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100 Clásicos de la Literatura

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Esos días pasaron y, aunque aún se creía que no podía retrasarse ya, la mejoría no se vislumbraba. La señora Pryor, que la había estado visitando a diario y se hallaba una mañana en el dormitorio de Caroline, después de dos semanas de enfermedad, la examinó atentamente durante unos minutos, le cogió la mano y le tomó el pulso, luego abandonó la habitación silenciosamente para dirigirse al estudio del señor Helstone. Con él estuvo encerrada un buen rato: la mitad de la mañana. Cuando regresó junto a su joven amiga enferma, se despojó de chal y sombrero, se colocó a cierta distancia de la cama, mano sobre mano, y se balanceó suavemente hacia atrás y hacia adelante en una actitud y con un movimiento que era habitual en ella. Por fin dijo:

—He enviado a Fanny a Fieldhead a buscar unas cuantas cosas mías, las que pueda necesitar para una corta estancia aquí; deseo quedarme con usted hasta que se encuentre mejor. Su tío ha tenido la amabilidad de permitir que le preste mis cuidados. ¿Lo acepta usted, Caroline?

—Lamento que tenga que tomarse tantas molestias innecesarias. No me siento demasiado enferma, pero no tengo fuerzas para negarme; sería un gran consuelo saber que usted está en la casa y verla de vez en cuando en la habitación, pero no se encierre aquí por mi culpa, querida señora Pryor. Fanny me cuida muy bien.

La señora Pryor —inclinada sobre la pequeña y pálida enferma— le remetía los cabellos bajo la cofia y le arreglaba gentilmente la almohada. Mientras se dedicaba a estos servicios, Caroline alzó el rostro sonriente para darle un beso.

—¿Le duele algo? ¿Está cómoda? —preguntó en voz baja y seria la enfermera voluntaria, dejándose besar.

—Creo que casi soy feliz.

—¿Quiere beber? Tiene los labios resecos.

La señora Pryor le llevó a la boca un vaso lleno de una bebida refrescante.

—¿Ha comido algo hoy, Caroline?

—No puedo comer.

—Pero pronto le volverá el apetito; tiene que volver, es decir, ¡ruego a Dios que así sea!

Al recostarla de nuevo en la cama, la rodeó con los brazos y, mientras esto hacía, con un movimiento que difícilmente podía considerarse voluntario, la abrazó con fuerza un instante.

—No quisiera ponerme bien, para tenerla así siempre —dijo Caroline.

La señora Pryor no sonrió ante estas palabras; de sus facciones se adueñó un temblor que durante unos minutos se concentró en iluminar.

—Está más acostumbrada a Fanny que a mí —dijo al poco rato—. Supongo que debe de parecerle extraño que me entrometa y quiera cuidarla.

—No, me parece del todo natural y muy reconfortante. Debe de estar usted acostumbrada a cuidar enfermos, señora: se mueve por la habitación con mucho sigilo y habla muy bajito y me trata con mucha delicadeza.

—No soy diestra en nada, querida. A menudo descubrirá que soy torpe, pero jamás negligente.

Negligente, desde luego, no lo fue. A partir de aquel momento, Fanny y Eliza se convirtieron en ceros a la izquierda en la habitación de la enferma: la señora Pryor hizo de ella su dominio, llevó a cabo todas las tareas que conllevaba; la habitó de día y de noche. La paciente protestó, débilmente, empero, desde un principio; muy pronto la soledad y la tristeza se desvanecieron y junto a ella tuvo solaz y protección. Su enfermera y ella se fundieron en una portentosa unión. A Caroline solía apenarle requerir o recibir cuidados; en circunstancias normales, la señora Pryor no tenía ni el arte ni la costumbre de prestar pequeños servicios; pero todo ocurrió con tanta facilidad, de un modo tan natural, que la paciente estuvo tan dispuesta a dejarse mimar como la enfermera a mimarla: ninguna señal de fatiga en esta última le recordó jamás a la primera que debía inquietarse. No había, en realidad, ninguna tarea demasiado dura que realizar, aunque tal vez se lo habría parecido a una persona contratada.

Con tantos cuidados, resultaba extraño que la joven enferma no mejorara, pero así fue: se consumía como un montón de nieve en el deshielo; se marchitaba como una flor en la sequía. La señorita Keeldar, en cuyos pensamientos raras veces se inmiscuían el peligro y la muerte, no había abrigado al principio el menor temor acerca de su amiga pero, viéndola cambiar y hundirse cada vez que iba a visitarla, su corazón se llenó de alarma. Fue a ver al señor Helstone y se expresó con tanta energía que el caballero se vio obligado por fin, aun a regañadientes, a admitir la idea de que su sobrina tenía algo más que una migraña; y cuando la señora Pryor fue también a verle y exigió serenamente que se avisara a un médico, el rector dijo que podía mandar a buscar dos, si quería. Vino uno, pero se comportó como un oráculo: pronunció una oscura profecía, cuyo misterio sólo el futuro podría desvelar, escribió unas cuantas prescripciones, dio algunas instrucciones —todo ello con aire de aplastante autoridad—, se embolsó sus honorarios y se fue. Seguramente sabía de sobra que no podía hacer nada, pero no le agradaba decirlo.

Aun así, no se esparció el rumor de que Caroline padeciera una grave enfermedad. En Hollow’s Cottage se creía que tenía tan sólo un fuerte resfriado, puesto que ella personalmente había escrito una nota a Hortense con ese fin, y mademoiselle se contentó con enviar dos tarros de confitura de grosella, una receta para una tisana y unos consejos.

Al enterarse la señora Yorke de que se había llamado a un médico, se burló de las fantasías hipocondríacas de los ricos y los ociosos, quienes, a su entender, no teniendo nada mejor en que pensar que en sí mismos, necesitan ver a un médico aunque sólo les duela el dedo meñique.

Los «ricos y ociosos», representados en la persona de Caroline, caían mientras tanto velozmente en un estado de postración cuya debilidad se consumó con tal rapidez que asombró a cuantos fueron testigos de ella, excepto a una persona, pues esta sola se decía cuán propenso es un edificio socavado a derrumbarse súbitamente y quedar en ruinas.

Con frecuencia, las personas enfermas tienen caprichos inescrutables para quienes las cuidan cotidianamente, y Caroline tenía uno que ni siquiera su cariñosa enfermera supo explicarse en un principio. Cierto día de la semana, a cierta hora, fuera cual fuera su estado, Caroline suplicaba que la levantaran y la vistieran y que le permitieran sentarse en su silla junto a la ventana. No se movía de su puesto hasta el mediodía: por grande que fuera la fatiga o la debilidad que su ajada apariencia delatara, suavemente rechazaba todo intento de convencerla para que reposara hasta que el reloj de la iglesia cumplía con su cometido y daba la hora; una vez oídas las doce campanadas, se volvía dócil y aceptaba acostarse sin protestar. De vuelta en el lecho, solía enterrar la cara en la almohada y arrebujarse en las sábanas como si quisiera cerrarse al mundo y al sol, de los que estuviera harta: en más de una ocasión, mientras así yacía, una leve convulsión sacudía la cama y un débil sollozo rompía el silencio que la rodeaba. Estas cosas no pasaban desapercibidas a la señora Pryor.

Un martes por la mañana, como de costumbre, Caroline había pedido permiso para levantarse y estaba sentada en la butaca, envuelta en su bata blanca e inclinada, mirando con resolución y paciencia por la ventana. La señora Pryor estaba sentada un poco atrás, y aparentaba tejer, pero en realidad la observaba. El pálido y afligido semblante experimentó un cambio, dando vida donde antes había abatimiento; una luz penetró en sus ojos apagados, reavivando su brillo; se levantó a medias con vehemencia para ver mejor. La señora Pryor se acercó en silencio y miró por encima de su hombro. Desde aquella ventana era visible el cementerio, más allá la carretera, y allí apareció un jinete que cabalgaba a buen paso. La figura no se había alejado aún y era reconocible: la señora Pryor tenía buena vista; conocía al señor Moore. Justo cuando una elevación del terreno lo ocultaba a la vista, el reloj dio las doce.

—¿Puedo volver a acostarme? —preguntó Caroline.

Su enfermera la ayudó a volver a la cama; tras acostarla y correr la cortina, se quedó cerca escuchando. El pequeño lecho tembló, el sollozo ahogado vibró en el aire. Las facciones de la señora Pryor se contrajeron en una mueca de angustia; se retorció las manos; de sus labios escapó un débil gemido. Recordó entonces que el martes era día de mercado en Whinbury: el señor Moore tenía que pasar inevitablemente por delante de la rectoría de camino hacia allí, justo antes del mediodía de cada martes.

Caroline llevaba siempre alrededor del cuello una delgada cinta de seda a la que iba sujeta un dije. La señora Pryor había visto el brillo del pequeño objeto de oro, pero aún no había conseguido verlo bien. Su paciente no se separaba jamás de él: vestida, la ropa lo ocultaba en su seno; yaciente, lo tenía siempre cogido con la mano. Aquel martes por la tarde, Caroline había caído en el sopor —más parecido a un letargo que al sueño— que a veces acortaba los largos días. Hacía calor: al agitarse con febril desazón, había apartado un poco las sábanas; la señora Pryor se inclinó para devolverlas a su sitio. La mano menuda y consumida que reposaba nerviosamente sobre el pecho de la enferma se aferraba como de costumbre al tesoro celosamente guardado; aquellos dedos, lamentables de ver a causa de su enflaquecimiento, los había relajado ahora el sueño. La señora Pryor tiró de la cinta suavemente y sacó un diminuto guardapelo: era tan ligero como escasos sus recursos; bajo la tapa de cristal se veía un rizo de pelo negro, demasiado corto y encrespado para haber sido cortado de una cabeza femenina.

Un movimiento agitado hizo que la cinta de seda diera un tirón: la durmiente dio un respingo y se despertó. En su enfermedad, los pensamientos de Caroline solían ser algo dispersos al despertarse, y por lo general tenía la mirada extraviada. Se incorporó levemente y exclamó, como presa del terror:

 

—¡No me lo quites, Robert! ¡No! Es mi único consuelo. Deja que me lo quede. Nunca le diré a nadie de quién es el mechón. Nunca se lo enseñaré a nadie.

La señora Pryor había desaparecido ya tras la cortina: recostada en un mullido sillón que había junto a la cama, Caroline no podía verla, así que, cuando recorrió el dormitorio con la mirada, pensó que estaba vacío. Al tiempo que sus desperdigadas ideas regresaban lentamente, replegando sus débiles alas para posarse en la triste orilla de su cerebro como pájaros exhaustos, no viendo a nadie y percibiendo el silencio que la rodeaba, creyó estar sola. No se serenó todavía: tal vez no recobrara nunca el dominio de sí misma; quizá ese mundo en el que viven los fuertes y los prósperos se le había escapado de debajo de los pies para siempre; al menos eso le parecía a menudo. Cuando estaba sana, no era propio de ella pensar en voz alta, pero ahora las palabras brotaban de sus labios sin darse cuenta.

—¡Oh! ¡Cómo desearía verlo por última vez antes de que todo termine, si el Cielo quisiera concederme este favor! —exclamó—. ¡Que Dios me conceda ese pequeño consuelo antes de morir! —fue su humilde petición—. Pero él no sabrá que estoy enferma basta que me haya ido, y vendrá cuando me hayan amortajado y esté inerte, rígida y fría.

«¿Qué sentirá mi alma entonces? ¿Verá o sabrá lo que le ocurre al barro? ¿Pueden comunicarse los espíritus con los vivos por algún medio? ¿Pueden los muertos visitar a quienes dejan atrás? ¿Pueden convertirse en los elementos? ¿Me prestarán el viento, el agua y el fuego un camino para llegar a Moore?

»¿Es casual que el viento suene a veces casi como una voz humana, que cante como últimamente lo he oído cantar por la noche, o que entre por la ventana sollozando, como por un pesar venidero? ¿No está poseído, entonces, por nada? ¿No hay nada que lo inspire?

»Vaya, a mí me sugirió palabras una noche: pronunció todo un discurso que podría haber anotado, pero estaba espantada y no me atreví a levantarme para ir en busca de papel y pluma en la penumbra.

»¿Qué es esa electricidad de la que hablan, cuyos cambios nos sanan o nos enferman, cuya falta o exceso debilita, cuyo equilibrio reanima? ¿Qué son todas esas influencias que hay en la atmósfera que nos rodea, que no dejan de tensar nuestros nervios como dedos tocando instrumentos de cuerda, y pulsan una nota dulce, y ora un quejido, ora una exultante exclamación y, al poco tiempo, una tristísima cadencia?

»¿Dónde está el otro mundo? ¿En qué consistirá la otra vida? ¿Por qué lo pregunto? ¿No tengo acaso motivos para pensar que se acerca a pasos agigantados la hora en que se habrá de rasgar el velo? ¿No sé acaso que el gran misterio se me revelará prematuramente? ¡Espíritu Santo, en cuya bondad confío, a quien, como Padre, he pedido día y noche desde la tierna infancia que ayudes a la débil creación de Tus manos! ¡Ayúdame en este trance que temo y que debo pasar! ¡Dame fuerzas! ¡Dame paciencia! ¡Dame… oh! ¡Dame fe!

Volvió a caer sobre la almohada. La señora Pryor halló el modo de escabullirse sin hacer ruido; volvió a entrar en la habitación poco después, tan tranquila en apariencia como si no hubiera oído aquel extraño soliloquio.

Al día siguiente tuvieron varias visitas. Se había extendido la noticia de que la señorita Helstone estaba peor. El señor Hall y su hermana Margaret fueron a verla; ambos abandonaron la habitación de la enferma con lágrimas en los ojos: la habían encontrado más desmejorada de lo que pensaban. Llegó Hortense Moore. Caroline pareció animarse con su presencia: le aseguró, sonriente, que su enfermedad no era grave; le habló en voz baja, pero con tono alegre; mientras estuvo con ella, la emoción dio color a sus mejillas; parecía estar mejor.

—¿Cómo está el señor Robert? —preguntó la señora Pryor cuando Hortense se disponía a despedirse.

—Estaba perfectamente cuando se fue.

—¡Se ha ido! ¿Se ha ido del Hollow?

Hortense explicó entonces que una información de la policía sobre los agresores a los que perseguía Moore le había llevado a partir hacia Birmingham esa misma mañana, y que seguramente no volvería hasta pasada una quincena.

—¿No sabe que la señorita Helstone está muy enferma?

—¡Oh, no! Pensaba que sólo tenía un fuerte catarro, igual que yo.

Después de esta visita, la señora Pryor procuró no acercarse al lecho de Caroline en una hora: la oyó llorar y no tuvo ánimos para ver sus lágrimas.

Cuando empezaba a caer la tarde, entró con la bandeja del té. Caroline, que dormitaba, abrió los ojos y miró a su enfermera sin reconocerla.

—Esta mañana veraniega he olido las madreselvas en el valle —dijo—, junto a la ventana de la oficina de contabilidad.

Aquellas extrañas palabras surgidas de unos labios descoloridos traspasaron el corazón de la cariñosa enfermera, hiriéndola más cruelmente que el acero. Tal vez en los libros parezcan románticas: en la vida real son desgarradoras.

—Cariño mío, ¿no me conoces? —preguntó la señora Pryor.

—He ido a buscar a Robert para desayunar; he estado con él en el jardín; me ha pedido que fuera. Un intenso rocío ha refrescado las flores; los melocotones están madurando.

—¡Cariño mío! ¡Cariño mío! —repitió una y otra vez la enfermera.

—Pensaba que era de día, que el sol estaba ya en lo alto. Parece oscuro, ¿no se ha puesto la luna?

La luna llena, que había salido ya, la contemplaba con su pálido resplandor, flotando en el espacio despejado, intensamente azul.

—Entonces ¿no es por la mañana? ¿No estoy en el Hollow? ¿Quién está ahí? Veo una forma junto a mi cama.

—Soy yo, su amiga, su enfermera, su… Apoye la cabeza en mi hombro. Sosiéguese. —En voz más baja—: ¡Oh, Dios, ten piedad! ¡Dale a ella la vida y a mí dame fuerzas! ¡Dame valor, muéstrame el camino!

Transcurrieron unos minutos en silencio. La enferma permanecía muda y pasiva en los brazos temblorosos, sobre el pecho sollozante de la enfermera.

—Ahora me encuentro mejor —susurró Caroline, por fin—, mucho mejor. Sé dónde estoy; es la señora Pryor la que está junto a mí. Estaba soñando; cuando me despierto de un sueño hablo; le ocurre a menudo a la gente enferma. ¡Qué deprisa le late el corazón, señora! No tenga miedo.

—No es miedo, hija, sólo cierta inquietud, que pasará. Le he traído el té, Cary; lo ha hecho su tío en persona. Ya sabe que él asegura que sabe preparar mejor el té que cualquier ama de casa. Pruébelo. A su tío le preocupa que coma tan poco, le alegraría saber que ha mejorado su apetito.

—Tengo sed. Deme de beber.

Caroline bebió con avidez.

—¿Qué hora es, señora? —preguntó.

—Las nueve pasadas.

—¿Tan pronto? ¡Oh! Aún me queda una larga noche por delante, pero el té me ha fortalecido. Voy a incorporarme.

La señora Pryor la sentó y le arregló las almohadas.

—¡Gracias a Dios! No siempre me siento igual de desdichada, ni enferma ni desesperada. La tarde ha sido mala desde que se ha ido Hortense; quizá la noche sea mejor. Es una noche apacible, ¿no? Brilla la luna.

—Muy apacible: es una perfecta noche de verano. La vieja torre de la iglesia se ve blanca como la plata.

—¿Y tiene un aire sereno el cementerio?

—Sí, y también el jardín: el rocío brilla en el follaje.

—¿Se ven muchas ortigas y mucha maleza entre las tumbas, o están rodeadas de hierba y flores?

—Veo tupidas margaritas brillando como perlas en algunos montículos. Thomas ha segado las malvas y las hierbas, y lo ha dejado lodo despejado.

—Me gusta más cuando está así: tranquiliza el espíritu ver el lugar arreglado, y seguro que justamente ahora la luz de la luna brilla con tanta suavidad en el interior de la iglesia como en mi habitación. Dará de pleno en el monumento de los Helstone a través de la ventana del este. Cuando cierro los ojos, me parece ver el epitafio de mi pobre padre en letras negras sobre mármol blanco. Debajo queda mucho sitio para otras inscripciones.

—Esta mañana ha venido William Farren para cuidar sus flores: temía, ahora que no las puede cuidar usted, que se estropearan. Se ha llevado a su casa dos de sus plantas favoritas para cuidarlas por usted.

—Si hiciera testamento, le dejaría a William todas mis plantas, a Shirley mis joyas, excepto una, que no deben quitarme del cuello, y a usted, señora, mis libros. —Después de una pausa—: Señora Pryor, siento grandes deseos de una cosa.

—¿De qué, Caroline?

—Ya sabe cuánto disfruto oyéndola cantar; cánteme un himno, ese que empieza:

Nuestro Dios, nuestro sostén en épocas pretéritas.

Nuestra esperanza en los años venideros;

nuestro refugio en el fragor de la tormenta;

¡nuestro refugio, puerto, hogar!

La señora Pryor se dispuso a complacerla de inmediato.

No era extraño que a Caroline le gustara oírla cantar: su voz, incluso cuando hablaba, era dulce y argentina; en el canto era casi divina: ni la flauta ni el dulcémele tenían tonos tan puros. Pero el tono era lo de menos comparado con la expresión que transmitía: una cariñosa vibración de un corazón sensible.

Las criadas que estaban en la cocina, al oír la melodía, salieron a hurtadillas al pie de la escalera para escucharla; incluso el viejo Helstone, mientras paseaba por el jardín meditando sobre la injustificable y débil naturaleza femenina, se detuvo entre los arriates para oír mejor la doliente melodía. No habría podido decir por qué le recordaba a su olvidada y difunta esposa, ni por qué, por su causa, se preocupaba más que antes por la perdida lozanía de Caroline. Le alegró recordar que había prometido ir a visitar a Wynne, el magistrado, aquella noche. Sentía una gran aversión al desánimo y las ideas fúnebres: cuando le asaltaban a él, solía hallar el modo de ahuyentarlas a paso ligero. El himno lo siguió débilmente mientras atravesaba los campos: apresuró el paso, de por sí vivaz, para quedar fuera de su alcance.

Tu palabra reduce nuestra carne a polvo,

«volved, hijos de los hombres»:

Todas las naciones surgieron de la tierra,

y a la tierra han de volver.

Un millar de siglos son a Tus ojos

como el paso de una noche;

breves como la vigilia con la que termina

antes de que salga el sol.

El tiempo, como un río eterno,

se lleva a todos sus hijos;

que vuelan, olvidados, como un sueño

que muere al despuntar el día.

Como campos de flores son las naciones,

frescas a la luz de la mañana;

las flores bajo la mano del segador

yacen marchitas antes de llegar la noche.

Nuestro Dios, nuestro sostén en épocas pretéritas,

nuestra esperanza en los años venideros;

sé nuestro guardián en la dificultad,

¡oh, Padre, sé nuestro hogar!

—Ahora cante una canción, una canción escocesa —sugirió Caroline cuando terminó el himno—. Ye banks and braes o’bonny Doon.

Una vez más, la señora Pryor obedeció, o intentó obedecer. Al final de la primera estrofa se interrumpió; no pudo seguir: su corazón se había desbordado.

—Llora usted por el patetismo de la canción; venga aquí y yo la consolaré —dijo Caroline con tono compasivo. La señora Pryor se acercó, se sentó en el borde de la cama y dejó que los delgados brazos la rodearan—. Usted me consuela a menudo, déjeme consolarla ahora —musitó la joven, besándola en la mejilla—. Espero —añadió— que no esté llorando por mí.

No hubo respuesta.

—¿No cree que me repondré? Yo no me siento muy enferma, sólo débil.

—Pero tu espíritu, Caroline, tu espíritu está destrozado; tu corazón está casi roto. Te han descuidado tanto, te han rechazado y abandonado a la desolación.

—Creo que la congoja es, y ha sido siempre, mi peor enfermedad. Algunas veces pienso que si recibiera una abundante efusión de felicidad, aún podría revivir.

—¿Deseas vivir?

—No tengo ningún objetivo en la vida.

—¿Me quieres, Caroline?

—Mucho, muchísimo, de una manera inexpresable a veces: ahora mismo me siento casi como si le perteneciera.

—En seguida vuelvo, querida —dijo la señora Pryor, dejando acostada a Caroline.

Se dirigió a la puerta, suavemente dio la vuelta a la llave, se aseguró de que había cerrado y volvió junto a la cama. Se inclinó sobre Caroline. Retiró la cortina para dejar que le diera de lleno la luz de la luna. La miró a los ojos atentamente.

 

—Entonces, si me quieres —dijo, hablando deprisa, con la voz alterada—, si te sientes, usando tus mismas palabras, como «si me pertenecieras», no te sorprenderá ni te afligirá saber que tu corazón es mío, que de mis venas surgió la sangre que fluye por las tuyas, que eres mía, mi hija, carne de mi carne.

—¡Señora Pryor!

—¡Mi hija!

—Es decir… eso significa… ¿que me ha adoptado?

—Significa que, aunque no te haya dado nada más, al menos te di la vida, que yo te tuve en las entrañas, que te amamanté, que soy tu verdadera madre; ninguna otra mujer puede reclamar ese nombre; es mío.

—Pero la señora de James Helstone, la mujer de mi padre, a la que no recuerdo haber visto siquiera, ¿no es mi madre?

—Es tu madre; James Helstone era mi marido. Te digo que eres mía. He tenido la prueba. Pensaba que tal vez fueras toda suya, lo que habría sido un cruel designio para mí; he descubierto que no es así. Dios me ha permitido ser la madre del espíritu de mi hija: me pertenece, es mi propiedad, mi derecho. Estas facciones son de James. Tenía un hermoso rostro cuando era joven, que no cambiaron sus errores. Papá, cariño mío, te dio los ojos azules y los cabellos castaños; te dio el óvalo de la cara y las facciones regulares; te legó su apariencia externa, pero el corazón y el cerebro son míos, las semillas son mías y han mejorado, se han desarrollado hasta superarme. Aprecio y valoro a mi hija con tanta intensidad como la amo de todo corazón.

—¿Es cierto lo que oigo? ¿No es un sueño?

—Ojalá fuera cierto hasta el punto de que la consistencia y el color de la salud volvieran a tus mejillas.

—¡Mi madre! ¿Puedo quererla tanto como te quiero a ti? La gente en general no le tenía aprecio, según tengo entendido.

—¿Eso te han dicho? Bueno, tu madre te dice ahora que, no teniendo el don de agradar a la gente en general, nada le importa mi aprobación: sus pensamientos son todos para su hija; ¿la rechaza esta hija, o la recibe con los brazos abiertos?

—Pero si tú eres mi madre, el mundo entero ha cambiado para mí. Debo vivir… quisiera curarme.

—Tienes que curarte. Mi pecho te dio vida y fortaleza cuando eras un hermoso bebé; sobre tus ojos azules solía llorar, temiendo ver en tu misma belleza la huella de cualidades que habían traspasado mi corazón como el acero, clavándose en mi alma como una espada. ¡Hija! Hemos estado separadas mucho tiempo; vuelvo ahora para volver a cuidarte.

La señora Pryor abrazó a Caroline, la acunó en sus brazos, la meció suavemente, como si arrullara a una niña para dormirla.

—¡Mi madre! ¡Mi verdadera madre!

El retoño se acurrucó en los brazos de la madre; esa madre, percibiendo el cariño y prestando oídos a la llamada, la abrazó con mayor fuerza, la cubrió de besos silenciosos, musitó palabras de amor, como una paloma torcaz que cría a sus polluelos.

La habitación se sumió en el silencio durante largo rato.

***

—¿Lo sabe mi tío?

—Lo sabe: se lo dije el día que vine a quedarme.

—¿Me reconociste cuando nos vimos en Fieldhead por primera vez?

—¿Cómo podía ser de otro modo? Cuando anunciaron al señor y a la señorita Helstone me preparé para ver a mi hija.

—Entonces fue eso lo que te conmovió: te vi alterada.

—No viste nada, Caroline, sé disimular mis emociones. No sabrás jamás el sinfín de extrañas sensaciones que experimenté en los dos minutos que transcurrieron desde que oí tu nombre hasta que entraste. No sabrás nunca cómo me sorprendieron tu actitud, tu presencia, tus modales.

—¿Por qué? ¿Te decepcionaron?

—«¿Cómo será?», me había preguntado, y cuando vi cómo eras estuve a punto de desmayarme.

—¿Por qué, mamá?

—Temblé en tu presencia. Me dije que nunca serías para mí, que no me conocerías nunca.

—Pero no hice ni dije nada extraordinario. Me sentía un poco cohibida ante la idea de ser presentada a personas desconocidas, eso era todo.

—Me di cuenta en seguida de que eras tímida; eso fue lo primero que me tranquilizó. Si hubieras sido ordinaria, torpe, maleducada, me habría alegrado.

—Me dejas atónita.

—Tenía razones para recelar de tu atractivo, para desconfiar de unas maneras seductoras, para temer distinción, gracia y cortesía. La belleza y la cordialidad se habían cruzado en mi camino cuando era una reclusa desdichada, joven e ignorante: una institutriz atormentada cuya vida peligraba a causa de un trabajo desagradecido, consumida prematuramente. ¡A los que me sonreían, Caroline, los confundí con ángeles! Los seguí hasta su casa, y cuando hube depositado en sus manos sin reservas toda mi esperanza de felicidad futura, tuve la desgracia de ser testigo de una transfiguración en el ámbito doméstico: de ver cómo se alzaba la máscara blanca y se dejaba a un lado el resplandeciente disfraz, para ver frente a mí lo más opuesto. ¡Oh, Dios mío! ¡Cómo sufrí! —Se dejó caer sobre la almohada—. ¡Cómo sufrí! Nadie lo vio, nadie lo sabía: ¡no hubo compasión ni redención ni alivio!

—Anímate, madre, todo ha terminado.

—Todo ha terminado, y no ha sido en vano. Intenté resignarme: el Señor fue sostén en medio de la aflicción. Estaba aterrorizada, estaba trastornada: en los momentos de mayor tribulación, Él me llevo basta la salvación que ahora me ha sido revelada. Mis temores eran un tormento que Él ha disipado. En su perfecto e inquebrantable amor, Él me ha dado… Pero, Caroline…

Así invocó la señora Pryor a su hija tras una pausa.

—¡Madre!

—Te pido que cuando vuelvas a ver el monumento funerario de tu padre respetes el nombre que hay allí grabado. A ti sólo te hizo el bien. A ti te legó el tesoro de su belleza, sin añadirle ninguno de sus oscuros defectos. Todo lo que de él heredaste es excelente. Le debes gratitud. Deja que él y yo ajustemos nuestras cuentas; no te entrometas; Dios es nuestro árbitro. Las leyes de este mundo jamás se interpusieron entre nosotros, ¡jamás! ¡Fueron inútiles, como cañas podridas, para protegerme a mí, e impotentes, como idiotas balbucientes, para detenerlo a él! Como tú bien dices, todo ha terminado: la tumba nos separa. ¡Ahí reposa, en esa iglesia! A mis restos digo esta noche lo que jamás dije antes: ¡James, descansa en paz! ¡Mira! ¡Tu terrible deuda ha sido pagada! ¡Mira! ¡Borro esa larga y negra cuenta pendiente con mis propias manos! James, tu hija es la reparación; esta semblanza viviente de ti mismo, este ser con tus mismas facciones, este único regalo que me has dado se ha acurrucado amorosamente sobre mi pecho y tiernamente me ha llamado madre. ¡Marido! ¡Descansa en el olvido!

—¡Queridísima madre, qué palabras tan acertadas! ¿Nos oirá el espíritu de papá? ¿Le consolará saber que aún le amamos?

—No he dicho nada de amor; he hablado de perdón. Presta atención a mis palabras, hija. ¡No he dicho nada de amor! Aunque me lo encontrara en el umbral de la eternidad, mantendría lo dicho.

—¡Oh, madre! ¡Cómo debes de haber sufrido!

—¡Oh, hija! Lo que puede llegar a sufrir el corazón humano es inconcebible. Puede contener más lágrimas que aguas los océanos. No sabemos cuán intenso, cuán inmenso es, hasta que el dolor desata su tormenta y lo llena de negrura.

—Madre, olvida.

—¡Olvidar! —dijo ella con un extrañísimo espectro de carcajada—. El polo norte se precipitará sobre el polo sur y los cabos de Europa se incrustarán en las bahías de Australia antes de que yo olvide.

—¡Calla, madre! ¡Descansa! ¡Recobra la paz!

Y la hija arrulló a la madre, como primero la madre había arrullado a la hija. Por fin, la señora Pryor estalló en lágrimas; luego se tranquilizó. Volvió a dispensar los cariñosos cuidados que la agitación había interrumpido momentáneamente. Volvió a acostar a su hija en la cama, le arregló la almohada y la arropó con las sábanas. Le apartó los suaves rizos de la cara, y le refrescó la frente húmeda con una esencia fría y aromática.