Comunicación y cultura popular en América Latina

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En las fronteras de Chile y del Wajmapu: Políticas indígenas y regímenes de alteridad en Chiloé (siglos XVIII-XX)

Tomás Catepillan Tessi

Aunque la pregunta por el origen es una cuestión que no agota las inquietudes de los historiadores (Bloch, 2001), existen ocasiones en que la etimología de las cosas, en este caso un texto, nos facilita su presentación. Originalmente propuse dos ponencias a la Conferencia Internacional de Comunicación y Cultura Popular en América Latina y el Caribe. La necesidad impuso la cordura y de las dos resultó una sola presentación, que es precisamente la que tenía el título que encabeza estas planas. La ponencia desechada, que tenía su propio ritmo y sus propias pretensiones, tenía además un título quizá más evocador: “El político brujo: Sobre la historia indígena en el Chile decimonónico”.

Lo brujo, en primer lugar, pretendía utilizarlo como sinónimo de falso y simulado. Quería utilizar esta palabra como una manera de retomar la imposibilidad de nombrar al indígena como sujeto político en el lenguaje republicano propio del Chile decimonónico (y quizá de buena parte del siglo XX), así como una manera de aludir a la usual sospecha de impostación que proyectan ciertas visiones esencialistas sobre la población indígena. Pero aquella palabra me servía también para hacer referencia a otro asunto, quizá más concreto: el hecho de que los dirigentes políticos indígenas en la frontera austral del Chile decimonónico efectivamente fueron brujos en tanto dirigentes y viceversa, al punto de que tenían una organización cuyo principal cometido era el resguardo del Azmapu,4 o la ley indígena.

Algo de aquello tendremos que revisar en los párrafos que siguen, aunque quizá pierda la centralidad que habría tenido en la ponencia y capítulo que no fue. De todos modos, aquella incapacidad republicana por reconocer la agencia política indígena sí es central en el texto que usted está leyendo, toda vez que abordaré en lo sucesivo el estudio del fenómeno nacional-estatal desde dos temas aparentemente marginales: la política indígena en Chile (y por tanto las identidades indígenas en el mismo país) y la historia regional de la provincia de Chiloé. Estas materias las trataré a lo largo de siete secciones, en las cuales abordaré las coordenadas conceptuales, los ejes respecto de Chile y del Wajmapu (el país mapuce) con los que dialogaremos, las principales características que me interesan de la frontera austral del Chile decimonónico y cada uno de los cuatro momentos de aquella frontera que funcionan como ventanas o, más bien, laboratorios en los cuales se pueden estudiar las políticas indígenas y los regímenes de alteridad. Espero a lo largo del texto mostrar, teórica y prácticamente, la utilidad de acudir a la historia indígena en Chile y a la historia regional de Chiloé para estudiar el proceso de construcción del Estado-nación chileno.

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Respecto del título de este capítulo, la idea de política indígena encierra una valiosa ambivalencia. Usualmente, la expresión se utiliza para referirse a las políticas públicas que tratan sobre los indígenas con lo que, por lo general, la población indígena es categorizada como agentes pasivos frente a un Estado activo. En otro sentido, y como uso la expresión en este texto, la idea de política indígena sirve para hacer referencia a las pretensiones y actividades políticas de la población reconocida como indígena. Lo que supone el problema, en primer lugar, de definir qué, quién y cómo ha sido definido o reivindicado históricamente como indígena.

La clave al respecto, según propongo, retomando el trabajo de Paula López, está en abordar el estudio del conjunto de aquellas “relaciones sociales históricamente constituidas que permiten que un grupo determinado se identifique o sea reconocido como singular, como “diferente”, en circunstancias precisas y frente a actores específicos” (López, 2017, p. 5). En otras palabras, la clave está en abordar el estudio de lo que otras autoras han denominado los regímenes o formaciones nacionales (y provinciales) de alteridad (López, 2017; Briones, 2005; Cadena, 2008; Lenton, 2005).

Como se puede suponer, si lo indígena es una definición histórica condicionada por relaciones sociales históricamente constituidas, es probable que estos regímenes o formaciones de alteridad no se limiten a la existencia de marcos estato-nacionales (existirían, asimismo, regímenes de alteridad asociados al anterior Estado monárquico, p.e.). Más todavía, desmenuzando aquel “conjunto de relaciones”, podríamos mencionar la necesidad de considerar también los discursos articulados por el Estado, de manera consciente o no, como los que aparecen, por ejemplo, en la legislación sobre indígenas o en aquello que ha sido denominado indigenismo. Del mismo modo, deberíamos considerar en conjunto con la legislación y con aquel campo indigenista, las prácticas concretas del Estado, así como las definiciones e interacciones sociales, propias y ajenas, que son condición de lo indígena.

Detrás de estas definiciones está la idea de que la política y las identidades indígenas son históricas y de que dicha historia es necesariamente, aunque en el margen, la historia del Estado que ha contribuido a trazar aquellos “regímenes de alteridad” (López, 2017, p. 4). Se vuelve necesario, por lo mismo, aclarar la perspectiva que utilizo para estudiar el fenómeno estatal.

Lejos de pensar el Estado en los términos con que sus agentes continuamente lo definen (un ente autónomo, homogéneo, coherente), me sitúo al respecto desde la antropología del Estado (Sharma y Gupta, 2006; Corrigan y Sayer, 2007) y, por lo mismo, no parto del supuesto de que existen modelos ideales y prácticas más o menos alejadas de ellos, sino de la idea de que el Estado es un artefacto cultural e histórico: existe en sus prácticas cotidianas, realizadas siempre localmente y en un entramado de intereses, relaciones y subjetividades, de manera desigual en el territorio sobre el que pretende su soberanía, así como existe en las representaciones realizadas por o sobre él. Por lo mismo, al abordar el estudio del Estado se vuelve fundamental la decisión respecto del lugar desde dónde se estudiará.

A partir de las definiciones de la microhistoria (Ginzburg, 1999), los estudios de frontera (Grimson, 2000; Sahlins, 1991) y la historia regional, de larga data en la tradición historiográfica, se entiende que la elección de este lugar se realice descentrando la mirada o, en otros términos, que pretenda en este capítulo ir al margen para hablar del centro, algo particularmente provocador en un país que se ha construido en torno al centralismo (López Taverne, 2014) y particularmente provechoso por ser precisamente en los márgenes donde el Estado se reconfigura y donde aparecen con mayor claridad sus contradicciones (Rubin, 2003; Das y Poole, 2008).

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Considerando todo lo que he adelantado, resulta necesario que ahora volvamos la vista específicamente a Chile y Chiloé, en el entendido de que la elección de un buen caso de estudio resulta fundamental para la obtención de resultados, siguiendo la perspectiva propuesta.

Existe cierto acuerdo en torno al carácter liberal que adoptara tempranamente el Estado-nación chileno, lo que podría apreciarse en el hecho de que este Estado fue oficialmente ciego a las diferencias de su población, construidas como étnicas o raciales durante prácticamente todo el siglo XIX (Loveman, 2014, p. 81), en la homologación de nacionalidad y ciudadanía (p.e. en la Constitución de la República de Chile de 1833) y, por lo tanto, en el significado específicamente político de la nación que sirvió de eje a la República de Chile en sus primeras décadas de vida (Wasserman, 2009; Cid y Torres, 2009). Y, sin embargo, como es conocido, la ciudadanía en Hispanoamérica se montó sobre el vecinazgo español (Guerra, 1999), de donde procede, en buena medida, el llamativo contraste entre la temprana abolición en Chile del tributo indígena y de las denominaciones socioétnicas del periodo monárquico, y la continuidad de las jerarquías sociales y aun de los paradigmas raciales propios de la sociedad del reino de Chile. A pesar de la poca literatura respecto de la historia racial del Chile decimonónico (Lepe-Carrion, 2016), me parece que este contraste en parte fue velado a través de una política de asimilación interna y mediante un proceso de territorialización de lo indígena en la Araucanía histórica (aunque muy probablemente siguiendo un uso dieciochesco). A partir de la Independencia y, más aún, de la consolidación del proyecto liberal-conservador que triunfa en 1830, la Araucanía histórica será el eje gravitacional de todo discurso posible sobre lo indígena (Pinto, 2000; Stuven y Cid, 2013; Vergara y Foerster, 2005). En otros términos, será el único espacio reclamado como propio por el Estado-nación chileno en el cual el mismo ente reconocerá la existencia de una identidad distinta a la del ciudadano chileno. Independiente de que pueda explicarse este reconocimiento por la autonomía de la población mapuce de la Araucanía histórica, ejercida hasta 1860-1881, esta “territorialización” de lo indígena en Chile será fundamental para comprender los regímenes de alteridad en el Chile republicano y aun los modos en que se articularon las identidades indígenas y la política indígena a lo largo de los siglos XIX y XX.

Esta “territorialización” de lo indígena en Chile, por otra parte, encubre fenómenos acaecidos en territorios al norte del Biobío y al sur de Valdivia, como ha mostrado en parte el profesor Jorge Vergara (2005) y como puede apreciarse por la inexistencia casi absoluta de estudios que aborden la relación entre población indígena y República de Chile durante el siglo XIX o entre el liberalismo y la población india, que no basculen en la Araucanía histórica.5 Y esto, a pesar de la abundante bibliografía al respecto para otras partes de Hispanoamérica6 y aun a pesar de que es común encontrar referencias a población “india” e “indígena” en la documentación estatal de las administraciones locales al norte del Biobío y al sur de Valdivia, y aun en los discursos escritos (prensa, relatos de ficción, etcétera) de prácticamente todas las provincias chilenas.

 

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Chiloé, frontera austral de Chile y del Wajmapu (el país mapuce), ciertamente tiene mucho que decir al respecto. En primer lugar, por la composición de su población. Para 1840, según el prefecto general de las misiones de la República de Chile, en Chiloé existían 19.991 indios o un poco menos de la mitad de la población local (Unzurrunzaga, 1840, p. 10). De manera semejante, para la década de 1780 según informes de los franciscanos del colegio de Santa Rosa de Ocopa y del intendente de la provincia, resulta que vivían en la provincia de Chiloé entre 11 y 12 mil quinientos indios, así como entre 10 y 16 mil españoles (Hurtado, 1785; Hurtado [?], 1789; Agüero, 1787). Quedándonos exclusivamente con los porcentajes, resulta probable que al menos el 40% de la población de Chiloé, pongamos por caso que, en 1826, fuera calificada por sus paisanos (y quizá por ellos mismos) como india, aunque no sea claro al presente qué significaba ser indio en el Chiloé del año 1826.

Sabemos que los Estados-nacionales no se crean por decreto. Así como sabemos que cambian con mayor facilidad las culturas que las identidades. Tengo la certeza, por lo mismo, de que la historia de aquella población indígena de Chiloé, de sus organizaciones políticas en el siglo XVIII, del tránsito que vivieron de la monarquía a la República, de su “desindianización” decimonónica y de sus procesos de etnificación en el siglo XX, su historia, como digo, nos habla no solo de sus afanes concretos ni de la historia regional chilota. La historia de aquella población indígena, en los márgenes de Chile y del Wajmapu (el país mapuce) nos habla también del modo en que se construyó el Estado-nación chileno. Y esto, principalmente, porque su historia pone en evidencia lo que al norte del Biobío aparece, generalmente, de manera velada: las nuevas formaciones de alteridad (republicanas) y las políticas indígenas (ciudadanas).

En la historia de Chiloé, de todos modos, existen cuatro momentos fundamentales para estudiar estas políticas indígenas y regímenes de alteridad, que son los que abordaré a continuación. En primer lugar, el proceso de organización política de la población indígena de Chiloé en el siglo XVIII y la configuración de una identidad indígena definida en torno a la fidelidad monárquica y católica. En segundo lugar, el proceso de desmantelamiento de la república de indios, así como el proceso de creación de un primer régimen de alteridad en la República de Chile. En tercer lugar, el desarrollo de la organización política conocida como “Recta Provincia” o “República de la Raza” en las décadas centrales del siglo XIX. Y, en cuarto lugar, los procesos antagónicos que coinciden temporalmente en la primera mitad del siglo XX: la etnificación mapuce de ciertos indígenas chilotes o su “mapuchización”, y la etnificación nacional-regional del ciudadano de Chiloé o la fundación de la identidad chilota.

Antes de continuar, aclaro muy sumariamente, que aquel contingente de población categorizada como “india” a fines del siglo XVIII estaba compuesto en su mayoría de población hablante de mapuzugun, que, por influjo de la historia contemporánea de aquella población, podríamos denominar como mapuce. Este grupo se dividía, en términos políticos, en dos grandes categorías: reyunos, afincados en Calbuco, exentos de encomienda, y tributarios, afincados en la Isla Grande de Chiloé y las islas del mar interior. Este conjunto humano generalmente ha sido denominado como wijice, en una versión corrupta (“veliche”), a pesar de que esta voz debe ser entendida, en la época, como un deíctico, símil al sureño del español y no como un gentilicio. Un tercer grupo humano categorizado como “indio” habitaba, a fines del siglo XVIII, el extremo sur de la provincia de Chiloé. Han sido conocidos como chonos o chonkes y aunque resulta indudable la importancia de este grupo humano en la historia del sur de Chiloé, su individualización aún genera problemas a los investigadores (Núñez, 2018). A despecho de estas diferencias, en este capítulo abordaremos la configuración de lo indígena y, por lo mismo, nos concentraremos en el grupo mayoritario.

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Si bien generalmente la población indígena de Chiloé ha sido caracterizada como más pacífica y menos proclive a la defensa de su autonomía que la población mapuce de la Araucanía histórica (Saavedra, 2015, pp. 86-87), al menos para los siglos coloniales, bien podríamos formarnos otra imagen si juzgamos a partir de la resistencia que la población de Chiloé opuso a los españoles en el siglo XVI o si nos detenemos en los grandes levantamientos que aquellos indígenas prepararon coordinadamente contra el dominio español en los años 1600, 1643, 1655 y 1712 (Saavedra, 2015, p. 71). Y es importante que tengamos en mente este contraste, porque esta idea de que los chilotes eran “indios pacíficos” constituye una característica que los mismos indígenas de Chiloé utilizaron para labrarse un lugar dentro de la monarquía de la cual formaban parte en el siglo XVIII.

Luego de la rebelión y derrota indígena en Chiloé, de 1712, que se saldó con cientos de muertos, es posible vislumbrar dos procesos en paralelo. Primero, la población indígena comienza a utilizar la vía jurídica como medio para intentar resolver los agravios a los que los sometían los españoles. Y segundo, se da un proceso de “apertura” de la política provincial, que toma forma en la intervención directa de las dos principales instituciones con potestad en Chiloé: la Audiencia de Santiago de Chile, porque será donde se resolverán los juicios derivados del levantamiento de 1712 y donde comenzaron a acudir los caciques de Chiloé solicitando justicia, y el Obispado de Concepción (Reino de Chile), porque fue sobre todo el obispo Azúa, luego de su visita a la provincia de Chiloé en 1741, quien normó la encomienda e intentó aplacar el conflicto creciente entre población indígena y española en Chiloé (Urbina, 2004, p. 234; Catepillan, 2018, p. 349). Ninguna de estas instancias, sin embargo, logró apaciguar a la población en Chiloé, así como ninguna de estas instancias logró hacer cumplir la normativa sobre tributos en Chiloé, que en lo fundamental disponía el término del servicio personal (Catepillan, 2018, p. 350).

En el reino de Chile, cuya política estuvo condicionada por la posibilidad constante de un enfrentamiento armado con los mapuce de la Araucanía histórica (o “indios de arriba”), toda la población indígena, en mayor o menor medida, participaba de los atributos de los enemigos del rey. No me parece descabellado asociar a este hecho la sobrevivencia de la encomienda hasta la década de 1790 en aquel lejano reino, lo que podríamos vincular, quizá, a cierto régimen de alteridad propio del reino de Chile. Sin ánimo de caracterizarlo, creo que su existencia queda en evidencia por los avatares de la provincia de Chiloé.

En 1768, y por cuestiones geopolíticas, la provincia de Chiloé fue incorporada al Virreinato del Perú (Aravena, 2015, p. 45). Podemos hacernos una idea bien precisa de cómo argumentaron los indígenas de Chiloé en la Audiencia de Lima, a la que comenzaron a acudir desde 1768 en búsqueda de justicia. Y podemos detallar el discurso que comenzaron a articular en buena medida porque no lo elaboraron solos, sino de la mano del Cabildo de Naturales de Lima y de los procuradores de naturales que actuaban en la capital del virreinato. En suma, insertándose en un régimen de alteridad relativamente diferente.7 Por lo mismo, aquel discurso no se agotó en el papel sellado, al contrario, tuvo hondas consecuencias en el modo en que la población indígena de Chiloé se imaginó a sí misma en los años finales del coloniaje y durante las primeras décadas de la República chilena.

Como dirían ciertos caciques que se reunieron en San Carlos de Chiloé (hoy Ancud), en abril de 1790, ellos eran buenos súbditos de las dos potestades, no se habían opuesto a la conquista y se habían mantenido leales “desde que llegaron a esta provincia los primeros españoles”, de ahí la injusticia de que los hubieran encomendado “como si fuesen indios bravos y rebeldes” (Quilaguirqui et al., 1790).8 En síntesis, eran leales súbditos y fieles cristianos, lejanos de la neofitud, dignos de vivir en policía y conforme con las leyes reales.9 No es abusivo asociar a este proceso de politización, de acercamiento a la República de Indios de Lima y de “autoimaginación” en clave monárquica y católica, con el término de la encomienda en Chiloé, sancionado en 1782 luego de que así lo solicitaran los mismos indígenas de Chiloé, con la creación de una República de Indios en forma (con alcaldes, caciques y procuradores, celebración periódica de cabildos, etcétera), con la paulatina disminución del tributo pagado a las autoridades reales y del abandono del idioma mapuce (Catepillan, 2018, pp. 354-355). Tengo la impresión de que este proceso de organización política, con su correlato identitario, se relacionó con el fortalecimiento de una identidad indígena genérica, desmarcada de los contenidos culturales que hoy en día asociamos a lo indígena. Y, por último, creo que este proceso de transformación política e identitaria habría que vincularlo con los modos en que era concebida y experimentada la raza en Chiloé, cuya característica más notable, sin duda, es la inexistencia de la categoría “mestizo” en los usos locales del siglo XVIII o cierto radical “binarismo racial”.

Estas son algunas de las claves con las que habría que entrar al estudio de un tema respecto del cual casi no existen investigaciones, a excepción de una tesis de pregrado, escrita por Alejandro Pereira (2019) y de un conocido trabajo de Rodolfo Urbina, preocupado sobre todo de la legislación y del efecto que tuvo el término de la encomienda en la economía y la moral española (Urbina, 2004).

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El segundo laboratorio en que podrían estudiarse las políticas indígenas y los regímenes de alteridad es, precisamente, el proceso de desmantelamiento de aquella República de Indios impulsado por la República de Chile a partir de 1826 o, de manera velada, el proyecto asimilacionista chileno. El tema es amplio, vinculado a cuestiones centrales del proyecto liberal y, sin embargo, dentro de este laboratorio existe una gran pregunta que podría guiar la pesquisa: ¿cómo es el proceso de “desindianización” de la población de Chiloé?

Existen dos decretos profusamente citados al respecto, del 3 de junio de 1818, que dispuso la prohibición de toda denominación distinta a la de chileno para los ciudadanos nacionales; y del 4 de marzo de 1819, que dispuso la eliminación del tributo de la población india y el reconocimiento de su ciudadanía. Y, sin embargo, nadie dejó de identificarse ni de identificar a otros como “indio” porque así lo dispuso el Supremo Gobierno en aquellos decretos y en las sucesivas constituciones que consagraban esta supuesta igualdad formal. Hay un aspecto pendiente de ser estudiado, una cuestión central en el proyecto chileno de la cual la historiografía nacional escasamente se ha ocupado.

Para el “laboratorio” chilote, me limitaré a presentar dos momentos de la distribución de la población indígena de Chiloé y dos posibles herramientas de asimilación: una “tradicional”, implementada por las autoridades y los potentados locales (la milicia) y la otra, propiamente liberal (la división de la propiedad comunal).

Para 1780, en prácticamente todas las capillas de Chiloé existía población indígena. La “unión residencial” entre españoles e indios, que ha sido señalada por Joaquín Saavedra como factor de la indianización de los españoles de Chiloé (Saavedra, 2015, p. 180), solo era efectiva en 36 de 83 capillas, muy claramente concentradas en Calbuco (al norte de la provincia) y en torno a la ciudad de Castro (en el centro de la provincia) (Catepillan, 2018, pp. 360-363). Todo el resto de la provincia estaba habitada exclusivamente por indios: islas del interior y costas poniente, noreste y sudeste de la Isla Grande de Chiloé.

 

¿Y a mediados del siglo XIX? Siguiendo las descripciones de viajeros y funcionarios públicos (Catepillan, 2018, pp. 363-366), al parecer las zonas indígenas correspondían a algunas islas del mar interior junto con el sudeste y el poniente de la Isla Grande de Chiloé. En general, se podría proponer que las capillas mixtas de 1780 pasaron a ser zonas no indígenas en el siglo XIX, con las notables excepciones de la isla Quehui y de toda la costa noreste de la Isla Grande.10 Pero hay una cuestión que estaríamos obviando: aquellos viajeros y funcionarios definían lo indígena de manera diversa a cómo había sido definido en el periodo monárquico y, muy probablemente, de manera diversa al modo en que los chilotes decimonónicos concebían las razas.

Aquellos viajeros y funcionarios utilizan, sin embargo, un concepto central para abordar las políticas asimilacionistas chilenas: hablan de “indios civilizados” para denominar a aquellos indios supuestamente “mezclados” (aunque no sean explícitos en definir esta mezcla) que habitaban toda la provincia (y no solamente las zonas donde vivían “indios puros”), cuya ambigüedad los habría vuelto susceptibles de ser moldeados, nacionalizados y que, entre otras cosas, justificaban que no se aplicara en Chiloé la legislación nacional que protegía la propiedad indígena (por ejemplo, la ley de 11/1/1893). Es por este motivo que he usado, en otra parte, la metáfora de los kalewce (gente que se transforma) para denominar a los indígenas que habitaron Chiloé en el siglo XIX, ya utilizada en este sentido por Pandolfi (2016).

Para comprender estos cambios, junto con el concepto de “indios civilizados”, debiéramos considerar que operaron al menos dos herramientas, fundamentales en el proceso de desindianización, que aún no han sido estudiadas en profundidad: la milicia y la división de la propiedad comunal indígena.

En el caso de la milicia, pareciera que su expansión, luego de la incorporación a Chile, viene a mostrar con claridad que la República de Chile se realizó en su frontera austral montándose en las instituciones y conocimientos de la República de españoles. Hasta 1826, la milicia era un espacio reservado a los españoles de la provincia (a excepción de Calbuco, en donde los indios reyunos formaron milicias al menos en las décadas de 1780 y 1790). En Chiloé, decir miliciano durante el siglo XIX equivalía a decir “criollo español nacido y domiciliado en la provincia” (Cavada, 1914, p. 276). Y, sin embargo, a partir de 1826 ser ciudadano chileno y residir en Chiloé significaba, en la práctica, formar parte de alguna de las muchas compañías de milicianos que poblaban aquella provincia. El vicio de esta institución, en términos relativos y absolutos, queda en evidencia con la siguiente tabla:

Tabla 1. Miembros de los cuerpos cívicos en las provincias australes, provincia de Santiago de Chile (1835-1977)


Chiloé Llanquihue Valdivia Santiago Chile
1835 7.340 1.471 9.101 29.403
1848 8.980 1.576 11.810 65.982
1858 9.002 2.199 6.533 38.049
1868 6.518 2849 1.654 5.823 50.518
1977 625 900 675 1.721 18.071

Fuente: Memorias del Ministerio de Guerra de los años 1835, 1848, 1858

El funcionamiento de esta abundante milicia estaba normado en lo fundamental por la costumbre chilota. Una costumbre que puede datarse en el siglo XVIII, a pesar de que muchos chilotes del siglo XIX pensaban que era “inmemorial”. Que la costumbre rigiera aquella institución no es de extrañar si consideramos la continuidad que consagró el Tratado de Tantauco (1826) en varios aspectos del gobierno chilote. Por lo mismo, que la milicia fuese por sobre todo una especie de cantera de mano de obra gratuita para obras públicas, tampoco debiera extrañarnos: era el principal rol que desempeñaban los milicianos en los tiempos del rey. Hasta qué punto la milicia obró como una institución de socialización e identificación nacional, así como la pregunta por las pretensiones de los españoles de Chiloé que ocuparon la jefatura de aquellos cuerpos durante los primeros cincuenta años de existencia, es materia que todavía está en discusión, ¡o que al menos debiera estarlo! (Catepillan, 2018, pp. 394 y ss.). Es una buena conjetura, de todos modos, pensar que la movilidad que pudo haber provocado el término del tributo indígena (en 1826) fue en parte compensada por la sujeción de todos los ciudadanos a determinado batallón de milicianos.

A diferencia de la milicia, la división de la propiedad comunal de la tierra sí responde a un proyecto liberal, pensado en el centro de Chile. La propiedad de la tierra, una de las bases materiales de la antigua República de Indios, fue modificada en Chiloé entre los años 1829 y 1837 en virtud del decreto o senado consulto, de 10 de junio de 1823. Este disponía la individualización de la propiedad indígena y el remate de la tierra sobrante. Aunque fue pensado para los pueblos de indios ubicados al norte del río Biobío, la zona central y el Norte Chico, se aplicó sobre todo en la provincia de Chiloé. Si bien esta reforma es fundamental en la comprensión de la historia de Chiloé, el rol específico que tuvo en la desindianización de la provincia todavía está por probarse y ello por dos cuestiones en las que cabría ahondar. En primer lugar, la propiedad familiar en el Chiloé de 1830 era solo parte del sustento económico local. En buena medida la economía provincial giraba en torno a la explotación de los recursos pesqueros y madereros ubicados en tierras de uso público, disponibles para todo aquel que pudiera explotarlas (bosques, corrales de pesca y recolección de mariscos). En segundo lugar, la atomización de la propiedad que derivó de la aplicación del decreto de 1823 no minó la importancia de las capillas, que siguieron fungiendo como centros sociales y ceremoniales de los pueblos de indios y de españoles. Las capillas, con sus tradiciones, con sus celebraciones religiosas, siguieron convocando a la población local, sirviendo como puntales de la política estatal, aunando a los vecinos para empresas comunes y, sobre todo, desempeñando un rol identitario (Catepillan, 2018, pp. 366 y ss.).

No deja de ser curioso, si estoy en lo cierto, que tuviera mayores efectos asimilacionistas un mecanismo tradicional que además reforzaba la clase alta local (la milicia), que un proyecto asaz moderno, de directa inspiración liberal (la “desamortización”). Y no deja de ser curioso este contraste, toda vez que la provincia de Chiloé sería el lugar donde con mayor claridad se habría aplicado la política asimilacionista chilena previo a los explícitos procesos de chilenización llevados adelante en las tierras arrebatadas por las armas a los mapuce, al Perú y a Bolivia.