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100 Clásicos de la Literatura

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Con elementos tan poco favorables para la formación de una novela, emprendió Catherine su primer viaje. Este tuvo lugar sin inconveniente alguno; los viajeros no se vieron sorprendidos por salteadores ni tempestades; ni siquiera consiguieron encontrarse con el ansiado héroe. Lo único que por espacio de breves momentos logró interrumpir su tranquilidad fue la suposición de que Mrs. Allen había olvidado sus chinelas en la posada, temor que, finalmente, resultó infundado.

Finalmente llegaron a Bath. Catherine no cabía en sí de gozo; dirigía a todos lados la mirada, deseosa de disfrutar de las bellezas que encontraban a su paso por los alrededores de la población y por las calles amplias y simétricas de ésta. Había ido a Bath para ser feliz, y ya lo era.

A poco de llegar se instalaron en una cómoda posada de Pulteney Street.

Antes de proseguir conviene tener al corriente a los lectores del modo de ser de Mrs. Allen, con el objeto de que aprecien hasta qué punto influyó en el transcurso de esta historia y si entrañará el carácter de dicha señora capacidad para labrar la desgracia de Catherine; en una palabra: si será capaz de interpretar el papel de villana de la novela, que es el que le correspondería, bien haciendo a su protegida víctima de un egoísmo y una envidia despiadados, bien con denodada perfidia interceptando sus cartas, difamándola o echándola de su casa.

Mrs. Allen pertenecía a la categoría de mujeres cuyo trato nos obliga a preguntarnos cómo se las arreglaron para encontrar la persona dispuesta a contraer matrimonio con ellas. Para empezar diremos que carecía tanto de belleza como de talento y simpatía personal. Mr. Allen no tuvo más base en que fundar su elección que la que pudiera ofrecerle cierta distinción de porte, una frivolidad sosegada y un carácter bastante tranquilo. Nadie, en cambio, más indicada que su esposa para presentar a una joven en sociedad, ya que a la buena señora le encantaba tanto salir y divertirse como a cualquier muchacha ávida de emociones. Su pasión eran los trapos. Vestir bien era uno de los mayores placeres de Mrs. Allen, y tan trascendental que en aquella ocasión hubieron de emplearse tres o cuatro días en buscar lo más nuevo, lo más elegante, lo que estuviera más en armonía con los últimos mandatos de la moda, antes de que la amable y excelente esposa de Mr. Allen se mostrase dispuesta a presentarse ante el mundo distinguido de Bath. Catherine invirtió su tiempo y su dinero adquiriendo algunos adornos con que embellecer su indumento; y una vez que todo estuvo dispuesto, esperó con ansiedad la noche de su presentación en los salones del gran casino del balneario. Una vez llegada ésta, un peluquero experto onduló el cabello de la muchacha, recogiéndoselo en artístico peinado. Tras vestirse poniendo exquisita atención en los detalles tanto Mrs. Allen como su doncella reconocieron que Catherine estaba verdaderamente atractiva. Animada por tan autorizadas opiniones, la muchacha se despreocupó por completo, ya que le bastaba la idea de pasar inadvertida, pues no se creía lo bastante bonita para provocar admiración. Mrs. Allen invirtió tanto tiempo en vestirse que cuando al fin llegaron al baile los salones ya se encontraban atestados. Apenas pusieron pie en el edificio, Mr. Allen desapareció en dirección a la sala de juego, dejando que las damas se las arreglasen como pudieran para encontrar asiento. Cuidando más de su traje que de su protegida, Mrs. Allen se abrió paso entre los caballeros, que, en grupo compacto, obstruían el acceso al salón; y Catherine, temiendo quedar rezagada, pasó su brazo por el de su acompañante, asiéndola con tal fuerza que no lograron separarlas el flujo y reflujo de las personas que pasaban por su lado. Una vez dentro del salón, sin embargo, las señoras se encontraron con que, lejos de resultarles más fácil el adelantar, aumentaban la bulla y las apreturas. A fuerza de empujar llegaron al extremo más apartado de la estancia. Allí no sólo no encontraron donde sentarse, sino ni siquiera ver las parejas que, con gran dificultad, bailaban en el centro. Al fin, y tras poner a prueba todo su ingenio, lograron colocarse en una especie de pasillo, detrás de la última fila de bancos, donde había menos aglomeración de gente. Desde esa posición, Miss Morland pudo disfrutar de la vista del salón y comprender cuan graves habían sido los peligros que habían corrido para llegar allí. Era un baile verdaderamente magnífico, y por primera vez aquella noche Catherine tuvo la impresión de encontrarse en una fiesta.

Le habría gustado bailar, pero por desgracia no habían hallado hasta el momento ni una sola persona conocida. Contrariada a causa de ello, Mrs. Allen trató de manifestar su pesar por tan desdichado contratiempo, repitiendo cada dos o tres minutos, y con su acostumbrada tranquilidad, las mismas palabras: «¡Cuánto me agradaría verte bailar, hija mía! ¡Cuánto me gustaría encontrarte una pareja...!»

Catherine agradeció los buenos deseos de su amiga dos y hasta tres veces, pero al fin se cansó ante la repetición de frases tan ineficaces y dejó hablar a Mrs. Allen sin molestarse en responder. Ninguna de las dos logró disfrutar por mucho tiempo del puesto que tan laboriosamente habían conquistado. Al cabo de unos minutos parecieron sentir simultáneamente el deseo de tomar un refresco, y Mrs. Allen y su protegida se vieron obligadas a seguir el movimiento iniciado en dirección al comedor. Catherine comenzaba a experimentar cierto desencanto; le molestaba enormemente el verse empujada y aprisionada por personas desconocidas, y ni siquiera le era posible aliviar el tedio de su cautiverio cambiando con sus compañeros la más insignificante palabra.

Cuando al fin llegaron al comedor, descubrieron contrariadas que no sólo no podían formar parte de grupo alguno, sino que no había quien les sirviera.

Mr. Allen no había vuelto a aparecer y, cansadas al fin de esperar y de buscar lugar más apropiado, se sentaron en el extremo de una gran mesa, en torno a la cual charlaban animadamente varias personas. Como quiera que ni Mrs. Allen ni Catherine las conocían, tuvieron que contentarse con cambiar impresiones entre sí, congratulándose la primera, apenas se hubieron acomodado, de haber logrado escapar a aquellas apreturas sin grave perjuicio de su elegante vestimenta.

—Habría sido una verdadera lástima que me hubieran rasgado el vestido, ¿no te parece? Es de una muselina muy fina, y te aseguro que no he visto en el salón ninguno más bonito que éste.

—¡Qué desagradable es —exclamó Catherine con aire distraído— el no conocer a nadie aquí!

—Sí, hija mía; tienes razón, es muy desagradable —murmuró, con la serenidad de costumbre, Mrs. Allen.

—¿Qué podríamos hacer? Estos señores nos miran como si les molestara nuestra presencia en esta mesa ¿Acaso nos consideran intrusas o algo así?

—Tienes razón, es muy desagradable. Me gustaría hallarme entre muchos conocidos.

—A mí con uno me bastaba; al menos tendríamos con quien hablar.

—Muy cierto, hija mía; con uno solo ya habríamos formado un grupo tan animado como el que más. Los Skinner vinieron aquí el año pasado. Ojalá se les hubiese ocurrido hacerlo también esta temporada.

—¿No sería mejor que nos marchásemos? Ni siquiera nos ofrecen de cenar.

—Es verdad; ¡qué cosa tan desagradable!; sin embargo, creo que lo mejor es quedarnos donde estamos; son tan molestas esas apreturas... Te agradecería que me dijeras si se me ha estropeado el peinado. Antes me dieron tal golpe en la cabeza que no me extrañaría que estuviese descompuesto.

—No, está muy bien. Pero, querida señora, ¿está usted segura de que no conoce a nadie? Entre tanta gente alguien habrá que no le sea completamente extraño.

—Te aseguro que no. ¡Ojalá estuviera aquí un buen número de amistades y pudiese procurarte una pareja de baile! Mira qué mujer tan extraña va por allí y qué traje lleva... Vaya una antigualla; fíjate qué corta tiene la espalda.

Al cabo de un largo rato un caballero desconocido les ofreció una taza de té.

Ambas agradecieron profundamente la atención, no sólo por la infusión misma, sino porque ello les proporcionaba ocasión de cambiar algunas palabras con aquel a quien debieron tamaña cortesía. Nadie volvió a dirigirles la palabra y, juntas siempre, vieron acabar el baile, hasta el momento en que Mr. Allen se presentó a buscarlas.

—¿Qué tal, Miss Morland? —dijo éste—. ¿Se ha divertido usted todo lo que esperaba?

—Mucho, sí, señor —contestó Catherine, disimulando un bostezo.

—Es una lástima que no haya podido bailar —dijo Mrs. Allen—. Me habría gustado encontrarle una pareja. Precisamente acabo de decirle que si los Skinner hubieran estado aquí este año en lugar del pasado, o si los Parry se hubieran decidido a venir, como pensaban hacer, habría tenido con quién bailar. No ha podido ser, y lo lamento.

—Otra noche quizá consigamos que lo pase mejor —dijo con tono consolador Mr. Allen.

Apenas se hubo terminado el baile comenzó a marcharse la concurrencia, dejando lugar para que quienes quedaban pudieran moverse con mayor comodidad y para que nuestra heroína, cuyo papel durante la noche no había sido verdaderamente muy lucido, consiguiera ser vista y admirada. A medida que transcurrían los minutos y menguaba el número de asistentes, Catherine encontró nuevas ocasiones de exponer sus encantos. Al fin pudieron verla muchos jóvenes, para quienes antes su presencia había pasado inadvertida. A pesar de ello, ninguno entró en éxtasis al contemplarla, ni se apresuró a interrogar acerca de su procedencia a persona alguna, ni calificó de divina su belleza, y eso que Catherine estaba bastante guapa, hasta el punto que si alguno de los presentes la hubiese conocido tres años antes habría quedado maravillado del cambio que se observaba en su rostro.

 

A pesar de no haber sido objeto de la frenética admiración que su condición de heroína requería, Catherine oyó decir a dos caballeros que la encontraban bonita aquellas palabras produjeron tal efecto en su ánimo que la hicieron modificar su opinión acerca de los placeres de aquella velada. Satisfecha con ellas su humilde vanidad, Catherine sintió por sus admiradores una gratitud más intensa que la que en heroínas de mayor fuste habrían provocado los más halagadores sonetos, y la muchacha, satisfecha de sí y del mundo en general, de la admiración y las atenciones con que últimamente era obsequiada, se mostró con todos de muy buen talante y excelente humor.

3

De allí en adelante, cada día trajo consigo nuevas ocupaciones y deberes, tales como las visitas a las tiendas, el paseo por la población, la bajada al balneario, donde pasaban las dos amigas el rato mirando a todo el mundo, pero sin hablar con nadie. Mrs. Allen seguía insistiendo en la conveniencia de formar un círculo de amistades, y lo mencionaba cada vez que se daba cuenta de cuan grandes eran las desventajas de no contar entre tanta gente con un solo conocido o amigo.

Pero cierto día en que visitaban un salón en el que solían darse conciertos y bailes, quiso la suerte favorecer a nuestra heroína presentándole, por mediación del maestro de ceremonias, cuya misión era buscar parejas de baile a las damas, a un apuesto joven llamado Tilney, de unos veinticinco años, estatura elevada, rostro simpático, mirada inteligente y, en conjunto, sumamente agradable. Sus modales eran los de un perfecto caballero, y Catherine no pudo por menos de congratularse de que la suerte le hubiera deparado tan grata pareja. Cierto que mientras bailaban apenas les fue posible conversar, pero cuando más tarde se sentaron a tomar el té tuvo ocasión de convencerse de que aquel joven era tan encantador como su apariencia la había inducido a suponer. Tilney hablaba con desparpajo y entusiasmo tales de cuantos asuntos se le antojó tratar, que Catherine sintió un interés que no acertó a disimular, y eso que muchas veces no entendía una palabra de lo que decía. Después de charlar un rato acerca del ambiente que los rodeaba, Tilney dijo de repente:

—Le ruego que me perdone por no haberle preguntado cuánto tiempo lleva usted en Bath, si es la prima vez que visita el balneario y si ha estado usted en los salones de baile y en el teatro. Confieso mi negligencia y suplico que me ayude a reparar mi falta satisfaciendo mi curiosidad al respecto. Si le parece la ayudaré formulando las preguntas por orden correlativo.

—No necesita molestarse, caballero.

—No es molestia, señorita —dijo él, y adoptando una expresión de exagerada seriedad, y bajando afectadamente la voz, preguntó—: ¿Cuánto tiempo lleva usted en Bath?

—Una semana, aproximadamente —contestó Catherine, tratando de hablar con la gravedad debida.

—¿De veras? —dijo él con tono que afectaba sorpresa.

—¿Por qué se sorprende, caballero?

—Es lógico que me lo pregunte, pero debe saber que la sorpresa no es una emoción fácil de disimular, sino tan razonable como cualquier otro sentimiento. Ahora le ruego que me diga si ha pasado usted alguna otra temporada en este balneario.

—No señor; ninguna.

—¿De veras? ¿Ha ido usted a otros salones de baile?

—Sí, señor; el lunes pasado.

—Y en el teatro, ¿ha estado usted?

—Sí, señor; el martes.

—¿Ha asistido a algún concierto?

—Sí, el del pasado miércoles.

—¿Le gusta Bath?

—Bastante.

—Una pregunta más y luego podemos seguir hablando como seres racionales.

Catherine apartó la vista; no sabía si echarse a reír o no.

—Ya veo cuan mala es la opinión que se ha formado usted de mí —díjole el joven seriamente—. Imagino lo que escribirá mañana en su diario.

—¿Mi diario?

—Sí. Me figuro que escribirá usted lo siguiente: «Viernes: estuve en un salón de baile, vistiendo mi traje de muselina azul y zapatos negros; provoqué bastante admiración, pero me vi acosada por un hombre extraño, que insistió en bailar conmigo y en molestarme con sus necedades.»

—Creo que se equivoca.

—Aun así, ¿me permite que le diga qué debería escribir?

—Si lo desea...

—Pues esto: «Bailé con un joven muy agradable, que me fue presentado por Mr. King; sostuve con él una larga conversación, en el curso de la cual pude convencerme de que estaba tratando con un hombre de extraordinario talento. Me encantaría conocerlo más a fondo.» Eso, señorita, es lo que quisiera que escribiera usted.

—Podría ocurrir, sin embargo, que no tuviese costumbre de escribir un diario.

—También podría ocurrir que en este momento no estuviese usted en el salón. Hay cosas acerca de las cuales no es posible dudar. ¿Cómo, si no escribiese un diario, iban luego sus primas y amigas a conocer sus impresiones durante su estancia en Bath? ¿Cómo, sin la ayuda de un diario, iba usted a llevar cuenta debida de las atenciones recibidas, ni a recordar el color de sus trajes y el estado de su cutis y su cabello en cada ocasión? No, mi querida amiga, no soy tan ignorante ni desconozco las costumbres de las señoritas de la sociedad tanto como usted, por lo visto, supone. La grata costumbre de llevar un diario contribuye a la encantadora facilidad que para escribir muestran las señoras y por la que tan justa han sido celebradas.

Todo el mundo reconoce que el arte de escribir cartas bellas es esencialmente femenino. Tal vez dicha facultad sea un don de la Naturaleza, pero opino que la práctica de llevar un diario ayuda a desarrollar este talento instintivo.

—Muchas veces he dudado —dijo Catherine con aire pensativo— de que la mujer sepa escribir mejores cartas que el hombre. En mi opinión, no es en este terreno donde debemos buscar nuestra superioridad.

—Pues la experiencia me dice que el estilo epistolar de la mujer sería perfecto si no adoleciera de tres defectos

—¿Cuáles?

—Falta de asunto, ausencia de puntuación y cierta ignorancia de las reglas gramaticales.

—De saberlo no me habría apresurado a renunciar al cumplido. Veo que no merecemos su buena opinión en este sentido.

—No me entiende usted; lo que niego es que, con regla general, pueda imponerse la superioridad de un sexo, y que ambos demuestran igual aptitud para todo aquello que está basado en la elegancia y el buen gusto.

Al llegar a este punto, Mrs. Allen interrumpió la conversación.

—Querida Catherine —dijo—, te suplico que me quites el alfiler con que llevo prendida esta manga. Temo que haya sufrido un desperfecto, y lo lamentaré, pues se trata de uno de mis vestidos predilectos, a pesar de que la tela no me ha costado más que nueve chelines la vara.

—Precisamente en eso estimaba yo su corte —intervino Mr. Tilney.

—¿Entiende usted de muselinas, caballero?

—Bastante; elijo siempre mis corbatines, y hasta tal punto ha sido elogiado mi gusto, que en más de una ocasión mi hermana me ha confiado la elección de sus vestidos. Hace unos días le compré uno, y cuantas señoras lo han visto han declarado que el precio no podía ser más conveniente. Pagué la tela a cinco chelines la vara, y se trataba nada menos que de una muselina de la India...

Mrs. Allen se apresuró a elogiar aquel talento sin igual.

—¡Qué pocos hombres hay —dijo— que entiendan de estas cosas! Mi marido no sabe distinguir un género de otro. Usted, caballero, debe de ser de gran consuelo y utilidad para su hermana.

—Así lo espero, señora.

—Y ¿podría decirme qué opinión le merece el traje que lleva Miss Morland?

—El tejido tiene muy buen aspecto, pero no creo que quede bien después de lavado. Estas telas se deshilachan fácilmente.

—¡Qué cosas dice! —exclamó Catherine entre risas—. ¿Cómo puede usted ser tan... iba a decir «absurdo»?

—Coincido con usted, caballero —dijo Mrs. Allen—, y así se lo hice saber a Miss Morland cuando se decidió a comprarlo.

—Como bien sabrá, señora, las muselinas tienen mil aplicaciones y son susceptibles de innumerables cambios. Seguramente Miss Morland, llegado el momento, aprovechará su traje haciéndose con él una pañoleta o una cofia. La muselina no tiene desperdicio; así se lo he oído decir a mi hermana muchas veces cuando se ha excedido en el coste de un traje o ha echado a perder algún trozo al cortarlo.

—¡Qué población tan encantadora es ésta!, ¿verdad, caballero? Y cuántos establecimientos de modas se encuentran en ella. En el campo carecemos de tiendas, y eso que en la ciudad de Salisbury las hay excelentes; pero está tan lejos de nuestro pueblo... Ocho millas... Mi marido asegura que son nueve, pero yo estoy persuadida de que son ocho, y... es bastante; pues siempre que voy a dicha ciudad vuelvo a casa rendida. Aquí, en cambio, con salir a la puerta se encuentra todo cuanto pueda desearse.

Mr. Tilney tuvo la cortesía de fingir interés en cuanto le decía Mrs. Allen, y ésta, animada por se atención, le entretuvo hablando de muselinas hasta que se reanudó la danza. Catherine empezó a creer, al oírlos que al joven caballero le divertían tal vez en exceso las debilidades ajenas.

—¿En qué piensa usted? —le preguntó Tilney mientras se dirigía con ella hacia el salón de baile—. Espero que no sea en su pareja, pues a juzgar por los movimientos de cabeza que ha hecho usted, meditar en ello no debió de complacerla.

Catherine se ruborizó y contestó con ingenuidad

—No pensaba en nada.

—Sus palabras reflejan discreción y picardía; pero yo preferiría que me dijera francamente que prefiere no contestar a mi pregunta.

—Está bien, no quiero decirlo.

—Se lo agradezco; ahora estoy seguro de que llegaremos a conocernos, pues su respuesta me autoriza a bromear con usted acerca de este punto siempre que nos veamos, y nada como tomarse a risa esta clase de cosas para favorecer el desarrollo de la amistad.

Bailaron una vez más, y al terminar la fiesta se separaron con vivos deseos, al menos por parte de ella, de que aquel conocimiento mutuo prosperase. No sabemos a ciencia cierta si mientras sorbía en la cama su acostumbrada taza de vino caliente con especias Catherine pensaba en su pareja lo bastante para soñar con él durante la noche; pero, de ocurrir así, es de esperar que el sueño fuera de corta duración, un ligero sopor a lo sumo; porque si es cierto, y así lo asegura un gran escritor, que ninguna señorita debe enamorarse de un hombre sin que éste le haya declarado previamente su amor, tampoco debe estar bien el que una joven sueñe con un hombre antes de que éste haya soñado con ella.

Por lo demás, hemos de añadir que Mr. Allen, sin tener en cuenta, tal vez, las cualidades que como soñador o amador pudieran adornar a Mr. Tilney, hizo aquella misma noche indagaciones respecto al nuevo amigo de su joven protegida, mostrándose dispuesto a que tal amistad prosperase, una vez que hubo averiguado que Mr. Tilney era ministro de la Iglesia anglicana y miembro de una distinguidísima familia.

4

Al día siguiente Catherine acudió al balneario más temprano que de costumbre. Estaba convencida de que en el curso de la mañana vería a Mr. Tilney, y dispuesta a obsequiarle con la mejor de sus sonrisas; pero no tuvo ocasión de ello, pues Mr. Tilney no se presentó. Seguramente no quedó en Bath otra persona que no frecuentase aquellos salones. La gente salía y entraba sin cesar; bajaban y subían por la escalinata cientos de hombres y mujeres por los que nadie tenía interés, a los que nadie deseaba ver; únicamente Mr. Tilney permanecía ausente.

—¡Qué delicioso sitio es Bath! —exclamó Mrs. Allen cuando, después de pasear por los salones hasta quedar exhaustas, decidieron sentarse junto al reloj grande—. ¡Qué agradable sería contar con la compañía de un conocido!

Mrs. Allen había manifestado ese mismo deseo tantas veces, que no era de suponer que pensase seriamente en verlo satisfecho al cabo de los días. Sin embargo, todos sabemos, porque así se nos ha dicho, que «no hay que desesperar de lograr aquello que deseamos, pues la asiduidad, si es constante, consigue el fin que se propone», y la asiduidad constante con que Mrs. Allen había deseado día tras día encontrarse con alguna de sus amistades se vio al fin premiada, como era justo que ocurriese.

Apenas llevaban ella y Catherine sentadas diez minutos cuando una señora de su misma edad, aproximadamente, que se hallaba allí cerca, luego de fijarse en ella detenidamente le dirigió las siguientes palabras:

 

—Creo, señora... No sé si me equivoco; hace tanto tiempo que no tengo el gusto de verla... Pero ¿acaso no es usted Mrs. Allen?

Tras recibir una respuesta afirmativa, la desconocida se presentó como Mrs. Thorpe, y al cabo de unos instantes logró Mrs. Allen reconocer en ella a una antigua amiga y compañera de colegio, a la que sólo había visto una vez después de que ambas se casaran. El encuentro produjo en ellas una alegría enorme, como era de esperar dado que hacía quince años que ninguna sabía nada de la otra. Se dirigieron mutuos cumplidos acerca de la apariencia personal de cada una, y después de admirarse de lo rápidamente que había transcurrido el tiempo desde su último encuentro, de lo inesperado de su entrevista en Bath y de lo grato que resultaba el reanudar su antigua amistad, procedieron a interrogarse la una a la otra acerca de sus respectivas familias, hablando las dos a la vez y demostrando ambas mayor interés en prestar información que en recibirla. Mrs. Thorpe llevaba sobre Mrs. Allen la enorme ventaja de ser madre de familia numerosa, lo cual le permitía hacer una prolongada disertación acerca del talento de sus hijos y de la belleza de sus hijas, dar cuenta detallada de la estancia de John en la Universidad de Oxford, del porvenir que esperaba a Edward en casa del comerciante Taylor y de los peligros a que se hallaba expuesto William, que era marino, y congratularse de que jamás hubiesen existido jóvenes más estimados y queridos por sus respectivos jefes que aquellos tres hijos suyos.

Mrs. Allen quedaba, claro está, muy a la zaga de su amiga en tales expansiones maternales, ya que, puesto que no tenía hijos, le era imposible despertar la envidia de su interlocutora refiriendo triunfos similares a los que tanto enorgullecían a ésta; pero halló consuelo a semejante desaire al observar que el encaje que adornaba la esclavina de su amiga era de calidad muy inferior a la de la suya.

—Aquí vienen mis hijitas queridas —dijo de repente Mrs. Thorpe señalando a tres guapas muchachas que, cogidas del brazo, se acercaban en dirección al grupo—. Tengo verdaderos deseos de presentárselas, y ellas tendrán también gran placer en conocerla. La mayor, y más alta, es Isabella. ¿Verdad que es hermosa? Tampoco las otras son feas; pero, a mi juicio, Isabella es la más bella de las tres.

Una vez presentadas a Mrs. Allen las señoritas Thorpe, Miss Morland, cuya presencia había pasado inadvertida hasta el momento, fue a su vez debidamente introducida. El nombre de la muchacha les sonó muy familiar a todas, y tras el cambio de cortesías propio en estos casos, Isabella declaró que Catherine y su hermano James se parecían mucho.

—Es cierto —exclamó Mrs. Thorpe, conviniendo acto seguido que la habrían tomado por hermana de Mr. Morland donde quiera que la hubieran visto.

Catherine se mostró sorprendida, pero en cuanto las señoritas Thorpe empezaron a referir la historia de la amistad que las unía con su hermano, recordó que James, primogénito de la familia Morland, había trabado amistad poco tiempo antes con un compañero de universidad cuyo apellido era Thorpe, y que había pasado la última semana de sus vacaciones de Navidad en casa de la familia de este muchacho, que residía en las proximidades de Londres.

Una vez que todo quedó debidamente aclarado, las señoritas de Thorpe manifestaron vivos deseos de trabar amistad con la hermana de aquel amigo suyo, etcétera, etcétera.

Catherine, por su parte, escuchó complacida las frases amables de sus nuevas conocidas, correspondiendo a ellas como pudo, y en prueba de amistad Isabella la tomó del brazo y la invitó a dar una vuelta por el salón. La muchacha estaba encantada de ver cómo aumentaba el número de sus amistades en Bath, y tanto se interesó en lo que le decía Miss Thorpe que prácticamente se olvidó de su pareja de la víspera. La amistad es el mejor bálsamo para las heridas que produce en el alma un amor mal correspondido.

La conversación giró en torno a los temas habituales de las jóvenes, como el vestido, los bailes, el cuchicheo y las chanzas. Claro que Miss Thorpe, que era cuatro años mayor que Catherine y disponía, por lo tanto, de otros tantos de experiencia más que ésta, aventajaba a su amiga en la discusión de dichos asuntos. Podía, por ejemplo, comparar los bailes de Bath con los de Tunbridge, las modas del balneario con las de Londres, y hasta rectificar el gusto de Catherine en lo que a indumentaria se refería, además de saber descubrir un coqueteo entre personas que aparentemente no hacían más que cambiar leves sonrisas.

Catherine celebró semejantes dotes de observación, y el respeto que sintió por su nueva amiga habría resultado excesivo si la llaneza de trato de Isabella y el placer que aquella amistad le inspiraban no hubieran hecho desaparecer del ánimo de la muchacha los sentimientos de vago temor que siempre provocaba en ella lo desconocido, inculcándole en su lugar una tierna admiración. El creciente afecto que ambas se profesaron no podía, desde luego, quedar satisfecho con media docena de vueltas por los salones, y exigió, cuando llegó el momento de separarse de Miss Thorpe, acompañase a Catherine hasta la puerta misma de su casa, donde se despidieron con un cariñoso apretón de manos, no sin antes prometerse que se verían aquella noche en el teatro y asistirían al templo a la mañana siguiente.

Tras esto, Catherine subió rápidamente por las escaleras y se dirigió hacia la ventana para contemplar el paso de Miss Thorpe por la acera de enfrente, admirar su gracia y su elegancia y alegrarse de que el destino le hubiese dado ocasión de trabar tan interesante amistad.

Mrs. Thorpe, viuda y dueña de una escasa fortuna, era mujer amable y una madre indulgente. La mayor de sus hijas poseía una belleza indiscutible, y las más pequeñas tampoco habían sido desfavorecidas por la naturaleza. Sirva esta sucinta exposición para evitar a mis lectores la necesidad de escuchar el prolijo relato que de sus aventuras y sufrimientos hiciera Mrs. Thorpe a Mrs. Allen; detalladamente expuesto, llegaría a ocupar tres o cuatro capítulos sucesivos, dedicados, en su mayor parte, a considerar la maldad e ineficacia de la curia en general y a una repetición de conversaciones celebradas más de veinte años antes de la fecha en que tiene lugar nuestra historia.

5

A pesar de hallarse muy ocupada aquella noche en el teatro en corresponder debidamente los saludos y sonrisas de Mrs. Thorpe, Catherine no se olvidó de recorrer con la vista una y otra vez la sala, en espera de descubrir a Mr. Tilney. Fue en vano. Mr. Tilney tenía, al parecer, tan poca afición al teatro como al balneario. Más afortunada creyó ser al día siguiente al comprobar que era una mañana espléndida, pues cuando hacía buen tiempo los hogares quedaban vacíos y todo el mundo se lanzaba a la calle para felicitarse mutuamente por la excelencia de la temperatura. Tan pronto como hubieron terminado los oficios eclesiásticos, los Thorpe y los Allen se reunieron, y después de permanecer en los salones del balneario el tiempo suficiente para enterarse de que tanta aglomeración de gente resultaba insoportable y de que no había entre todas aquellas personas una sola distinguida —detalle que, según todos observaron, se repetía cada domingo—, se marcharon al Crescent donde el ambiente era más refinado. Allí, Catherine e Isabella, cogidas del brazo, gozaron nuevamente de las delicias de la amistad. Hablaron mucho y con verdadero placer; pero Catherine vio una vez más defraudadas sus esperanzas de encontrarse con su pareja. En los días que siguieron lo buscó sin éxito en las tertulias matutinas y las vespertinas, en las salas de baile y de concierto, en los bailes de confianza y en los de etiqueta, entre la gente que iba andando, a caballo o en coche.