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100 Clásicos de la Literatura

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––Desde luego ––dijo Fanny––, siento mucho que Mr. Crawford continúe con...

Ya sé que me hace un gran honor, y me considero inmerecidamente honrada; pero estoy tan convencida, y así se lo he dicho, de que jamás podré...

––Querida ––la interrumpió sir Thomas––, no es ocasión para esto. Conozco tan bien tus sentimientos como tú debes conocer mis deseos y mi pena. No hay más que decir ni que hacer. A partir de este momento, el tema no habrá de renovarse entre nosotros. No tendrás nada que temer, ni que preocuparte por ello. No puedes suponerme capaz de intentar convencerte para que te cases contra tus inclinaciones. Tu felicidad y conveniencia es cuanto tengo presente, y nada se te pide fuera de que soportes los intentos de Mr. Crawford para convencerte de que esa felicidad y conveniencia no son incompatibles con las de él. Corre con su propio riesgo. Tú pisas terreno seguro. He accedido a que te vea siempre que nos visite, lo mismo que si nada de eso hubiera ocurrido. Le verás, estando rodeada de todos nosotros, como antes, y procurando desechar todo recuerdo desagradable. Por otra parte, va a marcharse tan pronto de Northamptonshire, que ni siquiera este pequeño sacrificio se te pedirá muchas veces. El futuro puede ser muy incierto. Y ahora, querida Fanny, este asunto ha terminado entre nosotros.

La promesa de que él partía, fue lo único en que pudo pensar Fanny con gran satisfacción. Sin embargo, fue también sensible a las amables expresiones de su tío y a su tono condescendiente; y al considerar cuán lejos estaba él de conocer toda la verdad, reconoció que no tenía derecho a asombrarse de la línea de conducta que había adoptado. De él, que había casado una hija con Mr. Rushworth... ciertamente no cabía esperar románticas delicadezas. Ella tenía que cumplir con su deber, y confiar que el tiempo haría su deber más llevadero.

Aunque sólo contaba dieciocho años, no podía suponer que el afecto de Mr. Crawford fuese a durar para siempre; no podía menos de imaginar que una resuelta y constante indiferencia por su parte tendría que acabar a la larga con las ilusiones del galán. Cuanto tiempo concedía ella, en su fantasía, al predominio de las mismas, es ya otra cuestión. No sería correcto averiguar en una damisela la exacta estimación de sus propias gracias.

A despecho de su proyectado silencio, sir Thomas viote obligado a mencionar una vez más el asunto a su sobrina, a fin de prepararla brevemente sobre la notificación del mismo a sus tías; medida que él hubiera querido evitar todavía, pero que se hizo necesaria ante la total oposición de Mr. Crawford a todo procedimiento secreto. No tenía él el menor propósito de ocultarlo a nadie. Era totalmente conocido en la rectoría, donde gustaba de hablar sobre el futuro con sus dos hermanas, y sería muy grato para él tener testigos de excepción atentos al progreso de su conquista. Al enterarse de esto sir Thomas, comprendió la necesidad de hacer partícipes del caso a su esposa y a su cuñada, sin dilación; aunque, por cuenta de Fanny, casi temía tanto como ella el efecto que la comunicación produciría a tía Norris. Consideraba fuera de lugar su erróneo aunque bien intencionado celo. Sir Thomas, en realidad, no estaba por entonces muy lejos de clasificar a tía Norris como una de esas personas bien intencionadas que están siempre cometiendo desaciertos y cosas muy desagradables.

Tía Norris, sin embargo, le quitó un peso de encima. Él hizo presión para que observara la indulgencia y el silencio más estrictos hacia su sobrina; y ella no sólo lo prometió, sino que cumplió su promesa. Lo único que hizo fue mostrar su creciente malquerencia. Estaba indignada, amargamente indignada; pero era mayor su indignación por haber recibido Fanny semejante ofrecimiento, que porque lo hubiera rechazado. Era una injuria y una afrenta para Julia, que hubiera debido ser la elegida de Mr. Crawford; y, con independencia de esto, estaba disgustada con Fanny porque había prescindido de ella; que ella hubiera querido desvirtuar la sensación de encumbramiento en la persona que siempre había intentado humillar.

Sir Thomas le concedió en aquel caso un crédito de discreción mayor del que merecía; y Fanny hubiese llegado a bendecirla por limitarse a mostrarle su desagrado, sin obligarla a escucharlo.

Lady Bertram lo tomó de otro modo. Había sido una belleza, y una belleza afortunada, toda su vida. Belleza y fortuna era cuanto excitaba su respeto. La noticia de que Fanny era requerida en matrimonio por un hombre rico, bastó para que ésta se elevara mucho en su opinión. Convencida por ello de que Fanny era muy bonita, cosa de la que había dudado hasta entonces, y de que se casaría ventajosamente, hasta sintió una especie de orgullo al llamar a su sobrina.

––Bueno, Fanny ––dijo, tan pronto estuvieron solas... y, por cierto, había conocido algo parecido a la impaciencia por encontrarse a solas con ella; y su rostro, mientras hablaba, traslucía una extraordinaria animación––. Bueno, Fanny, esta mañana he tenido una sorpresa muy agradable. Debo hablarte de ello una vez siquiera; le dije a Thomas que debía hablarte, aunque sólo fuera una vez... y, después, ya estaré satisfecha. Te felicito, mi querida sobrina ––y mirándola con satisfacción añadió––––: ¡Hum...! Desde luego, somos una her-mosa familia.

Fanny se ruborizó y, de momento, no supo qué decir; pero enseguida, con la esperanza de cogerla por su punto flaco, contestó:

––Querida tía, usted no podía desear que hubiese sido otra mi decisión, estoy segura. Usted no puede desear que me case; porque me echaría de menos, ¿no es cierto? Sí, estoy segura de que sería demasiado lo que me echaría de menos, para desear que me case.

––No, querida; no iba a pensar en lo que te echaría de menos cuando te sale al paso una proposición como esa. Podría muy bien prescindir de ti, si te casaras con un hombre de posición tan espléndida como la de Mr. Crawford. Y debes tener presente, Fanny, que es deber de toda muchacha aceptar un ofrecimiento tan excepcional como este.

Era acaso la única norma de conducta, el único consejo que Fanny había recibido de su tía en el curso de ocho años y medio. Esto la hizo callar. Comprendió lo inútil de una discusión. Si los sentimientos de su tía estaban contra ella, nada podía esperarse de una llamada a su entendimiento. Lady Beitiam estaba muy locuaz.

––Algo quiero decirte, Fanny ––prosiguió––: estoy segura de que se enamoró de ti la noche del baile; estoy segura de que la cosa se enredó aquella noche. Tu aspecto era magnífico. Todo el mundo lo dijo. Así lo dijo sir Thomas. Y ya sabes que dispusiste de la Chapman para que te ayudara a vestir. Le diré a Thomas que estoy segura de que todo viene de aquella noche.

Y siguiendo este curso de animados pensamientos, añadió poco después: ––Y algo más voy a decirte, Fanny... Es más de lo que hice por María: la próxima vez que Pug tenga cría te regalaré un cachorro.

CAPÍTULO XXXIV

Edmund había de enterarse de grandes cosas a su regreso. Muchas sorpresas le aguardaban. La primera no fue la de menos interés: la presencia de Henry Crawford y su hermana, que paseaban por la carretera cuando él llegó en el coche. Había creído, teniendo en cuenta los propósitos de ellos, que se encontrarían muy lejos de allí. Había prolongado su ausencia más de una quincena a propósito, para eludir a Mary Crawford. Volvía a Mansfield con el ánimo dispuesto a alimentarse de recuerdos melancólicos y tiernas evocaciones, y se encontraba de pronto ante la linda muchacha en persona, apoyada en el brazo de su hermano; y se veía, además, acogido con una bienvenida francamente amistosa por parte de la mujer en quien pensaba unos momentos antes, considerándola a setenta millas de distancia y más lejos, mucho más lejos de él por sus inclinaciones de lo que cualquier distancia pudiera expresar.

La acogida que le dispensó no hubiera llegado a soñarla de haber esperado encontrarla allí. Volviendo de cumplir un propósito como el que había motivado su ausencia, Edmund hubiera esperado cualquier cosa antes que una actitud de satisfacción y unas palabras de sentido puramente agradable. Fue bastante para enardecer su corazón y hacer que llegara a casa en el estado más propicio para apreciar todo el valor de las otras gratas sorpresas que le aguardaban.

Pronto quedó enterado del ascenso de William, con todos los detalles; y teniendo en su pecho aquella secreta provisión de optimismo para contribuir a su alegría, halló en ello una fuente de gratisimas sensaciones y sostenida animación durante la comida.

Después, cuando quedó a solas con su padre, supo la historia de Fanny; y entonces vino en conocimiento de todos los grandes acontecimientos de la última quincena y del actual estado de cosas en Mansfield.

Fanny sospechó lo que ocurría. Tanto prolongaban su permanencia en el comedor, que tuvo la seguridad de que estaban hablando de ella; y cuando al fin el té los sacó de allí, y pensó que Edmund iba a verla otra vez, se sintió terriblemente culpable. Edmund se aproximó a ella, se sentó a su lado, le cogió una mano y se la estrechó con cariño; y en aquel momento pensó Fanny que, de no ser por la ocupación y atenciones que el servicio del té requería, se hubiera traicionado dejándose arrastrar por la emoción a un exceso imperdonable.

Sin embargo, con aquella acción, Edmund no se proponía darle el estímulo y la incondicional aprobación que ella dedujo de la misma. Sólo quería expresarle que se hacía partícipe de cuanto a ella pudiera interesar, y testimoniarle que lo que acababan de decirle avivaba sus sentimientos afectivos. Él estaba, de hecho, enteramente del lado de su padre en aquella cuestión. Su sorpresa no fue tan grande como la de su padre, al enterarse de que ella había rechazado a Crawford, porque, lejos de suponer que sintiera por él nada parecido a una preferencia, siempre había creído más bien lo contrario, y pudo imaginar perfectamente que el caso la había cogido desprevenida; pero ni el propio sir Thomas era más partidario que él de aquellas relaciones. A su juicio, ya no podía ser más recomendable aquel enlace; y mientras ensalzaba a Fanny por lo que había hecho dada su actual indiferencia, alabándola en unos términos bastante más entusiastas que los que sir Thomas hubiera podido suscribir, esperaba muy de veras, lleno de confianza, que al fin habría boda y que, unidos por un mutuo afecto, resultaría que sus caracteres eran tan exactamente adecuados el uno para el otro como él empezaba seriamente a considerarlos. Crawford había procedido con demasiada precipitación. No le había dado a ella tiempo de sentirse atraída. Había comenzado al revés. No obstante, con las condiciones que él poseía y con el buen natural de ella, Edmund confiaba en que todo contribuiría a una feliz conclusión. Entretanto, bastante vio lo muy turbada que estaba Fanny para guardarse muy bien de provocar nuevamente su inquietud con una sola palabra, una mirada o un ademán.

 

Crawford les visitó el día siguiente, y en atención al regreso de Edmund, a sir Thomas le pareció más que natural invitarle a comer. Era, en realidad, un cumplimiento obligado. Henry aceptó, desde luego, lo que proporcionó a Edmund una magnífica oportunidad para observar cómo adelantaba con Fanny y qué margen de confianza inmediata podía deducir para sí de la actitud de ella; y fue tan poco, tan poquísimo (toda eventualidad, toda probabilidad alentadora, se apoyaba tan sólo en su turbación; de no existir motivo alguno de esperanza en su confusión, no cabria ponerla en nada más), que casi estuvo dispuesto a maravillarse de la perseverancia de su amigo. Fanny lo merecía todo; la consideraba digna de cualquier extremo de paciencia y de todo esfuerzo mental; pero pensó que él no se vería capaz de insistir cerca de mujer alguna sin algo más para alentarle de lo que pudo descubrir en los ojos de su prima. Puso su mejor voluntad en creer que Henry veía más claro que él; y ésta fue la conclusión más consoladora para su amigo a que pudo llegar, una vez observado todo lo ocurrido antes, durante, y después de la comida.

Durante la velada se dieron algunas circunstancias que consideró más prometedoras. Cuando él y Crawford entraron en el salón, lady Bertram y Fanny estaban sentadas en silencio, dedicadas con tanta atención a la labor como si nada más hubiera de importancia en el mundo. Edmund no pudo menos de notar la profunda calma que reinaba allí.

––No estuvimos tan calladas todo el rato ––replicó su madre––. Fanny estuvo leyendo para mí, y sólo dejó el libro cuando les oyó llegar.

Y, en efecto, sobre la mesa había un libro que parecía acabado de cerrar: un tomo de Shakespeare.

––A menudo me lee pasajes de esos libros ––agregó lady Bertram––; y estaba a la mitad de un magnífico parlamento de ese personaje... ¿cómo se llama, Fanny?... cuando oímos sus pasos.

Crawford tomó el volumen.

––Concédame el placer de acabarle ese parlamento, señora ––dijo––; lo encontraré enseguida.

Y abriendo con cuidado el libro, dejando que las hojas siguieran su propia inclinación, lo encontró... o se equivocó sólo en una o dos páginas, acertando lo bastante para satisfacer a lady Bertram, la cual aseguró, en cuanto le oyó nombrar al cardenal Wolsey, que había dado con el mismísimo parlamento en cuestión. Ni una mirada, ni un ofrecimiento de ayuda había brindado Fanny; ni pronunció una sílaba en pro o en contra. Concentraba toda su atención en la labor. Parecía haberse propuesto no interesarse por nada más. Pero la afición podía más en ella. No consiguió abstraer su mente ni cinco minutos; se vio empujada a escuchar. Henry leía magistralmente, y a ella le gustaba en extremo escuchar a un buen lector. A lectores buenos, sin embargo, estaba ya acostumbrada a escucharlos: su tío leía bien, sus primos todos... Edmund, muy bien; pero en el modo de leer de Henry Crawford había una variedad de matices excelentes, superior a lo que jamás había tenido ocasión de conocer. El Rey, la Reina, Buckingham, Wolsey, todos fueron desfilando por turno; pues con el más feliz acierto, con las mayores facultades para amoldarse y con la mayor intuición, siempre daba, a voluntad, con la mejor escena o el menor parlamento de cada personaje; y lo mismo si se trataba de dignidad u orgullo, ternura o remordimiento, o lo que hubiere que expresar, sabía hacerlo con idéntica perfección. Había auténtico dramatismo. Su modo de actuar en escena enseñó primero a Fanny el placer que cabe hallar en una representación, y su modo de leer hacía que evocase todo lo sentido al verle actuar; aunque acaso lo saboreaba ahora con mayor delectación, por ser cosa imprevista, al par que desprovista del mal efecto que en ella solía producir el espectáculo de Henry Crawford con María Bertram en el escenario.

Edmund observaba el progreso de su atención, y era divertido y grato para él ver cómo Fanny gradualmente descuidaba la labor que, al principio, parecía absorberla por entero; cómo le iba resbalando de las manos mientras permanecía inmóvil, inclinada sobre la misma; y, finalmente, cómo su mirada, que tan empeñada pareció en evitarle durante todo el día, se volvía para fijarse en Crawford... para fijarse en él durante varios minutos, para fijarse en él, en fin, hasta que su atracción hizo volver la de Henry hacia ella, y el libro se cerró, y quedó roto el encanto. Entonces ella se recluyó otra vez en sí misma, enrojeció y se puso a trabajar con tanto afán como antes; pero aquello fue suficiente para dar ánimos a Edmund en cuanto a las probabilidades de su amigo; y al darle cordialmente las gracias, creyó expresar también los íntimos sentimientos de Fanny.

––Esa debe de ser una de sus obras preferidas ––dijo––; la lee como si la conociera muy bien.

––Creo que será mi preferida desde ahora ––replicó Crawford––; pero no recuerdo haber tenido en las manos un tomo de Shakespeare desde antes de cumplir los quince años. Vi representar una vez «Enrique VIII», o me habló de ello alguien que lo había representado... No recuerdo exactamente si fue esto o aquello. Pero uno se familiariza con Shakespeare sin saber cómo. Forma parte de la naturaleza de todo inglés. Sus pensamientos y bellezas están tan esparcidos que uno los respira por doquier; se intima con él por instinto. No hay hombre con un poco de cerebro que se ponga a leer al azar un buen pasaje de cualquiera de sus obras sin entrar en el acto en la corriente de su significado.

––Sin duda está uno familiarizado con Shakespeare, hasta cierto punto ––dijo Edmund––, desde los tiernos años. Sus célebres pasajes los cita todo el mundo; se encuentran en la mitad de los libros que leemos, y todos hablamos a lo Shakespeare, empleamos sus símiles y definiciones; pero de esto a darle su exacto sentimiento, como usted le dio, va mucha diferencia. Conocerle por fragmentos y frases sueltas es bastante corriente; conocer su obra de cabo a rabo, tal vez no sea nada extraordinario; pero leerlo bien en voz alta denota un talento nada común.

––Caballero, me hace usted un gran honor ––fue la contestación de Henry, que acompañó de una grave reverencia burlesca.

Ambos caballeros echaron una ojeada a Fanny, para ver si le arrancaban una palabra de elogio, aunque presintiendo ambos que no podía ser. Su elogio estuvo en su atención; podían contentarse con ello.

Lady Bertram expresó su admiración, y no a medias:

––Realmente, me parecía estar en el teatro ––dijo––. Lamento que mi esposo no estuviera presente.

Crawford quedó en extremo complacido. Si Lady Bertram, con toda su incompetencia y languidez, pudo sentir así, la inferencia de lo que su sobrina, despierta e ilustrada, tuvo que sentir, era alentadora.

––Tiene usted grandes condiciones de actor, se lo aseguro, Mr. Crawford –– agregó lady Bertram, poco después––; y he de decirle que estoy convencida de que, un día u otro, se arreglará usted un teatro en su casa de Norfolk.

––¿De veras, lo cree usted? ––replicó él con presteza––. No, no; eso no será nunca. Está usted completamente equivocada. ¡Nada de teatro en Everingham! ¡Oh, no!

Y miró a Fanny con expresiva sonrisa, que evidentemente quería significar: «Esa dama nunca admitiría un teatro en Everingham».

Edmund lo vio todo, y vio a Fanny tan determinada a no verlo, como para darse perfecta cuenta de que lo dicho por Henry bastaba para que ella entendiera el exacto sentido de la protesta; y aquella rápida percepción de la galantería, aquella inmediata comprensión de lo insinuado, le pareció algo más bien favorable que negativo.

La conversación se prolongó sobre el tema de la lectura en voz alta. Los dos jóvenes eran los únicos que hablaban, de pie, junto a la chimenea, comentando la comente, demasiado comente, falta de preparación; el total descuido de este aspecto en los sistemas ordinarios de enseñanza en las escuelas para niños; el consiguientemente natural (aunque en algunos casos casi innatural) grado de ignorancia y torpeza en ciertos hombres, hasta en hombres sensibles e instruidos, al verse de pronto en la precisión de leer en voz alta, como había ocurrido en varios casos que les eran conocidos; citando ejemplos de dislates y omisiones, analizando las causas secundarias, la falta de educación de la voz, de justeza en la entonación y la modulación, de sutileza y discernimiento...

debido todo a la causa principal: la falta, desde un principio, de estudio y hábito. Y Fanny escuchaba de nuevo con gran interés.

––Hasta en mi carrera ––dijo Edmund, sonriendo–– ¡qué poco se estudia el arte de leer! ¡Qué pocas veces se consigue un estilo claro y una buena dicción! No obstante, más he de referirme al pasado que al presente. Ahora existe un amplio espíritu de superación; pero entre los que se ordenaron hace veinte, treinta o cuarenta años, en su mayoría, a juzgar por sus demostraciones, debían creer que leer era leer y predicar era predicar. Ahora es distinto. Existe un criterio más justo sobre la cuestión. Se considera que la claridad y la energía pueden pesar en la predicación de las verdades más sólidas; además, se ha generalizado el espíritu de observación y el buen gusto, existe un juicio crítico más difundido que antaño; en cada congregación ha aumentado la proporción de los que entienden un poco en la materia y están en condiciones de juzgar y criticar.

Edmund ya había practicado una vez el servicio religioso desde su ordenación; y al quedar esto de manifiesto, le dirigió Crawford una serie de preguntas relativas a sus impresiones y a su éxito; preguntas hechas, si bien con la viveza de un amistoso interés y una pronta curiosidad, sin rasgo alguno de aquel espíritu zumbón o tono de liviandad que Edmund sabía lo ofensivo que era para Fanny, de modo que las contestó con sumo placer; y cuando Crawford consultó su opinión y dio la propia acerca del modo más adecuado de recitar ciertos pasajes del oficio, demostrando haber pensado antes en aquella cuestión, y haberlo hecho con discernimiento, Edmund sintió una satisfacción mucho mayor todavía. Este era el camino para llegar al corazón de Fanny. A ella no se la conquistaba con todo lo que la galantería, la agudeza y el buen humor juntos pudieran hacer; o, al menos, no sería posible conquistarla con todo eso tan pronto, sin apoyo de sentimiento y sensibilidad, y seriedad en las cuestiones serias.

––Nuestra liturgia ––observó Crawford–– posee bellezas que ni siquiera un estilo descuidado, negligente, en la lectura puede destruir; pero contiene también redundancias y repeticiones que requieren una lectura correcta para no ser notadas. Por lo que a mí respecta, al menos, debo confesar que no siempre estoy lo atento que debiera ––aquí dirigió una breve mirada a Fanny––, que de cada veinte veces, diecinueve me pongo a pensar en cómo tal o cual plegaria debería leerse, y me dan unos enormes deseos de leerla yo mismo. ¿Decía usted algo ––preguntó ansiosamente, acercándose a Fanny y suavizando la voz; y como ella contestara negativamente, añadió––: ¿Está segura de que no dijo algo? Vi un movimiento en sus labios. Me figuré que acaso iba a decirme que debería estar más atento, y no permitir que divagara mi pensamiento. ¿No iba a decirme esto?

––No, desde luego; conoce usted muy bien su obligación para que yo... aun suponiendo...

Se interrumpió; notó que se metía en un embrollo y no hubo manera de que añadiese otra palabra, ni aun recurriendo a súplicas y esperas durante varios minutos. Entonces él volvió a coger el hilo, prosiguiendo como si no hubiera existido la dulce interrupción:

 

––Menos corriente es todavía escuchar un buen sermón que una lectura de oraciones. Un sermón bueno en sí no es cosa rara. Más dificil es hablar bien que componer bien; es decir, las reglas y trucos de la composición son a menudo objeto de estudio. Un sermón absolutamente bueno, absolutamente bien dicho, es un verdadero deleite para el espíritu. Nunca he podido escuchar uno de esos sin el mayor respeto y admiración, y sin sentirme más que medio decidido a ordenarme y predicar yo mismo. Hay algo en la elocuencia del púlpito, cuando hay realmente elocuencia, digno del más alto encomio y honor. El predicador que sabe conmover e impresionar a una masa de oyentes tan heterogénea, con tiempo y temas limitados, ya gastados por su vulgarización; que sabe decir algo nuevo o sorprendente, algo que cautive la atención, sin ofender el buen gusto ni herir los sentimientos de sus oyentes, es hombre al que, por sus públicas funciones, nunca podría uno honrar como se merece. A mí me gustaría ser este hombre.

Edmund se rió.

––Sí, me gustaría. En mi vida he escuchado a un predicador notable sin sentir una especie de envidia. Pero yo necesitaría un auditorio de Londres. No podría predicar más que a gente educada... a los que fueran capaces de apreciar mi peroración. Y no sé si me gustaría predicar a menudo; de cuando en cuando...

tal vez una o dos veces en la primavera, después de ser esperado con ansiedad seis domingos seguidos; pero no de modo constante. Si tuviera que hacerlo constantemente, no me resultaría.

Aquí, Fanny, que no podía menos de escuchar, agitó la cabeza involunta-riamente, y en el acto se trasladó Crawford de nuevo a su lado para rogarle que le explicara el significado de su ademán; y como Edmund se diera cuenta, al ver que su amigo corría la silla para sentarse junto a Fanny, de que iba a iniciarse un ataque a fondo, con empleo de bien escogidas miradas y palabras a media voz, se deslizó con todo el disimulo posible hacia un rincón, les volvió la espalda y tomó un periódico, deseando sinceramente que la pequeña Fanny se dejara convencer y explicara su movimiento de cabeza a satisfacción del ardiente enamorado; y formalmente se propuso ahogar todo rumor de la conversación bajo murmuraciones propias acerca de anuncios varios, como: «Maravillosa finca en el Sur de Gales...» «A los Padres y Tutores...» y «Caballo de Caza perfectamente entrenado». Fanny, entretanto, enojada consigo misma por no haber permanecido tan inmóvil como callada, y sintiendo en el alma ver las combinaciones de Edmund, intentaba, con todos los recursos de su natural modesto y dulce, rechazar a Henry y esquivar sus miradas tanto como sus preguntas; y él, imperturbable, insistía en las dos cosas.

––¿Qué significado tenía ese movimiento de cabeza? ––preguntaba––. ¿Qué quería expresar? Su desaprobación, me temo. Pero, ¿de qué? ¿Qué dije yo que pudiera desagradarle? ¿Le pareció que hablaba de ese tema impropiamente, con ligereza o con irreverencia? Dígame sólo si fue así. Dígame al menos si estuve mal. Me gustaría rectificar. Vamos, vamos, se lo suplico; deje por un momento la labor. ¿Qué significaba ese movimiento de cabeza?

En vano repetía ella una y otra vez:

––Por favor, no insista usted... Por favor, Mr. Crawford.

Y en vano trataba de apartarse. Siempre en voz baja, siempre con el mismo tono vehemente y la misma proximidad, seguía él insistiendo con las mismas preguntas. La agitación y el disgusto de Fanny eran cada vez mayores.

––¿Cómo se atreve usted? ––dijo––. Llega usted a asombrarme... me sorpren-de que sea usted capaz...

––¿Se asombra usted? ––replicó él––. ¿Está sorprendida? ¿Hay algo en mi ruego que usted no comprenda? Voy a explicarle enseguida todo lo que hace que insista de ese modo, todo lo que hace que me interese por cuanto usted hace e insinúa, y excita ahora mi curiosidad. No permitiré que su asombro dure mucho tiempo.

Aun a pesar suyo, Fanny no pudo evitar una media sonrisa; pero no dijo nada. ––Agitó usted la cabeza al confesar yo que no me gustaría comprometerme en las obligaciones de un clérigo para siempre, de un modo constante. Sí, ésta fue la palabra: constante... Es una palabra que no me asusta. La deletrearía, la leería, la escribiría ante quien fuese. No veo nada alarmante en la palabra.

¿Cree usted que deberia alarmarme?

––Tal vez ––dijo Fanny, hablando al fin por aburrimiento––, tal vez pensé que era una lástima que no se conociera usted siempre tan bien como pareció que se conocía en aquel momento.

Crawford, encantado de haber conseguido que hablase como fuera, se propuso mantener el diálogo en pie; y la pobre Fanny, que había esperado hacerle caer con aquel reproche extremo, vio con tristeza que se había equivocado, y que sólo habían pasado de un motivo de curiosidad y de un juego de palabras a otro. Henry siempre encontraba algo para suplicar que le fuera explicado. La ocasión era única. No se le había presentado otra igual desde que la viera en el despacho de su tío; ninguna otra se le ofrecería antes de abandonar Mansfield. Que lady Bertram estuviera sentada al otro lado de la mesa era una bagatela, pues siempre se la podía considerar medio dormida; y los anuncios que leía Edmund seguían siendo de primera utilidad.

––Bien ––dijo Crawford, al cabo de un conjunto de rápidas preguntas y forzadas contestaciones––, soy más feliz de lo que era, porque ahora entiendo con mayor claridad la opinión que tiene de mí. Me considera usted inconstante...

que con facilidad cedo al último capricho; que fácilmente me entusiasmo... y fácilmente abandono. Teniendo de mí esta opinión no es extraño que... Pero, ya se verá. No es con protestas como he de intentar convencerla de que es injusta conmigo; no es diciéndole que son firmes mis sentimientos. Mi conducta hablará por mí... La ausencia, la distancia, el tiempo hablarán por mí. Ellos le demostrarán que, en la medida que alguien pueda merecerla, yo la merezco a usted. Es usted infinitamente superior a mis méritos; todo eso lo sé. Posee usted cualidades que antes no había yo supuesto que existieran en tal grado en ninguna criatura humana. Tiene usted ciertos rasgos angélicos superiores a ... no solamente superiores a lo que uno ve, porque nunca se ven cosas así, sino superiores a lo que uno pudiera imaginar. Pero aun siendo así no temo. No es por igualdad de méritos por lo que cabe ganar su corazón. Ni siquiera se debe pensar en ello. Aquel que mejor comprenda y honre sus virtudes, que la ame con más devoción, será quien más derecho tendrá a ser correspondido. Sobre esta base se asienta mi confianza. Éste es el derecho que me asiste para merecerla, y se lo demostraré; y la conozco demasiado bien para, una vez convencida de que mi afecto es tal cual ahora le declaro, no abrigar la más ardiente esperanza. Sí, querida, dulce Fanny. Bueno... ––viendo que ella se echaba para atrás, incomodada––, perdóneme. Tal vez no tenga aún derecho. Pero, ¿de qué otro modo podré llamarla? ¿Supone usted que la tengo de continuo presente en mi imaginación con otro nombre: No; es en mi «Fanny» en quien pienso todo el día y sueño toda la noche. Le ha conferido usted al nombre una tal realidad de dulzura, que nada podría describirla a usted con tanta fidelidad.

Fanny apenas hubiera podido resistir allí sentada por más tiempo, cuando menos sin intentar escabullirse, a despecho de la oposición excesivamente pública que preveía, de no haber llegado a sus oídos el rumor del socorro que se aproximaba, aquel rumor que hacía rato esperaba y que, según a ella le parecía, se retrasaba de un modo extraordinario.