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100 Clásicos de la Literatura

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Ni siquiera aparecía inscrito su nombre en los libros de registro del balneario, la ansiedad de la muchacha aumentaba por momentos. Indudablemente, Mr. Tilney debía de haberse marchado de Bath; sin embargo, la noche del baile nada dijo a Catherine que hiciera suponer a ésta que su marcha estaba próxima.



Con todo ello aumentó la impresión de misterio tan necesaria en la vida de los héroes, lo que provocaba en la muchacha nuevas ansias de verlo. Por medio de la familia Thorpe no logró averiguar nada, pues sólo llevaba dos días en Bath cuando ocurrió el feliz encuentro con Mrs. Allen. Catherine, sin embargo, habló de Mr. Tilney en más de una ocasión con su nueva amiga, y como quiera que Isabella siempre la animaba a seguir pensando en el joven, la impresión que en el ánimo de la muchacha éste había producido no se debilitaba ni por un instante. Desde luego, Isabella se mostró segura de que Tilney debía de ser un hombre encantador, así como que su querida Catherine habría provocado en él tal admiración que no tardarían en verlo aparecer nuevamente. Mrs. Thorpe hallaba muy oportuno que Tilney fuera ministro de la Iglesia, pues siempre había sido partidaria de tal profesión, y al decirlo dejó escapar un profundo suspiro. Catherine hizo mal, quizá, en no averiguar las causas de la emoción que expresaba su amiga; pero Catherine no estaba lo bastante experimentada en lides de amor ni en los deberes que requiere una firme amistad para conocer el modo de forzar la ansiada confidencia.



Mrs. Allen, mientras tanto, disfrutaba enormemente de su estancia en Bath. Al fin había encontrado una conocida, encarnada en la persona de una antigua amiga suya, a lo que debía sumarse la grata seguridad de que ésta vestía con menos elegancia y lujo que ella.



Ya no sé pasaba el día exclamando: «¡Cuánto desearía tener trato con alguien en Bath!», sino «¡Cuánto celebro haber encontrado en Bath a Mrs. Thorpe!», demostrando tanto o mayor afán por fomentar la amistad entre ambas familias que el que sentían Catherine e Isabella, hasta el punto de jamás quedar contenta cuando algún motivo le impedía pasar la mayor parte del día junto a Mrs. Thorpe, ocupada en lo que ella llamaba conversar con su amiga. En realidad, tales conversaciones no entrañaban cambio alguno de opinión acerca de uno o varios asuntos, sino que se limitaban a la acostumbrada relación de los méritos de sus hijos por parte de Mrs. Thorpe y a la descripción de sus trajes por parte de Mrs. Allen.



El desarrollo de la amistad de Isabella y Catherine fue, por su parte, tan rápido como espontáneos habían sido sus comienzos, pasando ambas jóvenes por las distintas y necesarias gradaciones de ternura con prisa tal que al poco tiempo no les quedaba prueba alguna de amistad mutua que ofrecerse. Se llamaban por su nombre de pila, paseaban cogidas del brazo, se cuidaban las colas de los vestidos en los bailes y cuando el tiempo no favorecía sus salidas se encerraban para leer juntas alguna novela. Novela, sí. ¿Por qué no decirlo? No pienso ser como esos escritores que censuran un hecho al que ellos mismos contribuyen con sus obras, uniéndose a sus enemigos para vituperar este género de literatura, cubriendo de escarnio a las heroínas que su propia imaginación fabrica y calificando de sosas e insípidas las páginas que sus protagonistas hojean, según ellos, con disgusto. Si las heroínas no se respetan mutuamente, ¿cómo esperar de otros el aprecio y la estima debidos? Por mi parte, no estoy dispuesta a restar a las mías lo uno ni lo otro. Dejemos a quienes publican en revistas criticar a su antojo un género que no dudan en calificar de insulso, y mantengámonos unidos los novelistas para defender lo mejor que podamos nuestros intereses.



Representamos a un grupo literario injusta y cruelmente denigrado, aun cuando es el que mayores goces ha procurado a la Humanidad. Por soberbia, por ignorancia o por presiones de la moda, resulta que el número de nuestros detractores es casi igual al de nuestros lectores y mientras mil plumas se dedican a alabar el ejemplo y esfuerzo de los hombres que no hicieron más que compendiar por enésima vez la historia de Inglaterra o coleccionar en una nueva edición algunas líneas de Milton de Pope y de Prior, junto con un artículo del Spectator un capítulo de Sterne, la inmensa mayoría de los escritores procura desacreditar la labor del novelista y resta importancia a obras que no adolecen de más defecto que el poner gracia, ingenio y buen gusto. A cada momento se oye decir: «Yo no soy aficionado a leer novelas»; bien: «Yo apenas si leo novelas»; y a lo sumo: «Esta obra, para tratarse de una novela, no está del todo mal». Si preguntamos a una dama: «¿Qué lee usted?», y ésta llámese Cecilia, Camilla o Belinda, que para el caso lo mismo da, se encuentra ocupada en la lectura de una obra novelesca, nos dirá sonrojándose: «Nada... Una novela»; hasta sentirá cierta vergüenza de haber sido descubierta concentrada en una obra en la que, por medio de un refinado lenguaje y una inteligencia poderosa, le es dado conocer la infinita variedad del carácter humano y las más felices ocurrencias de una mente avispada y despierta. Si, en cambio, esa misma dama estuviese en el momento de la pregunta, buscando distracción a su aburrimiento en un ejemplar del Spectator, responder con orgullo y se jactaría de estar leyendo una obra a la postre tan plagada de hechos inverosímiles y de tópicos de escaso o ningún interés, concebidos, por añadidura en un lenguaje tan grosero que sorprende el que pudiera ser sufrido y tolerado.





6





La conversación que a continuación exponemos se celebró en el balneario ocho o nueve días después de haberse conocido las dos amigas, y bastará para dar una idea de la ternura de los sentimientos que unían a Isabella y a Catherine y de la delicadeza, la discreción, la originalidad de pensamiento y el gusto literario que caracterizaban y explicaban afecto tan profundo.



El encuentro se había acordado de antemano, y como Isabella llegó al menos cinco minutos antes que su amiga, su primera reacción al ver a ésta fue:



—Querida Catherine, ¿cómo llegas tan tarde? Llevo esperándote un siglo.



—¿De veras? Lo lamento de veras, pero creí que llegaba a tiempo. Confío en que no hayas tenido que esperar mucho.



—Pues debo de llevar aquí media hora. Da igual... Sentémonos y tratemos de pasarlo bien. Tengo mil cosas que contarte. Cuando me preparaba para salir temí por un instante que lloviese, y mis motivos tenía, ya que estaba muy nublado. ¿Sabes?, he visto un sombrero precioso en un escaparate de Milsom Street. Es muy parecido al tuyo, sólo que las cintas no son verdes, sino color coquelicot. Tuve que contenerme para no comprarlo... Querida, ¿qué has hecho esta mañana? ¿Sigues leyendo Udolfo?



—Eso es justamente lo que he estado haciendo, llegando al episodio del velo negro.



—¿De veras? ¡Qué delicia...! Por nada del mundo consentiría en decirte lo que se oculta detrás de ese velo, ¿no estás muerta por saberlo?



—¿Lo dudas acaso? Pero no, no me lo digas; no quisiera saberlo por nada del mundo. Estoy convencida de que se trata de un esqueleto, quizá el de Laurentina... Te aseguro que me encanta ese libro. Desearía pasarme la vida leyéndolo, y si no hubiera sido porque estabas esperándome, por nada del mundo habría salido de casa esta mañana.



—¡Querida mía..., cuánto te lo agradezco! He pensado que cuando termines el Udolfo podríamos leer juntas El italiano, y para cuando terminemos con ése tengo preparada una lista de diez o doce títulos del mismo género.



—¿De verdad? ¡Cuánto me alegra! ¿Cuáles son?



—Te lo diré ahora mismo, pues llevo los títulos escritos en mi libreta: El castillo de Wolfenbach, Clermont, Avisos misteriosos, El nigromante de la Selva Negra, La campana de la media noche, La huérfana del Rin y Misterios horribles. Creo que con estos tenemos para a tiempo.



—Sí, sí... Ya lo creo. Pero ¿estás segura de que todos ellos son de terror?



—Segurísima. Lo sé por una amiga mía que los ha leído. Se trata de Miss Andrews, la criatura más encantadora del mundo. Me gustaría que la conocieras. La encontrarías adorable. Se está haciendo una capa de punto que es una preciosidad. Yo la encuentro admirable, y no entiendo cómo los hombres no sienten lo mismo. Yo se lo he dicho a muchos, y hasta he reñido con más de uno a causa de ello.



—¿Has reñido porque no la admiraban?



—Naturalmente. No hay nada en el mundo que sea capaz de hacer si de ayudar a las personas por quienes siento cariño se trata. Te aseguro que no soy de las que quieren a medias. Mis sentimientos siempre son profundos y arraigados. Así, el invierno pasado pude decirle al capitán Hunt, en el transcurso de un baile, que por mucho que hiciera yo no bailaría con él si antes no reconocía que Miss Andrews era de una belleza angelical. Los hombres creen que nosotras las mujeres somos incapaces de sentir verdadera amistad las unas por las otras, y me he propuesto demostrarles lo contrario. Si, por ejemplo, oyese que alguien hablaba de ti en términos poco halagüeños, saldría en tu defensa al instante; pero no es probable que algo semejante suceda, considerando que eres de esas mujeres que siempre gustan a los hombres...



—¡Ay, Isabella! ¿Cómo dices eso?—exclamó Catherine, ruborizada.



—Lo digo porque estoy convencida de ello: posees toda la viveza que a Miss Andrews le falta; porque debo confesarte que es una muchacha muy sosa, la pobre. Vaya, se me olvidaba decirte que ayer, cuando acabábamos de separarnos, vi a un joven mirarte con tal insistencia que sin duda debía de estar enamorado de ti.



Catherine se ruborizó de nuevo y rechazó la insinuación.



—Es cierto, te lo juro —dijo Isabella—; lo que ocurre es que no aceptas el hecho de que provocas admiración, porque salvo un hombre cuyo nombre no pronunciaré... No, si no te censuro por ello —añadió con tono más formal—. Además, comprendo tus sentimientos. Cuando el corazón se entrega por completo a una persona, es imposible caer bajo el hechizo de otros hombres; todo lo que no se relacione con el ser amado pierde interés, de modo que ya ves que te comprendo perfectamente.

 



—Pero no debieras hablarme en esta forma de Mr. Tilney, es posible que nunca vuelva a verlo.



—¡Qué cosas dices! Si lo creyeses así serías muy desdichada.



—No tanto. Admito que me ha parecido un hombre de trato muy agradable, pero mientras esté en condiciones de leer el Udolfo, te aseguro que no hay nada en el mundo capaz de hacerme desgraciada. Ese velo terrible... Querida Isabella, estoy convencida de que el esqueleto de Laurentina yace oculto tras de él.



—A mí lo que me extraña es que no lo hubieras leído antes. ¿Acaso tu madre se opone a que leas novelas?



—De ningún modo; precisamente está leyendo Sir Charles Grandison; pero en casa no tenemos muchas ocasiones de conocer obras nuevas.



—¿Sir Charles Grandison? Pero ¡si es una obra odiosa! Ahora recuerdo que Miss Andrews no pudo terminar el primer tomo.



—Pues yo lo encontré bastante entretenido; claro que no tanto como el Udolfo.



—¿De veras? Yo creía que era aburrido... Pero hablemos de otra cosa. ¿Has pensado en el adorno que te pondrás en la cabeza esta noche? Ya sabes que los hombres se fijan mucho en esos detalles, y hasta los comentan.



—¿Y qué puede importarnos? —preguntó con ingenuidad Catherine.



—¿Importarnos? Nada, por supuesto. Yo tengo por norma no hacer caso de lo que puedan decir. Estoy convencida de que a los hombres se les debe hablar con desdén y descaro, pues si no los obligamos a guardar las distancias debidas se vuelven muy impertinentes.



—¿Es posible? Pues te aseguro que no me había dado cuenta de que fueran así. Conmigo siempre se han mostrado muy correctos.



—Calla, por Dios; se dan unos aires... Son los seres más pretenciosos del mundo... Pero a propósito de ellos, jamás me has dicho, y eso que he estado a punto preguntártelo muchas veces, qué clase de hombre te gusta más: el rubio o el moreno.



—Pues la verdad es que nunca he pensado en ello; ahora que me lo preguntas, te diré que prefiero a los que no son ni muy rubios ni muy morenos.



—Veo, Catherine, que no me equivocaba. La descripción que acabas de hacer responde a la que antes hiciste de Mr. Tilney: cutis moreno, ojos oscuros y pelo castaño. Mi gusto es distinto del tuyo: prefiero los ojos claros y el cutis muy moreno; pero te suplico que no traiciones esta confianza si algún día ves que alguno responde a tal descripción.



—¿Traicionarte? ¿Qué quieres decir?



—Nada, nada, no me preguntes más; me parece que ya he hablado demasiado. Cambiemos de tema.



Catherine, algo asombrada, obedeció, y después de breves minutos de silencio se dispuso a volver sobre lo que en ese momento más la interesaba en el mundo, el esqueleto de Laurentina, cuando, de repente, su amiga la interrumpió diciendo:



—Por Dios, marchémonos de aquí. Hay dos jóvenes insolentes que no dejan de mirarme desde hace un rato. Veamos si en el registro aparece el nombre de algún recién llegado, pues no creo que se atrevan a seguirnos.



Se marcharon, pues, a examinar los libros de inscripción de bañistas, y mientras Isabella los leía minuciosamente, Catherine se encargó de la delicada tarea de vigilar a la pareja de alarmantes admiradores.



—Vienen hacia aquí. ¿Será posible que sean tan impertinentes como para seguirnos? Avísame si ves que se dirigen hacia aquí; yo no pienso levantar la cabeza de este libro.



Después de breves instantes, Catherine pudo, con gran satisfacción por su parte, asegurar a su amiga que podía recobrar la perdida tranquilidad, pues los jóvenes en cuestión habían desaparecido.



—¿Hacia dónde han ido? —preguntó Isabella, volviendo rápidamente la cabeza—. Uno de ellos era muy guapo.



—Se han dirigido hacia el cementerio.



—Al fin se han decidido a dejarnos en paz. ¿Te apetece ir a Edgar's a ver el sombrero que quiero comprarme?



Catherine se mostró de acuerdo con la propuesta pero no pudo por menos de expresar su temor de que volvieran a encontrarse con los dos jóvenes.



—No te preocupes por eso. Si nos damos prisa podremos alcanzarlos y pasar de largo. Me muero de ganas de enseñarte ese sombrero.



—Si aguardamos unos minutos no correremos el riesgo de cruzarnos con ellos.



—De ninguna manera; sería hacerles demasiado favor; ya te he dicho que no me gusta halagar tanto a los hombres. Si están tan consentidos es porque algunas mujeres los miman en exceso.



Catherine no encontró razón alguna que oponerse a aquellos argumentos, y para que Miss Thorpe pudiera hacer alarde de su independencia y su afán de humillar al sexo fuerte, salieron a toda prisa en busca de los dos jóvenes.





7





Medio minuto más tarde llegaban las dos amigas al arco que hay enfrente del Union Passage, donde súbitamente su andar se vio interrumpido. Todos los que conocen Bath saben que el cruce de Cheap Street es muy concurrido debido a que se encuentra allí la principal posada de la población, además de desembocar en esta última calle las carreteras de Londres y de Oxford, y raro es el día en que las señoritas que la atraviesan en busca de pasteles, de compras o de novio no quedan largo rato detenidas en las aceras debido al tráfico constante de coches, carros o jinetes. Isabella había experimentado muchas veces los inconvenientes derivados de esta circunstancia, y muchas veces también se había lamentado de ello. La presente ocasión le proporcionó una nueva oportunidad de manifestar su desagrado, pues en el momento en que tenía a la vista a los dos admiradores, que cruzaban la calle sorteando el lodo de las alcantarillas, se vio de repente detenida por un calesín que un cochero, por demás osado, lanzaba contra los adoquines de la acera, con evidente peligro para sí, para el caballo y para los ocupantes del vehículo.



—¡Odio esos calesines! —exclamó—. Los odio con toda mi alma.



Pero aquel odio tan justificado fue de corta duración, ya que al mirar de nuevo volvió a exclamar, esta vez llena de gozo:



—¡Cielos! Mr. Morland y mi hermano.



—¡Cielos! James... —dijo casi al mismo tiempo Catherine.



Al ser observadas por los dos caballeros, estos refrenaron la marcha de los caballos con tal vehemencia que por poco lo tiran hacia atrás, saltando acto seguido del calesín, mientras el criado, que había bajado del pescante, se encargaba del vehículo.



Catherine, para quien aquel encuentro era totalmente inesperado, recibió con grandes muestras de cariño a su hermano, correspondiéndola él del mismo modo. Pero las ardientes miradas que Miss Thorpe dirigía al joven pronto distrajeron la atención de éste de sus fraternales deberes, obligándolo a fijarla en la bella joven con una turbación tal que, de ser Catherine tan experta en conocer los sentimientos ajenos como lo era en apreciar los suyos, habría advertido que su hermano encontraba a Isabella tan guapa o más de lo que ella misma pensaba.



John Thorpe, que hasta ese momento había estado ocupado en dar órdenes relativas al coche y los caballos, se unió poco después al grupo, y entonces fue Catherine objeto de los correspondientes elogios, mientras que Isabella hubo de contentarse con un somero saludo.



Mr. Thorpe era de mediana estatura y bastante obeso, y a su aspecto vulgar añadía el ser de tan extraño proceder que no parecía sino temer que resultase demasiado guapo si no se vestía como un lacayo y demasiado fino si no trataba a la gente con la debida cortesía. Sacó de repente el reloj y exclamó:



—¡Vaya por Dios! ¿Cuánto tiempo dirá usted, Miss Morland, que hemos tardado en llegar desde Tetbury?



—¿Qué distancia hay? —preguntó Catherine.



Su hermano contestó que había veintitrés millas.



—¿Veintitrés millas? —dijo Thorpe—. Veinticinco, como mínimo.



Morland pretendió que rectificase, basándose para ello en las declaraciones incontestables de las guías, de los dueños de posadas y de los postes del camino; pero su amigo se mantuvo firme en sus trece, asegurando que él tenía pruebas más incontestables aún.



—Yo sé que son veinticinco —afirmó— por el tiempo que hemos invertido en recorrerlas. Ahora es la una y media; salimos de las cocheras de Tetbury a las once en punto, y desafío a cualquiera a que consiga refrenar mi caballo de modo que marche a menos de diez millas por hora; echen la cuenta y verán si no son veinticinco millas.



—Habrás perdido una hora —replicó Morland—. Te repito que cuando salimos de Tetbury sólo eran las diez.



—¿Las diez? ¡Estás equivocado! Precisamente me entretuve en contar las campanadas del reloj. Su hermano, señorita, querrá convencerme de lo contrario, pero no tienen ustedes más que fijarse en el caballo. ¿Acaso han visto ustedes en su vida prueba más irrefutable? —El criado acababa de subir al calesín y había salido a toda velocidad—. ¿Tres horas y media para recorrer veintitrés millas? Miren ustedes a ese animal y díganme si lo creen posible...



—Pues la verdad es que está cubierto de sudor.



—¿Cubierto de sudor? No se le había movido un pelo cuando llegamos a la iglesia de Walcot. Lo que digo es que se fijen ustedes en las patas delanteras, en los lomos, en la manera que tiene de moverse. Les aseguro que ese caballo no puede andar menos de diez millas por hora. Sería preciso atarle las patas, y aun así correría. ¿Qué le parece a usted el calesín, Miss Morland? ¿Verdad que es admirable? Lo tengo hace menos de un mes. Lo mandó hacer un chico amigo mío y compañero de universidad, buena persona. Lo disfrutó unas semanas y no tuvo más remedio que deshacerse de él. Dio la casualidad que por entonces andaba yo a la caza de un coche ligero, hasta le tenía echado el ojo a un cabriolé; pero al entrar en Oxford, y sobre el puente Magdalen precisamente me encontré a mi amigo, quien me dijo: «Oye, Thorpe ¿tú no querrías comprar un coche como éste? A pesar de que es inmejorable estoy harto de él y quiero venderlo. «¡Maldición!», dije, «¿cuánto quieres?» ¿Y cuánto le parece a usted que me pidió, Miss Morland?



—La verdad, no lo sé...



—Como habrá usted visto, la suspensión es excelente por no hablar del cajón, los guardafangos, los faros, y las molduras, que son de plata. Pues me pidió cincuenta guineas; yo cerré el trato, le entregué el dinero y me hice con el calesín.



—Lo felicito —dijo Catherine— pero la verdad es que sé tan poco de estas cosas que me resulta imposible juzgar si se trata de un precio bajo o elevado.



—Ni lo uno ni lo otro, quizá hubiera podido comprarlo por menos, pero no me gusta regatear, y al pobre Freeman le hacía falta el dinero.



—Pues fue muy amable por su parte —dijo Catherine



—¿Qué quiere usted? Siempre hay que ayudar a amigo cuando se tiene ocasión de hacerlo.



A continuación los caballeros preguntaron a las muchachas hacia dónde se dirigían, y al contestar éstas que a Edgar's, resolvieron acompañarlas y de paso ofrecer sus respetos a Mrs. Thorpe. Isabella y James se adelantaron y tan satisfecha se encontraba ella, tanto afán ponía en resultar agradable para aquel hombre, a cuyos méritos, añadía el ser amigo de su hermano y hermano de su amiga; tan puros y libres de toda coquetería eran sus sentimientos, que cuando al llegar a Milsom Street vio de nuevo a los dos jóvenes del balneario, se guardó de atraer la atención y no volvió la cabeza en dirección a ellos más que tres veces. John Thorpe seguía a su hermana, escoltando al mismo tiempo a Catherine, a quien pretendía entretener nuevamente con el asunto del calesín.



—Mucha gente —dijo— calificaría la compra de negocio admirable, y, en efecto, de haberlo vendido al día siguiente habría obtenido diez guineas de ganancia. Jackson, otro compañero de universidad, me ofreció sesenta por él. Morland estaba delante cuando me hizo la proposición.



—Sí —convino Morland, que había oído a su amigo—. Pero, si mal no recuerdo, ese precio incluía al caballo.



—¿El caballo? El caballo lo habría podido vender por cien. ¿A usted le agrada pasear a coche descubierto, señorita?



—Pocas veces he tenido ocasión de hacerlo, pero sí, me gusta mucho.



—Lo celebro, y le prometo sacarla todos los días en el mío.



—Gracias —dijo Catherine algo confusa, ya que no sabía si debía aceptar o no la propuesta.

 



—Mañana mismo la llevaré a Lansdown Hill.



—Muchas gracias, pero... el caballo estará cansado; convendría dejarle descansar...



—¿Descansar? Pero ¡si sólo ha hecho veintitrés millas hoy! No hay nada que eche a perder tanto a un caballo como el excesivo descanso. Durante mi permanencia en Bath pienso hacer trabajar al mío al menos cuatro horas diarias.



—¿De veras? —dijo Catherine con tono grave—. En ese caso correrá cuarenta millas por día.



—Cuarenta o cincuenta. ¿Qué más da? Y para empezar, me comprometo desde ahora a llevarla a usted a Lansdown mañana.



—¡Qué agradable proposición! —exclamó Isabella, volviéndose—. Te envidio, querida Catherine, porque... supongo, hermano, que no tendrás sitio más que para dos personas.



—Por supuesto. Además, no he venido a Bath con el objeto de pasear a mis hermanas. ¡Pues sí que iba a resultarme divertido! En cambio, Morland tendrá mucho gusto en acompañarte a donde quieras.



Tales palabras provocaron un intercambio de cumplidos entre James y Miss Thorpe, del que Catherine no logró oír el final. La conversación de su acompañante por otra parte, se convirtió finalmente en comentarios breves y terminantes acerca del rostro y la figura de cuantas mujeres se cruzaban en su camino. Catherine después de escucharlo unos minutos sin atreverse a contrariarlo que para su mente femenina y timorata era opinión autorizadísima en materias de belleza, trató de girar la conversación hacia otros derroteros, formulando una pregunta relacionada con aquello que ocupaba por completo su imaginación.



—¿Ha leído usted Udolfo, Mr. Morland?



—¿Udolfo? ¡Por Dios, qué disparate! Jamás leo novelas; tengo otras cosas más importantes que hacer.



Catherine, humillada y confusa, iba a disculparse por sus gustos en lo que a literatura se refería, cuando el joven la interrumpió diciendo:



—Las novelas no son más que una sarta de tonterías. Desde la aparición de Tom Jones no he vuelto a encontrar nada que merezca la pena de ser leído. Sólo El monje, lo demás me resulta completamente necio.



—Pues yo creo que si leyera usted Udolfo lo encontraría muy interesante...



—Seguramente no. De leer algo, sería alguna obra de Mrs. Radcliffe, cuyos libros tienen cierta naturalidad, bastante interés.



—Pero ¡si Udolfo está escrito por Mrs. Radcliffe! —exclamó Catherine titubeando un poco por temor a ofender con sus palabras al joven.



—¡Es cierto! Sí, ahora lo recuerdo; tiene usted razón me había confundido con otra estúpida obra escrita por esa mujer que tanto dio que hablar en un momento, la misma que se casó luego con un emigrante francés.



—Supongo que se referirá usted a Camila.



—Sí, ése es el título precisamente. ¡Qué idiotez! Un viejo jugando al columpio. Yo empecé el primer tomo, pero pronto comprendí que se trataba de una necedad absoluta, y lo dejé. No esperaba otra cosa, por supuesto. Desde el instante en que supe que la autora se había casado con un emigrante comprendí que nunca podría acabar su obra.



—Yo aún no la he leído.



—Pues no ha perdido nada. Le aseguro que es el asunto más idiota que se pueda imaginar. Con decirle que no se trata más que de un viejo que juega al columpio y aprende el latín, está todo dicho.



Esta disertación sobre crítica literaria, acerca de cuya exactitud Catherine no podía juzgar, les llevó hasta la puerta misma de la casa donde se hospedaba Miss Thorpe, y los sentimientos «imparciales» del lector de Camila hubieron de transformarse en los de un hijo cariñoso y respetuoso ante Mrs. Thorpe, que había bajado a recibirlos en cuanto los vio llegar.



—Hola, madre —dijo él, dándole al mismo tiempo un fuerte apretón de mano—. ¿Dónde has comprado ese sombrero tan estrambótico? Pareces una bruja con él. Pero, a otra cosa: aquí tienes a Morland, que ha venido a pasarse un par de días con nosotros, conque ya puedes empezar a buscarnos dos buenas camas por aquí cerca.



A juzgar por la alegría que reflejaba el rostro de Mrs. Thorpe, tales palabras debieron de satisfacer en gran medida sus anhelos maternales. A continuación Mr. Thorpe pasó a cumplimentar a sus dos hermanas más pequeñas, mostrándoles el mismo afecto, interesándose por ellas y añadiendo luego que las encontraba sumamente feas.



Estos modales desagradaron enormemente a Catherine, pero se trataba de un amigo de James y hermano de Isabella, y sus escrúpulos quedaron luego más apaciguados ante el comentario de ésta, quien, al encaminarse ambas a la sombrerería, le aseguró que John la encontraba encantadora. Dicha afirmación fue corroborada por la actitud del propio John, quien le pidió que aceptase ir a un baile con él aquella misma noche. Si hubiera tenida más años y más vanidad, este hecho no habría surtido el mismo efecto, pero cuando en una persona se unen la juventud y la timidez es preciso que sea extraordinariamente centrada para resistir el halago de oírse llamar «la mujer más encantadora del mundo» y de verse solicitada para un baile muchas horas antes de celebrarse éste. Consecuencia de ello fue que, al verse solos los hermanos Morland, cuando, después de haber acompañado un buen rato a la familia Thorpe, se marcharon a casa de Mrs. Allen, James preguntó a Catherine:



—Y bien, ¿qué opinas de mi amigo Thorpe?



Catherine, en lugar de contestar como habría hecho de no mediar una relación de amistad y cierto estado de fascinación, respondió sin pensárselo dos veces:



—Me agrada mucho, parece muy amable.



—Es un muchacho excelente —apuntó James—; tal vez hable demasiado, pero eso a las mujeres os gusta. Y el resto de la familia, ¿qué te ha parecido?



—Encantadores, en particular Isabella.



—Me alegra oírtelo decir, porque es precisamente la clase de mujer cuya compañía te conviene frecuentar. Tiene buen sentido y naturalidad. Hace mucho tiempo que deseaba que os conocierais, y ella, al parecer te estima mucho. Me ha hablado de ti en términos muy elogiosos, y esto, viniendo de una mujer como ella, debería enorgullecerte, querida Catherine —dijo James, apretando afectuosamente la mano de su hermana.



—Y me enorgullece —contestó Catherine—. Aprecio mucho a Isabella, y me alegro de que a ti también te agrade. Como jamás nos dijiste nada de la temporada que pasaste en casa de esa familia, no tuve modo de suponer que te habría producido tan grata impresión.



—No te escribí porque pensaba verte aquí. Confío en que os veáis a menudo mientras dura vuestra estancia en Bath. Isabella es, como antes te dije, una mujer muy amable, y también muy inteligente y sensata. Sus hermanos al parecer la quieren mucho. En realidad, todos los que la conocen quedan encantados con ella, ¿verdad?



—Así es. Mr. Allen dice que es la chica más bonita que hay en Bath esta temporada.



—No me extraña tratándose de Mr. Allen, a quien considero una autoridad en materia de belleza femenina. Por lo demás, mi querida Catherine, me alegra comprobar que estás contenta en Bath, y no me extraña, teniendo por amiga y compañera a una chica como Isabella Thorpe; aparte que los Allen seguramente se muestran muy amables contigo.



—Sí, son muy cariñosos, y puedo asegurarte que nunca he estado tan contenta como ahora. Además, te agradezco enormemente que hayas venido desde tan lejos sólo por verme.



James aceptó estas palabras de gratitud, no sin disculparse ante su conciencia, y dijo con tono afectuoso:



—Verdaderamente, te quiero mucho, hermanita.



Siguieron luego las lógicas preguntas acerca de la familia, además de varios asuntos íntimos, y así, hablando sin más que una breve digresión por parte de James para alabar la belleza de Miss Thorpe, llegaron a Pulteney Street, donde el joven fue recibido con gran cariño por Mr. y Mrs. Allen. Acto seguido aquél lo invitó formalmente a comer y la señora le pidió que adivinase el precio y apreciase la calidad de su nueva esclavina y del correspondiente manguito que llevaba puesto. Una invitación previa a comer en Edgar's impidió a James aceptar lo primero y lo obligó a marcharse sin cumplir apenas con lo segundo, y tras especificarse de manera clara y concreta la hora en que debían reunirse ambas familias en