Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Esto es una vergüenza! —exclamó Shirley, corriendo hacia ella—. Te darán calambres en los brazos.

Le cogió la cesta de las manos y la sacó al corral personalmente. El ataque de mal genio se había disipado cuando volvió; el destello de sus ojos se había derretido; el ceño había desaparecido: recobró su actitud de siempre con los que la rodeaban, cordial y risueña, calmando el ánimo soliviantado con cierta vergüenza por su injusta cólera.

Estaba supervisando el cargamento del carro cuando entró un caballero en el patio y se acercó antes de que ella notara su presencia.

—Espero que la señorita Keeldar se encuentre bien esta mañana —dijo, examinando significativamente el rostro aún encendido de Shirley.

Ella lo miró y luego volvió a agacharse para reanudar su tarea, sin responder. Una agradable sonrisa pendía de sus labios, pero la disimuló. El caballero repitió el saludo, inclinándose a su vez para que llegara a oídos de Shirley con mayor facilidad.

—Muy bien cuando se porta bien —fue la respuesta—, y estoy segura de que podría decirse lo mismo del señor Moore. A decir verdad, no estoy preocupada por él; se merece un pequeño revés; su conducta ha sido… digamos extraña por ahora, hasta que tengamos tiempo de describirla con un epíteto más exacto. Mientras tanto, ¿puedo preguntar qué le trae por aquí?

—El señor Helstone y yo acabamos de recibir su mensaje de que todo lo que hay en Fieldhead está a nuestro servicio. Hemos creído, por los ilimitados términos de la cortés indicación, que se lo tomaba usted demasiado a pecho: veo que nuestras conjeturas eran correctas. Recuerde que no somos un regimiento, sólo media docena de soldados e igual número de civiles. Permítame que reduzca el exceso de suministros.

La señorita Keeldar se ruborizó, al tiempo que se reía de su excesiva generosidad y de sus cálculos totalmente desproporcionados. Moore rio también, aunque muy por lo bajo, y con el mismo tono ordenó que descargaran un sinfín de cestas del carro y volvió a enviar numerosas vasijas a la bodega.

—Tengo que contarle esto al rector —dijo Moore—. Él lo convertirá en una buena historia. ¡Qué excelente abastecedor para el ejército habría sido la señorita Keeldar! —Volvió a reír y añadió—: Exactamente lo que yo había imaginado.

—Debería estarme agradecido —dijo Shirley—, en lugar de burlarse de mí. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía medir sus apetitos, o calcular su número? Por lo que yo sabía, podrían haber sido cincuenta por lo menos los que necesitaban avituallarse. No me había dicho usted nada. Además, una petición para aprovisionar soldados sugiere de por sí grandes cantidades.

—Eso parece —dijo Moore, lanzando otra de sus miradas tranquilas y penetrantes a la perpleja Shirley—. Bien —prosiguió, dirigiéndose al carretero—, creo que ya puede llevar lo que queda al Hollow. Su carga será algo más ligera de la que la señorita Keeldar le destinaba.

Cuando el vehículo salió rodando con estrépito del patio, Shirley recobró su aplomo y preguntó por el estado de los heridos.

—No ha habido ningún herido de nuestro bando —contestó Moore.

—Le han herido a usted en la sien —intercaló una voz rápida y baja, la de Caroline, que, habiéndose retirado hacia la sombra de la puerta y detrás de la figura corpulenta de la señora Gill, había pasado desapercibida a Moore hasta entonces.

Cuando habló, los ojos de Robert escudriñaron la oscuridad de su refugio.

—¿Es grave la herida? —preguntó ella.

—No más de lo que sería si tú te pincharas el dedo con la aguja al coser.

—Levántate los cabellos y déjanoslo ver.

Moore se quitó el sombrero e hizo lo que se le pedía, dejando al descubierto tan sólo un delgado emplasto. Caroline le indicó que estaba satisfecha con un leve movimiento de cabeza y desapareció en el claro oscuro del interior.

—¿Cómo sabía que estaba herido? —preguntó Moore.

—Por algún rumor que habrá oído, sin duda. Pero es demasiado buena preocupándose por usted. En cuanto a mí, era en sus víctimas en las que pensaba cuando he preguntado por los heridos. ¿Qué daños han sufrido sus oponentes?

—Uno de los alborotadores, o víctimas, como los llama usted, ha muerto, y otros seis están heridos.

—¿Qué ha hecho con ellos?

—Lo que usted aprobará sin reservas. Se les ha procurado asistencia médica inmediatamente y, tan pronto como consigamos un par de carros cubiertos y paja limpia, los trasladaremos a Stilbro.

—¡Paja! Necesitan colchones y ropas de cama. Enviaré mi carro ahora mismo con todo lo necesario. Y estoy segura de que el señor Yorke mandará el suyo.

—Supone bien, ya nos lo ha ofrecido; y la señora Yorke, que al igual que usted parece dispuesta a considerar a los alborotadores como mártires y a mí, y especialmente al señor Helstone, como asesinos, está en este momento, según creo, absolutamente entregada a la tarea de equiparlo con colchones de plumas, almohadones, mantas, etcétera. A las víctimas no les faltan atenciones, se lo prometo. El señor Hall, su párroco favorito, lleva con ellos desde las seis de la mañana, exhortándolos, rezando con ellos, atendiéndolos incluso como una enfermera; y la buena amiga de Caroline, la señorita Ainley, esa solterona tan poco agraciada, ha enviado un surtido de hilas y vendas, en igual proporción a lo que otra señora ha enviado en buey y vino.

—Eso servirá. ¿Dónde está su hermana?

—A salvo. Hice que se quedara en casa de la señorita Mann. Esta misma mañana se han ido las dos a Wormwood Wells (un conocido balneario), y pasarán allí unas semanas.

—¡Y el señor Helstone hizo que yo me quedara en la rectoría! ¡Ustedes los caballeros se creen muy listos! Los invito sinceramente a que reciban esta idea, y espero que disfruten de su sabor mientras la rumian. Agudos y astutos, ¿por qué no son también omniscentes? ¿Cómo es que ocurren cosas ante sus mismas narices de las que nada sospechan? Así debe de ser, de lo contrario no existiría la exquisita gratificación de superarlos en estrategia. ¡Ah!, amigo, puede buscar la respuesta en mi rostro, pero no la encontrará.

Ciertamente Moore no parecía capaz de encontrarla.

—Me considera un peligroso ejemplar de mi sexo, ¿no es cierto?

—Peculiar, cuando menos.

—Pero Caroline ¿es peculiar?

—A su modo… sí.

—¡Su modo! ¿Cuál es su modo?

—Usted la conoce tan bien como yo.

—Y, conociéndola, afirmo que no es excéntrica ni difícil de manejar, ¿no?

—Eso depende…

—Sin embargo, no hay nada masculino en ella.

—¿Por qué pone tanto énfasis al decir ella? ¿La considera opuesta a usted en ese aspecto?

—Usted sí, sin duda, pero eso no importa. Caroline no es masculina, ni lo que llaman una mujer con carácter.

—Yo la he visto encendida de cólera.

—También yo, pero no con fuego masculino: no era más que un resplandor breve, vivido y tembloroso que prendía, brillaba, se desvanecía…

—Y la dejaba asustada de su propia osadía. Esa descripción sirve para otros, además de Caroline.

—Lo que pretendo establecer es que la señorita Helstone, aunque amable, dócil y sincera, es perfectamente capaz de desafiar incluso a la sagacidad del señor Moore.

—¿Qué han estado haciendo ustedes dos? —preguntó Moore súbitamente.

—¿Ha desayunado?

—¿Qué misterio se traen entre manos?

—Si tiene hambre, la señora Gill le dará algo de comer. Vaya al gabinete de roble y toque la campanilla; le servirán como en una posada. O, si lo prefiere, vuelva al Hollow.

—No tengo alternativa: debo regresar. Buenos días. En cuanto tenga un momento libre, vendré otra vez a verla.

CAPÍTULO XXI

LA SEÑORA PRYOR

Mientras Shirley conversaba con Moore, Caroline fue a ver a la señora Pryor, a la que encontró profundamente abatida. La buena señora no quiso decir que la precipitación de la señorita Keeldar había herido sus sentimientos, pero era evidente que una herida interna la mortificaba. Sólo alguien que no tuviera un carácter compatible con el suyo la habría juzgado insensible a las atenciones tranquilas y cariñosas con las que la señorita Helstone quiso consolarla; pero Caroline sabía que, por impasible o poco conmovida que pareciera, se sentía estimada y reconfortada por ellas.

—No tengo decisión ni seguridad en mí misma —dijo por fin—. Siempre he carecido de esas cualidades. Sin embargo, creo que a estas alturas la señorita Keeldar debería conocer ya mi carácter para saber que siento siempre una preocupación, dolorosa incluso, por hacer lo más correcto, por actuar del mejor modo posible. La naturaleza inusitada de lo que se exigía de mi entendimiento me ha desconcertado, sobre todo viniendo después de la alarma de la noche. No me atrevía a actuar con prontitud en nombre de otra persona, pero confío en que mi falta de firmeza no haya causado graves perjuicios.

Se oyó un suave golpe en la puerta; la entreabrieron.

—Caroline, ven —dijo alguien en voz baja.

La señorita Helstone salió: encontró a Shirley en la galería con expresión contrita, avergonzada y compungida como la de una niña arrepentida.

—¿Cómo está la señora Pryor? —preguntó.

—Bastante desanimada —dijo Caroline.

—Me he comportado de un modo realmente vergonzoso, muy poco generoso y muy poco agradecido —dijo Shirley—. Ha sido una insolencia por mi parte volverme contra ella de esa manera por algo que, al fin y al cabo, no era un defecto, sino únicamente un exceso de escrúpulos. Pero lamento mi error de todo corazón; díselo, y pregúntale si me perdona.

Caroline cumplió el encargo con sincero placer. La señora Pryor se levantó, fue hasta la puerta; no le gustaban las escenas, las temía como cualquier persona tímida.

 

—Entre, querida —dijo con voz vacilante.

Shirley entró con cierto ímpetu: abrazó a su institutriz y, mientras la besaba con ardor, dijo:

—Ya sabe que tiene usted que perdonarme, señora Pryor. No podría seguir adelante si hubiera un malentendido entre usted y yo.

—No tengo nada que perdonar —replicó la antigua institutriz—. Olvidémoslo, por favor. En definitiva, el incidente ha demostrado con mayor claridad que no estoy a la altura cuando se presentan ciertos momentos críticos.

Y ése fue el doloroso sentimiento que se imprimió en la cabeza de la señora Pryor; por mucho que se esforzaron, ni Shirley ni Caroline consiguieron borrarlo. Podía perdonar a su pupila, que era la ofensora, pero no a sí misma, que era inocente.

La señorita Keeldar, que aquella mañana estaba destinada a verse continuamente requerida, lo fue de nuevo en aquel momento y tuvo que bajar. El rector fue el primero en visitarla. A su disposición tenía una bienvenida enérgica y una reprimenda más enérgica aún; él esperaba ambas cosas y, siendo su humor excelente, se las tomó igualmente bien.

En el curso de su breve visita, el rector olvidó completamente preguntar por su sobrina: el ataque, los atacantes, la fábrica, los magistrados, la heredera, absorbían todos sus pensamientos, excluyendo lazos familiares. Aludió al papel que habían desempeñado su coadjutor y él en la defensa del Hollow.

—Sobre nuestras cabezas se derramarán los pomos de la ira farisaica, a causa de nuestra participación en el asunto —dijo—, pero yo desafío a todos los difamadores. Estaba allí sólo para defender la ley, para cumplir con mi obligación como hombre y como británico, atributos que considero totalmente compatibles con los de sacerdote y levita, en su sentido más elevado. Su arrendatario, Moore —prosiguió—, se ha ganado mi aprobación. No hubiera preferido un jefe con menos sangre fría, ni menos resuelto. Además, ese hombre ha demostrado sensatez y buen juicio; primero, al prepararse concienzudamente para el suceso que se ha producido finalmente, y a continuación, cuando sus bien tramados planes le han garantizado el éxito, al saber cómo usar su victoria sin abusar de ella. Algunos magistrados se han llevado un buen susto y, como todos los cobardes, muestran cierta tendencia a la crueldad; Moore los refrena con admirable prudencia. Hasta ahora ha sido muy impopular en la comarca; pero, fíjese en lo que le digo, la corriente de opinión se decantará ahora en su favor: la gente descubrirá que no ha sabido apreciarlo y se apresurará a remediar su error; y él, cuando perciba que el público está dispuesto a reconocer sus méritos, se comportará de un modo más amable del que nos ha obsequiado hasta ahora.

El señor Helstone estaba a punto de añadir a este discurso unas advertencias, medio en serio medio en broma, sobre la rumoreada predilección de la señorita Keeldar por su talentoso arrendatario, cuando la campanilla de la puerta, anunciando a otro visitante, contuvo sus burlas. Vio que el otro visitante tomaba la forma de un viejo caballero de cabellos blancos con semblante agresivo y mirada despreciativa: en resumen, nuestro viejo conocido y viejo enemigo del rector, el señor Yorke. Así pues, el sacerdote y levita cogió su sombrero y, tras un escueto adiós a la señorita Keeldar y una solemne inclinación de cabeza para su nuevo huésped, se marchó bruscamente.

El señor Yorke no estaba de buen humor, y no fue comedido al expresar su opinión sobre el trajín de la noche: Moore, los magistrados, los soldados, los cabecillas de la turba; todos y cada uno de ellos recibieron una parte de sus invectivas, pero sus peores epítetos —y eran auténticos adjetivos de Yorkshire, groseros y mordaces— los reservaba para los sacerdotes luchadores, el rector y el coadjutor «sanguinarios y demoníacos». Según él, la copa de la culpa eclesiástica estaba ahora realmente llena.

—En bonito lío —dijo— se ha metido ahora la Iglesia, cuando llega el día en que los sacerdotes dan en pavonearse entre los soldados, disparando pólvora y balas, segando las vidas de hombres mucho más honrados que ellos.

—¿Qué habría hecho Moore si nadie le hubiera ayudado?

—Quien siembra vientos, recoge tempestades.

—Lo que significa que habría dejado que se enfrentara solo con la turba. Bien. Valor le sobra, pero ni el mayor heroísmo que haya guarnecido el pecho de un hombre serviría de nada ante doscientos.

—Tenía a los soldados, esos pobres esclavos que venden su sangre y derraman la de otros por dinero.

—Insulta a los soldados casi tanto como a los clérigos. Todos los que llevan casacas rojas son desperdicios nacionales a sus ojos, y todos los que visten de negro son timadores nacionales. El señor Moore, según usted, hizo mal en conseguir ayuda militar, y peor aún en aceptar cualquier otra ayuda. Lo que usted dice se resume en esto: el señor Moore debería haber entregado su fábrica y su vida a la ira de un grupo de locos desencaminados, y el señor Helstone y todos los demás caballeros de la parroquia deberían haberse quedado de brazos cruzados viendo cómo arrasaban la fábrica y mataban a su propietario, sin mover un solo dedo para salvar ninguna de las dos cosas.

—Si desde el principio Moore se hubiera comportado con sus hombres como debería comportarse un patrón, jamás habrían abrigado el odio que sienten hacia él.

—A usted le es fácil decirlo —exclamó la señorita Keeldar, que empezaba a enardecerse en la defensa de la causa de su arrendatario—. A usted, cuya familia ha vivido en Briarmains desde hace seis generaciones, a cuya presencia la gente se ha acostumbrado durante cincuenta años, conociendo su manera de ser, sus prejuicios y sus preferencias. Bien fácil es para usted actuar de tal manera que no se ofendan; pero el señor Moore llegó a la comarca como extranjero, pobre y sin amigos, y sin nada más que su energía como respaldo, nada más que su honor, su talento y su laboriosidad para abrirse camino. Ciertamente es un crimen monstruoso que, en tales circunstancias, no haya conseguido que se hicieran inmediatamente populares su carácter grave y sus modales reservados, ¡que no fuera jocoso y agradable y cordial con un campesinado desconocido para él, como lo es usted con sus paisanos! ¡Imperdonable pecado que, cuando introdujo mejoras, no lo hiciera del modo más diplomático y no diera entrada a los cambios gradualmente, con la misma delicadeza que un rico capitalista! ¿Por semejantes errores ha de convertirse en víctima de la ira de la turba? ¿Se le ha de negar incluso el privilegio de defenderse a sí mismo? ¿Se ha de injuriar como a malhechores a quienes tienen un corazón varonil en el pecho (y el señor Helstone, diga usted lo que diga de él, lo tiene) por haberle apoyado, por haberse atrevido a abrazar la causa de uno contra doscientos?

—Vamos, vamos, tranquilízate —dijo el señor Yorke, sonriendo ante la seriedad con que Shirley multiplicaba sus rápidas preguntas.

—¡Tranquilizarme! ¿Debo permanecer tranquila cuando oigo auténticas tonterías… tonterías peligrosas? Me gusta usted mucho, señor Yorke, como sabe, pero detesto algunos de sus principios. Todas esas hipocresías, perdóneme, pero repito la palabra, todas esas hipocresías sobre soldados y sacerdotes ofenden a mis oídos. Tanta exaltación ridícula e irracional de una clase, sea aristocrática o demócrata; tanto denigrar a otra clase, sea la clerical o la militar; tanta injusticia rigurosa contra los individuos, sean monarcas o mendigos, me repugna. Rechazo la lucha entre clases, el odio partidista, la tiranía disfrazada de libertad; nada de eso me interesa. Usted se considera un filántropo; cree que es un abogado de la libertad, pero le diré una cosa: el señor Hall, el párroco de Nunnely, defiende mejor la libertad y al hombre que Hiram Yorke, el reformador de Briarfield.

A un hombre, el señor Yorke no le hubiera aguantado palabras semejantes, ni tampoco las hubiera admitido en algunas mujeres, pero creía que Shirley era a la vez honrada y hermosa, y su sincera explosión de ira le divertía; además, en el fondo disfrutaba oyéndola defender a su arrendatario, pues hemos insinuado ya que deseaba realmente lo mejor para Robert Moore y, si deseaba vengarse de la severidad de su interlocutora, sabía que tenía los medios a su alcance: creía que una palabra bastaría para domarla y reducirla al silencio, para cubrir su amplia frente con la sombra rosada de la vergüenza y velar el fulgor de sus ojos, obligándola a bajar los párpados.

—¿Qué más tienes que decir? —preguntó cuando ella hizo una pausa, más bien, al parecer, para tomar aliento que por haber agotado el tema o el celo con que lo exponía.

—¿Decir, señor Yorke? —respondió, caminando deprisa de una pared a otra del gabinete de roble—. ¿Decir? Tendría mucho que decir si consiguiera expresarlo con lucidez, cosa que nunca consigo hacer. Tengo que decir que sus opiniones y las de la mayoría de los políticos extremistas no son más que las que pueden sostener los hombres que no tienen responsabilidades, que con sus opiniones no pretenden más que llevar la contraria, hablar, pero jamás actuar en consecuencia. Si le hicieran primer ministro de Inglaterra mañana, tendría que abandonarlas. Insulta a Moore por defender su fábrica: de haber estado usted en el lugar de Moore, el honor y el sentido común le habrían impedido actuar de un modo diferente al de él. Insulta al señor Helstone por todo lo que hace: el señor Helstone tiene sus defectos, algunas veces obra mal, pero es más frecuente que obre bien. Si a usted lo ordenaran rector de Briarfield, no le resultaría fácil mantener todas las acciones que su predecesor emprendió y en las que perseveró en beneficio de la parroquia. Me pregunto por qué la gente no es capaz de hacer justicia a los demás ni a sí mismos. Cuando oigo a los señores Malone y Donne parlotear sobre la autoridad de la Iglesia, la dignidad y los derechos del sacerdocio, la deferencia que se les debe como clérigos; cuando oigo los exabruptos de su mezquino desdén hacia los disidentes; cuando veo sus estúpidos celos y sus despreciables pretensiones; cuando resuena en mis oídos su cháchara sobre formas, tradiciones y supersticiones; cuando contemplo su conducta insolente con los pobres, su servilismo, a menudo degradante, con los ricos, creo verdaderamente que la Iglesia oficial se halla en una situación lamentable, y que tanto ella como sus hijos están muy necesitados de una reforma. Volviendo la espalda, afligido, a las torres de las catedrales y a los campanarios de las iglesias de pueblo, tan afligido como un mayordomo que advierte la necesidad de encalar su iglesia y no tiene con qué comprar cal, recuerdo sus insensatos sarcasmos sobre los «obispos obesos», los «párrocos consentidos», la «vieja madre Iglesia», etcétera. Recuerdo sus críticas contra todo lo que difiera de usted, recuerdo cómo condena de manera radical a clases e individuos sin tener en cuenta ni circunstancias ni tentaciones, y en lo más profundo de mi corazón, señor Yorke, me embarga la duda de que existan hombres lo bastante clementes, razonables y justos a los que pueda confiarse la tarea de la reforma. No creo que usted sea uno de ellos.

—Tiene muy mala opinión de mí, señorita Shirley. Jamás me había dado su parecer con tanta sinceridad.

—Jamás se me había presentado la oportunidad de hacerlo, pero me he sentado en el taburete de Jessy junto a su silla en el gabinete de Briarmains muchas noches, escuchando con emoción su discurso, admirando en parte lo que decía, mientras otra parte se rebelaba contra ello. Creo que es usted todo un caballero de Yorkshire, señor; estoy orgullosa de haber nacido en la misma comarca y en la misma parroquia que usted, porque es leal, recto e independiente como una roca anclada bajo el mar; pero también es duro, rudo, intolerante e implacable.

—Con los pobres no, muchacha, no con los mansos, sólo con los orgullosos y arrogantes.

—¿Y qué derecho tiene usted, señor, a hacer tales distinciones? No existe hombre más orgulloso ni más arrogante que usted. Le resulta fácil hablar llanamente con sus inferiores; es demasiado altanero, demasiado ambicioso y envidioso para ser cortés con los que están por encima de usted. Pero todos son iguales. Helstone también es orgulloso y está lleno de prejuicios. Moore, aunque más justo y considerado que usted o que el rector, también es altanero, grave y, en cuanto a lo público, egoísta. Es bueno que de vez en cuando se encuentren hombres como el señor Hall: hombres de un corazón más bueno y generoso, que aman a toda la raza humana, que perdonan a los demás por ser más ricos, más prósperos o más poderosos que ellos. Puede que tales hombres tengan menos originalidad, un carácter menos fuerte que el suyo, pero sirven mejor a la causa de la humanidad.

 

—¿Y cuándo será? —preguntó el señor Yorke, levantándose.

—¿Cuándo será el qué?

—La boda.

—¿Qué boda?

—Pues la de Robert Gérard Moore, señor de Hollow’s Cottage, con la señorita Keeldar, hija y heredera del difunto Charles Cave Keeldar de Fieldhead Hall.

Shirley miró a su interlocutor con un rubor creciente, pero la luz de su mirada no vaciló: seguía brillando… sí… ardía en su interior.

—Ésta es su venganza —dijo lentamente, luego añadió—: ¿Sería un mal casamiento, indigno del representante del difunto Charles Cave Keeldar?

—Muchacha, Moore es un caballero; su linaje es tan puro y antiguo como el mío o el tuyo.

—¿Y nosotros dos valoramos la antigüedad de un linaje? ¿Tenemos orgullo familiar, aunque al menos uno de nosotros sea republicano?

Yorke inclinó la cabeza. Sus labios siguieron mudos, pero sus ojos confesaron la veracidad de la acusación. Sí, tenía orgullo familiar, se veía en su porte.

—Moore es un caballero —repitió Shirley como un eco, alzando la cabeza con alegre garbo.

Se contuvo; las palabras parecían atropellarse en su boca, a falta de ser pronunciadas, pero su expresión la delataba… ¿en qué?; Yorke intentó descifrarlo, pero no pudo; el lenguaje estaba allí, visible, pero intraducible; era un poema, un ferviente poema lírico en un idioma desconocido. Sin embargo, no era una historia sencilla, no era una simple efusión de sentimientos, no era una vulgar confesión de amor, eso estaba claro; era algo diferente, más profundo e intrincado de lo que él imaginaba. Yorke sentía que su venganza no había dado en el blanco, que Shirley había vencido; ella lo había pillado en falta, lo había desconcertado; ella, y no él, disfrutaba del momento.

—Y si Moore es un caballero, tú sólo puedes ser una dama, por lo tanto…

—¿Por lo tanto, la nuestra no sería una unión desigual?

—No.

—Gracias por su aprobación. ¿Me llevará usted hasta el altar cuando abandone el nombre de Keeldar para tomar el de Moore?

En lugar de responder, Yorke la miró con gran perplejidad. No acertaba a descubrir lo que significaba la expresión de Shirley, si hablaba en serio o en broma: en sus móviles facciones se mezclaban resolución y sentimiento, mofa y chanza.

—No te entiendo —dijo, volviendo el rostro. Ella se echó a reír.

—Anímese, señor, no es usted único en su ignorancia. Pero supongo que bastará con que Moore me entienda, ¿no le parece?

—De ahora en adelante, Moore puede resolver sus asuntos por sí mismo; yo no me entrometeré ni tendré nada más que ver con ellos.

Una nueva idea cruzó por la cabeza de Shirley; su semblante cambió mágicamente: ensombreciéndose de pronto su mirada y con expresión austera, preguntó:

—¿Le ha pedido que interviniera? ¿Me interrogaba usted en nombre de otra persona?

—¡Dios me libre! ¡Quienquiera que se case contigo habrá de tener mucho cuidado! Guárdate tus preguntas para Robert; yo no pienso contestar ninguna más. ¡Buenos días, muchacha!

***

Dado que hacía buen día, o al menos no era malo —pues unas finas nubes velaban el sol, y una neblina que no era fría ni húmeda daba un tono azulado a las colinas—, mientras Shirley estaba ocupada en recibir a sus visitantes, Caroline convenció a la señora Pryor para que se pusiera su sombrero y su chal de verano y diera un paseo con ella, subiendo hacia el extremo más estrecho del Hollow.

Aquí los lados opuestos del valle se acercaban el uno al otro y, cubriéndose de maleza y robles canijos, formaban un barranco boscoso; en el fondo discurría el arroyo de la fábrica, siguiendo un curso irregular, bregando con las piedras, desgastando las desiguales orillas, rizándose contra las retorcidas raíces de los árboles, espumeando, borboteando, luchando por avanzar. Aquí, cuando te habías alejado algo menos de un kilómetro de la fábrica, se disfrutaba de una profunda sensación de soledad: la encontrabas en la tranquila sombra de los árboles; la recibías por los trinos de numerosos pájaros, para quienes esa sombra era un hogar. Aquél no era un camino frecuentado: la frescura de las flores daba fe de que los pies del hombre raras veces las aplastaban: las abundantes rosas silvestres parecían nacer, florecer y marchitarse bajo el ojo atento de la soledad, como en el harén de un sultán. Aquí se veía el suave azul celeste de las campanillas y se reconocía en las flores de un blanco nacarado que salpicaban la hierba, un humilde lugar iluminado por las estrellas del espacio.

A la señora Pryor le gustaban los paseos tranquilos: siempre evitaba las carreteras y buscaba caminos apartados y senderos solitarios. Prefería un acompañante a la soledad total, pues en soledad era nerviosa: un vago temor a encuentros inoportunos empañaba el disfrute de sus paseos a solas; pero con Caroline no temía nada: en cuanto abandonó las moradas de los hombres y entró en el tranquilo reino de la Naturaleza, acompañada por su joven amiga, un cambio favorable pareció operarse en su espíritu y relucir en su semblante. Cuando estaba con Caroline —y sólo con Caroline— diríase que su corazón se liberaba de un peso, que su rostro apartaba un velo, que también su espíritu escapaba de una prisión; con ella era alegre, con ella, a veces, era cariñosa, a ella le transmitía sus conocimientos, le revelaba parte de su experiencia, le daba oportunidades para adivinar la vida que había llevado, de la cultura que había recibido, del calibre de su inteligencia y de cómo y en qué eran vulnerables sus sentimientos.

Aquel día, por ejemplo, mientras paseaban, la señora Pryor hablaba a su acompañante sobre los diversos pájaros que trinaban en los árboles, distinguiéndolos por especies, y comentando sus hábitos y peculiaridades. Parecía familiarizada con la historia natural inglesa. Reconocía todas las flores silvestres que bordeaban su camino; plantas diminutas que brotaban cerca de las piedras y asomaban por las rendijas de los muros antiguos —plantas en las que Caroline apenas se había fijado— recibían un nombre e indicaciones sobre sus propiedades; daba la impresión de haber estudiado la botánica de los campos y bosques ingleses minuciosamente. Al llegar al inicio del barranco se sentaron juntas sobre un saliente de musgosa roca gris, que sobresalía al pie de una escarpada colina verde que se cernía sobre sus cabezas. La señora Pryor miró en derredor y habló del lugar tal como ella lo había conocido antes, hacía mucho tiempo. Aludió a los cambios y comparó su aspecto con el de otras partes de Inglaterra, revelando en las sencillas e inconscientes pinceladas de sus descripciones un sentido de lo pintoresco, un discernimiento de lo bello y lo vulgar, una capacidad de comparación entre lo silvestre y lo cultivado, entre lo grandioso y lo insípido, que daba a su discurso un encanto gráfico tan agradable como modesto.

El placer reverente con que la escuchaba Caroline, tan sincero, tan tranquilo y, sin embargo, tan evidente, despertaba en las facultades de la señora Pryor una suave animación. Seguramente eran raras las ocasiones en las que ella, con su exterior impávido y repelente, su actitud tímida y sus costumbres poco sociables, sabía lo que era hacer brotar sentimientos de afecto sincero y admiración en una persona a la que ella podía amar. Deliciosa, sin duda, era la conciencia de que una joven por la que su corazón —a juzgar por la expresión conmovida de sus ojos y de sus facciones— parecía sentir un impulso de afecto, la considerara su maestra y buscara su amistad. Con un acento de interés algo más marcado de lo habitual, se inclinó hacia su joven acompañante, le apartó de la frente un rizo de color castaño claro que había escapado a la peineta, y dijo: