El sueño de Gargantúa

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Con algún que otro salto, la lectura del Génesis[27] arroja para Locke el siguiente resultado: mortalidad, trabajo duro y propiedad privada. Respecto a los dos últimos, ya que «ahora, la maldición de la tierra los ha hecho necesarios», es natural que en la historia humana surjan ricos y pobres; ambición, y corrupción. Más aún, cuando en la noción de propiedad de Locke hay elementos que permiten la «subordinación de otros hombres»: la «inclusión» (o «conclusión», sic) de unos hombres en la propiedad de otros[28]. Pero, ¿cómo se ha hecho necesaria la propiedad privada?

Si bien Dios dio el mundo a los hombres en propiedad común, «también les dio Razón para hacer uso de él según más les convenga en la vida»[29], y si deben usarlo –argumenta Locke– para ello tienen antes que apropiárselo (ellos mismos, desde luego, pero también sus sirvientes, en su nombre[30]). ¿No se aplicaría esta lógica al uso de cualquier ítem dentro del Jardín del Edén, y por tanto la propiedad privada estaría presente antes y después de la Caída? Puede ser, y forma parte de las contradicciones de su exégesis bíblica, que no nos interesa tanto como la siguiente deducción a partir de este concepto de propiedad: la tierra usada (trabajada) se convierte en propiedad privada, pero ese trabajo se hace sobre una tierra que deviene «anexa a algo que era su propiedad, que ningún otro podía reclamar, ni pudiera apropiarse sin perjudicarle»[31]. El primer hombre fue un emprendedor lord inglés. Lo dice Génesis 1:28, es decir: Dios.

ESTAMPAS TURÍSTICAS (I)

Si se buscan lugares de peregrinación liberal, rodeados de bucólicos paisajes, en el norte de Francia se puede visitar todavía hoy el castillo situado en Pinterville. Para los católicos bien informados el nombre será reconocible, pues ahí, a mediados del siglo XIX, ejerció durante un tiempo el cura y misionero Laval, beatificado hace no mucho tiempo por el papa Juan Pablo II. En el castillo de la villa, dice alguna hagiografía reciente, el padre Laval acostumbraba a cenar de vez en cuando, si bien «cuando se veía obligado a ir, comía pan seco antes de acudir, para no dejarse llevar por el hambre ante una mesa tan copiosamente servida». Por supuesto: no fuéramos a pensar que el legendario misionero disfrutaba pecaminosamente de la aristocrática cocina del castillo. De hecho –continúa el relato hagiográfico– cuando sus hermanas lo visitaban, a veces la cena tardaba demasiado en llegar a la mesa:

—¡Cómo! ¿A estas horas, todavía no has preparado la sopa?

—El señor cura está todavía en la iglesia. Lo pasa muy mal. Vivimos en un país de fábricas y hay tantos infelices… que hasta tres veces ha dado su desayuno a los pobres… ¡a veces hasta la cena![32].

Desde su profesada preocupación por los pobres, Laval parecía intuir el valor simbólico del castillo, y en consecuencia, pensando en su legado, se distanciaba prudentemente (él, o sus biógrafos). Hoy el castillo está lleno de esculturas: unas pocas del siglo XVIII, alguna anterior, pero la mayor parte obras contemporáneas. Por el jardín trasero desfilan unas hormigas gigantes; cerca de un cobertizo encontramos extraños seres humanoides en plena danza, y mientras, en el interior del castillo, las paredes de mármol y los relojes barrocos se ven acompañados de obras minimalistas, figuras totémicas, cuerpos contorsionados por el dolor, caballeros espectrales, e incluso la escultura de una pareja feliz conduciendo un descapotable. Toda una instalación artística que trae la globalización capitalista a la campiña normanda. Como si el curator de esta exposición hubiese querido retratar la pesadilla del misionero y a la vez el sueño dorado del habitante más ilustre del castillo, el «fundador de la escuela liberal france­sa»[33]: Nicolas Le Pesant de Boisguilbert.

Del Señor de Boisguilbert nos ha llegado una única frase a la altura del ingenio y malicia de la vida cortesana francesa: los príncipes –dijo en una de sus obras más polémicas– «apenas pueden aprender nada con perfección aparte de montar a caballo, puesto que sólo las bestias osan contradecirles». Lo dejó escrito, por cierto, en una obra con un título que omitimos en su totalidad, pues ocupa un párrafo entero[34], y no es de extrañar: entre otras cosas, uno de los defectos más citados de este aspirante a consejero del rey es la oscuridad y tediosidad de su prosa. Un barroquismo combinado, además, con una vehemencia inusitada. En este fragmento de 1704 uno de los padres del liberalismo francés nos habla… de economía:

En una palabra, la plaga, la guerra y hambruna, o todas las maldiciones de Dios en la mayor cólera de los cielos, o los más bárbaros conquistadores en sus pillajes, nunca produjeron más que una vigésima parte de los males que han causado los impuestos[35].

La ciencia lúgubre, decían. Pero no nos dejemos llevar por todas las apariencias; pese a la maldad citada más arriba, Boisguilbert no era un republicano, sino todo lo contrario: respetaba enormemente a los altos funcionarios de la corte; defendía en sus escritos al rey y a sus ministros, «bienintencionados» e «íntegros», aunque a menudo «sorprendidos» por las circunstancias[36]. Y no sólo en los pasajes más mundanos de sus libros, o en la correspondencia: en su obra queda patente que para él la única garantía de paz y unión del reino es el monarca absoluto, que para él no es en modo alguno un tirano[37]. Del mismo modo, cuando en una de sus citas más conocidas afirmaba que el dinero «es el monstruo que debe ser derrocado hoy, golpeándolo con tanta fuerza que nunca más pueda levantarse tras su caída», no hay que ver en él a un precursor de Saint-Simon, Proudhon o Sismondi, sino al primer gran defensor del libre comercio. Preocupado, sí, por la circulación monetaria y la estabilidad de los precios; pero convencido de que «una sociedad próspera puede nacer del egoísmo y del amor propio de los seres humanos», lograda a través de «la libertad del trabajo, de los precios y del comercio, y de la bajada de impuestos»[38].

Aunque sea poco conocido, se atribuye a Boisguilbert la formulación más temprana del laissez faire, y «en rigor, la primera aparición de la propuesta liberal en sus aspectos principales»[39], pero, para mayor desazón de los apologetas actuales del mercado, el contexto no es el más cómodo: el fondo teórico del que surge es una ecléctica mezcla de Bodin, Richelieu, Descartes, Nicole, Domat, y san Agustín. Volvemos, una vez más, al libro del Génesis: tras la Caída del Jardín del Edén, el «estado natural» del hombre es una sociedad sin clases; en poco tiempo, la mancha de corrupción que trae consigo la descendencia de Adán genera la aparición de una clase improductiva, los rentistas; con ellos, llega el dinero, la «división del trabajo» (dicho en términos contemporáneos) y una multiplicación de las necesidades. Si bien todo esto surge de la corrupción moral del hombre, desterrado de la compañía divina, esto no supone necesariamente una condena por parte de Boisguilbert: tras el «estado natural», la dinámica social produce un equilibrio dinámico, una interdependencia dentro de un circuito económico al que se adhiere la clase improductiva. Cuando esta dinámica entra en una fase virtuosa, se da un «equilibrio de la opulencia» en el que hay un «sistema de precios proporcionados», una «tácita condición de intercambio», una mínima interferencia de los rentistas, y libre comercio: siempre y cuando se den estas condiciones –afirma uno de los intérpretes de Boisguilbert– la conducta

egoísta y maximizadora de los agentes lleva automáticamente al equilibrio y bienestar de todos, a través del simple mecanismo de las fuerzas del mercado. La idea fundamental de la eficiencia del «librecambio» se origina por tanto en una de las más austeras versiones de la religión católica[40].

Estamos resumiendo una obra que es fundamentalmente económica, y por tanto habría que incluir aquí innumerables páginas (y cartas) dedicadas a lo que podríamos llamar ahora el problema de la inflación, dentro de un marco que (por primera vez) incluye un análisis agregado de mercados múltiples, precios flexibles y rígidos, el circuito monetario, la información de los agentes, y la influencia de estos factores en «ciclos» de prosperidad y depresión económica.

Pero todo ello está salpicado de una prosa bíblica en el estilo, y en el contenido. Las críticas a otros economistas, además, aparecen en el mismo tono; así, dice Boisguilbert, «quien no ha logrado auténticos milagros no debería ser canonizado», y quienes se obcecan en poner el oro y el dinero por encima de la producción de mercancías, sirven al «tirano o ídolo pagano […] forzando a aquellos devorados por la avaricia a ofrecerse en sacrificio en todo momento, sin recibir otro incienso que el humo que nace de la quema de los frutos más preciosos y bellos de la naturaleza»[41].

Respecto al contenido religioso, hay un punto sobre el que merece la pena detenerse, pues reaparece bajo una forma ya casi secularizada (aunque no completamente) en Adam Smith. En Boisguilbert, que en esto sigue a Jean Domat y a Pierre Nicole, el orden socioeconómico «natural» se apoya en la conducción divina del universo y la autoridad conferida por Dios a los gobernantes. ¿Qué quiere decir entonces esa «conducción divina del universo», de la que depende el orden socioeconómico? La providencia divina regula, forma y sustenta la sociedad civilizada «en cada estado» de su desarrollo, asignando así a los hombres sus funciones y posiciones. Esto es, y dicho en el vocabulario liberal contemporáneo, el orden social está planificado, pero por Dios: no queda para los hombres más que abstenerse de intervenir en el equilibrio económico. Puesto que Dios planifica, los hombres laissent faire. Es inútil y a la vez perjudicial interferir en un mundo terrenal que, tras la Caída del Edén, está corrompido irreparablemente, y por tanto, sólo puede funcionar desde la desigualdad social y económica: el orden (y la función y posición de las diferentes clases y jerarquías) debe ser conservado.

 

Aquí el agustinismo de Boisguilbert adquiere una inflexión específica: el «estado de inocencia» no es el adánico, sino posterior; es la fase que sigue inmediatamente a la Caída. La «infancia del mundo» tuvo en la sociedad la forma de un reino de igualdad entre los hombres, que duró milenios gracias a la limitación «de las necesidades» y la igualdad de todas las profesiones[42]. Pero para Boisguilbert este estadio es primitivo, y tras la inocencia llegará el estadio «limpio y magnífico»:

Con el tiempo el crimen y la violencia se hicieron comunes, el más fuerte no quería hacer nada, sólo gozar del fruto del trabajo de los más débiles. [Así,] hoy los hombres se dividen en dos clases […][43].

La intención de la ley natural es «que todos los hombres vivan cómodamente de su trabajo o del de sus ancestros»[44]. En el caso de Boisguilbert (a diferencia de los liberales de hoy) no se trata exactamente de que haya una ley divina que ampare a empresarios y rentistas por igual: de hecho, él excluye a los últimos explícitamente, y entiende por herencia de los ancestros «la acumulación de los granjeros o mercantes, que permiten a su propietario ser un emprendedor y utilizar el servicio del trabajo asalaria­do»[45]. Recapitulando: hay una providencia divina que sustenta un orden social que es, por ley natural, desigual, pero que, pese a la corrupción rentista, y si los agentes actúan maximizando sus intereses y egoísmos, empleando el trabajo de otros, tenderá hacia un equilibrio próspero. Estamos a un paso de la mano invisible. Sólo queda secularizarla, y acercar un poco más en el tiempo la utopía:

[al] introducir un estado de inocencia entre la Caída y el estado desarrollado […] las condiciones para lograr el equilibrio económico quedan ya establecidas, como si todavía se estuviera en este estado de inocencia, es decir: equilibrio general sin una clase ociosa. El modelo próspero no es por tanto una descripción veraz de la sociedad que Boisguilbert tenía ante sí. De hecho, es sólo un modelo que debe ser alcanzado. De tener éxito, habría que acercarse lo más posible al estado primitivo, pero sin ser nunca realmente capaces de retornar a él: la naturaleza del hombre es corrupta, y la evolución es irreversible[46].

Desde luego, podría pensarse que, en su expresión más maximalista, este credo cristiano y liberal sería contradictorio con la monarquía absolutista y, entre otras cosas, su fiscalidad «agresiva». Sin embargo, no lo es. Para los súbditos, los impuestos «son una obligación impuesta por el mismo Dios», que además en principio deben tener una cierta «progresividad», si quieren seguir respetando la autoridad divina[47]. Y, sin embargo, Boisguilbert tiene claro que la tributación es sólo una medida excepcional. El rey debe ser capaz de proveer por sí mismo las arcas del Estado, y los tributs son legítimos sólo en circunstancias extremas[48].

Antes de seguir, hay que señalar otros afluyentes teóricos del liberalismo que pasan por su obra y llegarán al periodo clásico del liberalismo económico: en primer lugar, el mecanicismo «liberal», o la utopía de la autorregulación (que veremos en otro capítulo), cuyo lema para Boisguilbert es «qu’on laisse faire à la nature»[49]: en asuntos de comercio debe dejarse obrar a la naturaleza y la providencia. En este ámbito los sujetos son

partes de un reloj que participan del movimiento común de la máquina, de modo que la perturbación de uno sólo de ellos es suficiente como para detenerla completamente[50].

Y, en segundo lugar, la concepción individualista-metodológica de los agentes económicos. Quizás por su proximidad familiar al dramaturgo católico Pierre Corneille, Boisguilbert incluye en sus textos también numerosas referencias al teatro; adelantándose casi tres siglos a Goffman o Garfinkel, o a Gary Becker y el filósofo Daniel Velleman, o un poco menos al lui de El sobrino de Rameau, describe a menudo a los agentes económicos como puros actores teatrales, interpretando papeles diversos, siempre observados por aquel Deus absconditus de Pascal, del jansenismo o de los pensadores de Port-Royal. Todo esto, bien es cierto, aunque Boisguilbert sitúe finalmente al teatro propiamente dicho, y al gremio de actores, en el último escalafón del aporte a la estabilidad y equilibrio económico del país[51].

No estamos lejos de Adam Smith, que por lo demás tenía en su biblioteca un ejemplar de la obra capital de Boisguilbert, Le détail de la France. Y como decía Marx, puede considerársele el fundador de la economía política clásica, junto a William Petty: pero la apreciación relativa de Marx, al considerarle un pionero de la economía, no debe llevar a exageraciones. Marx era bien consciente (y así lo señala en la Crítica de la economía política y en Teorías de la plusvalía) de que Boisguilbert era una figura siempre intermedia, un resto del pasado que auguraba desarrollos muy posteriores. Por eso, aquella frase sobre «el monstruo monetario», tan comentada, no le llevó a engaño:

Bajo Luis XIV, [Boisguillebert, sic] denuncia al dinero como la maldición universal que deja exhaustas las verdaderas fuentes de producción de la riqueza; sólo con su destronamiento, nos dice Boisguillebert, el mundo de las mercancías, la riqueza real y el disfrute general de la misma podrán volver por sus viejos y buenos fueros. No estaba todavía en condiciones de comprender que la misma magia negra financiera que arrojaba hombres y mercancías en la retorta alquímica para hacer oro, hacía que al mismo tiempo se evaporaran todas las relaciones e ilusiones que frenaban el modo de producción burgués[52].

ESTAMPAS TURÍSTICAS (II)

El 5 de julio de 1795 París estaba en pleno debate constitucional; la Convención había aplastado la revuelta jacobina un mes antes y en dos meses se aprobaría una nueva constitución con los votos de un millón de franceses. En Inglaterra cundía la preocupación por las turbulencias políticas al otro lado del canal. La inquietud era patente y los debates constantes. Sin embargo, esta es la entrada del diario de Thomas Robert Malthus:

5 de julio. Domingo. Desayuno en Asgarth. Me he perdido dos veces intentando llegar; la gente del campo indica según los puntos cardinales y siempre empieza sus frases por Bien. —¿Por favor, el camino a Askrig? —Bien, debes tomar el primer camino que gira hacia tu derecha, y atravesarás un pequeño pueblo. Pasado el pueblo te diriges más o menos al este y al final giras por un largo pasto hacia el norte […]

Cena en Askrig, un pueblo del mismo tipo que Midlam. He visto una muy hermosa cascada a media milla del pueblo, antes de cenar[53].

Según los biógrafos, y contando tanto diarios como escritos y sermones, sencillamente en la vida del joven pastor inglés no existía la Revolución Francesa[54]. En aquellos días, la casi paradigmáticamente aburrida existencia del futuro autor del Ensayo sobre el principio de población se adornaba con las estéticas vistas de la campiña inglesa. En sus excursiones (abandonada ya la afición juvenil a la caza), Malthus se armaba con las mejores guías de viaje (que aprovechaba para corregir y criticar) y algo de literatura: sorprende, pese al adusto carácter de Malthus, que en esos días se dedicase a leer precisamente Memories and anecdotes de Philip Thicknesse, un estrafalario escritor conocido por raptar a sus amantes y por haber acabado sus días siguiendo la moda entre los nobles ingleses: haciéndose construir, en la parcela de su vivienda, un bucólico refugio en el que acabar sus días como «ermitaño de jardín». Algo de esas lecturas se filtra entre las entradas del diario de Malthus:

Crummock es un lago aceptable, sin un solo junco, y en su parte más baja, si se mira hacia Buttermere, están las mejores vistas. La hija de mi anfitriona volvió por la tarde del mercado y trajo con ella esa hermosa cabellera. […] Finalmente llegué a una pequeña casa con una chica muy guapa en la ventana, que al ver que la miraba con melancolía, salió a recibirme…[55]

No en vano, escribiría más tarde, en su Ensayo, que «las tentaciones de caer en el mal son demasiado fuertes como para que las resista la naturaleza humana»[56]. De hecho, este es el eje central de la obra de Malthus: la tensión entre sexo y hambre, o más apropiadamente, entre reproducción y medios de subsistencia. Y como sacerdote y economista liberal, todo girará una vez más alrededor de la Biblia. Volvamos al Génesis 1:28 («fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla»), y comprobaremos la difícil y ambigua relación del malthusianismo con el tema teológico de la Caída.

Estando por naturaleza inclinada a la pereza y el vicio, la humanidad necesita el impulso del hambre para civilizarse; sin embargo, con la civilización y el desarrollo demográfico y productivo que se siguen de ella, esta vuelve a chocar con las barreras naturales que los recursos limitados imponen al crecimiento, de modo que, una vez más, el hambre y la miseria ejercen un papel de estabilidad y contención. Por ello mismo la distribución de riqueza, en la medida en que sirve de alivio a la carestía y abre la puerta de nuevo al vicio (la reproducción descontrolada), está destinada a empeorar la condición general de la sociedad. Las ayudas y subsidios, ya sean a ancianos, madres, o pobres, sólo incrementan la pobreza. En resumen, y dicho con un vocabulario tan propio de Malthus como del neoliberalismo más reciente:

El auxilio a los pobres […] efectivamente incrementaba los precios, con el resultado de que muchos de los trabajadores pobres verían disminuida su capacidad para sufragar su subsistencia, acabando, de hecho, atrapados en un círculo vicioso de dependencia […] El principio de población llevó a Malthus a defender que los legisladores no pensaran sólo en lo que podría llamarse el lado de la «demanda» –en modos para disuadir a la gente de tener hijos que no podían alimentar, y que a su vez demandarían más recursos– sino también en que afrontaran el lado de la «oferta», en los modos en que los recursos naturales –predominantemente los agrícolas– podían maximizarse[57].

Y es que, si se les daba algo más allá de la mera subsistencia, lo emplearían «en general, en la cervecería»[58], y por supuesto, en fornicar. Si a partir de Génesis 3:17 el trabajo es un castigo perenne, Malthus sortea todo el debate sobre la Caída y la Redención, y lo transforma en parte del plan divino[59], que destina al hombre al sudor y el dolor en condiciones de miseria. No hay progreso, sino una tensión eterna, que condena a los hombres a un mismo destino. ¿A todos los hombres? No necesariamente, pues de todo el Mal previsto en la Creación, en algún lugar tiene que encontrarse el Bien intrínseco a ella: este está en «las partes medias»[60] –y aquí tenemos un posible origen de otro mito liberal, el de la clase media– que disfrutan del bienestar merecido, entre la pereza de los ricos y el sufrimiento y vicio de los pobres. En ellas yace el «bien parcial», la estabilidad mínima, que justifica la desigualdad sistémica que se deriva de la condición humana.

 

Hay que añadir, por lo demás, que sobre el papel los análisis de Malthus no se limitan a la especulación matemática y teológica: hay un intento de comparación histórico y antropológico, pero rápidamente este se abandona cuando ofrece resultados insatisfactorios. Aquí Malthus, y con él Smith y Hume, conectan directamente con nuestro tertulianato contemporáneo: si China, según los informes que llegaban en la época, tenía una población impresionante, tierras fértiles y todo ello en un marco de relativa estabilidad, ¿cómo podía ser posible que su población no creciera aún más, teniendo en cuenta que, contraviniendo los postulados de Malthus, allí las parejas se casaban a una temprana edad? Pues habría que deducir que, dada la condición «bárbara» de estos pueblos, los «documentos no permiten dudar que el infanticidio debe ser muy común en la China»[61]. Los métodos de contención demográfica, afirma el mismo Malthus que reconoce y documenta la miseria generalizada de su tierra de origen, eran en definitiva mejores en Inglaterra. Nada como suponer millones de muertos en Asia para que nos salgan las cuentas aquí.

¿Qué hay del relato grociano y lockeano del origen de la propiedad y el trabajo? La propiedad no puede ser común, como deducían otros a partir de las escrituras, pues la presión del hambre acabaría pronto con ella; deben crearse instituciones que la protejan en todas sus formas, aunque sea –y esta es la diferencia con sus predecesores– una consecuencia de la Caída, y no un don divino. De ahí que el trabajo sea la única herramienta de quien no tiene propiedad, su única oportunidad de sobrevivir. Es el justo castigo por la desobediencia de Adán y Eva, que no puede paliarse de ningún modo, pues si se distribuyera la riqueza de los pocos y se «provocara una inseguridad sobre la propiedad», se les provocaría a estos un mal inconmensurable con el poco impacto que esto tendría en toda la sociedad; además, retornaríamos al ciclo de incentivación de la pereza y el vicio[62]. El castigo divino es ineludible, como lo son las conclusiones de Malthus:

Debe observarse que el principal argumento de este Ensayo sólo pretende probar la necesidad de una clase de propietarios y una clase de trabajadores[63].

Y aunque para Malthus toda desigualdad no deja de ser un mal, por necesario que sea, a esta maldición se oponían contemporáneos como Godwin (autor preferido de su padre, Daniel), Condorcet, los jacobinos franceses (o negros, pues Toussaint L’Ouverture acababa de expulsar a los británicos de Haití), o los ludditas que llevaban décadas actuando en las mismas zonas que Malthus visitaba en sus excursiones. Por eso en su Ensayo no desaprovechó la ocasión de responder a todos ellos. Si por un lado en Malthus hay un desmentido claro de la presunta base secularizada sobre la que se asienta el liberalismo, por el otro encontramos un ejemplo más de la retórica antiutópica, que, como veremos más adelante, no es más que una pantalla bajo la cual seguirán operando mecanismos plenamente utópicos. En todo caso: si para Daniel Malthus en Godwin o Condorcet se encontraban las ideas sobre las que construir una sociedad feliz, libre de miseria y de cortapisas a la autonomía individual, para Thomas

una sociedad constituida según la forma más hermosa que la imaginación pueda concebir […] en muy poco tiempo degenerará en una sociedad construida según un plan que no es esencialmente diferente de aquel que prevalece actualmente, es decir, una sociedad dividida en una clase de propietarios y una clase de trabajadores[64].

LA NUEVA CIUDAD DE DIOS. DE LA CIUDAD EN LA COLINA A LA CIUDAD DEL MERCADO

La lengua también es un almacén de minúsculas derrotas. Ahora los millonarios lo son así, a secas, y CEOs y corporaciones se cuidan mucho de que su imagen vaya asociada a epítetos positivos y enternecedores. En el año 2002, sin embargo, el adjetivo de «excéntrico» todavía se utilizaba como un pequeño recordatorio de la contradicción entre las buenas intenciones de los Ebenezer Scrooge arrepentidos y su posición al frente de conglomerados económicos por encima del bien y del mal y de las obligaciones tributarias. Gates y compañía todavía no habían hecho de la moda filantrópica una especie de obligación de cara a la galería, y la prensa liberal arqueaba las cejas cuando algún magnate se salía del redil, o aparentaba hacerlo.

Leslie Alexander había hecho su fortuna, entre otras cosas, especulando en Wall Street y fundando una de tantas compañías responsables de la astronómica deuda privada acumulada por los estudiantes norteamericanos. También era propietario del equipo de baloncesto masculino de la ciudad de Houston, los Rockets, y tras su conversión al vegetarianismo, decidió promover los derechos animales… al modo capitalista. Como uno de los principales donantes de la principal asociación para la defensa de los derechos de los animales, PETA, Alexander contaba con su apoyo para promover la venta de productos vegetarianos y libres de maltrato animal en el estadio de los Rockets, el Compaq Center, e incluso anunciaba la creación de un grupo de presión en la NBA para que los balones oficiales dejaran de fabricarse en piel.

Sin embargo, para sorpresa de algún seguidor –probablemente no para él– esto se reveló «financieramente imposible»[65]. Una lástima. Por un momento pareció que una franquicia millonaria podía permitirse el lujo de tomarse en serio aquella quimera de la responsabilidad social. Pero no: Alexander anunció inmediatamente que la venta de carne en el estadio continuaría como hasta entonces, y habría que pensar en planes a más largo plazo, de los que nunca más se supo. PETA no vio problema alguno en la gratuita campaña publicitaria que el animalismo había regalado al propietario de varias empresas millonarias; es más, encontraba espacio para la comprensión: «él está al cargo de su dinero y su principal interés es asegurarse de que sus inversiones rindan beneficios». Y beneficios es lo que buscarían las siguientes operaciones programadas. En la temporada 2002-2003 los Rockets no obtuvieron buenos resultados, y llama la atención que fuese el segundo equipo más «egoísta» de la liga, con el segundo menor porcentaje de pases de canasta. Así que, si quería introducir cambios, todo venía rodado; para que Alexander tuviera mayor control sobre las ventas de comestibles en el estadio (y supuestamente promover el bienestar animal), y para que el equipo empezara de cero en un ambiente deportivamente más «solidario» y menos centrado en el interés propio de sus estrellas, se decidió a vender el estadio y construir uno nuevo.

El nuevo estadio, el Toyota Center (nombrarlo Thoreau Center habría sido un exceso de ironía[66]), ni tiene restaurantes veganos, ni destaca por mucho más que algún certificado «verde» de eficiencia energética[67]. En cuanto al juego, de hecho los Rockets tienen en sus filas a una superestrella que –al menos hasta el año 2016– era más conocido por su juego «egoísta», más volcado en su propio interés que en lograr títulos para el equipo[68]. Mientras tanto, el antiguo estadio Compaq Center sigue en pie: en sus 16.300 localidades se celebra ahora un espectáculo que mueve tanto o más dinero, atrae a tanta o más gente, y enciende tantas pasiones como el baloncesto. Su nombre ahora es Iglesia de Lakewood; el espectáculo que alberga lo ven millones de espectadores todos los domingos, y el predicador, Joel Osteen, sermonea a sus fieles sobre el valor monetario y divino del interés propio y les explica cómo Dios bendice a quienes «desean prosperar financieramente, tener muchísimo dinero y cumplir así Su Voluntad». Este predicador no está solo. Hay muchos más predicadores «millonarios» en EEUU y no todos son catedráticos de economía. Unos cuantos, como Osteen, son sacerdotes de un culto cristiano al capitalismo, a tiempo completo.

Pero, ¿no era el liberalismo la gran fuerza desacralizadora? En páginas anteriores decíamos que con Malthus quedaba en entredicho la supuesta secularización de la que habría bebido el liberalismo; entre otras cosas porque su obra se coloca, en la cronología sagrada del capital, después de la de Adam Smith, y según dicen los manuales, con Smith se acababan los escarceos de la naciente economía liberal con la religión: liberalismo es Ilustración. ¿No es acaso Adam Smith, y con él tanto la intelectualidad escocesa como la europea en general, la figura más representativa del pensamiento ilustrado sobre el que se asienta el liberalismo? Cuando decimos Ilustración, por cierto, inmediatamente pensamos en secularización y cuando hablamos de liberales ilustrados pensamos en «cruzados cuya misión fue recuperar de las manos del cristianismo los lugares sagrados de la humanidad […] derrotando a la filosofía cristiana»[69].

O quizás no. Quizás esta descripción, tan provocadora ahora como cuando se escribió en 1932, parezca tan injusta con la Ilustración como con el liberalismo, o tan retrógrada que parezca extraída de un libelo neotomista, de aquellos tan abundantes en la España del siglo XX, feroces con el liberalismo, con el laicismo, pero por supuesto también con el marxismo o el feminismo. En realidad, su autor, Carl Lotus Becker, fue un profesor de historia norteamericano, ateo y progresista moderado (colaboró en el movimiento de solidaridad con la Segunda República española). Más bien un liberal en el sentido americano; un intelectual típico de la Cornell University de Nueva York (él mismo escribió una historia de esa universidad). Siempre a contrapelo, hasta el punto de que gran parte de sus reflexiones metodológicas se adelantaron en medio siglo al relativismo de autores como Richard Rorty. En su libro más polémico, The Heavenly City of the Eighteenth-Century Philosophers, y con mejor prosa que apoyo documental[70], Becker ponía en duda la imagen asentada del movimiento ilustrado, su supuesta «ruptura» con el pensamiento medieval, y cuestionaba la construcción de un nuevo género de utopías «limpio» de toda base religiosa. La influencia del libro fue tan grande como la reacción contraria, casi unánime, que se extiende hasta nuestros días.