» y las posibilidades de redención futura (87-91).

En esta visión, más flexible y táctica, se desdibuja el pensador ilustrado de manual, libertario y rígidamente ateo; pero esto ocurre principalmente porque estamos acostumbrados a leerle y «a estar de acuerdo con él en mayor medida cuando es ingenioso y cínico, que cuando escribe desde la seriedad» (30). En realidad, como estamos viendo en este capítulo (y en parte en los siguientes), para los economistas enlightened la clave está en encontrar un «pasadizo secreto hacia el trono celestial» (46), sorteando la escalinata lúgubre y ajada del cristianismo, pero conservando y suavizando la imagen agustiniana de «Salvación eterna en la Ciudad Celestial», transformándola en la félicité ou perfectibilité du genre humain (49).

En el combate contra la «filosofía cristiana», por tanto, los philosophes ejercieron retiradas, flanqueos, y escaramuzas, utilizando las mismas armas de sus adversarios cuando les fue oportuno:

Los primeros escritores cristianos habían ganado su batalla […] adaptando a las necesidades y experiencias del mundo antiguo (que, como el siglo dieciocho, necesitaba enmendarse) la vieja temática griega del ciclo de declive y renacimiento. La idea clásica de una edad de oro, o una época dominada por un felizmente inspirado Licurgo o Solón, fue interpretada por los teólogos cristianos en los términos de su propia historia bíblica […] La «Caída del hombre» [de esa edad de oro] era más comprensible si podía atribuirse a un primer acto de desobediencia[72].

…y si a la edad dorada, ya pasada, se le añadía una edad dorada por venir. El peso crucial de esta escatología cristiana era insuperable para los philosophes ilustrados; sin una Ciudad de Dios aguardando en el futuro, era imposible apuntalar la mejora de la humanidad (129). En esto media, entre otras, la disputa de los antiguos y los modernos, en el siglo XVII. Pero una vez liberados también del peso de la antigüedad clásica, la utopía terrenal estaba por fin al alcance. Esta, eso sí, sería una empresa cooperativa, realizada en común por los hombres…

¿Todos los hombres? ¿Y qué hay de aquellas mujeres y hombres que estaban alejados de toda prosperidad material? ¿Les aguarda a ellos esa Ciudad de Dios? ¿Qué tenían que decir los philosophes dedicados a aquello que se llamará ciencia económica? ¿El libro de la naturaleza, y sus leyes, guardan algún artículo dedicado a la prosperidad general, o todo se apostaba al advenimiento de la nueva Ciudad? «Busca en los escritos de los nuevos economistas, y les encontrarás exigiendo la abolición de restricciones artificiales al comercio y la industria, para que los hombres sean libres de seguir la ley natural del interés propio» (52): bastaría con seguir esa ley, y esperar.

En el libro de la naturaleza, por tanto, está escrito aquello que emanaba antes de la autoridad divina, esté ella presente o haya «abandonado la tierra» (como decía Lukács), y parece que esta dictaba que el interés propio traería esa Ciudad de Dios. El caso es que, con este titubeante paso del libro divino al libro natural, Adam Smith podrá afirmar con tranquilidad, sin preocuparse especialmente de los detalles teológicos, que la propiedad privada es «sagrada e inviolable»[73]. Las temáticas teológico-morales parecen enterradas y el hombre simplemente «tiende» de manera natural al intercambio comercial y este, con los debidos caveat, a la prosperidad general. Todo parece tan laico como la cuasi-apócrifa manzana de Newton. Pero en realidad el enfoque sólo se ha desplazado y la Maldad pervive, escondida en la idea de «interferencia», ya sean gobiernos, terratenientes medievales, gremios, o incluso otros economistas, quienes obstaculicen los «hábitos de la economía […] cultivados por motivos de interés propio», esto es, «cualidades dignas de elogio, que merecen la estima y aprobación de todos»[74]. Contra Mandeville o Hutcheson, Smith no equiparará el interés propio al vicio, sino que lo considerará una virtud.

¿Y cómo es que, contra la intuición medieval, es el interés propio y no la benevolencia o la caridad lo que produce el bienestar de todos? Pues, dirá Smith, eso es gracias a la «mano invisible de Júpiter»[75], o dicho de otro modo, «la Providencia»[76], la intervención del «autor de la Naturaleza»[77], que «parece haber tenido como propósito originario […] la felicidad de la humanidad».

Y es que, por mucho esfuerzo que dediquemos a colocar a Adam Smith del otro lado del proceso secularizador, no sólo él sigue siendo un deísta más o menos cristiano, sino que su «sistema no se mantiene en pie sin la presencia de un demiurgo creador» y sin la «teleología y el argumento del diseño, que eran pilares intelectuales de la época de Smith»[78]. De hecho, si se repasan las concepciones de la época respecto a las propiedades invisibles del mundo y su conexión con la creación e intervención divinas, queda claro que «casi con total seguridad, cuando [sus] lectores encontraran la expresión de Smith, la entenderían como una referencia a la actividad oculta de Dios en la economía política, lo pretendiera Smith o no»[79]. Dicho sea de paso: si entendemos la centralidad de esa teleología y ese «diseño inteligente» podremos comprender también el peso que siguen teniendo en el imaginario liberal cristiano en pleno siglo XXI, por ejemplo, en el de la Iglesia de Lakewood, de la que hablaremos más adelante.

La posición teológica de Smith es heterodoxa, sin duda, e incluye un espectro ecléctico que va desde el teísmo ilustrado de la época, hasta Aristóteles, los estoicos o el misticismo de Newton. Pero sigue siendo cristiano en un sentido amplio y, en todo caso, mantiene firmemente la creencia en una causa primera y última de la Creación, y sobre ellas el gobierno de una benévola Providencia, un «arquitecto divino» que ha diseñado con inteligencia el mundo y la regularidad en la naturaleza, a la que trasciende y a la vez es inmanente[80]. En su obra hay suficientes pasajes de los que extraer argumentos para la existencia de dios, en todas las formas filosóficas clásicas, pero la que más nos interesa ahora, por su vínculo con la argumentación económica de Smith, es aquella presente en la Teoría de los sentimientos morales: si la naturaleza ha producido seres dotados de un tipo u otro de moralidad, debe haber un origen ético trascendente de nuestra naturaleza moral[81].

Su posición, además, queda lejos de la de su amigo Hume –por mucho que se haya dicho al respecto– pues si Hume negaba las causas últimas del mundo y toda demostración de la voluntad divina, y defendía que el orden del universo proviene de una autorregulación interna «Smith postula una teleología monista, generada externamente, en la que el universo queda retratado como una unidad única interdependiente y diseñada, más que como una colección de microsistemas autónomos»[82].

 

Aquí llegamos al punto crucial: si se afirma que «la mano invisible» opera dentro de los principios de la naturaleza, ¿entendía Smith por «naturaleza» un conjunto de causas pura y simplemente inmanentes al mundo material y social? No exactamente, pues estas funcionan como las partes de un reloj, «a las que no adscribimos deseos o intenciones, sino al relojero»:

Cuando por principios naturales nos vemos llevados a avanzar hacia tales fines, que una razón refinada e ilustrada nos recomendaría, estamos muy legitimados en imputar a esa razón, respecto a su causa eficiente, los sentimientos y acciones por medio de los cuales promovemos esos fines, e imaginar aquella como la sabiduría del hombre, cuando en realidad es la sabiduría de Dios[83].

Si como citábamos antes, el «autor de la Naturaleza» busca la «felicidad de la humanidad», y esta depende de la «prosperidad material», el crecimiento y riqueza de la que Adam Smith es testigo en su época (y en su clase) es la prueba de que esa «mano de Júpiter» acompaña a aquellas sociedades en las que el interés propio rige la actividad social, y no es frenado por grupos espurios. Hay un «orden espontáneo», un «vasto equilibro generado y mantenido por leyes naturales de origen divino» que se reflejan en disposiciones inscritas en los hombres: la simpatía modera el vicio y las interacciones humanas y genera una justicia espontánea; el egoísmo y la avaricia producen una abundancia universal; el instinto de intercambio comercial produce la división del trabajo y la abundancia que esta genera; las desigualdades de riqueza son benéficas a largo plazo; la preferencia natural por los productos nacionales benefician al propio país, etcétera. Por tanto, la única tarea de los individuos es seguir sus impulsos inmediatos y desistir de alterar el orden divino espontáneo[84].

Sin embargo, estas dos recetas, adecuadamente mezcladas, pueden resultar en conductas tan extrañas al homo oeconomicus de los profesores liberales como necesarias para el funcionamiento del capitalismo. Por ejemplo: entrar en un estado de convulsiones, risas incontrolables, «llorando y temblando, y después gritando, en patente agonía del espíritu, desvaneciéndose en éxtasis hasta quedar eliminada toda apariencia de vida animal, pareciendo entrar en un trance»[85].

Este el resultado de uno de los sermones de Richard McNemar, en 1801, en medio del fervor religioso americano del Second Awakening. Una multitud de hasta 20.000 personas se había congregado en Kentucky, en la villa de Cane Ridge, para rezar y convertirse a una nueva fe, tan indescriptible en términos teológicos como simple en su práctica cotidiana: un nuevo culto cristiano individualista que rompería definitivamente con el calvinismo y el puritanismo hasta entonces dominante, introduciendo un nuevo gnosticismo de mercado, un «culto cristiano al dinero» que llega hasta nuestros días, y como decíamos antes, se retransmite a millones de televisores en EEUU y muchos otros lugares.

La actividad de McNemar y otros predicadores similares vino precedida de dos siglos de lenta maduración: ya en los albores de la colonización de Nueva Inglaterra la práctica comunitaria de las distintas variantes del protestantismo estuvo rodeada (asediada, dirían ellos) por tradiciones populares de cultos cuasi-animistas, alquímicos, prácticas que atribuían poderes mágicos al oro, a talismanes o al dinero mismo, no siempre mediante la importación de creencias nativas. Pero, y esta es la clave, las propias comunidades cristianas de colonos no fueron ajenas, pese a su inicial aversión a Mammon y al lujo, a la progresiva seducción del mercado. De hecho, llegarían a ser un soporte fundamental del capital nacional. Los primeros predicadores de éxito, como John Winthrop, combinaban ya en el siglo XVII una cierta preocupación por la pobreza dentro de sus comunidades, con la visión de un gran destino para Nueva Inglaterra, concebida como la utópica «Ciudad sobre la Colina» (de la que después hablaría Reagan): la agustiniana Ciudad Celestial una vez más, esta vez sí, surgiendo de las riquezas de una tierra virgen, bendecida para usufructo de los colonos.

Sin embargo, incluso la idílica comunidad cristiana defendida por Winthrop, pía y caritativa, se vio arrastrada por luchas sectarias, vinculadas a los vaivenes monetarios de los puertos comerciales, y al famoso 20 por 100 de ganancias obligatoriamente tributadas a la Corona Británica. En última instancia, la rigidez de la vida puritana estaba destinada a declinar y los sermones de Winthrop a ser sustituidos por el discurso más cómodo de predicadores como Roger Williams o Anne Hutchinson. La ortodoxia protestante en sus primeras variantes poco a poco se fue diseminando entre cuáqueros, baptistas, muggletonianos, sabbatarianos, etcétera, e incluso un general renacimiento de tipo arminiano[86]. Y mientras, las «brujas» ardían, habitualmente por ostentar signos de «una riqueza ganada injustamente» y ofrecer «dinero, sedas, telas de calidad o ayuda en los partos»[87], en lo que parece más un intento por conservar el control comunitario sobre la gestión de la naciente economía que el resultado de una crisis teológica. Como si la religión fuera una herramienta con la que dar sentido al caos económico; como si necesitara, en definitiva, un soporte teológico mínimo para poder creer en las teorías económicas liberales que prometían prosperidad, entre ellas la teoría de John Locke sobre el inmutable e intrínseco valor del oro: «la Piedra Filosofal está en nuestras cabezas y puede convertir la materia en plata u oro por el poder del pensamiento», decía el predicador John Wise en 1721[88]. En una darwiniana (y smithiana) diversificación competitiva, el calvinismo se diluyó en decenas de versiones alternativas, a cada cual más extraña, buscando un credo estable que pudiera sostener el cada vez más acelerado despliegue del capital.

El propio hijo de Winthrop, rodeado de libros herméticos y manuales alquímicos, cambiaría poco después el púlpito por el proyecto de fundación de un banco colonial, presentado ante la Royal Society en 1661. Un signo profético. En 1667, John Davenport comenzaría ya a predicar «promesas divinas de bendiciones temporales», en un contexto en que la caridad (ante la prodigalidad de «bienes naturales» con los que dios había decidido rodear a los colonos) ya era «superflua», o como diría Ebenezer Frotingham desde su púlpito en Connecticut un siglo después, «Dios considera absolutamente necesario que toda persona actúe individualmente […] como si no hubiera otra criatura humana sobre la Tierra». Bien entrado el siglo XVIII, George Whitefield combinaría la denuncia del establishment calvinista, con un nuevo credo individualista, proyectado al margen de la comunidad puritana y preparado para dar la bienvenida a las poderosas fuerzas de los mercados:

Cristo adquirió […] pagando en sangre [la redención de los pecadores]; fue una dura transacción […] Os aconsejo venir y comprar el oro de Jesucristo, sus vestiduras blancas y el colirio[89].

Esta cita de Apocalipsis 3:18 no es casual. En sus sermones, los creyentes siempre estaban del lado de lo bueno y lucrativo, y los no creyentes, del lado de lo inútil e improductivo. Es decir, los creyentes «sabían cómo hacer un buen trato»:

Dios creó a Adán, le proporcionó unos suministros, los bendijo, le colocó en un paraíso de amor, y él pronto quedó en bancarrota. [Pero ahora] nuestro stock está en manos de Cristo, [y] él sabe cómo administrarlo[90].

Sus fieles debían ser «ambiciosos, y ser tan ricos [como pudieran] ante Dios», pues «el banco del cielo es […] un banco fiable», del que había extendido «miles de cheques […] sin que ninguno me haya sido devuelto»[91]. Pero esta no es una lista de meras metáforas; sus fieles, como los de los telepredicadores de hoy en día, pasaban por ritos de «compra» bien concretos. Su evangelización iba acompañada de una lista de productos que él mismo ofrecía, como anticipo de los bienes materiales que la fe les traería, junto al resto de bienes espirituales: velas, platos, bocacíes, estampados ingleses, etcétera. No en vano Whitefield era la oveja «negra» en una próspera familia de empresarios. Pero no perdía los buenos hábitos. A sus fieles recomendaba –y él mismo ponía en práctica– la gestión de su vida cotidiana como si de un libro de contabilidad se tratase: «un buen comerciante espiritual mantendrá al día su libro de contabilidad del alma»[92].

La popularidad de Whitefield (que llegó a vender nada menos que 300.000 copias de sus obras) atraía a miles de personas a sus eventos, y provocaría después incluso la búsqueda de reliquias relacionadas con él (durante la Revolución americana, un batallón profanó el cementerio de Newbury para extraer su collar y portarlo como reliquia al campo de batalla[93]). El éxito de masas de McNemar en Cane Ridge era sólo cuestión de tiempo; después de McNemar, a partir de la década de 1830, Charles Grandison Finney, abogado comercial convertido a predicador, daría un paso más añadiendo a la individualización de la experiencia religiosa el componente temporal que faltaba, el vínculo causal entre oración, fidelidad a la nueva «comunidad» y bendiciones mercantiles: «la razón de que sus oraciones no fueran satisfechas es que […] no rezaban con la fe de esperar que Dios les diera las cosas que ellos pedían»[94]. Las cosas que ellos pedían: no sólo mercancías para los colonos más humildes, sino más capital para los feligreses más prósperos, desde las familias más acaudaladas de Nueva York o Rochester, algunas también abolicionistas, pues deseaban una mano de obra libre. En Kentucky, por otro lado, aprovecharían el impulso de Cane Ridge predicadores esclavistas y terratenientes como Finnis Ewing.

Bien entrado el siglo diecinueve, otros predicadores de la nueva fe, John Todd, Theodore Hunt, Henry Ward Beecher o Lyman Abbott estuvieron vinculados al capital comercial de sus ciudades, y el gran predicador Matthew H. Smith combinó el púlpito y Wall Street, sin contradicción alguna: «Adán fue creado y colocado en el Jardín del Edén por motivos empresariales», escribió en 1854. Thomas P. Hunt escribía en 1836 su tratado «El libro de la riqueza, en el que se prueba a partir de la Biblia que el deber de todo hombre es hacerse rico»; y también predicó durante bastantes años el escritor y editor por antonomasia del self-made man, Horatio Alger, cuyos personajes lograban pasar de pobres a magnates, siempre desde la devoción religiosa y el trabajo. Incluso la fe mormona, que desde John Smith se labró la fama de ser una nueva secta populista e implacable con los privilegiados, en realidad no sólo fue el primer modelo protestante de empresa evangelizadora multinacional sino que convergía plenamente en este nuevo ethos religioso capitalista: «si sigues mis mandamientos, serás próspero en tu tierra». No sorprende que la anterior ocupación de Smith fuera la de buscatesoros, pertrechado con las herramientas de la astrología, los espíritus guardianes… y la credulidad de sus inversores[95].

Sin embargo, la economía capitalista necesitaba, según se acercaba el siglo XX, sermones más explícitos, como los que daría Russell Conwell, famoso por su discurso «Acres de diamantes», basado en la historia del granjero de Golconda; este habría emigrado a España siguiendo el mal consejo de un budista sin saber que la riqueza estaba desde el comienzo en la mina situada bajo su granja originaria. En sus multitudinarios sermones, Conwell daría forma final al sueño liberal: bajo los pies de todo americano estaba la oportunidad para enriquecerse, concedida por dios; y esta oportunidad no podía dejarse escapar. Si la oportunidad surge, el mandato divino es aprovecharla, sea cual sea el medio: «El dinero es poder, y debes ser razonablemente ambicioso para lograrlo […] el número de pobres con los que se puede simpatizar es muy poco. Simpatizar con un hombre al que Dios ha castigado por sus pecados […] es hacer el mal»[96].

 

He aquí la genealogía clave que explica por qué millones de norteamericanos hoy en día compran los DVDs de sus teleevangelistas preferidos o acuden al antiguo estadio Compaq Center, extáticos, para escuchar sermones de varias horas de duración, donde se les dice que «Dios ha elegido ya un coche para ellos». También explica –en parte, y dejamos el resto para los psicólogos– por qué envían dinero por correo a predicadores como Osteen, esperando una recompensa divina en forma de más dinero. Si en 1925 Bruce Barton explicaba a millones de lectores que Jesucristo había sido un empresario, y en pleno auge neoliberal los predicadores pentecostalistas defendían el laissez faire con un ardor inédito incluso en Chicago –remitiéndose a Mateo 22 para defender el Estado mínimo y la resistencia al pago de impuestos–, los empresarios cristianos de la llanura central norteamericana proyectaban ya un país en que se rezara los domingos y los sábados se comprara, cristianamente, en Wal-Mart. Por eso, afirma Chris Lehmann en su libro The Money Cult, «la religión en América nunca fue realmente secularizada; más bien se santificó al mercado».

Y la santificación, los rezos pecuniarios, la ofrenda diaria al dios del mercado en forma de billetes en sobres o donaciones vía PayPal, no es ni mucho menos un fenómeno exclusivamente cristiano. Es global, y su penetración, cada vez más profunda. En un artículo para la sección india de BuzzFeed, Gayatri Jayaraman describe la precariedad cotidiana y creciente entre la juventud de las grandes metrópolis mundiales: un imposible anhelo middle-class que ya sólo puede desearse mientras se acaricia un rosario digital. Un avemaría en Uber, Instagram, o Linkedin; un llamado a la misericordia divina, en medio de una miseria y precariedad apenas disimuladas. «Demasiados profesionales han aceptado la idea de que para llegar a ganar dinero, tienes que gastar mucho más», reza el subtítulo del artículo, resumiendo una situación que no está tan lejos de las masas de fieles congregadas en torno al money cult de la américa profunda.

Becarios de grandes firmas de abogados que duermen en el coche; recién contratadas que a partir del día 22 tienen que «tirar de tarjeta» ya no sólo para los gastos necesarios, sino para mantener una apariencia de consumidores activos y no arriesgarse a perder el empleo; desempleadas que se pasan varios días sin comer para poder pagarse un almuerzo en el Starbucks donde le gusta realizar sus entrevistas de trabajo al empresario. Todo se reduce al mismo esquema que hemos visto ya varias veces: la ofrenda divina, si se hace desde la fe, tendrá su recompensa empresarial. «Su inspiración no es difícil de encontrar. Sus historias de éxito en la economía startup se basan en empresarios […] que gastan cada paisa que les queda, para multiplicarla inmediatamente en una rupia». Y el resultado es que los millennials, en esta nueva economía sacralizada, deben «vestirse para los trabajos que queremos, olvidando que la mayor parte de salarios están ajustados para que nos podamos permitir sólo la ropa para los trabajos que tenemos». Como en un relato de Dickens; como el personaje de alguna novela picaresca; o como el príncipe ladrón de un antiguo cuento sánscrito, el muro de clase ha vuelto (a hacerse visible), y ante la imposibilidad de saltarlo, retornan los embustes, el disfraz, los hábitos supersticiosos.

«Nena, mi chófer tiene mejor móvil que tú», le dicen en una entrevista de trabajo a Jayaraman, la autora del artículo, detectando rápidamente en ella un insuficiente esfuerzo devocional, una oblación demasiado escasa al divino mercado; «¡Nena […] compra un iPhone, por el amor de Dios!»[97].

[1] Versión mía, a partir de Jacobus Arminius, The Complete Works of James Arminius, Grand Rapids, Baker Book House, 1986.

[2] Con pocas licencias, esta reconstrucción se basa en los datos hallados en Hugo Grotius: a lifelong struggle for Peace in Church and State, de Henk Nellen (trad. de J. C. Grayson, Leiden, Brill, 2007), y en The life of the truly eminent and learned Hugo Grotius, de M. de Burigny (Londres, 1754), además del grabado de Claes Janszoon Visscher del castillo de Loevensteyn, tal como era en 1619.

[3] Cito según la traducción inglesa: H. Grotius, Commentary on the Law of Prize and Booty, trad. de John Clark, Indianapolis, Liberty Fund, 2006, p. 316.

[4] Grocio, De iure belli ac pacis [Del derecho de la guerra y de la paz], cit. en Roland Boer y Christina Petterson, Idols of nations, Minneapolis, Fortress Press, 2014, p. 24, n. 35.

[5] Casi como si hubiera algo así como una determinación económica en última instancia… esta es la segunda vez que comprobamos cómo la lectura de Grocio puede ser molesta para algunos weberianos. De hecho, Roland Boer y Christina Petterson (op. cit.) afirman que esta conclusión, de haberla conocido (o tenido en consideración), habría llevado a Weber a cambiar el título de su libro por La ética arminiana y el espíritu del capitalismo. En The Money Cult (Nueva York, Melville, 2016), Chris Lehmann también describe el renacimiento arminiano que acompaña al capitalismo norteamericano del siglo XIX.

[6] Roland Boer y Christina Petterson, Idols of nations, Minneapolis, Fortress Press, 2014, pp. 28-30.

[7] J. Thumfart, «On Grotius’s Mare Liberum and Vitoria’s De Indis, Following Agamben and Schmitt», Grotiana 30 (2009), pp. 65-87.

[8] Ibid., p. 37.

[9] H. Grotius, Commentary on the Law of Prize and Booty, trad. de John Clark, Indianapolis, Liberty Fund, 2006, pp. 33-34, cit. en Roland Boer y Christina Petterson, Idols of nations, Minneapolis, Fortress Press, 2014, p. 37.

[10] Cfr. Manuel Alonso Olea, De la servidumbre al contrato de trabajo, Madrid, Tecnos, 1979, pp. 30-34.

[11] A. Talbot, The great ocean of knowledge. The influence of travel literature on the work of John Locke, Londres, Brill, 2010, p. 3.

[12] Cfr. The library of John Locke, John R. Harrison, Oxford, Clarendon Press, 1971.

[13] A. Talbot, The great ocean of knowledge. The influence of travel literature on the work of John Locke, cit., p. 9.

[14] Ibid., p. 50.

[15] Ibid., pp. 45-49. La formación de Locke, en parte truncada, fue como médico. Cfr. M. Herrero, La política revolucionaria de John Locke, Madrid, Tecnos, 2015, pp. 15-18.

[16] A. Talbot, op. cit., p. 55 (Locke, Correspondence, William Allestree a Locke, 16 de agosto de 1672).

[17] Traduzco directamente del folleto original, que puede consultarse en archive.org. Corchetes míos. El texto no es especialmente claro, pero lo incluyo por la importancia histórica de Filmer.

[18] «Witchcraft Repealed» de Ian Bostridge, en New Perspectives on Witchcraft, Magic and Demonology, Vol. 3 de B. P. Levack (ed.), Witchcraft in the British Isles and New England, Londres, Routledge, 2001, p. 347.

[19] P. Elmer, Witchcraft, Witch-Hunting, and Politics in Early Modern England, Oxford, Oxford University Press, 2016, p. 295.

[20] Ibid., p. 296, y notas 78 y 79, pp. 295-296. El último entrecomillado es de la propia correspondencia de Locke.

[21] Cfr. M. Herrero, La política revolucionaria de John Locke, cit. Además, hay que señalar la conexión de Locke y Grocio en lo tocante a teología, a través de la obra de Philipp van Limborch.

[22] John Locke, «A Letter to the Right Reverend Edward, lord Bishop of Worcester, Concerning Some Passages Relating to Mr. Locke’s Essay of Human Understanding in a Late Discourse of His Lordship’s, in Vindication of the Trinity», en The Works of John Locke, vol. 3, accesible en libertyfund.org. Espero que el lector aprecie tanto como yo la ironía de esta y otras fuentes que empleo a lo largo del libro.

[23] J. Locke, A letter concerning toleration / Epistola de tolerantia, revisión de la trad. ing. del latín de Kerry Walters, Ontario, Broadview, 2013, p. 81 (trad. cast. mía).

[24] Es lo que Stacey C. Simplican (The Capacity Contract, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2015) llama «el contrato de las capacidades» en el núcleo del pensamiento de Locke y en el contractualismo posterior, que se suma, como veremos, al «contrato sexual» y el «contrato racial», configurando el contractualismo liberal, explícito o implícito, como un contrato de dominación.

[25] Roland Boer y Christina Petterson, Idols of nations, Minneapolis, Fortress Press, 2014, pp. 58-60.

[26] John Locke, Two treatises on Government, Libro I, capítulo IX de la edición de R. Butler, Londres, 1821.