Por la vida con Séneca

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Z serii: Diálogos #5
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Diríase que Séneca regala al lector —el supuesto viajero que se va a adentrar en la mar de la vida rumbo a la metafórica Siracusa—una guía vital, más que simplemente turística. Describe en efecto, con garbo y abundancia de detalles, todo ese recorrido, prueba de que el filósofo había hecho esa travesía. Además, esos entornos le eran familiares, sobre todo por las páginas literarias de la Eneida de Virgilio y de las Metamorfosis de Ovidio. La naturaleza hace otro tanto: avisa y advierte a sus navegantes. Algunos de los que se hacen a la mar van a ser buenos pasajeros. Otros, negligentes. Seguirán, respectivamente, los caminos del alma, que aspira a lo inmortal, o los del cuerpo, frágil, débil y proclive a lo que perece. Esa división de modos de afrontar la existencia se dará siempre. Ni hay que hacerse ilusiones desmedidas, ni hay que abandonarse a tragicismos. La naturaleza nos da su enseñanza, con la verdad en la mano, para muchas situaciones de la vida: «A todos nos dice la naturaleza: “A nadie engaño. Si tú engendras hijos, podrás tenerlos hermosos o deformes”…» (Consolación a Marcia, XVII, 6). Es la advertencia para los casos que se pueden presentar en la familia. Y lo dicho sobre la familia se extenderá a otros avatares de la existencia. Así, la naturaleza nos da personalmente sus avisos y nos deja un catálogo o manual de instrucciones para vivir.

Es una prosopopeya de la naturaleza, madre y maestra de vida, que llama al realismo equilibrado en el modo de afrontar la existencia. El que se va a embarcar, concretamente en la vida matrimonial, ya sabe a qué atenerse y deberá asumir las consecuencias, y no tiene por qué acusar a los dioses ni a la naturaleza, pues esta es el vehículo por el que comunican su voluntad: «Si después de proponerte estas condiciones, engendras hijos, eximes de toda aversión a los dioses, que no te prometieron nada seguro» (Consolación a Marcia, XVII, 7). El hombre no puede protestar contra ellos en las desgracias, porque la naturaleza ha avisado. De ese modo, Séneca advierte a Marcia, desconsolada por la pérdida de su hijo Metilio, que no tiene que acusar a los dioses de insensibles, menos aún lanzarles imprecaciones tildándolos de crueles. Marcia debe saber que ella misma ha nacido para las penas y las alegrías, y en ese momento está en la primera región: la de las tristezas. El supuesto interlocutor o lector de Séneca parece objetar, ante el dolor de Marcia: «Sin embargo, es duro perder al muchacho que has criado». A lo que el filósofo estoico sale al paso con esta respuesta: «¿Quién niega que es duro? Pero es humano. Para esto fuiste engendrado: para perder, para perecer, para tener esperanza y temores, inquietar a otros y a ti mismo, para tener miedo a la muerte y, a la vez, desearla y, lo peor de todo, para no saber nunca en qué situación te hallas» (Consolación a Marcia, XVII, 1). Otra vez un bosquejo de la vida con tonos plomizos.

Siguiendo con la metáfora de la navegación, es verdad que hay una diferencia entre quien se hace a la mar, avisado ya de los peligros y ventajas, y el que comienza a vivir. El primero lo hace libremente y asume los posibles riesgos, sin que pueda echar la culpa a nadie más que a sí mismo (cf. Consolación a Marcia, XVII, 6). El segundo no puede responder aún a la prevención de la naturaleza, sobre la que podrá tal vez recapacitar cuando esté ya surcando la vida. O, por lo menos, al final de la misma, cuando evoque cada estación de ella, con sus triunfos y derrotas, gozos y sinsabores. En la carta 70, el filósofo de Córdoba, ya en la vejez, contempla precisamente la vida en retrospectiva como un recorrido que apunta a su término. Se palpa en esas líneas un acendrado realismo, aunque también un comprensible dejo de melancolía: «Hemos navegado la vida, Lucilio, y como en el mar, según dice nuestro Virgilio, “las tierras y las ciudades se alejan”, así a lo largo de esta carrera velocísima de la vida: primero hemos dejado atrás la niñez; a continuación, la adolescencia; luego, el periodo aquel que discurre entre la juventud y la vejez, situación en la frontera de una y otra; después, los mejores años de la propia vejez; por último, empezamos a vislumbrar el término común de la raza humana» (Epístolas, lib. VIII, 70, 2).

2. LA VIDA EN MARCHA

El ser humano se encuentra ya viviendo cuando se da cuenta de ello y se presentan los primeros incidentes. No ha podido decidir libremente por la vida antes de empezarla. Si se prefiere, está ya en ese verdadero mare nostrum del vivir, rumbo a Siracusa o destino final de su existencia. Ni siquiera en el muelle —¿será el seno materno?— ha recibido noticias de otros navegantes para ir aprendiendo los secretos del mar y de la marinería. Pero es un hecho que su barco soltó amarras el mismo día en que el hombre se desató en el primer llanto, a unos instantes de nacer. Los consejos y advertencias los recibirá en marcha, quizás antes de que empiecen los sobresaltos de las aguas, quizá después de los primeros sustos.

Instalado ya en la existencia por decisión del dios —dejamos ahora el nombre con minúscula— que dirige la naturaleza, es bueno leer en las páginas de Séneca cómo empieza el hombre su marcha y cómo se desarrolla su vida. Se sabrá ahora poco a poco cómo se descodifica para cada uno su proyecto existencial, que puede tener significados de próspera o de adversa fortuna, como advertía el discurso de la naturaleza.

Lo primero de la vida es un llanto. Así comienza: «¿No ves qué clase de vida nos ha prometido la naturaleza, que ha querido que lo primero de los hombres al nacer sea el llanto? Con este comienzo salimos a la luz, a él se conforma toda la sucesión de los años que siguen. Así pasamos la vida, y por eso debemos hacer con moderación lo que hay que hacer con frecuencia y, considerando cuántas penalidades se ciernen sobre nuestras espaldas, debemos, si no acabar con las lágrimas, sí al menos reservarlas. Ninguna otra cosa hay que ahorrar más que esta, cuyo uso es tan frecuente» (Consolación a Polibio, IV, 3). De entrada, no es un estreno halagüeño. Y el resto de la vida, si se contempla desde su vertiente sombría, es también deplorable tormenta: la vida como un suplicio —«Omnis vita supplicium est» (Consolación a Polibio, IX, 6)12—. Nos encontramos en la vida como en alta mar, en medio de tempestades y con la perspectiva de que la muerte es su único puerto de paz (cf. ib.). Por eso no dudará en escribir que toda la vida es digna de llorarse: «Tota flebilis vita est» (Consolación a Marcia, XI, 1), que es como apuntar que nuestra existencia prolonga en el tiempo, de modo más abierto o más interno, el llanto inicial. Ya a san Agustín de Hipona le llamaba la atención ese llanto, triste exordio del discurso de la vida, cuando esta podría muy bien comenzar con la risa.13 Sören Kierkegaard se admiraba, por su parte, del azote inicial al recién nacido para que comience a llorar. Un presagio de la angustia, categoría tan importante en el filósofo danés, también en don Miguel de Unamuno, que se imbuyó no poco del pensamiento existencialista del filósofo nórdico. Parecería, a la luz de estas consideraciones, que la vida humana es un delito por el que, sin más, uno merece un castigo. ¿Estamos adelantándonos quince siglos al grito de Segismundo: «Pues el delito mayor del hombre es haber nacido»14? Lo parece, pues Séneca mismo da la impresión de haber prestado ese pensamiento a Calderón para su héroe. La vida está llena de desventuras. Por eso, es mejor no haber nacido: «Nada hay tan engañoso como la vida del hombre, nada tan traicionero. Nadie, por Hércules, la hubiera aceptado, si no fuera porque se otorga a quienes la desconocen. Así pues, si la dicha mayor es no nacer, la más parecida, creo yo, es ser devueltos rápidamente a nuestro primitivo estado tras cumplir con una vida corta» (Consolación a Marcia, XXII, 3). ¿Estamos, ya en el siglo I, pero quizás a un paso del siglo XIX y del siglo XX en lo tocante a sus angustias existenciales? En definitiva, se trata del hombre de todos los tiempos. Sabemos que ese azote de apertura que se le da al recién nacido no es la flagelación a los «condenados a vivir» —según expresión recia de Sartre en el siglo XX—, sino una ayuda para que el recién incorporado a la vida suelte los pulmones y comience a respirar por propia cuenta, a «nadar» personalmente su estrenada travesía. Pero cabe también la lectura trágica: el ser nace arrojado al mar de la existencia, como nos ha descrito arriba el filósofo, o está aherrojado en ella y en esa cárcel del cuerpo, cuando recibe, sin más ni más, sin previo aviso, el primer azote para espabilar. Luego la vida le infligirá otros muchos golpes.

Aunque el hombre, ya en pleno recorrido, tome conciencia de aquel parlamento de advertencia que le dirigía la naturaleza, sin embargo da la sensación en las páginas de Séneca de que está algo abandonado a su fortuna o al destino o, al menos, desvalido ante ellos. Estamos frente a una de las aporías no solo de Séneca, sino en general de la filosofía y literaturas grecolatinas. Habrá ocasión de afrontar esta problemática en el capítulo segundo, para detectar la evolución de Séneca en esta incógnita.

3. EL PUERTO DE LLEGADA: LA FELICIDAD

La metáfora de la vida como navegación que nos ha ofrecido Séneca nos seguirá conduciendo una buena parte de estas páginas como alegoría llena de sentido.

La vida ha comenzado, y está con nosotros la divinidad que nos ha puesto en ella. Pero tenemos que saber nuestro destino, nuestro quo o término ad quem. Saber a dónde nos dirigimos es como tener claro qué queremos en la vida y por qué luchamos en ella. De lo contrario, si no conocemos bien ese objetivo, el error inicial nos llevará a la deriva hacia destinos no queridos. Es de sentido común, sí, pero ese requisito elemental es a la par tan imprescindible, que no hay que darlo por supuesto: «Hasta tal punto no es tan fácil conseguir una vida feliz, que todo el mundo se aparta de ella tanto más lejos cuanto más impetuosamente se lanza a ella, si se ha equivocado el camino. Cuando este lleva en dirección opuesta, la velocidad misma es motivo de un mayor distanciamiento» (Sobre la vida feliz, I, 1). Un consejo tan de Perogrullo se eleva a principio no solo del recto vivir, sino de cualquier ciencia y de toda filosofía. Por eso Aristóteles reivindicaba para el pensamiento esa necesidad de la experiencia humana: no errar en el comienzo.15

 

El filósofo hispanorromano nos da las pautas para no errar. Subraya que el hombre busca en la vida, ante todo, la felicidad. La Siracusa de llegada es la vita beata. Estamos en otra vertiente de la contemplada hace un instante, o en la cara posterior complementaria: a la angustia de la vida como tormento del existir es verdad que sigue la muerte, pero no lo es menos que al hombre le repugna una vida como suplicio —versión masoquista—. El hombre anhela la felicidad y una vida que, aun con tormentas e incluso tormentos, llegue a la felicidad, aunque sea después de la muerte. El tratado Sobre la vida feliz lo afirma desde el inicio mismo con sentencia de estilo sapiencial: «Todos, hermano Galio, anhelan vivir felizmente».16 Señalaba Julián Marías17 que este exordio de la obra recuerda la primera frase de la Metafísica de Aristóteles que se ha citado arriba. Queda claro que todos desean, por naturaleza, ser felices, como también quieren saber. La felicidad es algo natural o según la naturaleza del hombre. Cupiditas naturalis, la llama Séneca. Tener claro ese objetivo para la vida y el camino conducente a él nos ayudará a evaluar diariamente la derrota de nuestra travesía, para no desviarnos y para tener noticia de la cercanía o separación del destino último. Así, el deseo de la felicidad es a la vez término inicial —término a quo— de lo que el hombre pide a la vida y quiere de ella, y punto de llegada o término ad quem. Sin olvidar que esa cupiditas naturalis de la felicidad es también motor —término per quem— en el transcurso de la existencia. El puerto de la felicidad ocupará más adelante la reflexión en el capítulo tercero de estas páginas.

II. Los imponderables de la navegación. El hombre ante Dios y ante el destino

Estamos en el mare nostrum de la propia vida y vamos a Sicilia. Por más señas, rumbo a Siracusa. No sabemos mucho más de esa travesía en que tanto nos va. No la hemos elegido, aunque, ya en la mar, tampoco la rechazamos, a menos que optemos por el suicidio voluntario. Si después de exponernos alguien el mapa de ruta hacia Siracusa, con todos los pormenores, nos hacemos a la mar, estamos avisados: se darán momentos placenteros —voluptates— y también incomodidades, trabajos y sufrimientos —incommoda— (cf. Consolación a Marcia, XVII, 2). Nosotros, en el viaje de la vida, nos encontramos ya en la travesía cuando alguien nos va enseñando cómo avanzar. Son nuestros padres, nuestros amigos y nuestros educadores. Pero hay muchos imponderables en la navegación. Sabemos que pueden surgir marejadas y borrascas, pero no cuándo ni por dónde se van a levantar.

Si nos asomamos a las páginas de Séneca, esos fenómenos meteorológicos de la travesía de la vida son, sobre todo, el destino y la fortuna.

1. EL DESTINO

Al hombre siempre le ha desconcertado comprobar que hay acontecimientos que escapan a sus cálculos y planes, por más precisos y detallados que puedan ser. En el mundo grecorromano ese horizonte del destino indomable invadió poderosamente las mentes y encontró su reflejo en las páginas literarias. Homero, educador de Grecia, como le llamó Platón,18 y por eso mismo educador de Occidente, contribuyó a plasmar la teología griega en acción. Fue posteriormente Hesíodo quien buscó los orígenes de los principales pobladores del Olimpo y quien recogió los mitos de su teogonía.

La problemática era siempre la misma: el destino. En esta exposición aparecerán indistintamente los términos destino, fatum y fata. Las inquietudes de los antiguos eran sobre todo estas: el destino, ¿está implacablemente sobre los hombres?; ¿es él voluntad de los dioses, o incluso está sobre ellos mismos?; ¿hay algún margen de la libertad humana frente a él o esta no existe? Que es como decir: ¿puede el hombre obrar contra lo que el destino señala?

Séneca conocía muy bien estas inquietudes y estaba al tanto de las desazones y sobresaltos que causa la μoῖρα en los héroes de los poemas homéricos19 y en el mundo de la tragedia. Él mismo reprodujo esos enigmas en sus tragedias, inspiradas en los dramaturgos griegos, si bien retocó el conjunto con acentos personales. El filósofo sabía que en el estoicismo griego se debatía esa misma cuestión: si el destino —εἰμαρμέvη— equivalía a Dios y a la razón universal.20 Además tenía expresadas ya en las páginas filosóficas latinas, sobre todo en las de Cicerón,21 la misma problemática con tonos más cercanos a la mentalidad de Roma.

Si bien el pensamiento de Séneca experimenta en este tema casi los mismos tambaleos que el resto del pensamiento filosófico y literario grecorromano, se pueden hilvanar las siguientes consideraciones.

A. IDENTIDAD

Considerando en primer lugar las características de los hados —fata—, los Diálogos y las Epístolas recalcan con frecuencia que aquellos abarcan toda nuestra vida. La tienen rodeada en lo relevante y en lo menudo. Lo pueden disimular ellos o lo podemos revestir nosotros de diferentes apariencias, pero al final tenemos que reconocer que las cosas no suceden al azar, sino que llegan a nosotros determinadas. Nos rige el destino, que tiene señalada la agenda de nuestra vida desde el primer momento de la existencia: «Los hados nos conducen, y la primera hora de los nacidos tiene ya dispuesto para cada uno cuánto tiempo le queda» (Sobre la providencia, V, 7). Es el mismo pensamiento que aparece en la tragedia Edipo: «Todo marcha por un camino fijado,/ y el primer día ha marcado ya el último» (vv. 987-988): el hombre parece estar así a merced del destino siguiendo, como máquina programada, el recorrido fijado por los fata. En esa tragedia el acento es más «fatalista» —sit venia verbo—. Impera en ella la irrevocabilidad de los hados: «Somos manejados por los hados. Ceded a los hados./ No pueden los solícitos afanes/ mudar los hilos fijados de la rueca./ Todo lo que padecemos como raza mortal,/ todo lo que hacemos viene de lo alto» (vv. 980-985). Abandonarse a la voluntad del hado —cedere fatis— es la enseñanza o moraleja —el «ὁ μῦθoς δηλoῖ» de las fábulas— que el coro pretende dejar hacia el final del horrible drama del protagonista.

Nadie se escapa del proyecto que el destino le fija. A cada quien le llega la resolución de los hados a la hora oportuna que han establecido: «A cada uno en su momento lo atraparán los hados; a nadie pasarán por alto» (Consolación a Polibio, XI, 3).

Son duros e inexorables. No podemos cambiarlos. No perdonan a nadie: «Podemos, sí, acusar a los hados por más tiempo; cambiarlos no lo podemos. Se mantienen rígidos e inexorables. Nadie los hace vacilar ni con insultos, ni con llantos, ni con razones. Nunca le ahorran ni le rebajan nada a nadie» (Consolación a Polibio, IV, 1). Y lo que causa más perplejidad: ni siquiera la virtud personal puede volverlos favorables u oportunos: «¡Oh hados despiadados e injustos con toda virtud!» (Consolación a Polibio, III, 3).22

Nos es obligatorio pagarles el tributo de aceptar su llegada. No caben ante ellos el soborno sentimental —ha aludido al llanto: fletu—ni las protestas callejeras estruendosas o el alboroto —convicio—. Simplemente, hay que sacar la bolsa del dinero y pagar el peaje que señalen, sin quejas ni protestas: «Paguemos sin quejas los tributos de nuestra condición mortal» (Epístolas, lib. XVII, 107, 6).

No obstante ese rostro duro de los hados, no por eso son injustos, aunque los hombres los tildemos de tales. El filósofo puntualiza que, si los recibimos mal, es por nuestra culpa, pues no tomamos conciencia de nuestra precariedad. Serán implacables, pero avisan: diariamente nos advierten del destino de la muerte, cuando —según visualiza Séneca— pasan ante nosotros los funerales de amigos y conocidos (cf. Consolación a Polibio, XI, 1), pero no siempre recogemos esa notificación de nuestra caducidad.

B. ACTITUD ANTE EL DESTINO

Precisamente el conocimiento de lo que somos es la postura primera y esencial ante el fatum. Ese realismo existencial es un presupuesto indispensable. Con él, aunque ya se esté viviendo, se ve la existencia como un camino más bien arduo, porque «vivir no es cosa deliciosa» (Epístolas, lib. XVII, 107, 2). La navegación del mare nostrum de nuestra vida va a ser agitada. No será, las más de las veces, un viaje de placer: «No será llano el camino; es preciso que vaya arriba y abajo, que quede a merced de las olas y guíe su navío entre remolinos» (Sobre la providencia, V, 9). Esa precariedad nuestra nos hace prever para la travesía golpes, heridas, pérdida de amigos, traiciones... Pero no hay senda distinta ni atajos: «A través de semejantes contrariedades deberás recorrer esta ruta escabrosa» (Epístolas, lib. XVII, 107, 2). En la vida se está instalado en un tendejón provisional, lleno de riesgos y de rayos. Y cada quien debe saberlo: «Sepa que ha llegado adonde retumba el rayo» (Epístolas, lib. XVII, 107, 3). Nuestros compañeros de morada terrena son las aflicciones, las enfermedades y la vejez. «Entre estos camaradas hay que pasar la vida» (ib.), concluye Séneca con epifonema sapiencial y una pizca de ironía.

Se trata de estar prevenido, como el soldado que vigila, sabiendo que el enemigo atacará, pero ignorando la hora. Prevención que no es sinónimo de miedo. A eso llama Séneca, con lenguaje militar, estar in procinctu: bien ceñido y aprestado, dispuesto a la re-acción en cuanto se divise la acción del adversario: «Permanezca en guardia el espíritu y no sienta nunca temor por lo que es inevitable; que aguarde siempre lo que es inseguro» (Consolación a Polibio, XI, 3). Se requiere preparación constante y diligente ante el fatum: «Así debemos vivir, así debemos hablar. Que el destino nos encuentre dispuestos y diligentes» (Epístolas, lib. XVII, 107, 12).

Aun con ese requisito psicológico imprescindible de la meditación previa de lo que pueda sobrevenir, ¿cómo se reacciona cuando ya están delante las dificultades de rostro real, no meramente imaginario? El filósofo hispanorromano va dejándonos unas pautas concretas de reacción hic et nunc.

Es imprescindible padecer lo que nos sobrevenga de adverso, considerando que no lo podemos enmendar o desviar. Rehusar aceptarlo es inservible: los hados terminan por llevar a rastras en pos de sí al que se les opone y no los recibe: «Los hados guían al que los quiere; al que los rechaza lo arrastran» (Epístolas, lib. XVII, 107, 11),23 comenta Séneca. Por lo que hace al caso, ahora solo interesa la segunda parte de esta sentencia. Ocasión habrá más adelante de recalcar la primera.

Hay que recibir el destino, con la capacidad y actitud de padecerlo —patientia—, cuando es exigente, opuesto a lo que pensábamos o doloroso. Esa patientia no se compagina ni deja espacio a la rabieta ni a la pataleta que, al final, va a tener que aceptarlo, porque ante el fatum no hay más remedio. En efecto, hay que soportar el destino con fortitudo, virtud que hace de quicio —cardo—, por lo que atinadamente la llamamos cardinal, y que es esencial en el catálogo moral estoico y romano: «Hay que sufrir cualquier cosa esforzadamente, porque todas ellas no se precipitan, como pensamos, sino que van llegando» (Sobre la providencia, V, 7). Dado que no podemos rechazar ni modificar lo que nos sobreviene, particularmente cuando es adverso, lo menos que podemos hacer es aguantarlo. El paso siguiente es sobrellevarlo como venido de la providencia divina: «Lo mejor es soportar lo que no puedas enmendar, y acompañar sin quejas a Dios, por cuya acción todo se produce» (Epístolas, lib. XVII, 107, 9). Se ha avanzado algo, pero estamos aún entre las fronteras del sustine —o «tienes que aguantar»— y del abstine, que exige no caer en el nolle —o mala voluntad— que reniega ante los fata. Como se percibe, estos son linderos muy estoicos.

 

Pero ¿no habrá una respuesta que no se quede en la re-acción del aguante, sino que pase a la acción positiva o, si se permite, a la pro-acción, que sepa ofrecer lo propio y lo apropiado al movimiento de respuesta? Es la pregunta por la libertad. Veremos en el párrafo conclusivo de este capítulo cómo la afronta Séneca y, en realidad, con él, el estoicismo, que es como decir el hombre guiado por la ratio. Pero antes conviene dejar terminado el universo de los que aparecían en el título del capítulo como imponderables o fenómenos que en el viaje a la Siracusa de la felicidad no está en nuestras manos doblegar.

2. LA FORTUNA

La fortuna o fors, considerada de modo abstracto, no difiere mucho del concepto de los fata o del destino tal como se ha analizado hasta ahora en Séneca. Cicerón traza el puente de las sinonimias entre estos vocablos y otros como casus y eventus. Conviene tener en cuenta su reflexión. La vierte él en una sintaxis, esta vez algo accidentada y apretada, que trata de respetar esta traducción: «¿Qué otra cosa son el azar, o qué la fortuna, la casualidad, el acontecer, sino cuando algo de tal manera cae, de tal manera sucede, de tal manera se presenta que podría por lo menos caer y suceder de otro modo? ¿Cómo puede presentirse y predecirse lo que sucede temerariamente por la ciega casualidad y volubilidad de la fortuna?».24

A. IDENTIDAD

Séneca la compara con un gladiador que busca rivales aguerridos, dignos de él (cf. Sobre la providencia, III, 4). También la presenta con la prosopopeya de una flechadora o lanzadora de dardos —al ejemplo de la diosa Diana cazadora— que mata a sus presas. Uno de ellos ha sido el hijo de Marcia, y lo ha elegido como víctima, objeta esta matrona romana (cf. Consolación a Marcia, XVI, 5-6.

En efecto, la fortuna, en el panteón romano, recibe culto de diosa.

Como el fatum, no respeta a nadie, sobre todo a la hora de la muerte. Es arrolladora y atrevida: «Así ha sido la fortuna en los asuntos humanos. Así será. Nada ha dejado sin intentar, nada dejará sin tocar. Marchará arrebatada por todas partes, tal como ha acostumbrado siempre» (Consolación a Polibio, XVI, 5).

Con frecuencia se la representa como ciega, pues parece que reparte sus dones sin ver a quién los da, y los retira del mismo modo: sin saber a quién se los sustrae. Séneca también se sirve de ese mismo icono de la Fortuna invidente que ofrece asuntos y regalos tan ciegos como ella: «La fortuna esparce sin ningún orden las cosas humanas y fomenta asuntos ciegos aún peores» (Fedra, vv. 978-980).25

Y aparece también dibujada en las páginas del cordobés como la perturbadora de todo, como la borrasca que suscita tempestades por doquier. No es de extrañar que se muestre esquiva e intratable con casi todos: «¿No sabes con qué violentos temporales la suerte lo perturba todo, cómo a nadie se le ha mostrado favorable y accesible sino a quienes han tenido con ella poquísimo trato?» (Consolación a Marcia, XXVI, 2).

Puede aplicarse a la fortuna, como al fatum, el verso de Publilio Siro, comediógrafo del siglo I a. C.: «A cualquiera puede sucederle lo que a uno le puede pasar». Séneca lo cita, aunque reconoce que la valía de este poeta es intermitente (Sobre la tranquilidad del espíritu, XI, 8 [7 en algunas ediciones]).

Por ese atrevimiento de la fortuna y por su ceguera, nos resulta con frecuencia difícil de enmarcar en nuestras categorías racionales, porque o las sobrepasa o las contradice. Cicerón, con cierta razón, la llamó, por eso, irracional: «No hay nada tan contrario a la razón y la firmeza que la fortuna».26

Tras ese concepto de fortuna en una dimensión más general, hay otro más cercano a las personas: el de la fortuna como situación en la vida o condicio.

En cierto sentido, esa condicio es la versión de la fortuna o del destino para cada uno. Una versión personalizada de ella. Por eso, hay buena o mala fortuna en la vida personal. Y esa condicio abarca también los que llamamos bienes de fortuna.

Es en este terreno donde la fortuna se muestra más variable y versátil —versabilis, escribe el filósofo—. En el mundo latino, más frecuentemente se la designa como anceps o ambigua. Y su ambigüedad salta sobre todo en las batallas: nunca se sabe de qué lado puede estar, quién puede ganar o gozar de la anceps fortuna. Tal incertidumbre la concreta Séneca con ejemplos de famosos: Lucio Elio Sejano, el prepotente valido de Tiberio; Creso, Yugurta, y otros que, de ricos y poderosos, tuvieron un triste final. Por eso, antes de acudir a esos casos particulares (cf. Sobre la tranquilidad del espíritu, XI, 11-12), el de Córdoba pone en guardia a Anneo Sereno, el destinatario del mencionado diálogo: «Ten presente que toda condición es variable y que todo lo que arremete contra alguien puede arremeter contra ti» (Sobre la tranquilidad del espíritu, XI, 8). Esto lo escribe Séneca cuando estrenaba la década de los cincuenta. Aproximadamente diez años antes, tal vez en los del destierro de Córcega, había escrito la tragedia Agamenón, representación de la caída de este rey de Micenas. Es otro testimonio de lo quebradiza que es la fortuna. En el mundo griego, también a Agamenón le engañó la fortuna, y mucho antes que a los citados arriba. Lo evidencia el coro, que traza este retrato de la Fortuna: «Oh falaz Fortuna para los grandes bienes de los reinos. Pones en la incertidumbre del despeñadero a los demasiado encumbrados» (vv. 57-59). El filósofo y dramaturgo hace que el coro concluya epigramáticamente con la enseñanza: los que están en el poder no tienen ni un día de sosiego: «Nunca los cetros han tenido plácido descanso o un día seguro de sí mismos» (vv. 60-61). Los reinos y los reyes parecen más expuestos en su condicio a los vaivenes de la fortuna.

A golpe de ejemplos que están en la mente de todos —particularmente la reciente caída de Sejano— o en la cultura general, salta a la vista que la fortuna puede trastornarlo todo, y a todos ponerlos patas arriba, sin consideración alguna o temor de parte de ella. Con razón se la representa como una rueda la rueda de la fortuna—. «Fortuna rotat» (v. 86), y así lo que hoy está arriba quedará abajo en cuanto la fortuna se mueva; y al revés (cf. vv. 101-107).

B. ACTITUD ANTE ELLA

No difiere mucho de la repasada para el destino. Solo que aquí las reflexiones son más perceptibles, sobre todo en lo que toca a la condicio.

La primera reacción espontánea casi inevitable será casi siempre el lamento; tal vez, la queja; no sé si incluso la protesta.

Es el desahogo inicial. Ni siquiera Séneca lo suprime. Más aún, invita a Polibio a que no lo refrene. Y el mismo Séneca le cede las palabras: «¿A qué esperas? Quejémonos o, mejor, yo mismo haré mía esta reclamación: “Oh suerte injustísima a juicio de todos, hasta aquí parecías haber preservado a este hombre, que por merced tuya había alcanzado tanta consideración que su prosperidad había escapado a la envidia, cosa que raras veces ha sucedido a alguien”» (Consolación a Polibio, II, 2). Séneca le dirige un apóstrofe elegíaco sentidísimo, aunque algo retórico y, por cierto, muy largo: abarca casi dos capítulos (II, 2 y III íntegro) de esa consolatio. Esos dicterios son frecuentes en las letras latinas. Uno de los más vehementes se lo lanza Horacio: «¡Ay, Fortuna!, ¿qué otro dios hay más cruel que tú para con nosotros?».27 Pero en las líneas del texto es el corazón de Polibio el que habla, cuyos latidos de dolor por la muerte de su hermano interpreta Séneca. Y hay que acoger las razones de ese corazón destrozado. Ahora bien, como esas respuestas quejumbrosas son inservibles ya ante el dictamen de la fortuna, conviene dejar el paso a reacciones que ayuden.

Así, en segundo lugar, conviene acostumbrarse a lo que cada uno ha recibido de la fortuna. Todos estamos ligados con la fortuna: quien esposa a otro y le condiciona su existencia, está él mismo encadenado antes por la fortuna; y no importa el material de la cadena, como describe con viveza Séneca: «Todos estamos amarrados a la suerte. La cadena de unos es de oro y floja; la de otros, tirante y herrumbrosa, pero ¿qué más da? La misma prisión nos encierra a todos juntos, y están maniatados incluso los que han maniatado» (Sobre la tranquilidad del espíritu, X, 3). En consecuencia, cada quien tiene que acostumbrarse a su propia condición y situación. Si le agrada, se habituará sin dificultad. Si no le agrada, como sucederá las más veces, tendrá que amoldarse e ir poco a poco ahogando las quejas: «Hay que habituarse a la condición de uno y quejarse de ella lo menos posible y atrapar todas las oportunidades que uno tenga a su alrededor: nada hay tan amargo como para que un espíritu equilibrado no encuentre en ello algún consuelo» (Sobre la tranquilidad del espíritu, X, 4).