Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Y es absurdo, vive Dios,

Que por torpeza ó por dolo,

Nos pinten de un lado solo

No siendo iguales los dos.

FABULA XXXIX.

EL PERRO HAMBRIENTO Y EL HARTO.

Ello no se sabe cómo

Un perro de nariz lista,

De una despensa provista

Robó de cerdo un gran lomo.

De aquellas tajadas tiernas

Llenar la tripa vacía

Pensaba, y se relamía

Huyendo rabo entre piernas.

Cuando en paraje se vio,

Seguro a su parecer,

Ansioso empezó a comer,

Y un amigo que le vio

Perro de una solterona,

Que harto por demás estaba

Dormía en cama, y pasaba

La vida más regalona;

Viendo con qué buena gana

Cuenta iba a dar de su presa.

Dijo, —veo con sorpresa

Que no piensas en mañana.

Comes hasta reventar

Y es bien absurdo a fe mía,

Sabiendo que al otro día

No tienes para almorzar.

Un poco de sobriedad

Cual perro avisado ten,

Mañana te sabrá bien

Encontrar la otra mitad. —

—Quien tal absurdo aconseja

Y en ese tono tan grave,

Respondió el otro, no sabe

Lo que puede el hambre añeja.

Al que desde la niñez

La tripa vacía tenga,

No hay cosa que le contenga

Si puede hartarse una vez.

Vicio se llame ó delito

Es más fácil en verdad.

Sufrir la necesidad,

Que enfrenar el apetito.

—Fuera, dijo el regalón,

Insistir tiempo perdido;

Eres perro envilecido

Digno de tu condición.

Diciendo esto se alejó.

A poco murió su ama

Y ni regalos ni cama,

Ni aun que comer encontró.

Tras muchos días hambriento

Logró hacer una gran presa,

Y dándose a comer priesa

Devoróla en un momento.

El otro que fue testigo

De su gran voracidad,

Díjole: —¿y la sobriedad

Que predicabas, amigo?

—Ah! replicó el consejero,

Muy necio fui, bien lo sé

Cuando de males hablé

Que yo no sentí primero. —

Es tan común como injusto

De un cuitado al ver la pena,

«Su conducta no fue buena»

Exclamar con ceño adusto.

Tu que así airado repruebas,

Que acusas con acritud,

Dime, ¿tu austera virtud

Ha sufrido muchas pruebas?

Tu que exiges heroísmo,

Que juzgas con tal rigor,

Fueras acaso mejor

Viéndote en el caso mismo?

No condenes con dureza

Creyéndole pervertido,

AI mísero que ha sufrido

La desgracia y la pobreza.

Y cuando tu fallo des,

No te olvides de una cosa,

Que es la culpa muy dudosa

Y que el dolor no lo es.

Casi siempre es injusticia

La austera severidad,

Y la dulce caridad

Es casi siempre justicia.

FABULA XL.

LOS NAUFRAGOS.

Una venturosa tropa

De activos aventureros,

Después de allegar dineros

Daba la vuelta hacia Europa.

Uno con menos vehemencia,

Se afanó por juntar oro

Buscando ansioso el tesoro

Que instrucción se llama y ciencia.

La es t raña resolución

Reprueban sus camaradas,

Llamándole a carcajadas

Por mote D. Excepción.

Como en casos semejantes

Sucederá al que así obre,

El volvió instruido y pobre,

Ellos ricos e ignorantes.

Dice un presencial testigo,

Que aquella hueste opulenta,

En un buque por su cuenta

Su haber embarcó consigo.

Y que a gran proximidad,

Del patrio y querido suelo,

De nubes se cubre el cielo

Y ruge la tempestad.

Las olas embravecidas

Lanzan la nave a una roca,

Y con fatiga no poca,

Los hombres salvan las vidas.

De aquel peligro en presencia

Dejan todo su tesoro,

Los que eran ricos en oro;

Nada el que era rico en ciencia

Este encuéntrase al momento,

Medios de vivir honrosos,

Ellos por los vergonzosos

Hallan apenas sustento.

En época depravada

Por el culto del metal

Presentar ejemplo tal.

Se juzgará inocentada.

Pero en época ninguna

Es razón cifrar el bien

En lo que el menor vaivén,

Arrastra de la fortuna.

Y el que de ello esté en edad,

Formar procure en sí mismo

Un tesoro que al abismo,

No lance la tempestad.

FABULA XLI.

LOS DOS PERROS.

Dos perros, uno sapiente

Y otro que nada sabia,

Estaban hablando un día

De su vida diferente.

Lamia, dijo el primero,

Está llena de delicias,

Hácenme todos caricias,

Cómo bien, y cuanto quiero.

—Pues yo, exclamaba el segundo,

Hambriento y apaleado.

Soy el más desventurado

Perro, que existe en el mundo.

—Mi amo, el sapiente añadió,

Bien puede enseñarte a ti;

Si aprendes, como aprendí,

Estarás como estoy yo.

Trabajando con afán,

Te instruirías de contado,

Y cuando estés educado,

Vivirás como un sultán.

—Yo educarme! ¡Qué ocurrencia!

En vano, amigo, te empeñas,

Bailar Entender por señas…

¡Pues ya es menester paciencia!

—Entonces ¿por qué te quejas

Si por vivir en holganza

La más risueña esperanza

Indolente y necio dejas?

Como el perro observo yo,

Que todos quieren tener

Las ventajas del saber,

Pero su trabajo no.

FABULA XLII.

LA ROSA Y LA ESPINA.

De tentarle muy capaz,

Cogió una rosa un rapaz

De mayo cierta mañana.

El triste no imaginó

Que en objeto así precioso,

Nada hubiera de dañoso,

Y una espina se clavó.

—Padre ¿a qué tanta belleza?

Si hace daño ¿a qué ese olor?

—Hijo el placer y el dolor,

Mezcló la naturaleza.

Misterio en verdad profundo,

Pero como en el rosal,

Mezclados el bien y el mal

Has de encontrar en el mundo.

FABULA XLIII.

LA PARCIALIDAD.

Por los relieves de un plato,

Resto de una gran merienda,

Armaron brava contienda

Un perro chico y un gato.

El perro anterioridad

Alega de posesión

Y alegaba con razón,

Que era la pura verdad.

Pero no habiendo testigo

Que en su apoyo depusiera,

Agriase más la quimera

Y llega un nuevo enemigo.

Este ignora la cuestión,

Causa de tanto furor,

Mas del compadre en favor

Falla sin apelación.

El perro cuando esto oyó

Dijo: —Son dos y yo uno,

Alejarme es oportuno—

Y a fuer de prudente huyó.

Entonces el gato juez,

Muy grave punto por punto

Enteróse del asunto

¡Y era buen tiempo pardiez!

Muchas veces con pasión

Lo propio el hombre ejecuta

Atendiendo a quien disputa

Y no a quien tiene razón.

FABULA XLIV.

EL OSO ACUSADO POR EL BUEY

y defendido por el lobo.

Dio en ser carnívoro un oso

Y tanto daño causó,

Que en breve se le formó

Un proceso ruidoso.

Fijó en breve el tribunal

Para ver su causa día,

Un lobo le defendía

Y era un manso buey fiscal.

Siendo de entrambos notorio

El carácter y el instinto,

Hablar en tono distinto

Oye absorto el auditorio.

Trata el lobo de piedad,

De compasión, de ternura,

Y cuanto es sublime y pura

La dulce fraternidad.

Y como debe obtener

Clemencia su defendido;

Aunque un momento en olvido

Haya puesto su deber.

El buey habla de castigo,

De justicia y escarmiento:

Fin merecido y sangriento

Pide para su enemigo.

Al que osó de aquella suerte

Hollar la ley natural

Haciendo a su raza mal

Es poco darle la muerte.

Había en la concurrencia

Oyendo el célebre juicio

Un cachorrillo novicio

Sin mundo y sin experiencia.

Que a defensor y fiscal

Oyendo hablar, el muy bobo,

Creyó que era manso el lobo

Y el buey un fiero animal.

Con tus juicios más cuidado,

Díjole su madre, ten

Que suele serlo también

El que defiende a un malvado.

Indicio es, y muy fatal,

Encontrar del mal escusa;

Quien al malvado no acusa

No aborrece mucho el mal.

En vez de esa compasión

Del crimen en la presencia,

El bueno por excelencia

Ira siente, indignación.

Es del malo el egoísmo

Quien le impele a ser clemente

Con el crimen, porque siente

Que se defiende a sí mismo.

 

Esa gran facilidad

Que absuelve el crimen ajeno,

Bondad indica en el bueno,

Y en el perverso maldad.

FABULA XL.

EL ARTISTA Y EL ARTESANO.

Murió, yo no sé en qué parte,

Un escultor afamado

Muy digno de ser contado

Entre los genios del arte.

Vendió al punto el heredero

Sus estatuas de más precio,

La más bella compró un necio

Escultor muy chapucero.

Y sin que nada le arguya

Sobre el caso la conciencia,

Tiene la bella ocurrencia

De hacerla pasar por suya.

—Falta el ropaje y un pie,

Pues bien, lo hago en un momento

Como propia la presento

Dice, y fama ganaré.—

El robador, dicho y hecho,

(Aprisa que el tiempo apremia)

Vístela, y en la Academia

La presenta satisfecho.

Ábrese la exposición,

Pasan los indiferentes;

Mas de los inteligentes

Fija al punto la atención.

—Que es obra dicen, se ve

De un artista de talento

Fuera en verdad un portento;

Pero ese traje… ese pie…

Y era así, que el personaje,

Destello de un genio audaz.

Raro y grotesco disfraz

Tenía en vez de ropaje.

Llegó el día señalado,

Váse en fin el premio a dar,

Mas su fallo al pronunciar,

Duda el imparcial jurado.

—Bella estatua! obra maestra!

Dicen, no tiene rival,

Pero ese traje fatal

Grande estupidez demuestra.—

De los jueces un señor

Que sin duda nació juez

Les dijo: —Por esta vez

Llamemos aquí al autor.

Vuestra noble probidad

Trate, como a ello se inclina,

No de seguir la rutina

Sino de hallar la verdad.

Tiene por justo el motivo

La artística reunión,

Y de la estatua en cuestión

Viene el padre putativo.

El juez que le hizo llamar,

Después de observarle bien,

Con mal oculto desdén

Empiézale a interrogar.

—De esta estatua (hablad aquí

De la verdad el lenguaje)

Hicisteis vos el ropaje? —

Y el hombre afirma que sí.

—Entonces andad con Dios,

El que tal obra ha esculpido

Y el autor de ese vestido

Por fuerza deben ser dos.

De artesanos en el gremio

Tal vez podréis conseguir

Dinero con que vivir,

Mas no del artista el premio.

Hombre vano que te empleas

En pescar acá y allá

Al que viene y al que ya

Las más notables ideas;

Mira que es tiempo perdido,

Su alcance el necio no siente,

Y apercíbese el prudente

Que es solo tuyo el vestido.

FABULA XLVI.

LAS DOS RAPOSAS.

Iban a fuer de hambrientas cavilosas

Con alguna inquietud y mas galbana,

De julio caluroso una mañana

Muy cerca de una aldea dos raposas.

Tenía la una de ellas brava traza,

Equívocas maneras y gazmoñas;

Pero entrambas a dos eran bisoñas

En el arte difícil de la caza.

Llegan a una pradera que vecina

Está de cierta mísera aldehuela,

Párase la más diestra con cautela

Atisbando muy gorda una gallina.

El pájaro doméstico hacia casa

Iba, y paróse con visible pasmo,

Admiración profunda y entusiasmo

Al contemplar una perdiz que pasa

—Ave, le dice, que con raudo vuelo

Atraviesas de nubes el celaje.

De admiración recibe el homenaje

Que extasiada te envía desde el suelo!…

Entonces la raposa inteligente

—Acometamos, dice, este avechucho,

—Vásenos a escapar, volará mucho.

—Apostara a que no mi mejor diente.

—¿Sábeslo tú? —Por vida del Dios Baco!

¿Pues qué, si olla volara con destreza

Por ventura elogiara la torpeza

Con que se mueve ese otro pajarraco?

Bien discurren a veces las raposas;

Sabe, si genios en buscar te afanas,

Que el hombre a quien admiran las medianas

Nunca será capaz de grandes cosas.

FABULA XLVII.

EL CALCULO.

Jacinto el estudiante,

Dispuesto, vivaracho,

Excelente muchacho,

Era un poco pedante.

Un día que a saltar

Con más afán se esfuerza,

Ocúrrele la fuerza

Del salto calcular.

Somos muy majaderos,

Sin regla trabajamos,

Y así nos fatigamos

Dijo a sus compañeros.

Formemos ecuación:

Y fuerza, E distancia;

Todo desde la infancia

Debe hacerse en razón.

Mas los otros rapaces

Menos adelantados,

Cálculos complicados

De hacer no eran capaces.

Y prosiguen saltando

Con la mayor destreza,

Sin gastar la cabeza

Sus fuerzas calculando.

Busca papel y pluma

El mozo, y con gran flema

El propuesto problema

Da por resuelto en suma.

—¡La ciencia cómo eleva!

Dice, ¡oh! cuánto fecunda!—

Y una zanja profunda

Saltar quiere por prueba,

Al cálculo sujeta

Su esfuerzo, pero zas,

Cae, y a poco mas

Llévasele pateta.

Dio tan fuerte porrazo

Que por muy bien librado

Se tuvo el desdichado

Con dislocarse un brazo.

En esto una lección

Nos da el pobre Jacinto:

Nunca lo que es de instinto

Pidas a la razón.

FABULA XLVIII.

EL PARROCO Y LOS FELIGRESES.

Un pueblo, que según dice la historia

Se halla en el interior de Andalucía

Padeció, coma de otra no hay memoria,

Una horrible sequía.

Consternada la gente

Mira el campo asolado,

Y si el agua no acude de contado

La mejor finca de aquel pingüe suelo

No dará la simiente.

Los ojos vuelven todos hacia el cielo

Imploran con fervor y piedad mucha

Remedio breve a tan acerbos males,

Mas el cielo no escucha

Por razones que ignoran los mortales.

Viendo que inútilmente

Su piedad imploraban,

Impíos los más de ellos blasfemaban

Con boca maldiciente.

Era el cura del pueblo un virtuoso

Varón, modesto y grave,

Y oyendo aquel lenguaje escandaloso

Por más que del deber bollen los fueros,

Dice con voz suave

A sus mal resignados feligreses,

—Una declaración tengo que haceros.

Hoy cesan de la suerte los reveses:

A mí, aunque pecador flaco e indigno,

El piadoso cielo

De esta revelación me creyó digno.

Su cólera justísima depone,

Y para enviar al abrasado suelo

La lluvia deseada

Que cada cual implora,

Sola una condición sencilla impone.

«Que unánime dé el pueblo y libre voto

»Por el cual determine claramente

»De empezar a llover el día y hora;

»Si así no fuere, el pacto queda roto.»

Cuando esto oyó la gente

Cada cual a votar se precipita;

Uno quiere que llueva en seguidita.

Otro que el sol se vele con celaje;

Porque tiene que hacer cierto viaje,

Que le importa muy mas que la cosecha;

Votando así que el día

Siguiente ha de llover de su regreso.

No, le grita muy poco satisfecha

Una moza, par diez, no ha de ser eso,

Precisamente estoy de romería.

Otro yerba segada

Tiene, y le haría el agua grave daño

Hasta verla encerrada;

Otro el agua no quiere en aquel año

Porque no es cosechero

Sino tratante en granos

Cuya abundancia atasca su granero.

Y otros, en fin, con mil protestos vanos.

Por no hacer el relato más prolijo,

Tantas dificultades opusieron

Que de acuerdo común no consiguieron

Señalar a la lluvia día fijo;

Dios no escuchó la charla inoportuna

Y el agua les mandó por su fortuna.

Entonces el buen cura así les dijo:

«Oh! juicios de los hombres, juicios vanos,

»¡Oh desdichada suerte!

»Si la pusiera Dios en nuestras manos

»Fuera vida infeliz y triste muerte!

»Limitada razón y vana ciencia

»¿Porqué acusas impía

»La dulce Providencia

»Diciendo —en su lugar mejor sería?

»Sella ya el labio inmundo,

»Que si Dios un momento

»Su dirección fiase a tu talento,

»Nuevo caos tornara a ser el mundo.»

FABULA XLIX.

LA CORZA Y LA RAPOSA.

Tras una larga camorra

Con mastines y sabuesos,

Molidas hasta los huesos

Una corza y una zorra,

Y a la débil claridad

Que despedía la Luna,

De su precaria fortuna

Hablaban con gravedad.

—¡Ah! Decía la raposa,

Si yo a la naturaleza

Debiera tu ligereza,

Fuera mi suerte otra cosa.

Ciertamente no imagino

Por qué utilizas tan mal,

Ese poder especial

Dando carreras sin tino.

—Sin tino! ¿Por esos cerros

Hacer puedo más que huir

Si de cerca oigo latir

A los maldecidos perros?

Pues llevárame pateta

Si en vez de correr ligera

A pensar me entretuviera…

—No digo que te estés quieta.

—¿Pues entonces qué dirás?

—Que si salvarte pretendes

Cuando la carrera emprendes

Mires bien a dónde vas.

¡Correr, correr, mas correr,

Y por un instinto ciego,

A veces al mismo fuego

De que has huido volver.

Y sin tino ni medida

Tu mucha fuerza emplear,

Para venir a parar

Donde has sido perseguida!

¡Hacer de tu perdición

Instrumento lastimoso

Ese medio poderoso

Que tienes de salvación!

Así ¡voto a Belcebú!

Murió tu padre y tu abuelo,

Y en verdad mucho recelo

Que así habrás de morir tú.

Tome para su conciencia

Esta lección cada cual,

Que no ha de venirle mal,

Aunque presuma de ciencia.

Cualquier persona de juicio

En todo evento posible,

Porque sabe que es temible,

Está en guardia contra el vicio

Pero aquellas de más seso,

Las de grandes cualidades,

De sus buenas facultades

No temen nunca el exceso.

Resultando en conclusión.

Ser grave causa de mal,

Lo que de bien manantial,

Fuera sujeto a razón.

Juzgue a la dicha nocivo

Cualquiera que no esté loco.

Lo malo, ya mucho ó poco,

Lo bueno si es excesivo.

FABULA L.

LOS DOS HERRADORES.

Yo conocí un mariscal,

Vulgo albéitar ó herrador,

Sempiterno clavador

De todo pobre animal.

Lo parece, mas no es cuento,

Tan buena maña se daba,

Que los caballos clavaba

Noventa y nueve de ciento.

Era antiguo en el lugar,

Y había en la vecindad

Un mozo de habilidad

Que acababa de llegar.

Pasaron dos viajeros,

Cuyas dos cabalgaduras,

Venían sin herraduras

En los remos delanteros.

Infórmense de un vecino

Que les da cuenta cabal

Del antiguo mariscal,

Y del que hace poco vino

—El viejo es malo en verdad,

El otro no se ha estrenado,

Varios me han asegurado

Que es mozo de habilidad.

—Con él voy, dijo Perico,

Que siendo el otro tan lerdo

En probar, qué diablos pierdo?

¿Tú qué piensas hacer chico?

—Lo que es razón he de hacer

Andrés replicó atrevido.

Vale más mal conocido

 

Que bueno por conocer.

Y diciendo esta sandez

Váse al viejo sin demora;

Al cabo de media hora

Pénense en marcha otra vez.

Vuela de Perico el jaco,

A poco dícele Andrés:

—Esta cojea ¿no ves?

Sí por vida del Dios Baco. —

Y era tan urgente el caso

Que antes de andar media legua,

Clavada la pobre yegua

No podía dar un paso.

—Me alegro por San Beltrán,

Exclamó Pedro con risa,

Vete ahora si tienes prisa

Caballero en tu refrán.

Cuando el refrán es prudente

Yo como nadie le aprecio,

Mas de los que están en necio

Me rio bonitamente,

Y creo razón tener,

Cuando siempre he preferido

A lo malo conocido

Lo bueno por conocer.

La Abadía de Northanger

Por

Jane Austen

1

Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría imaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela. Ni su posición social ni el carácter de sus padres, ni siquiera la personalidad de la niña, favorecían tal suposición. Mr. Morland era un hombre de vida ordenada, clérigo y dueño de una pequeña fortuna que, unida a los dos excelentes beneficios que en virtud de su profesión usufructuaba, le daban para vivir holgadamente. Su nombre era Richard; jamás pudo jactarse de ser bien parecido y no se mostró en su vida partidario de tener sujetas a sus hijas. La madre de Catherine era una mujer de buen sentido, carácter afable y una salud a toda prueba. Fruto del matrimonio nacieron, en primer lugar, tres hijos varones; luego, Catherine, y lejos de fallecer la madre al advenimiento de ésta, dejándola huérfana, como habría correspondido tratándose de la protagonista de una novela, Mrs. Morland siguió disfrutando de una salud excelente, lo que le permitió a su debido tiempo dar a luz seis hijos más.

Los Morland siempre fueron considerados una familia admirable, ninguno de cuyos miembros tenía defecto físico alguno; sin embargo, todos carecían del don de la belleza, en particular, y durante los primeros años de su vida, Catherine, que además de ser excesivamente delgada, tenía el cutis pálido, el cabello lacio y facciones inexpresivas. Tampoco mostró la niña un desarrollo mental superlativo. Le gustaban más los juegos de chico que los de chica, prefiriendo el críquet no sólo a las muñecas, sino a otras diversiones propias de la infancia, como cuidar un lirón o un canario y regar las flores. Catherine no mostró de pequeña afición por la horticultura, y si alguna vez se entretenía cogiendo flores, lo hacía por satisfacer su gusto a las travesuras, ya que solía coger precisamente aquellas que le estaba prohibido tocar. Esto en cuanto a las tendencias de Catherine; de sus habilidades sólo puedo decir que jamás aprendió nada que no se le enseñara y que muchas veces se mostró desaplicada y en ocasiones torpe. A su madre le llevó tres meses de esfuerzo continuado el enseñarle a recitar la Petición de un mendigo, e incluso su hermana Sally lo aprendió antes que ella. Y no es que fuera corta de entendimiento —la fábula de La liebre y sus amigos se la aprendió con tanta rapidez como pudieran haberlo hecho otras niñas—, pero en lo que a estudios se refería, se empeñaba en seguir los impulsos de su capricho. Desde muy pequeña mostró afición a jugar con las teclas de una vieja espineta, y Mrs. Morland, creyendo ver en ello una prueba de afición musical, le puso maestro.

Catherine estudió la espineta durante un año, pero como en ese tiempo no se logró más que despertar en ella una aversión inconfundible por la música, su madre, deseosa siempre de evitar contrariedades a su hija, decidió despedir al maestro. Tampoco se caracterizó Catherine por sus dotes para el dibujo, lo cual era extraño, ya que siempre que encontraba un trozo de papel se entretenía en reproducir, a su manera, casas, árboles, gallinas y pollos. Su padre la enseñó todo lo que supo de aritmética; su madre, la caligrafía y algunas nociones de francés.

En dichos conocimientos demostró Catherine la misma falta de interés que en todos los demás que sus padres desearon inculcarle. Sin embargo, y a pesar de su pereza, la niña no era mala ni tenía un carácter ingrato; tampoco era terca ni amiga de reñir con sus hermanos, mostrándose muy rara vez tiránica con los más pequeños. Por lo demás, hay que reconocer que era ruidosa y hasta, si cabe, un poco salvaje; odiaba el aseo excesivo y que se ejerciese cualquier control sobre ella, y amaba sobre todas las cosas rodar por la pendiente suave y cubierta de musgo que había por detrás de la casa.

Tal era Catherine Morland a los diez años de edad. Al llegar a los quince comenzó a mejorar exteriormente; se rizaba el cabello y suspiraba de anhelo esperando el día en que se la permitiera asistir a los bailes. Se le embelleció el cutis, sus facciones se hicieron más finas, la expresión de sus ojos más animada y su figura adquirió mayor prestancia. Su inclinación al desorden se convirtió en afición a la frivolidad, y, lentamente, su desaliño dio paso a la elegancia. Hasta tal punto se hizo evidente el cambio que en ella se operaba que en más de una ocasión sus padres se permitieron hacer observaciones acerca de la mejoría que en el porte y el aspecto exterior de su hija se advertía. «Catherine está mucho más guapa que antes», decían de vez en cuando, y estas palabras colmaban de alegría a la chica, pues para la mujer que hasta los quince años ha pasado por fea, el ser casi guapa es tanto como para la siempre bella ser profunda y sinceramente admirada.

Mrs. Morland era una madre ejemplar, y como tal deseaba que sus hijas fueran lo que debieran ser, pero estaba tan ocupada en dar a luz y criar y cuidar a sus hijos más pequeños, que el tiempo que podía dedicar a los mayores era más bien escaso. Ello explica el que Catherine, de cuya educación no se preocuparon seriamente sus padres, prefiriese a los catorce años jugar por el campo y montar a caballo antes que leer libros instructivos. En cambio, siempre tenía a mano aquellos que trataban única y exclusivamente de asuntos ligeros y cuyo objeto no era otro que servir de pasatiempo. Felizmente para ella, a partir de los quince años empezó a aficionarse a lecturas serias, que, al tiempo que ilustraban su inteligencia, le procuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quien estaba destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.

De las obras de Pope aprendió a censurar a los que

llevan puesto siempre el disfraz de la pena.

De las de Gray, que

Más de una flor nace y florece sin ser vista, perfumando pródigamente el aire del desierto.

De las de Thompson, que

...Es grato el deber de enseñar a brotar las ideas nuevas.

De las de Shakespeare adquirió prolija e interesante información, y entre otras cosas la de que

Pequeñeces ligeras como el aire

son para el celoso confirmación plena,

pruebas tan irrefutables como las Sagradas Escrituras.

Y que

El pobre insecto que pisamos

siente al morir un dolor tan intenso

como el que pueda experimentar un gigante.

Finalmente, se enteró de que la joven enamorada se asemeja a

La imagen de la Paciencia que desde un monumento sonríe al Dolor.

La educación de Catherine se había perfeccionado, como se ve, de manera notable. Y si bien jamás llegó a escribir un soneto ni a entusiasmar a un auditorio con una composición original, nunca dejó de leer los trabajos literarios y poéticos de sus amigas ni de aplaudir con entusiasmo y sin demostrar fatiga las pruebas del talento musical de sus íntimas. En lo que menos logró imponerse Catherine fue en el dibujo; ni siquiera consiguió aprender a manejar el lápiz, ni siquiera para plasmar en el papel el perfil de su amado. A decir verdad, en este terreno no alcanzó tanta perfección como su porvenir heroico-romántico exigía. Claro que, por el momento, y no teniendo amado a quien retratar, no se daba cuenta de que carecía de esa habilidad. Porque Catherine había cumplido diecisiete años sin que hombre alguno hubiera logrado despertar su corazón del letargo infantil ni inspirado una sola pasión, ni excitado la admiración más pasajera y moderada. Todo lo cual era muy extraño. Sin embargo, cualquier cosa, por incomprensible que nos parezca, tiene explicación si se indagan las causas que la originan, y la ausencia de amor en la vida de Catherine hasta los diecisiete años se comprenderá fácilmente si se considera que ninguna de las familias que conocía había traído al mundo un niño de origen desconocido; detalle importantísimo tratándose de la historia de una heroína. Tampoco vivía ningún aristócrata en la comarca, ni quiso la casualidad que Mr. Morland fuese nombrado tutor de un huérfano, ni que el mayor hacendado de los alrededores tuviese hijos varones.

No obstante, cuando una joven nace para ser protagonista de una historia de amor no puede oponerse a su destino la perversidad acumulada de unas cuantas familias. En el momento oportuno siempre surge algo que impulsa al héroe indispensable a cruzarse en su camino, y en el caso de Catherine un tal Mr. Allen, dueño de la propiedad más importante de Fullerton, el pueblo a que pertenecía la familia Morland, quien fue el instrumento elegido para tan alto fin. A dicho caballero le habían sido rentadas las aguas de Bath, y su esposa, una dama muy corpulenta pero de carácter excelente, comprendiendo sin duda que cuando una señorita de pueblo no tropieza con aventura alguna allí donde vive, debe salir a buscarlas en otro lugar, invitó a Catherine a que los acompañase. Accedieron gustosos a tal petición Mr. y Mrs. Morland, y la vida para Catherine se trocó desde aquel momento en una esperanza bella y atrayente.

2

A lo explicado en las páginas anteriores respecto a las dotes personales y mentales de Catherine en el momento de lanzarse a los peligros que, como todo el mundo sabe, rodean a los balnearios, debe añadirse que la niña era afectuosa y alegre, que carecía de vanidad y afectación, que sus modales eran sencillos, su conversación amena, su porte distinguido, y que todo ello compensaba la falta de los conocimientos que, al fin y al cabo, tampoco poseen otros cerebros femeninos a la edad de diecisiete años. A medida que se acercaba la hora de partir rumbo a Bath, Mrs. Morland debería haberse mostrado profundamente afligida, debería haber presentido mil incidentes calamitosos y, con lágrimas en los ojos, pronunciar palabras de amonestación y consejo. Visiones de nobles cuya única finalidad en la vida fuera la de embaucar a doncellas inocentes y huir con ellas a lugares misteriosos y desconocidos, deberían, asimismo, haber poblado su mente. Pero Mrs. Morland era tan sencilla, se hallaba tan lejos de sospechar cuáles podrían ser, cuáles eran, según aseguraban las novelas, las maldades de que se mostraban capaces los aristócratas de su tiempo, y los peligros que rodeaban a las jóvenes que por primera vez se lanzaban al mundo, que no se preocupó prácticamente de la suerte que pudiera correr su hija, hasta el punto de limitar a dos las advertencias que al partir le dirigió, y que fueron las siguientes: que se abrigase la garganta al salir por las noches y que llevase apuntados en un cuadernito los gastos que hiciera durante su ausencia.

Al llegar tales momentos, correspondía a Sally, o Sarah — ¿qué señorita que se respete llega a los dieciséis años sin cambiar su nombre de pila?—, el puesto de confidente íntima de su hermana. Sin embargo, tampoco ella se mostró a la altura de las circunstancias, exigiendo a Catherine que le prometiese que escribiría a menudo transmitiendo cuantos detalles de su vida en Bath pudieran resultar interesantes. La familia Morland mostró, en lo relativo a tan importante viaje, una compostura inexplicable y más en consonancia con los acontecimientos de un vivir diario y monótono, y sentimientos plebeyos, que con las tiernas emociones que la primera separación de una heroína del seno del hogar suelen y deben inspirar. Mr. Morland, por su parte, en lugar de entregar a su hija un billete de banco de cien libras esterlinas, advirtiéndole que contaba a partir de ese momento con un crédito ilimitado abierto a su nombre, confió a la joven e inexperta muchacha diez guineas y le prometió darle alguna cosita más si tenía necesidad urgente de ello.