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100 Clásicos de la Literatura

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Una vez ante la puerta de Mrs. Allen, Isabella se lamentó de, dado lo avanzado de la hora, no poder acompañar hasta arriba a su amiga del alma.

—¡Son más de las tres! —exclamó.

Al parecer tal hecho se le antojaba imposible, increíble, incomprensible, y no bastaban para convencerla de su veracidad ni la evidencia de su propio reloj, ni del de su hermano, ni las declaraciones de los criados; nada, en fin, de cuanto se basaba en la realidad y la razón, hasta que Morland, sacando su reloj, confirmó como verídico el hecho, apaciguando con ello toda sospecha. Dudar de la palabra de Mr. Morland le habría parecido a Isabella tan imposible, increíble e incomprensible como antes la hora que los demás afirmaban que era. Después de aclarado este punto, le quedaba por declarar que jamás dos horas y media habían transcurrido con la rapidez de aquéllas, y le pidió a su amiga que así se lo confirmara. Ni por complacer a Isabella habría mentido Catherine. Felizmente, su amiga la sacó del apuro empezando a despedirse sin darle tiempo a responder. Antes de marcharse definitivamente, Isabella declaró que sus pensamientos la habían tenido abstraída del mundo y de cuanto en él sucedía, y expresó con gran vehemencia el disgusto que le causaba separarse de su adorada Catherine sin antes pasar unos minutos en su compañía para contarle, como era su deseo, miles de cosas. Finalmente, con sonrisas de una exquisita tristeza y manifestaciones jocosas de pesadumbre, se despidió y siguió camino hacia su casa. Mrs. Allen, que acababa de llegar de un grato paseo, recibió a Catherine con las siguientes palabras: «¡Hola, hija mía! ¿estás de regreso?», declaración cuya veracidad la muchacha no se molestó en confirmar.

—¿Te has divertido? —preguntó a continuación Mrs. Allen—. ¿Te ha sentado bien tomar el aire?

—Sí, señora, muchas gracias; ha sido un día espléndido.

—Eso decía Mrs. Thorpe, quien por cierto se mostró encantada de que hubierais salido todos juntos.

—¿Ha estado usted con Mrs. Thorpe esta mañana?

—Sí; apenas te marchaste bajé al balneario y allí la encontré. Ella fue quien me dijo que no había encontrado ternera en el mercado esta mañana. Parece ser que hay gran escasez.

—¿Ha visto usted a algún otro conocido?

—Sí, por cierto; al dar una vuelta por el Crescent, nos encontramos a Mrs. Hughes, acompañada de Mr. y Miss Tilney.

—¿De veras? ¿Y hablaron ustedes con ellos?

—Ya lo creo, estuvimos paseando por lo menos media hora. Es gente muy agradable. Miss Tilney llevaba un traje de muselina hermosísimo, y a juzgar por lo que he oído, deduzco que suele vestir con gran elegancia. Mrs. Hughes estuvo hablándome largo y tendido de esa familia.

—¿Sí? ¿Y qué le dijo?

—Apenas si hablamos de otra cosa, de modo que imagínate.

—¿Le preguntó usted de qué parte de Gloucester procede?

—Sí, pero no recuerdo qué me contestó. Lo que es innegable es que se trata de gente muy respetable y acaudalada. Mrs. Tilney es una Drummond y fue compañera de colegio de Mrs. Hughes. Según parece, Drummond dotó a su hija en veinte mil libras y la dote, quinientas para el ajuar. Mrs. Hughes vio las ropas y afirma que eran soberbias.

—¿Y están aún en Bath Mr. y Mrs. Tilney?

—Creo que sí, pero no lo sé a ciencia cierta; es decir, ahora que recuerdo, tengo idea de que ambos han fallecido. Por lo menos, la madre sé que murió, porque Mrs. Hughes me dijo que un magnífico collar de perlas que Mr. Drummond le regaló a su hija pertenece ahora a Miss Tilney, que lo heredó de su madre.

—¿Y no hay más hijos varones que el que nosotros conocemos, el que bailó conmigo la noche pasada?

—Creo que, en efecto, es el único hijo varón, pero no puedo asegurarlo. De todos modos, se trata de un chico muy distinguido, y, según Mrs. Hughes, será dueño de una bonita fortuna.

Catherine no preguntó nada más; ya había oído suficiente para estar convencida de que Mrs. Allen no sabría contarle más detalles y para lamentar que aquel paseo infortunado la hubiera privado del placer de hablar con Miss Tilney y con su hermano.

De haber previsto tan feliz coincidencia, no habría salido con los Morland; pero cuanto podía hacer ahora era quejarse de su mala suerte, reflexionar acerca del placer perdido y convencerse cada vez más a sí misma de que el paseo había sido un fracaso y de que Mr. Morland no era hombre de su agrado.

10

Aquella noche se reunieron en el teatro las familias Allen, Thorpe y Morland. Isabella y Catherine ocuparon asientos próximos, y la primera encontró, al fin, ocasión de comunicar a su amiga del alma los mil incidentes que en el tiempo que llevaban sin hablar habían ido acumulándose.

—Mi querida Catherine, al fin te encuentro —exclamó al entrar en el palco, sentándose acto seguido al lado de su amiga—. Mr. Morland —dijo luego al hermano de Catherine, que se había situado a su otro lado—, le advierto que no pienso dirigirle ni una palabra en toda la noche. Mi querida Catherine, ¿qué ha sido de ti en este tiempo? No necesito preguntarte cómo te encuentras, porque estás encantadora. Ese peinado te favorece mucho. Bien se ve que te has propuesto atraer todas las miradas, ¿verdad? A mi hermano ya lo tienes medio enamorado, y en cuanto a Mr. Tilney..., eso es cosa decidida (por modesta que seas no podrás dudar del cariño de un hombre que ha vuelto a Bath única y exclusivamente por verte). Estoy impaciente por conocerlo. Dice mi madre que es el joven más encantador que ha visto nunca. ¿Sabes que se lo presentaron esta mañana? Por favor, ocúpate de que yo también lo conozca. ¿Sabes si ha venido al teatro? Por Dios, mira bien. Te aseguro que no veo la hora de que me lo presentes.

—No lo veo por ningún lado —dijo Catherine—. Seguramente no ha venido.

—¡Qué fastidio! Presiento que no llegaré a conocerlo. Escucha, ¿qué opinas de mi traje? Yo lo encuentro muy elegante. Las mangas las he ideado yo. ¿Sabes que empiezo a cansarme de Bath? Esta misma mañana decíamos con tu hermano que si bien resulta encantador pasar aquí unas semanas, por nada del mundo lo elegiríamos como lugar de residencia permanente. Resulta que Mr. Morland y yo tenemos las mismas ideas acerca del género de vida que nos gusta hacer, y ambos preferimos, ante todo, la campestre. Es verdaderamente prodigioso cómo coincidimos en nuestros gustos. Con decirte que coincidimos en todo. Si nos hubieras oído hablar, seguramente se te habría ocurrido algún comentario irónico.

—De ninguna manera.

—Sí, sí, te conozco muy bien; mejor que tú misma. Habrías dicho que parecíamos nacidos el uno para otro, o cualquier otra tontería por el estilo, y no sólo habrías hecho que me ruborizara, sino que me sintiese preocupada.

—Me juzgas injustamente. Jamás se me habría ocurrido semejante indiscreción. No lo habría pensado siquiera.

Isabella sonrió con expresión de incredulidad y durante el resto de la velada sólo habló con James.

A la mañana siguiente Catherine continuaba firme en su propósito de ver a Miss Tilney, y estuvo intranquila hasta que llegó el momento de marchar al balneario. Temía que surgiera un inconveniente imprevisible. Felizmente, no fue así, ni siquiera se presentó una visita inoportuna, y a la hora de costumbre se dirigió con Mr. y Mrs. Allen al balneario, dispuesta a gozar con los pequeños incidentes y la conversación que allí ofrecían a diario.

Una vez que hubo terminado de tomar las aguas, Mr. Allen no tardó en unirse a un grupo de caballeros aficionados a charlar de política y a discutir las noticias publicadas en los diarios, mientras las señoras se distraían paseando y tomando nota de los rostros nuevos que iban apareciendo y de los trajes y sombreros que lucían las mujeres que pasaban por su lado. El elemento femenino de la familia Thorpe, acompañado del joven Morland, no tardó en llegar, y acto seguido Catherine pudo ocupar su sitio de costumbre, junto a su entrañable amiga. James, acompañante siempre fiel, se colocó al otro lado de la bella joven, y separándose los tres del grupo comenzaron a pasear. Catherine, sin embargo, no tardó en poner en duda las ventajas de una situación que la confinaba a la compañía de su hermano y su amiga, que, por otra parte, no le hacían ni caso. La joven pareja no dejaba de discutir acerca de cualquier asunto divertido o sentimental, pero en voz tan baja y acompañando sus comentarios de carcajadas tan ruidosas, que resultaba imposible seguir el hilo de la conversación aun cuando solicitaron repetidas veces la opinión de la muchacha, quien, por ignorar de qué hablaban, no podía responder nada al respecto.

Al fin Catherine logró separarse de Isabella con la excusa de ir a saludar a Miss Tilney, que en aquel momento entraba en el salón acompañada de Mrs. Hughes, y recordando la mala suerte del día anterior, se armó de valor y se apresuró a cambiar frases de afecto con las recién llegadas. Miss Tilney se mostró muy afable y cortés, y se dedicó a hablar con ella mientras las familias amigas permanecieron en el balneario. En ese tiempo cruzaron entre ambas las mismas frases que mil veces antes se habrían pronunciado bajo aquel mismo techo, pero en esta ocasión, y por tratarse de ellas, con una sinceridad y una sencillez nada frecuentes.

—¡Qué bien baila su hermano! —exclamó en cierto momento Catherine, con una ingenuidad que sorprendió y divirtió a su nueva amiga.

—¿Quién, Henry? —contestó Miss Tilney—. Sí, baila muy bien.

—Sin duda la otra noche debió de parecerle algo extraño que yo le dijese que estaba comprometida, cuando en realidad no estaba tomando parte en el baile. Pero le había prometido la primera pieza a Mr. Thorpe.

Miss Tilney asintió con una sonrisa.

—No tiene usted idea —prosiguió Catherine, tras un breve silencio— de lo mucho que me sorprendió el ver aquí a su hermano. Yo creía que se había marchado de Bath.

 

—Cuando Henry tuvo el gusto de verla a usted no tenía intención de permanecer aquí más que un par de días, el tiempo necesario para buscar habitaciones.

—No se me ocurrió que así fuera, y, claro, como dejamos de verlo, supusimos que se había marchado definitivamente. La señorita con quien bailó el lunes es Miss Smith, ¿verdad?

—Sí, es una conocida de Mrs. Hughes.

—Sin duda se alegró mucho de poder bailar. ¿La encuentra usted bonita?

—Regular.

—Y su hermano, ¿nunca baja a tomar las aguas?

—Alguna vez, pero hoy ha salido a caballo con mi padre.

En ese instante se unió a las jóvenes Mrs. Hughes, que preguntó a Miss Tilney si deseaba marcharse.

—Confío en que no pase mucho tiempo antes de que vuelva a verla —dijo Catherine—. ¿Piensa usted ir al cotillón mañana?

—Sí, creo que sí...

—Lo celebro, porque nosotras también asistiremos.

Tras despedirse, ambas se separaron, por parte de Miss Tilney con una impresión bastante acertada de los sentimientos que abrigaba Catherine, quien por su parte confiaba en no haberlos revelado.

Llegó a su casa completamente feliz. Aquella mañana sus deseos se habían visto cumplidos, y la noche siguiente, colmada de promesas, se le antojaba ya como un bien para el porvenir. Desde aquel momento no tuvo más preocupación que el traje y el peinado que luciría, en ocasión tan trascendente. Esta actitud, por cierto, merece ser justificada. El indumento es siempre un distintivo de frivolidad, y muchas veces la excesiva solicitud que despierta destruye el fin que persigue. Catherine no lo ignoraba pocos meses antes, y con ocasión de las Navidades su tía abuela la había aconsejado al respecto. No obstante, el miércoles por la noche tardó diez minutos en dormirse pensando si se decidiría por el traje de muselina moteada o el bordado, y de no haber mediado tan escaso tiempo, es de suponer que habría acabado por decidir que se compraría uno nuevo. Grave y común error del que, a falta de su tía abuela, la habría sacado alguna persona del sexo contrario: un hermano, por ejemplo. Únicamente un hombre es capaz de comprender la indiferencia que siente el hombre ante el modo de vestir de las mujeres. ¡Cuán mortificadas se verían muchas damas si de repente se percataran de lo poco que supone la indumentaria femenina, por costosa que sea, para el corazón del varón; si se dieran cuenta de la ignorancia de este acerca de los distintos tejidos, y la indiferencia que le merecen lo mismo la muselina moteada que la estampada o la transparente!

Todo lo que consigue la mujer al intentar lucir más elegante es satisfacer su propia vanidad, nunca aumentar la admiración de los hombres ni la buena disposición de otras mujeres. Para los primeros basta el orden y el buen gusto; en tanto que las segundas prefieren la pobreza de indumentaria y la falta de propiedad de la misma. Pero la tranquilidad de Catherine no se vio turbada por tales y tan graves reflexiones.

Llegada la noche del jueves, se presentó en el salón con el ánimo embargado por sentimientos muy distintos de los que había experimentado el lunes anterior. En aquella ocasión el compromiso de bailar con Mr. Torpe le producía cierta exaltación; ahora, en cambio, todos sus esfuerzos se dirigían a evitar un encuentro con éste. Temía verse una vez más comprometida para bailar, pues aun cuando trataba de convencerse de que Mr. Tilney tal vez no se mostrase dispuesto a solicitarle por tercera vez que bailase con él, en realidad lo esperaba y soñaba con ello. No habrá seguramente joven alguna que no simpatice con mi heroína en las presentes circunstancias, pues pocas serán las que algún día no se vieron en situación parecida a la suya. Todas las mujeres se han visto o han creído verse en peligro de ser perseguidas por un hombre cuando deseaban las atenciones de otro. Tan pronto como se hubieron unido a la familia Thorpe Catherine empezó a sufrir. Si Mr. Thorpe hacía ademán de acercársele, trataba de ocultarse o se hacía la distraída, si él le hablaba, ella fingía no oírlo. Pero acabó el cotillón y empezó el baile, y la familia Tilney seguía sin presentarse.

—No te preocupes, mi querida Catherine —la tranquilizaba en voz baja Isabella—, si bailo nuevamente con tu hermano. Sé que no es correcto, y así se lo he dicho, pero no logro convencerlo. Lo mejor será que tú y John bailéis en el mismo cuadro que nosotros, así pasaré inadvertida. No te demores, John acaba de marcharse, pero volverá enseguida.

Catherine no tuvo tiempo ni ánimos para contestar. Se marchó la pareja y ella, al ver que Mr. Thorpe se encontraba cerca, y temerosa de verse obligada a bailar con él, fijó la mirada en el abanico que sostenía en las manos. De pronto, precisamente cuando se reprochaba a sí misma la insensatez que suponía encontrar a la familia Tilney en medio de tanta gente, advirtió que Mr. Tilney le hablaba, solicitando el honor de sacarla a bailar. Con los ojos brillando por la emoción la muchacha accedió de inmediato al requerimiento de su amigo, y con el corazón palpitante lo acompañó al cuadro que se preparaba para la siguiente danza. No existía, o al menos eso creía ella, mayor felicidad que el haber escapado, y por casualidad ciertamente, a las atenciones de John Thorpe y verse en cambio solicitada por Mr. Tilney, quien, al parecer, había venido adrede a buscarla.

Apenas se hubieron colocado en el lugar que entre los danzantes les correspondía, John Thorpe reclamó la atención de Catherine, colocándose detrás de ella.

—¿Qué significa esto, Miss Morland? Creí que iba usted a bailar conmigo.

—No sé qué le hizo creerlo, cuando ni siquiera me invitó.

—Pues ¡sí que es buena contestación! Le pedí que bailase conmigo en el momento en que usted entraba en el salón, y cuando iba a repetírselo me encontré con que se había marchado. Esto es una farsa indigna. Vine al baile única y exclusivamente por disfrutar de su compañía, y hasta, si no recuerdo mal, la comprometí para este baile el lunes pasado. Sí, ahora recuerdo que hablamos de ello en el vestíbulo, mientras esperaba usted que trajeran su abrigo. Después que yo les hubiese anunciado a todas mis amistades que iba a bailar con la chica más bonita del salón se presenta usted a bailar con otro. Me ha puesto en ridículo y ahora seré el hazmerreír de todos.

—No lo creo, nadie me reconocerá en la descripción que ha hecho usted de mí.

—¿Cómo que no? Si no la conocieran merecerían que se los echase de aquí a patadas por idiotas. ¿Quién es ese chico con quien va a bailar?

Catherine satisfizo su curiosidad.

—¿Tilney? —repitió él—. No lo conozco... ¿Tiene buena figura? ¿Sabe usted si le gustaría comprar un caballo? Tengo un amigo, Sam Fletcher, que quiere vender un animal extraordinario, y sólo pide por él cuarenta guineas. Estuve en un tris de comprarlo, porque tengo por máxima que siempre que se presente la ocasión de comprar un caballo bueno debe aprovechársela; pero éste no me conviene porque no es de caza. Si lo fuera daba lo que piden y más. En este momento tengo tres, los mejores que pueda usted encontrar. Con decirle que no los vendería ni aunque me diesen por ellos ochocientas guineas... Fletcher y yo hemos decidido alquilar una casa en Leicestershire para la próxima temporada. No hay cosa más incómoda que salir de cacería cuando se vive en una posada.

Esta fue la última frase con que John Thorpe consiguió aburrir a Catherine, pues pocos momentos después se dejó seducir por la irresistible tentación de seguir unas damas que pasaban cerca. Una vez que se hubo marchado, Mr. Tilney se acercó a Catherine.

—Si ese caballero no se hubiera marchado —dijo—habría acabado por perder completamente la paciencia No puedo tolerar que se reclame de ese modo la atención de mi pareja. En el momento de decidirnos a bailar juntos contraemos la obligación de sernos mutuamente agradables por determinado espacio de tiempo, en el transcurso del cual debemos dedicarnos el uno al otro todas las amabilidades que seamos capaces de imaginar. Si alguna persona de fuera llama la atención de uno de nosotros, perjudicará los derechos del otro. Para mí, el baile es equiparable al matrimonio. En ambos casos, la fidelidad y la complacencia son deberes fundamentales y los hombres que no quieren bailar o casarse no tiene por qué dirigirse a la esposa o a la pareja del vecino.

—Pues a mí me parece que son cosas muy distintas.

—¿Qué? ¿Considera usted imposible el compararlas?

—Naturalmente. Los que se casan no pueden separarse jamás; hasta deben vivir juntos bajo un mismo techo. Los que bailan, en cambio, no tienen más obligación que estar el uno frente al otro en un salón por espacio de media hora.

—Según esa definición, hay que reconocer que no existe gran parecido entre ambas instituciones, pero quizá consiga presentarle mi teoría bajo un aspecto más convincente. Imagino que no tendrá usted inconveniente en reconocer que tanto en el baile como en el matrimonio corresponde al hombre el derecho a elegir, y a la mujer únicamente el de negarse; que en ambos casos el hombre y la mujer contraen un compromiso para bien mutuo y que una vez hecho esto los contratantes se pertenecen hasta que no quede disuelto el contrato. Además, es deber de los dos procurar que por ningún motivo su compañero lamente el haber contraído dicha obligación, y que interesa por igual a ambos no distraer su imaginación con el recuerdo de perfecciones ajenas ni con la creencia de que habría sido mejor elegir a otra pareja. Supongo que estará usted conforme con todo esto.

—Tal y como usted lo expone, desde luego. Sin embargo, mantengo que ambas cosas son distintas y que yo jamás podría considerarlas iguales ni creer que conllevaran idénticos deberes.

—Claro que existe una diferencia de bastante peso. En el matrimonio, por ejemplo, se entiende que el marido debe sostener a su mujer, en tanto que ésta tiene la obligación de cuidar y hacer grato el hogar. El hombre debe suministrar los alimentos; la mujer, las sonrisas; en cambio, en el baile los deberes están cambiados: es el hombre quien debe ser amable y complaciente, en tanto que la mujer provee el abanico y la esencia de lavanda. Evidentemente, tal era la diferencia que le impedía a usted establecer una comparación.

—No, no; le aseguro que jamás pensé en tal cosa.

—Pues entonces debo confesar que no la comprendo, por otra parte, opino que su insistencia en negar la semejanza de dichas relaciones es algo alarmante, pues en ella puede inferirse que sus nociones acerca de los deberes que implica el baile no son tan estrictas como puede desear su pareja. ¿Acaso, después de lo que me ha dicho no tengo motivos para temer que si al caballero que antes le habló se le ocurriese volver, o si otro cualquiera le dirigiese la palabra, se creería usted en el derecho de conversar con ellos el tiempo que se le antojara?

—Mr. Thorpe es amigo de mi hermano, de modo si me hablara no tendría más remedio que contestarle; pero en cuanto a los demás, no debe de haber en el salón más de tres hombres a quienes pueda decirse que conozco.

—¿Y ésa es toda la seguridad que me ofrece?

—Le aseguro que no tendría usted otra mejor. Si conozco a nadie, con nadie podría hablar; aparte el que «no quiero» hacerlo.

—Ahora me ha ofrecido usted una seguridad que me da valor para proseguir. Dígame, ¿encuentra usted bailar tan agradable como la primera vez que se lo pregunté?

—Sí, ya lo creo, o quizá aún más.

—¿Más aún? Vaya con cuidado, no sea que se le olvide aburrirse en el momento que es de rigor hacerlo, preciso sentir hastío del balneario a las seis semanas justas de haber llegado a él.

—Pues no creo que me ocurra eso ni aun prolongando seis meses más mi estancia aquí.

—Bath, comparado con Londres, tiene poca variedad al menos así lo declara la gente todos los años. Personas de todas clases le asegurarán a usted, una y otra vez, Bath es un lugar encantador, pero que acaba por cansar, lo que no impide que quienes lo aseguran vengan todos los inviernos, que prolonguen hasta diez las seis semanas de rigor y que se marchen, al fin, por no poder costear por más tiempo su permanencia aquí.

—Los demás dirán lo que quieran, es posible que quienes tienen por costumbre ir a Londres no encuentren grandes alicientes en Bath; pero para quien, como yo, vive en un pueblo, esto no puede por menos de parecer muy distraído. Aquí se disfruta de una variedad de diversiones y circunstancias que allí no se encuentran.

 

—¿Debo entender entonces que no le gusta la vida en el campo?

—Sí que me gusta; siempre he vivido en el campo y he sido feliz en él; pero es indudable que la vida en un pueblo resulta más monótona que en un balneario. En casa todos los días parecen iguales.

—Sí, pero en el campo el tiempo se emplea mejor que aquí.

—¿Lo cree usted?

—Sí. ¿Usted no?

—No creo que haya gran diferencia.

—En Bath no se hace más que tratar de pasar el rato.

—Eso mismo hago yo en casa, sólo que allí no lo consigo. Por ejemplo: aquí, como en casa, salgo de paseo; con la diferencia que aquí me encuentro con las calles atestadas de gente, y en el pueblo, si quiero hablar con alguien, no tengo más remedio que visitar a Mrs. Allen.

Tal respuesta hizo reír a Mr. Tilney.

—¿No le queda más remedio que visitar a Mr. Allen? —repitió—. ¡Qué cuadro tan triste me está pintando y cuánta pobreza intelectual encierra! Menos mal que cuando se vea usted nuevamente en la misma situación tendrá algo de qué hablar, podrá recordar la temporada que pasó en Bath y todo lo que hizo aquí.

—¡Ya lo creo! De ahora en adelante no me faltarán cosas de que hablar con Mrs. Allen y los demás. Realmente, creo que cuando regrese a casa no tendré otro tema de conversación; me gusta tanto esto... Si estuvieran aquí mi padre y mi madre y mis otros hermanos sería completamente feliz. La llegada de James (mi hermano mayor) me ha encantado, y más aún después de saber que es íntimo amigo de la familia Thorpe, nuestros únicos conocidos aquí. ¿Cómo será posible que alguien su canse de Bath?

—Evidentemente, a quienes les ocurre tal cosa les falta la frescura de sentimientos que usted posee. Para las personas que frecuentan el balneario, los padres y las madres, los hermanos y los amigos íntimos, han perdido todo interés. Además, no son capaces de gozar como usted de las representaciones teatrales y demás diversiones.

Las exigencias del baile pusieron fin por el momento a aquella conversación. En el transcurso de la danza, en ocasión de hallarse Catherine separada de su pareja observó la muchacha que entre quienes se entretenían con contemplar el baile había un caballero que la miraba insistentemente. Se trataba de un hombre apuesto y de aire autoritario, para el que había pasado la juventud, pero no el vigor de la vida. Luego observó que, sin dejar de mirarla, se dirigía a Mr. Tilney, que estaba en ese momento a corta distancia de él, y con actitud de gran familiaridad le decía unas palabras al oído. Azorada por aquella forma de mirar, y temerosa de que el motivo fuese algún defecto en su aspecto o su atuendo, Catherine volvió cabeza en otra dirección. Cuando, terminada la pieza, se aproximó de nuevo a Mr. Tilney, este le dijo:

—Veo que ha adivinado usted lo que acaba de preguntarme. Y ya que ese caballero conoce su nombre, me parece lógico que usted también conozca el suyo. Es el general Tilney, mi padre...

Catherine no supo contestar más que con una exclamación, que bastó, sin embargo, para revelar cuanto debía y convenía. Una exclamación que no sólo expresaba atención a las palabras de su pareja, sino confianza absoluta en la veracidad de éstas. Luego, su mirada siguió con interés y admiración al general, que se alejaba abriéndose paso entre los bailarines.

¡Qué guapos son todos los miembros de esta familia!, pensó para sí.

Al hablar en el transcurso de la noche con Miss Tilney, a Catherine se le presentó una nueva ocasión de sentirse dichosa. Desde su llegada a Bath no había paseado por el campo, y habiéndole hablado a Miss Tilney, para quien eran familiares los alrededores de la ciudad, de la belleza de éstos, la muchacha sintió el deseo de conocerlos. Sin embargo, expresó su temor de no encontrar quien se prestase a acompañarla, y entonces Miss Tilney, secundada por su hermano, propuso que salieran juntos de paseo más adelante.

—¡Cuánto me gustaría! —exclamó Catherine—. Pero no lo dejemos para más adelante. ¿Por qué no salir mañana mismo?

Todos se mostraron conformes y decidieron realizar el paseo a la mañana siguiente, siempre y cuando —agregó Miss Tilney— no lloviese.

Los hermanos quedaron en pasar a buscar a Catherine por la casa de Pulteney Street a las doce. Antes de separarse, le recordaron a su nueva amiga, Miss Morland:

—A las doce... No lo olvide.

De su amiga Isabella, aquella cuya fidelidad y méritos venía apreciando hacía quince días, apenas si se acordó la muchacha en toda la noche, y aun cuando deseaba participarle sus felices nuevas, accedió con admirable sumisión al deseo de Mr. Allen de marcharse temprano, metiéndose en la silla de manos que debía conducirla hasta su casa con el corazón henchido de felicidad.

11

La mañana siguiente amaneció nublada y desapacible; el sol, tras algunos intentos por salir, desapareció detrás de las nubes, pero Catherine dedujo de ello un buen augurio. En aquella época del año las mañanas soleadas casi siempre se convertían en días lluviosos; en cambio, un amanecer nublado era, por lo general, pronóstico de un buen día. Solicitó a Mr. Allen que le confirmase sus teorías, pero puesto que éste no conocía el clima de Bath ni tenía a mano un barómetro, se negó a aventurar pronóstico alguno dada la delicadeza del asunto. Catherine recurrió entonces a Mrs. Allen, quien fue más rotunda en su respuesta.

—Si desaparecen las nubes y sale el sol —dijo—, es seguro que hará un buen día.

A las once, unas gotas de lluvia que salpicaron el cristal de la ventana preocuparon a la muchacha.

—¡Ay, me parece que va a llover! —exclamó desconsolada.

—Ya me lo figuraba yo —contestó Mrs. Allen.

—Me he quedado sin paseo —dijo Catherine—, a menos que escampe antes de las doce.

—Puede que sí, hija mía... Pero quedará todo tan enlodado...

—Eso no importa, a mí no me molesta el lodo.

—Es verdad —dijo con tranquilidad su amiga— a ti no te molesta el lodo.

—Llueve cada vez más —observó tras una pausa Catherine, junto a la ventana.

—Es cierto, y si sigue lloviendo las calles se pondrán perdidas.

—Ya he visto tres paraguas abiertos. ¡Cómo odio los paraguas!

—Sí, son muy molestos. Yo prefiero coger una silla de manos.

—Yo estaba segura de que sería un día hermoso...

—Eso prometía. Si sigue lloviendo bajará poca gente a tomar las aguas. Espero que si mi esposo decide salir se ponga el abrigo. Pero es muy capaz de no hacerlo. No soporta las prendas gruesas, y no lo comprendo, pues son tan acogedoras...

La lluvia seguía cayendo. Cada cinco minutos Catherine miraba al reloj, pensando que si en el transcurso de otros cinco no cesaba de llover sus ilusiones se vería desvanecidas. Dieron las doce y aún llovía.

—No podrás salir, hija mía —dijo Mrs. Allen.

—No quiero perder las esperanzas, al menos hasta las doce y cuarto. Esta es precisamente la hora del día en que suele cambiar el tiempo, y ya parece que aclara un poco. ¿Las doce y veinte? Pues lo dejo. ¡Quién pudiera contar con un tiempo tan hermoso como el que se describe en Udolfo, o con el que hizo en Toscana y en el sur de Francia la noche en que murió el pobre Saint-Aubin...! ¡Qué deliciosa temperatura aquélla!

A las doce y media, cuando el estado del tiempo ya no ocupaba por entero la atención de Catherine, comenzó de repente a aclarar. Un rayo de sol sorprendió a la muchacha, quien al comprobar que, en efecto, las nubes empezaban a dispersarse, volvió de inmediato a la ventana dispuesta a aplaudir tan feliz aparición. Diez minutos después podía darse por seguro que la tarde sería hermosa, con lo cual quedó justificada la opinión de Mrs. Allen, quien no había dejado de sostener que tarde o temprano aclararía. Más difícil era adivinar si Catherine debía esperar a sus amigos o si Miss Tilney consideraría que había llovido demasiado para aventurarse a salir.