Comunicación y cultura popular en América Latina

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El tercer “laboratorio” en que pueden estudiarse las políticas indígenas y los regímenes de alteridad, corresponde temporalmente a las décadas centrales del siglo XIX. Se trata del desarrollo de la organización política conocida como Recta Provincia o República de la Raza, que ha sido tematizada exclusivamente como una organización de brujos. En un artículo publicado recientemente (Catepillan, 2019) propuse que esta organización, en cambio, debería ser comprendida como un experimento político de la población mapuce de Chiloé, orientado a aunar tres dimensiones aparentemente incompatibles: a) las experiencias y conocimientos derivados de la antigua República de Indios, b) la comprensión mapuce de la sociedad y el bienestar corporal y c) la política liberal de la República de Chile, con la cual los dirigentes indígenas de Chiloé parecen haber estado comprometidos, a pesar de que los funcionarios de la República de Chile no lo percibieran de tal modo. Perseguida penalmente en 1880-1881, es probable que la organización propiamente tal dejara de existir en las décadas finales del siglo XIX (no así las prácticas y conocimientos que aquella organización intentaba normar). Como fuere, no deja de ser una conjetura con poco sustento documental (aunque atractiva) la propuesta que hice en aquel artículo a partir de la biografía de Cosme Damián Antil, un habitante de Chiloé que fue cacique antes de la incorporación a Chile y luego de 1826: sacristán, tinterillo y agricultor, electo municipal en Castro, designado juez de primera instancia, ciudadano con derecho a voto, monarquista, brujo-maci y dirigente de la Recta Provincia.

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El último “laboratorio” en el que me interesa detenerme consiste en los procesos contrastados que coinciden temporalmente en la primera mitad del siglo XX: la etnificación mapuce de ciertos indígenas chilotes o “mapuchización” y la etnificación nacional-regional del ciudadano de Chiloé o la fundación de la identidad chilota contemporánea.

Respecto de la “mapuchización”, se trata de la primera vez que cierta población indígena de Chiloé articula un discurso explícitamente étnico de su propia identidad. Y lo hace, para seguir con las novedades, por primera vez sumándose a una identidad mapuce. El tema, como mucho de lo que vengo diciendo en este capítulo, todavía no ha sido estudiado en profundidad. Me parece, de todos modos, que este importante giro puede relacionarse con los efectos del asimilacionismo chileno: los grupos que se “mapuchizaron” en la década de 1930 estaban ubicados exclusivamente en la comuna de Quellón, en el extremo sur de la provincia y donde desde el siglo XIX se decía que era el único lugar donde vivían “indios puros”. Pero también debe relacionarse con la creciente demanda de tierra en la provincia de Chiloé (que comienza antes de la gran inscripción fiscal del año 1900), con la posibilidad de acceder a las leyes de protección indígena elaboradas por el Estado de Chile para la Araucanía histórica, con el desarrollo de un movimiento político mapuce vigoroso e imaginativo, capaz de hacer circular ideas más allá de sus filas y con la movilidad de los chilotes hacia el norte y de determinados dirigentes mapuce del norte hacia Quellón (como Manuel Aburto Panguilef o Fermín Lemuy) (Catepillan, 2018, pp. 375 y ss.). Durante la mayor parte del siglo XX, todo el movimiento indígena en Chiloé estuvo vinculado a este proceso de “mapuchización”. En buena medida, este fue la condición habilitante para la eclosión étnica que se vive en Chiloé a partir de la década de 1990, en concordancia con la emergencia indígena en Chile y América Latina.

Algunos años antes, ciertos intelectuales ancuditanos como los hermanos Francisco y Darío Cavada, Humberto y Antonio Bórquez del Solar, Pedro Barrientos y Roberto Maldonado comenzaron a preocuparse por definir qué era la identidad chilota y cuál era su relación con la identidad chilena. Podríamos hablar de estos intelectuales y sus trabajos como los creadores de una ideología provincial del mestizaje, afín a las chilenidades dominantes del periodo, afín a las disciplinas que descollaban por entonces en el estudio y producción de la identidad nacional (folclor, lingüística, antropología, historia y literatura) y, por sobre todo, negadora de las identidades indígenas que supuestamente habrían sucumbido en Chiloé por un proceso de mestizaje muy acabado (Catepillan, 2018, pp. 408 y ss.).

Quizá es en este laboratorio, más que en los anteriores, donde con mayor claridad se pueda apreciar la producción mutua, interactiva, de la nacionalidad y de la alteridad. Más aún si consideramos el carácter marginal de estos procesos, que por lo mismo resaltan las peculiaridades tanto de los nacionalismos culturales chilenos como de los movimientos políticos mapuce con los que dialogaron.

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A lo largo de este capítulo hemos visto un bosquejo de la explicación teórica de por qué es posible y provechoso estudiar el centro a partir de la periferia. Del mismo modo, hemos visto un bosquejo de los cuatro laboratorios chilotes en los cuales interactúan de manera muy clara la política indígena, los regímenes de alteridad y la formación del Estado-nación en Chile. La posición más recurrida en estos aspectos ha sido, a pesar de la abundante evidencia documental, omitir las identidades indígenas, en conformidad con la “prosa del Estado” (López, 2012). Y eso es lo que parece señalar el hecho de que sean poquísimos los estudios que abordan estas cuestiones, para el siglo XIX, en espacios indudablemente integrados a la República de Chile. Es cierto, sin embargo, que al presente la principal certeza es que existen más preguntas que respuestas en lo que toca a los modos en que la República de Chile ha “nacionalizado” las bases de la sociedad, a los modos en que esta república ha lidiado con las identidades indígenas que no están vinculadas directamente a la Araucanía histórica, a Rapa Nui y a la frontera peruano-boliviana y aun en lo que toca a los rumbos inesperados de este proceso producto de las múltiples tensiones e impugnaciones locales.

Con entusiasmo he dado con dos publicaciones que estudian estos temas en la actual región de Valparaíso. Tanto en el estudio de Venegas (2009) como de Godoy y Contreras (2008) se identifican pueblos de indios del periodo colonial que insistieron en mantener sus autoridades y propiedad comunal en pleno contexto liberal. Uno de ellos, al menos, con éxito hasta el presente. Quizá la propuesta que he desarrollado en este artículo sirva para volver sobre aquellos casos y aun sobre otros análogos, saliendo del localismo con que han sido estudiados. Un localismo, por otra parte, que ha obliterado la posibilidad de investigar en sus anales un problema más amplio. En último término, ¿cómo gestionó el Estado-nación chileno la alteridad “más acá” de la antigua “frontera de guerra”?

Por último, espero haber mostrado a lo largo de estas páginas las posibilidades que ofrece el estudio de los márgenes para el conocimiento de lo que ha sido la historia mapuce. Y, por lo tanto, una de las formas de ponerla a resguardo de las proyecciones esencialistas elaboradas igualmente por partidarios y detractores del movimiento mapuce contemporáneo. Solo una historia que sea capaz de dar cuenta de aquellos márgenes mapuce podrá servir al propósito de imaginar un Wajmapu y una nación mapuce amplias e incluyentes. Respecto de las “culturas populares”, para concluir, no me parece descabellado pensar que este texto pueda servir, asimismo, a la imaginación de una diversidad traspuesta, quizá, por los archivos del Estado, por su prosa y, más aún, por los nacionalismos.

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Las resignificaciones discursivas de la imagen de la Virgen de Guadalupe: De la representación de lo popular a significante de la McDonalización

Juan Alegría Licuime

Acercamiento a la problemática e introducción

Desde el anuncio de su aparición el 9 de diciembre de 1531 en el cerro del Tepeyac, la presencia de la Virgen de Guadalupe y su rostro mestizo han sido determinantes para repensar la conformación de múltiples identidades en Latinoamérica. Su fuerte relación con el mundo indígena nos habla de una imagen con múltiples significados, donde confluyen las antiguas tradiciones del mundo prehispánico y las prácticas simbólicas propias del cristianismo. Es una imagen-relato que, en palabras de Gombrich (1999), se corresponde con la narración y el discurso. Narración que resalta la negritud de su rostro, situación que la ubica fuera de los parámetros de blanquitud que impregnó la empresa de la Conquista y donde el mundo indígena y sus prácticas culturales eran consideradas un obstáculo para el desarrollo (Bonfil, 1990). Por lo demás, la figura ha tenido a través del tiempo un fuerte componente emancipador, transformándose en un mensaje de esperanza para los pobres del propio México y América (Nebel, 1996). Sin duda, su riqueza discursiva reside en su funcionamiento como vínculo entre las concepciones míticas de los indígenas y la impronta religiosa de los conquistadores. Sin embargo, debemos considerar que no existe una visión única del fenómeno mariano en América. Como bien indica Sonia Montecino (2007) es posible encontrar una literatura en pro y en contra de la figura mariana, problemática que se manifiesta a su vez desde ópticas emancipadoras y otras opresoras. Aun más, para Montecino la impronta de la Virgen ha servido como tabla de salvación para la configuración de una identidad no problemática en Latinoamérica (2007, p. 39).

Considerando las aprensiones anteriores, hablamos más bien del icono guadalupense como un campo en disputa, donde las culturas hegemónicas y las culturas populares entran en conflicto. Problema que para Ticio Escobar (2008), tiene que ver con el propio desarrollo de las formas estéticas producidas por los sectores subalternos y que apuntan a la renovación del sentido colectivo de la comunidad. En ese contexto, han sido los sectores populares los que durante siglos han logrado resemantizar constantemente la imagen; relación que cruza el mundo precolombino, la época colonial, la efervescencia independentista y el México moderno. No obstante, la relación particular entre la Virgen de Guadalupe y el mundo precolombino es fundamental para comprender el sustrato simbólico de esta última. Esta caracterización ha sido reconocida por varios autores, siendo Richard Nebel quien sistematiza tales argumentos en su libro Santa María Tonantzin Virgen de Guadalupe (1996). También Octavio Paz se refiere a esta relación con las siguientes palabras: “La Virgen católica es también una madre (Guadalupe-Tonantzin la llaman algunos peregrinos indios) pero su atributo principal no es velar por la fertilidad de la tierra sino ser el refugio de los desamparados” (2014, p. 93).

Es así como las metáforas de protección, amparo o resistencia son recurrentes al momento de trazar la proyección de la propia imagen. Sin duda, tal característica se transformará posteriormente en la resignificación del símbolo de la Virgen morena como parte del proceso independentista de México. Más contemporáneamente, el símbolo será utilizado por el ejército de Emiliano Zapata (Zarebska y Gómez, 2002) como parte de su prestancia simbólica; gesto que también ha realizado el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a partir del levantamiento insurgente del primero de enero de 1994 (Torre, 2016).

El arraigo de la impronta de la Virgen morena ha acompañado por generaciones a las masas populares de México y, por consiguiente, las propias prácticas de devoción guadalupana mantienen poderosos vínculos con una serie de ritualidades que dan sentido a su propia existencia y vida. Tal relación se materializa en la figura de Tonantzin, madre de los dioses de los antiguos aztecas, en la cual la propia configuración etimológica de su nombre deja en evidencia su condición de madre; to se traduce como nuestro, nantli como madre y tzin expresa amor y reverencia (Zarebska y Gómez, 2002). Al mismo tiempo, la imagen ocupa un lugar importante en las redefiniciones simbólicas y culturales que están ocurriendo a partir del consumo y la globalización. La figura de la Virgen no está exenta de tal problemática, siendo constantemente reapropiada a través de estrategias comerciales o la reconfiguración de su función simbólica.

 

En este punto, debemos considerar que la propia imagen se inserta en campos simbólicos muchos más amplios, como el turismo religioso, el comercio de las artesanías y la propia ideología del consumo. Respecto al primer punto, como se señala en el artículo “La importancia del turismo religioso en México” (García, Pérez y Navarrete, 2017), este es un fenómeno social y económico, que ha suscitado el interés del mundo académico y del empresariado a partir de las posibilidades de dinamismo que les otorga a las comunidades receptoras de visitantes. Como advierte el artículo, para el mundo empresarial esta clase de turismo representa una posibilidad cierta de acrecentar sus inversiones y nuevas oportunidades de negocios. De hecho, el día de la Virgen de Guadalupe se posiciona como uno de los grandes eventos religiosos globales y acapara la atención de millones de turistas y devotos (García, Pérez y Navarrete, 2017). Es más, se habla de 18 millones de visitas durante los festejos, cifra casi equivalente a la población de Chile.

En relación al comercio de artesanías, el propio Santuario de Guadalupe actúa como un gran almacén de distribución de tales bienes. Al respecto, Mary Douglas y Baron Isherwood (1990) sostienen que no hay que hacer distinciones entre bienes que satisfacen necesidades físicas (comer, protección, entre otras) y el consumo del ballet o la poesía. A las últimas, los autores las denominan “necesidades espirituales”. De ahí que cuando discutimos sobre bienes espirituales hablamos del consumo de una amplia gama de posibilidades de artefactos, donde sin duda las artesanías juegan un papel determinante. Por ejemplo, Victoria Novelo las llamará artesanías de baja calidad, surtidos predilectos para los turistas barateros que viajan en avión (1993). Para la misma autora, también existen artesanías más refinadas, artesanías que limitan con productos de diseño y cuyos creadores tienen estudios en el extranjero y son reconocidos por sus obras (Novelo, 1993, p. 253). Nos encontramos también entonces, con diferentes modalidades de consumo y es en el mercado turístico donde prioritariamente circulan las artesanías para el dispendio de los sectores de altos ingresos. Hablamos de una ideología del consumo donde la figura ancestral de la Virgen de Guadalupe se transforma en un producto de marketing.

Un ejemplo de lo anterior lo constituye la serie dramática La Rosa de Guadalupe (creada y transmitida por Televisa desde el año 2008), donde la trama de las historias se centra en narrativas individuales que piden la protección de la Virgen o su mediación para resolver algún conflicto, perdiéndose definitivamente su componente colectivo y político. A lo anterior se agrega la gran profusión de artículos y productos comerciales que circulan con su imagen, souvenirs posibles de encontrar en las grandes cadenas comerciales. Tal proceso se evidencia con la marca de reconocimiento mundial Distroller. La compañía se ha hecho famosa en el mundo principalmente por evocar las tradiciones mexicanas con el diseño de personajes de la cultura, la religión y la vida cotidiana de los mexicanos. Particularmente reconocido es el diseño de la marca Virgencita Plis, una caricatura de la Virgen de Guadalupe en versión infantil (Imagen 1).


Imagen 1. Diseño de la Virgen de Guadalupe utilizada por Distroller. Fotografía del autor.

En una entrevista de archivo para la revista Comercio Exterior Bancomext, Gabriela Pavón, encargada de comercio exterior de la compañía, declaraba lo siguiente ante la pregunta por el origen de la marca:

Mediante un programa de diseño, Amparín genera una propuesta creativa de la Virgen de Guadalupe muy diferente de la imagen a la que la gente está acostumbrada. Amparo es superguadalupana; entonces, parte de su inspiración y la caricaturiza: le pone frases amables, divertidas, cotidianas y crea un concepto único con iconos muy representativos. Ahora se ha convertido en una figura mucho más simbólica y ya es la representación de una virgen, no importa de cuál territorio, porque Amparín va adaptando el modelo al lugar y al tipo de proyecto que corresponde. (Pavón, 2018)

En la misma entrevista, Pavón señala como uno de los grandes logros de la compañía el posicionamiento de sus productos bajo la alianza de grandes corporaciones mundiales, como el gigante Walmart. Al respecto, para Richard Sennett (2006) estas megacorporaciones son una de las tantas características de la nueva cultura del capitalismo, en el cual se combinan la innovación respecto al trato con sus proveedores y el uso de tecnología avanzada. Es más, para el sociólogo estadounidense, Walmart es un ejemplo culminante de los nuevos modelos empresariales, donde su productividad deriva de la creciente innovación gerencial. Es decir, el poder de la empresa reside en privar de poder a los sindicatos y tratar a la masa trabajadora como empleados provisionales y donde el poder de la propia empresa reside en la centralización de sus decisiones (2006). Otra característica del éxito de estas grandes tiendas es su centralización de pedidos o demanda, es decir, son grandes almacenes donde es posible encontrar toda clase de productos, desde bienes materiales hasta espirituales.

Asimismo, las industrias culturales y los códigos propios del mundo globalizado nos hablan de tecnologías de hibridación cultural que producen a su vez complejos procesos de desterritorialización de las culturas locales. De ahí que podemos formular las siguientes interrogantes: ¿Cuáles son los alcances de la desterritorialización del símbolo guadalupano en su emplazamiento como sustrato de las culturas populares? y ¿cómo la propia resignificación de la imagen da cuenta de su apropiación por las culturas hegemónicas?

Una hipótesis plausible frente a tales acontecimientos, consiste en interpretar la imagen como un campo de visibilidad. Es decir, que los hechos simbólicos asociados a la imagen en el transcurso del tiempo, dan cuenta de las redefiniciones de las propias culturas populares en diferentes contextos históricos. En términos más estrictos, el icono guadalupense adquiere un índice de inteligibilidad como parte de lo que George Ritzer (1996) denomina “McDonalización”. Este es un proceso complejo donde se subsumen términos como: eficacia, cálculo, predicción y control. Sin embargo, lo decisivo de este acontecimiento es entender el modelo racionalizado de la comida rápida como característica de las sociedades contemporáneas, en las cuales los flujos y los desplazamientos (mercancías, tiempo, gustos, etc.) determinan formas de consumo y apropiación de lo simbólico a partir de narrativas deshistorizadas. Así, tenemos como resultante individuos que se apropian de hechos simbólicos, como artesanía, hitos patrimoniales, etc., pero tal apropiación es solamente decorativa o superficial, ya que el interés no está puesto en el objeto en sí, sino en su vinculación con otros signos o tramas de sentido que definen posiciones sociales, estatus, distinción y jerarquización. Tal acción, amerita considerar el mercado como un espacio de intercambio económico, pero también como un campo donde se están reformulando las nuevas identidades (García Canclini, 2009).

Metodología de trabajo

La metodología utilizada en este trabajo exige un abordaje interdisciplinar que pueda dar respuesta a las distintas dimensiones del caso a estudiar. Por ende, el enfoque hermenéutico que adquiere la investigación y que se complementa a su vez con elementos de la teoría del discurso de Michel Foucault, en función de abordar la complejidad del tema en cuestión. Se trata entonces de pensar el símbolo guadalupano como un documento o un texto abierto al campo de la interpretación. Parafraseando a Paul Ricoeur (2003), lo simbólico lo concebimos aquí como una estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal permite designar la suma de otro indirecto y figurado y que a su vez solo puede ser referido a través del primero. Ricoeur agrega que tal modalidad de análisis de demarcación y relación constituye el método hermenéutico. Al mismo tiempo, el filósofo y antropólogo francés propone la misma articulación referencial del símbolo para el concepto de interpretación:

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