Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Oh, no! Estaría influida por sus sentimientos. Se dejaría guiar por sus impulsos.

—Por supuesto que a menudo estaría influida por mis sentimientos; se me dieron con tal fin. Debo amar a quien mis sentimientos me enseñan a amar, y lo haré, y espero que, si algún día tengo marido e hijos, mis sentimientos me impulsen a amarlos. Espero que, en ese caso, todos mis impulsos tengan la fuerza necesaria para obligarme a amar.

Caroline se deleitó en pronunciar estas palabras con tono enfático; se deleitó en atreverse a decirlas en presencia de la señora Yorke. No le importaba qué injusto sarcasmo le arrojara como respuesta; se ruborizó, no de ira, sino por la turbación, cuando la desconsiderada matrona replicó, impávida:

—No pierda el tiempo dramatizando conmigo. Ha hablado bien, era todo muy bonito, pero a nosotras no nos impresiona: una mujer casada desde hace muchos años y una solterona; debería estar presente un caballero sin compromiso. ¿No cree usted que el señor Robert pueda estar por ahí, oculto tras las cortinas, señorita Moore?

Hortense, que durante la mayor parte de la conversación había estado en la cocina supervisando los preparativos para el té, no había acabado de comprender del todo el significado de lo que se hablaba. Respondió, con aire perplejo, que Robert estaba en Whinbury. La señora Yorke soltó una de sus peculiares y breves carcajadas.

—¡La franca señorita Moore! —dijo con tono condescendiente—. Es muy propio de usted tomar mi pregunta en sentido literal y responderla con tanta sencillez. En sus pensamientos no caben intrigas. Podrían pasar las cosas más extrañas en sus mismas narices sin que se diera cuenta; no es del tipo de personas a las que atribuyen un ingenio agudo.

Estos dudosos cumplidos no parecieron complacer a Hortense. Se irguió y frunció el entrecejo, pero no perdió su expresión de extrañeza.

—Me he caracterizado por mi sagacidad y discernimiento desde la infancia —replicó, pues, hallándose ciertamente en posesión de estas cualidades, estaba muy ofendida.

—Jamás ha utilizado argucia alguna para pescar un marido, estoy convencida —insistió la señora Yorke—, y no tiene la ayuda de la experiencia para averiguar lo que otras traman.

Estas amables palabras hirieron a Caroline donde la benevolente señora pretendía herirla: en el corazón. Ni siquiera podía rechazar las pullas, se hallaba indefensa por el momento; responder a ellas habría sido como reconocer que habían dado en el blanco. Viendo a Caroline con los ojos bajos, turbados, las mejillas ardiendo y la figura encorvada, sometida a un temblor involuntario, que expresaba toda la humillación y la angustia que sentía, la señora Yorke pensó que la sufriente era una presa fácil. Aquella extraña mujer sentía una antipatía natural por los caracteres apocados y sensibles; por los temperamentos nerviosos. Tampoco los bonitos y delicados rostros juveniles eran un salvoconducto para su afecto. Raras veces encontraba todas estas odiosas cualidades combinadas en una sola persona, y más raro aún era que tuviese a esa persona a su merced y en circunstancias que le permitían aplastarla por completo. Casualmente aquella tarde se sentía especialmente irritable y malhumorada, dispuesta a cornear como cualquier cruel «matriarca de la manada»: inclinando su gran cabeza, volvió a la carga.

—Su prima Hortense es una excelente hermana, señorita Helstone: todas las señoritas que vengan a probar suerte aquí, a Hollow’s Cottage, pueden engatusar a la señora de la casa mediante pequeñas artimañas femeninas que no requieren gran inteligencia, y jugar con ventaja. Yo diría que es usted muy aficionada a la compañía de su pariente, ¿no es cierto, señorita?

—¿De qué pariente?

—Oh, de su prima, por supuesto.

—Hortense es y ha sido siempre sumamente amable conmigo.

—Las amigas solteras de todas las mujeres con hermanos solteros que son un buen partido las consideran siempre sumamente amables.

—Señora Yorke —dijo Caroline levantando la vista despacio, al tiempo que el velo de la turbación se alzaba de sus azules órbitas dejando que brillaran con fuerza, y el rubor de la vergüenza desaparecía de sus mejillas, de nuevo uniformemente pálidas—. Señora Yorke, ¿puedo preguntarle qué pretende?

—Darle una lección sobre la práctica de la rectitud: hacer que torne aversión a la astucia y los falsos sentimientos.

—¿Acaso necesito esa lección?

—La mayoría de las señoritas de hoy en día la necesitan. Es usted una joven muy moderna: enfermiza, delicada, con un declarado gusto por la soledad, lo que significa, supongo, que encuentra a pocas personas dignas de su simpatía en la vida cotidiana. La vida cotidiana, las personas corrientes y honradas, son mejores de lo que usted cree, mucho mejores que cualquier jovencita fantasiosa y amante de los libros que casi nunca asoma la nariz por encima del muro del jardín de su tío, el clérigo.

—Y a la que, por consiguiente, usted no conoce en absoluto. Perdone… en realidad me da igual que me perdone o no: usted me ha atacado sin que mediara provocación; yo me defenderé sin pedir disculpas. Ignora por completo cuál es la relación que tengo con mis dos primos; en un arranque de mal humor, ha intentado envenenarla con insinuaciones gratuitas que son más astutas y falsas que cualquier cosa de la que pueda acusarme a mí con justicia. El hecho de que yo sea pálida y algunas veces parezca tímida no es asunto suyo. Que me gusten los libros y no sienta inclinación por los chismes vulgares aún le concierne menos. Que sea una «jovencita fantasiosa» es una mera conjetura suya: jamás he fantaseado en su presencia ni en la de nadie que usted conozca. Ser la hija de un clérigo no es ningún crimen, aunque tal vez su intransigencia la lleve a creerlo. No le gusto; no existe motivo alguno para esa antipatía, por lo tanto, guárdese esa aversión para usted. Si en algún otro momento del futuro me molesta volviendo a expresarla, le replicaré con menos escrúpulos aún de los que he tenido ahora.

Guardó silencio en medio de una pálida y tranquila agitación. Había hablado en el tono más claro posible, ni demasiado deprisa ni demasiado alto, pero su voz argentina estremecía el oído. En sus venas la sangre corría tan veloz como invisible.

A la señora Yorke no le enojó el reproche, expresado con una severidad tan simple y dictado por un orgullo tan reservado. Volviéndose impertérrita hacia la señorita Moore, dijo, moviendo la cofia de arriba abajo como muestra de aprobación:

—Tiene genio, después de todo. Hable siempre con la misma franqueza que ha demostrado ahora —añadió— y le irá bien.

—Rechazo una recomendación tan ofensiva —fue la respuesta, dada con la misma voz pura y la misma mirada clara—. Rechazo un consejo envenenado por las insinuaciones. Estoy en mi derecho de hablar como crea más conveniente, nada me obliga a conversar siguiendo sus dictados. Lejos de hablar siempre como acabo de hacerlo ahora, jamás me dirigiré a nadie en un tono tan severo y con un lenguaje tan áspero, a menos que sea para responder a un insulto inmerecido.

—Madre, has encontrado la horma de tu zapato —declaró la pequeña Jessie, a quien la escena parecía divertir enormemente.

Rose lo había oído todo con rostro impasible; dijo entonces:

—No, la señorita Helstone no es la horma del zapato de mi madre, puesto que se deja mortificar; mi madre la agotaría en unas cuantas semanas. Shirley Keeldar se defiende mejor. Madre, jamás has conseguido herir los sentimientos de la señorita Keeldar. Lleva una armadura bajo su vestido de seda que no puedes atravesar.

La señora Yorke se quejaba a menudo de que sus hijas eran rebeldes. Resultaba extraño que, pese a su severidad, a su «carácter», no tuviera el menor dominio sobre ellas: una mirada del padre tenía mayor influencia que todos sus sermones.

La señorita Moore —para quien la posición de testigo de un altercado en el que no tomaba parte era extremadamente desagradable— recobró su dignidad y se preparó para pronunciar un discurso con el que habría de demostrar a ambas partes su error, dejando bien sentado a las contendientes que las dos tenían motivos para avergonzarse y que deberían someterse humildemente al mejor discernimiento de la persona que las interpelaba. Afortunadamente para su público, su arenga no había durado más de diez minutos cuando la entrada de Sarah con la bandeja del té desvió su atención, primero hacia el hecho de que esta damisela llevaba una peineta dorada en los cabellos y un collar rojo alrededor de la garganta y, en segundo lugar, después de reprenderla con severidad, hacia el deber de servir el té. Tras el té, Rose le devolvió el buen humor llevándole la guitarra y pidiéndole una canción, y más tarde enzarzándose con ella en un inteligente y agudo interrogatorio sobre el arte de tocar la guitarra y de la música en general.

Mientras tanto, Jessie dirigió sus atenciones a Caroline. Sentada en un taburete a sus pies, le habló primero de religión y luego de política. En su casa, Jessie estaba acostumbrada a embeberse de buena parte de lo que su padre decía sobre tales temas, y a repetir luego en otra compañía, con más ingenio y fluidez que coherencia o discreción, las opiniones, antipatías y preferencias del señor Yorke. Reprobó firmemente a Caroline por ser miembro de la Iglesia oficial y por tener como tío a un clérigo. Le informó de que vivía de lo que producía el campo, y le dijo que debería trabajar para ganarse el sustento honradamente en lugar de llevar una vida inútil y comer del pan de la holgazanería en forma de diezmo. De ahí pasó a dar un repaso al ministerio en funciones de aquella época, y a una reflexión sobre sus méritos y deméritos. Mencionó familiarmente los nombres de lord Castlereagh y el señor Perceval. A cada una de estas personas las adornó con un carácter que podría haberse adaptado a Moloch y a Belial. Clamó contra la guerra, que llamó asesinato en masa, y contra lord Wellington, al que calificó de «carnicero a sueldo».

 

Su interlocutora la escuchó con gran regocijo. Jessie no carecía de sentido del humor: era indescriptiblemente cómico oírla repetir las críticas de su padre en el mismo dialecto del norte, rudo y enérgico; era una pequeña jacobina, con tanta vehemencia como encerrar pudiera un espíritu libre y rebelde vestido de muselina y con fajín. No siendo malévola por naturaleza, su lenguaje no era tan amargo como mordaz, y el expresivo rostro menudo daba una agudeza a todas sus frases que cautivaba el interés de quien lo contemplaba.

Caroline le afeó que insultara a lord Wellington, pero escuchó con deleite una diatriba posterior contra el príncipe regente. Jessie percibió rápidamente en el destello de los ojos de su oyente y en la sonrisa que rondaba sus labios que por fin había dado con un tema que la complacía. Numerosas eran las veces en que había oído hablar a su padre sobre el gordo «Adonis cincuentón» durante el desayuno, y repitió los comentarios del señor Yorke, tan genuinos como los que habían pronunciado sus labios de Yorkshire.

Sin embargo, Jessie, no escribiré más sobre ti. Es otoño y la noche es húmeda y desapacible. Sólo hay una nube en el cielo, pero lo cubre de extremo a extremo. El viento no descansa: pasa veloz y sollozante sobre las colinas de lúgubre perfil, descoloridas bajo el crepúsculo y la niebla. La lluvia ha caído durante todo el día sobre la torre de la iglesia, que se eleva, negra, en medio del pétreo recinto de su cementerio: las ortigas, la alta hierba y las tumbas chorrean agua. Esta noche me recuerda demasiado vívidamente otra noche de hace algunos años: era también una noche de otoño envuelta en una furiosa tormenta, en la que cierta persona, que aquel día había peregrinado hasta una tumba recién excavada en un cementerio herético, estaba sentada ante el fuego de leña de la chimenea de una morada extranjera. Todos estaban alegres y disfrutaban de la compañía, pero sabían que se había creado un vacío en su círculo que jamás volvería a llenarse. Sabían que habían perdido algo, cuya ausencia no llegaría a compensarse por mucho que vivieran, sabían que la densa cortina de lluvia empapaba la tierra ya mojada que cubría a su amor perdido, y que la tempestad triste y ululante se lamentaba sobre la cabeza enterrada. El fuego los calentaba, aún tenían el don de la vida y la amistad, pero Jessie yacía helada y solitaria en un ataúd; sólo la tierra la protegía de la tormenta.

***

La señora Yorke dobló su labor de punto, cortó en seco la lección de música y la conferencia sobre política, y concluyó su visita a la casa a una hora lo bastante temprana para garantizar su regreso a Briarmains antes de que el arrebol del ocaso se desvaneciera por completo en el cielo, o de que el rocío de la noche dejara impracticable el sendero que subía campo a través.

Cuando esta señora y sus hijas se marcharon, también Caroline consideró llegado el momento de volver a ponerse el chal, besar a su prima en la mejilla y encaminarse a su casa. Si se demoraba más tiempo, se haría de noche y Fanny tendría que tomarse la molestia de ir a buscarla; recordó que era día de plancha en la rectoría, así como de hacer pan: Fanny estaría muy ocupada. Aun así, no pudo abandonar el sitio que ocupaba junto a la ventana del pequeño gabinete. No había otro punto de observación desde el que se viera más hermoso el oeste que aquella celosía rodeada por una guirnalda de jazmín, cuyas blancas estrellas y verdes hojas no parecían ahora más que trazos grises a lápiz —de gráciles formas, pero sin matices— en el fondo dorado y rojizo del crepúsculo estival, en el fondo azul teñido de fuego del cielo de agosto a las ocho de la tarde.

Caroline miró el portillo, junto al que se alzaban las encinas como agujas; miró el denso seto de alheña y laurel que cercaba el jardín; sus ojos anhelaban ver algo más que estos arbustos, antes de apartarse de aquella limitada perspectiva: anhelaban ver una figura humana de ciertas proporciones y estatura pasando junto al seto y entrando por el portillo. Una figura humana vio al fin… no, dos: Frederick Murgatroyd pasó de largo con un cubo de agua; le siguió Joe Scott, balanceando las llaves de la fábrica con el dedo índice. Los dos hombres se disponían a cerrar la fábrica y los establos, y luego se marcharían a su casa.

«Yo también debo irme», pensó Caroline, haciendo ademán de levantarse con un suspiro.

«Esto es un disparate, un desatino que me parte el corazón —añadió—. En primer lugar, aunque me quedara hasta que se hiciera de noche, él no llegaría, porque siento en mi corazón que el Destino ha escrito en la página de hoy de su libro eterno que no tendré el placer que tanto deseo. En segundo lugar, aunque él entrara en este mismo momento, mi presencia aquí le disgustaría, y darme cuenta de que debe ser así haría que se me helara casi la sangre en las venas. Su mano, quizá, sería blanda, sin fuerza, si pusiera la mía en ella; sus ojos estarían nublados si buscara su resplandor. Buscaría esa luz que he visto encendida algunas veces, en el pasado, cuando mi rostro, mi lenguaje o mi carácter le habían complacido en un instante dichoso: sólo encontraría oscuridad. Será mejor que vuelva a casa».

Cogió el sombrero de la mesa donde lo había dejado, y se estaba atando la cinta cuando Hortense, dirigiendo su atención hacia un espléndido ramo de flores que había en un jarrón sobre esa misma mesa, comentó que la señorita Keeldar se lo había enviado aquella misma mañana desde Fieldhead, y siguió hablando sobre los huéspedes que esa señorita tenía en su casa y sobre la ajetreada vida que había llevado últimamente, a lo que añadió diversas conjeturas: que era una vida que no le gustaba y que era realmente extraño que una persona tan decidida siempre a salirse con la suya como la heredera no hallara el medio de librarse de aquel cortejo de parientes.

—Pero dicen que en realidad es ella quien no permite al señor Sympson y a su familia que se vayan —agregó—. Ellos deseaban regresar al sur la semana pasada para preparar la bienvenida a su único hijo varón, que ha de volver a casa después de un viaje. Ella insiste en que el primo Henry debe venir a reunirse con su familia en Yorkshire. Me atrevería a decir que en parte lo hace para complacernos a Robert y a mí.

—¿Cómo os complacería a Robert y a ti? —preguntó Caroline.

—Vaya, hija mía, estás un poco lenta. ¿No sabes…? Debes de haber oído a menudo…

—Por favor, señora —dijo Sarah abriendo la puerta—, las conservas que me dijo que hirviera en melaza, las «congfiters», como las llama usted, se han quemado.

—Les confitures! Elles sont brûlées? Ah, quelle négligence coupable! Coquine de cuisinière, filie insupportable!

Y mademoiselle se apresuró a sacar un gran delantal de hilo de un cajón para ponérselo sobre el delantal negro que llevaba, y corrió, éperdue, hacia la cocina, desde donde —a decir verdad— salía un intenso olor nada apetitoso a dulces calcinados.

La señora y la doncella habían estado peleándose durante todo el día por culpa de la confección de unas conservas de ciertas zarzamoras, duras como canicas y agrias como endrinas. Sarah sostenía que el azúcar era el único condimento ortodoxo que podía usarse en el proceso; mademoiselle mantenía —y lo demostraba con la práctica y la experiencia de su madre, su abuela y su bisabuela— que la melaza, la mélasse, era infinitamente mejor. Había cometido la imprudencia de dejar a Sarah a cargo de la marmita, pues su falta de simpatía por la naturaleza del contenido había tenido como efecto cierto descuido en la vigilancia de su confección, cuyo resultado era una masa de negras cenizas. Se produjo a continuación una alharaca: grandes recriminaciones y sollozos más sonoros que sinceros.

Caroline se volvió de nuevo hacia el pequeño espejo, apartándose los rizos del rostro para meterlos bajo el sombrero de paja, convencida de que no sólo sería inútil, sino también desagradable, quedarse allí más tiempo, cuando, al abrirse súbitamente la puerta de atrás, una brusca calma se adueñó de la cocina: se refrenaron las lenguas, como sujetas por bridas y bocado. ¿Era él… era… Robert? A menudo —casi siempre— entraba por la cocina a su regreso del mercado. No, sólo era Joe Scott, que, tras haber carraspeado tres veces —queriendo significar con cada carraspeo un arrogante reproche a las mujeres que reñían—, dijo:

—Bueno, ¿era una pelea lo que se oía?

Nadie respondió.

—Pues —continuó con tono dogmático— como el amo acaba de llegar, y va a entrar por esta puerta, he pensado que era mejor pasar yo primero y decírselo. Nunca es conveniente entrar en una casa llena de mujeres sin avisar. Aquí viene; entre, señor. Estaban alborotando de mala manera, pero creo que las he hecho callar.

Entró —ahora era audible— otra persona. Joe Scott continuó con sus reproches.

—¿Cómo es que están a oscuras? Tú, chica, ¿es que no sabes encender una vela, Sarah? Hace una hora que se ha puesto el sol. El amo se va a romper las espinillas con tus potes y mesas y todo lo demás. Tenga cuidado con ese pote, señor, se lo han dejado ahí en medio que ni expresamente.

A los comentarios de Joe siguió una pausa algo confusa, que Caroline, aunque aguzaba los oídos, no pudo comprender. Fue muy breve; la rompió un grito, un sonido de sorpresa, seguido por el de un beso; a continuación oyó exclamaciones, pero inconclusas.

—Mon Dieu! Mon Dieu! Est-ce que je m’y attendais? —fueron las palabras que consiguió distinguir.

—Et tu te portes toujours bien, bonne soeur? —preguntó otra voz; la de Robert, sin duda.

Caroline se quedó perpleja. Obedeciendo a un impulso, cuya sensatez no tuvo tiempo de considerar, salió a escape del pequeño gabinete, a fin de despejar el camino, y subió corriendo la escalera para asomarse por la barandilla desde lo alto y seguir mirando antes de dejarse ver. El crepúsculo había quedado atrás: el corredor estaba oscuro, pero no tanto para no ver en él a Robert y a Hortense al cabo de unos instantes.

—¡Caroline! ¡Caroline! —llamó Hortense, poco después—. Venez voir mon frère!

«¡Qué extraño! —pensó la señorita Helstone—. ¡Más que extraño! ¿Qué augura esta insólita emoción por un acontecimiento tan corriente como el regreso del mercado? ¿No habrá perdido el seso? No se habrá desquiciado por culpa de la melaza quemada».

Bajó la escalera con agitación contenida, pero mayor fue su turbación cuando Hortense la cogió de la mano en la puerta del gabinete, la condujo hacia Robert en persona, cuya figura se recortaba, alta y oscura, al trasluz de una ventana, y la presentó con una mezcla de azoramiento y formalidad, como si fueran completos desconocidos y aquélla fuera la primera vez que se veían.

¡El desconcierto aumentaba! Él se inclinó con bastante torpeza y, volviendo el rostro con el aturullamiento de un desconocido, se encaró con la tenue luz que entraba por la ventana; el enigma del sueño (un sueño parecía) alcanzó su punto culminante: Caroline vio un semblante semejante y distinto al de Robert; era él y no era él.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Me engañan mis ojos? ¿Es mi primo?

—Es tu primo, desde luego —afirmó Hortense.

Entonces ¿quién era el que llegaba ahora por el corredor y entraba en la habitación? Caroline volvió la cabeza y vio a un nuevo Robert, el Robert auténtico, como supo en seguida.

—Bueno —dijo él, sonriendo al ver su rostro inquisitivo y atónito—, ¿quién es quién?

—¡Ah! ¡Eres tú! —fue la respuesta.

Él se echó a reír.

—Ya lo creo que soy yo. ¿Y sabes quién es él? Nunca lo habías visto, pero has oído hablar de él.

—Sólo puede ser una persona: tu hermano, puesto que tanto se le parece; mi otro primo, Louis.

—¡Inteligente y pequeña Edipo! ¡Habrías vencido a la Esfinge! Pero ahora, míranos juntos. Cámbiate de lugar, Louis. Cámbiate otra vez para confundirla. ¿Cuál es el viejo amor ahora, Lina?

—¡Como si fuera posible equivocarse cuando hablas! Debería haberle pedido a Hortense que fuera ella quien preguntara. Pero no sois tan parecidos; sólo la estatura, la figura y la tez son muy similares.

—Y yo soy Robert, ¿verdad? —preguntó el recién llegado, haciendo un primer esfuerzo por sobreponerse a lo que parecía una timidez natural.

Caroline meneó la cabeza suavemente. Los suaves y expresivos destellos de su mirada cayeron sobre el auténtico Robert: hablaban por sí solos.

 

No se le permitió separarse de sus primos tan pronto: el propio Robert fue inflexible y la obligó a quedarse. Alegre, sencilla y afable en su comportamiento (alegre aquella noche, al menos), con el espíritu ligero y radiante por el momento, Caroline era un aditamento demasiado agradable en el círculo de la casa para que ninguno de ellos quisiera verla partir. Louis parecía un hombre callado, grave y circunspecto por naturaleza, pero la Caroline de aquella noche, que no era (como ya sabes, lector) la Caroline de lodos los días, derritió el hielo de su circunspección y pronto alegró su seriedad. Se sentó junto a ella para charlar. Caroline sabía ya que tenía la enseñanza como vocación; descubrió entonces que era preceptor del hijo del señor Sympson desde hacía algunos años, que había estado viajando con él y que había llegado al norte acompañándolo. Caroline inquirió si le gustaba su empleo, pero la mirada que recibió como respuesta no invitaba a más preguntas ni las permitía. Esa mirada despertó la viva simpatía de Caroline, a quien le pareció una expresión muy triste para llegar a ensombrecer un rostro tan sensible como el de Louis, porque tenía un rostro sensible, aunque no era hermoso, pensó ella, al lado del de Robert. Caroline se volvió para compararlos. Robert estaba apoyado en la pared, un poco más atrás, volviendo las hojas de un libro de grabados y, seguramente, escuchando al mismo tiempo el diálogo entre su hermano y ella.

«¿Cómo he podido pensar que eran iguales? —se dijo—. Ahora veo que es a Hortense a quien se parece Louis, no a Robert».

Y en parte esto era cierto: Louis tenía la nariz más corta y el labio superior más largo, como su hermana, en lugar de las finas facciones de Robert; la boca y el mentón estaban moldeados de igual forma que los de Hortense, y eran menos marcados, menos precisos y claros que los del joven propietario de la fábrica. Su semblante, aunque prudente y reflexivo, difícilmente podía describirse como vivo y perspicaz. A su lado, mirándolo, se tenía la sensación de que una naturaleza más lenta, y seguramente más benigna que la del hermano mayor, serenaba las emociones.

Robert —consciente quizá de que la mirada de Caroline se había desviado hacia él y que en él se detenía, aunque no había levantado la vista ni le había dado respuesta— dejó el libro de grabados y, acercándose, se sentó junto a su prima. Caroline reanudó la conversación con Louis, pero, aunque hablaba con él, sus pensamientos estaban en otra parte: su corazón latía del lado hacia el cual tendía su mirada. Reconocía un aire firme, varonil y bondadoso en Louis, pero se inclinaba ante el secreto poder de Robert. Estar tan cerca de éste —aunque él permaneciera mudo, aunque no le rozara siquiera el fleco del chal ni el blanco dobladillo del vestido— actuaba sobre ella como un hechizo. De haberse visto obligada a hablar sólo con él, la habría coartado, pero, en libertad para dirigirse a otra persona, la estimulaba. Su discurso fluyó sin cortapisas: alegre, jovial, elocuente. La mirada indulgente y los modales plácidos de su interlocutor estimularon su desparpajo; el placer sobrio que traslucía la sonrisa de Louis consiguió extraer cuanto de chispeante había en su personalidad. Caroline percibía que aquella noche estaba causando una impresión favorable y, dado que Robert era espectador, se sintió satisfecha; de haber sido requerido él en otra parte, el derrumbe habría sucedido inmediatamente al estímulo.

Pero el deleite de Caroline no iba a brillar mucho tiempo en todo su esplendor: pronto lo tapó una nube.

Hortense, que había estado ajetreada durante un rato en los preparativos de la cena, y que despejaba ahora la mesa de libros y demás objetos para hacerle sitio a la bandeja, llamó la atención de Robert sobre el jarrón de flores, cuyos pétalos de color carmín, nieve y oro resplandecían literalmente a la luz de las bujías.

—Las han traído de Fieldhead —dijo—, como obsequio para ti, sin duda. Ya sabemos quién es el favorito aquí, y no soy yo, estoy segura.

Era extraño oír bromear a Hortense, síntoma de un ánimo realmente exaltado.

—¿Debemos suponer, entonces, que el favorito es Robert? —preguntó Louis.

—Mon cher —contestó Hortense—. Robert, c’est tout ce qu’il y a de plus précieux au monde: à côté de lui, le reste du genre humain n’est que du rebut. N’ai-je pas raison, mon enfant? —añadió, dirigiéndose a Caroline.

Caroline se vio obligada a responder que sí, y su luz se apagó, su estrella se desvaneció mientras hablaba.

—Et toi, Robert? —preguntó Louis.

—Pregúntaselo a ella, cuando tengas ocasión —fue la serena respuesta que recibió de su hermano. Si éste había palidecido, o se había ruborizado, Caroline no se paró a comprobarlo: descubrió que era tarde y que debía irse a casa. Y a casa se fue: ni siquiera Robert pudo detenerla esta vez.

CAPÍTULO XXIV

EL VALLE DE LA SOMBRA DE LA MUERTE

A veces el futuro parece lanzar entre sollozos un débil aviso de los acontecimientos que nos depara, como al formarse una tormenta, aún remota, pero que, por el tono del viento, el firmamento arrebolado, las nubes extrañamente desgarradas, anuncia un estallido capaz de salpicar el mar de naufragios o destinado a traer entre nieblas la mancha amarilla de la pestilencia, cubriendo las blancas islas del oeste con las exhalaciones ponzoñosas del este, empañando las celosías de los hogares ingleses con el hálito de la plaga india. En otras ocasiones, este futuro se presenta de improviso, como si hubiera resquebrajado una roca para abrir en ella una tumba de la que surge el cuerpo de alguien que dormía. Antes de que uno se dé cuenta, se encuentra cara a cara con una calamidad amortajada que no esperaba: un nuevo Lázaro.

Caroline Helstone volvió sana de Hollow’s Cottage a su casa, como ella imaginaba. Al despertarse a la mañana siguiente se sintió oprimida por una debilidad desacostumbrada. A la hora de desayunar y a la de comer y cenar del día siguiente perdió por completo el apetito: los alimentos más sabrosos eran como cenizas y serrín en su boca.

«¿Estoy enferma?», se preguntó, mirándose en el espejo. Tenía los ojos brillantes, las pupilas dilatadas y las mejillas parecían más llenas y sonrosadas de lo habitual. «Tengo buen aspecto, ¿por qué no me apetece comer?».

Notó la sangre agolpándose con fuerza en las sienes; notó también una extraña actividad en el cerebro: su espíritu estaba exaltado, mil y un pensamientos brillantes, pero febriles, le llenaban la cabeza; despedían la misma luminosidad que teñía su cutis.

A aquel día siguió una noche abrasada, de desazón, de sed. Un sueño se abalanzó sobre ella como un tigre, hacia el alba; cuando despertó, se sentía enferma y sabía que lo estaba.

No sabía cómo había cogido la fiebre, pues fiebre era lo que tenía. Seguramente durante la caminata nocturna de vuelta a casa, una brisa empalagosa y emponzoñada, impregnada de rocío dulce como la miel y de miasmas, había penetrado hasta sus pulmones y venas, y, encontrando ya allí una fiebre producida por la excitación mental y una debilidad alimentada por el largo conflicto que sostenía consigo misma y por el hábito de la melancolía, había avivado la chispa hasta convertirla en llamas, dejando tras de sí un fuego bien encendido.

Pareció, sin embargo, que no era más que un fuego pequeño: tras dos días ardiendo y dos noches intranquilas, los síntomas no se manifestaron con violencia, y ni su tío, ni Fanny, ni el médico, ni la señorita Keeldar cuando fue a visitarla, temieron por ella; todos creyeron que se restablecería en unos cuantos días.