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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Dispersad a esa canalla! ¡Más deprisa!

Y al reparar en Vinicio, retiró bruscamente la cabeza y volvió a tomar con precipitación su rollo de papiro.

El joven se llevó la mano a la frente, pareciéndole que aún soñaba. ¡Porque el augustano sentado en aquella litera era Quilón en persona!

Entretanto, los corredores habían abierto paso a los egipcios; estaban ya listos para proseguir su marcha, cuando el joven tribuno, ante cuya vista se aclararon en aquel instante muchos puntos oscuros que hasta entonces le habían parecido incomprensibles, se acercó a la litera, y dijo:

—¡Te saludo, oh Quilón!

—Joven —contestó el griego, con aire lleno de altivez e importancia, y esforzándose por dar a su semblante una expresión de tranquilidad, que no sentía en su interior—, te saludo, pero no me detengas, porque me urge llegar a casa de mi amigo el noble Tigelino.

Vinicio, aferrándose a uno de los bordes de la litera, y mirando fijamente a los ojos del griego, le dijo con voz reprimida:

—¿Tú fuiste quien traicionó a Ligia?

—¡Oh Coloso de Memnón! —exclamó Quilón, asustado. Pero en los ojos de Vinicio no había amenazas, así que el temor de Quilón se desvaneció pronto.

Recordó además que contaba con la protección de Tigelino y del mismo César —es decir, de un poder ante el que temblaban todos—, que tenía a su lado esclavos robustos y que Vinicio estaba allí, delante de él, inerme, con el semblante demacrado e inclinado bajo el peso del sufrimiento. Al pensar en esto le volvió toda su insolencia. Fijó en Vinicio los ojos, cuyos párpados se hallaban enrojecidos, y le contestó en voz baja:

—Sí, pero tú, cuando me estaba muriendo de hambre, me hiciste azotar.

Por espacio de un momento, ambos guardaron silencio; luego repitió Vinicio, con voz sorda:

—Cierto es que te ofendí, Quilón.

Se irguió entonces el griego, y castañeteando los dedos, lo que en Roma era una demostración de burla y desprecio, contestó, con voz tan fuerte, que todos pudieran oírle:

—Amigo, si tienes alguna petición que presentarme, ven a mi casa del Esquilino por la mañana, a la hora en que recibo a los conocidos y a mis clientes, después del baño.

E hizo una señal con la mano. Los egipcios, al verla, alzaron nuevamente la litera y los esclavos de las túnicas amarillas continuaron gritando, mientras blandían sus varas:

—¡Abrid paso a la litera del noble Quilón Quilónides! ¡Paso! ¡Paso!…

XX

Ligia, en una larga carta escrita apresuradamente, se despedía de Vinicio para siempre. Sabía que ya nadie podía entrar en la prisión, y que sólo podría ver al joven desde la arena. Y le pedía, por consiguiente, que averiguase cuándo llegaría el turno a los encarcelados de la prisión Mamertina, y al mismo tiempo le rogaba que asistiese al espectáculo, pues deseaba verle por última vez en la vida.

En la carta de la joven no se advertía temor alguno. Decía que tanto ella como sus demás compañeros ansiaban que llegase el instante de acudir a la arena, en donde hallarían para siempre la libertad. Esperaba que asistieran al espectáculo Pomponia Grecina y Aulo, y rogaba que se les pidiera que no dejasen de acudir.

En cada una de sus palabras se sentía un estado de exaltación espiritual y un desprendimiento de la existencia en que todos los encarcelados vivían. Al mismo tiempo poseía una fe inconmovible en que todas las promesas se cumplirían más allá de la tumba.

«Ya sea que me liberte Cristo en esta vida o después de la muerte —escribía—, Él me ha prometido a ti por boca del apóstol y, por consiguiente, soy tuya».

Y le imploraba que no llorase por ella, ni se dejara dominar por el sufrimiento. Para ella la muerte no significaba la disolución de su matrimonio. Con una confianza infantil aseguraba a Vinicio que inmediatamente después de terminados sus tormentos en la arena, diría a Cristo que su prometido Marco había quedado en Roma y que pensaba en ella con todo su corazón. Y creía que acaso Cristo permitiría que su alma volviese a él, a Vinicio, siquiera por un instante, y le dijera que estaba viva, que no se acordaba de los tormentos que había padecido en la vida y que era feliz.

Toda aquella carta respiraba felicidad y una inmensa esperanza. Sólo había en ella una petición relacionada con asuntos terrenales: que Vinicio hiciera transportar su cuerpo del spoliarium y lo sepultara, como esposa suya, en la tumba en que él mismo hubiera de reposar un día.

Vinicio leyó aquella carta con el corazón destrozado, pero al mismo tiempo le parecía imposible que Ligia pudiera perecer bajo las garras de las fieras y que no se apiadara Cristo de ella. Y en esto fundaba su fe y su esperanza.

De vuelta a su casa, escribió a Ligia que iría directamente a montar la guardia al pie de los muros del Tullianum, en espera del momento en que Cristo derrumbara aquellos muros y la devolviese a él. Y pedía a la joven que creyera que Cristo podía salvarla y restituírsela, aun en el propio Circo, pues el gran apóstol le estaba implorando que lo hiciese; por tanto, la hora de la liberación estaba próxima. El centurión convertido le llevaría la carta a la mañana siguiente. Pero cuando Vinicio llegó a la cárcel aquella mañana, abandonó el centurión las filas, se le acercó y le dijo:

—Escúchame, señor. Cristo, de quien recibiste la luz, te demuestra su favor. Anoche, el liberto del César y los del prefecto vinieron a elegir doncellas cristianas a quienes aguardaba la deshonra; preguntaron por tu prometida, pero Nuestro Señor le mandó una fiebre, que está haciendo mortíferos estragos entre los presos del Tullianum, y entonces la dejaron. Anoche había perdido el sentido, y bendito sea por ello el nombre del Redentor, porque la enfermedad que la ha libertado de la vergüenza puede muy bien salvarla de la muerte.

Vinicio apoyó su mano en el hombro del soldado a fin de no caer desvanecido.

Entretanto, el centurión prosiguió:

—¡Gracias sean dadas a la misericordia del Señor! Sabrás que se apoderaron de Lino y que le sometieron a tortura, pero al ver que estaba muriendo, le entregaron. Es posible entonces que también ahora te devuelvan a tu esposa y Cristo le restituirá luego la salud.

El joven tribuno permaneció por algún tiempo con la cabeza inclinada; la alzó luego, y dijo en voz baja:

—Dices bien, centurión; Cristo, que la salvó de la vergüenza, la salvará también de la muerte.

Sentándose luego al pie de la muralla de la prisión estuvo allí hasta llegada la tarde. Luego volvió a su casa con el objeto de enviar gente en busca de Lino, a quien ordenó que trasladaran a una de sus casas de campo.

Pero cuando Petronio se enteró de todo, resolvió, por su parte, obrar también.

Había visitado ya a la Augusta; fue ahora a verla por segunda vez. La encontró a la cabecera del pequeño Rufio.

El niño, con la cabeza herida, luchaba ahora con la fiebre; su madre hacía grandes esfuerzos por salvarle, con el corazón lleno de terror y de desesperación, pensando al mismo tiempo que si, en efecto, se salvaba, bien pudiera ser tan sólo para que luego pereciera de una muerte más terrible.

Ocupada exclusivamente en su propio dolor, nada quería oír acerca de Vinicio y de Ligia, pero Petronio la aterrorizó.

—Tú has ofendido —le dijo— a una divinidad nueva y desconocida. Tú, Augusta, según parece, adoras al Jehová hebreo; pero los cristianos afirman que Cristo es hijo suyo. Reflexiona entonces si no te estará persiguiendo ahora la cólera del Padre. ¿Quién podría decir que no es la venganza de Este la que ha caído sobre ti? ¿Y quién sabe si la vida de Rufio no depende más que de tu conducta?

—¿Qué me aconsejas? —preguntó Popea, llena de terror.

—Aplacar a las deidades ofendidas.

—¿Y cómo?

—Ligia está enferma. Influye tú sobre el César o sobre Tigelino para que sea entregada a Vinicio.

—¿Y piensas que yo puedo hacer eso? —preguntó con desesperación Popea.

—Puedes hacer otra cosa entonces. Si Ligia mejora, su destino enseguida es morir en el Circo. Dirígete al templo de Vesta y pide a la Virgo Magna que trate de hallarse como por casualidad cerca de Tullianum en el momento en que conduzcan los presos a la muerte y ordene que den libertad a la doncella. La gran Vestal no te podrá negar eso.

—Pero ¿y si Ligia muere de fiebre?

—Los cristianos dicen que Cristo es vengativo, pero justo; es posible que entonces logres aplacarle con sólo el buen deseo de ir en auxilio de esa joven.

—Si ello es así, que me dé una señal de que Rufio sanará.

Petronio se encogió de hombros, y dijo:

—¡Oh divinidad! Yo no he venido a verte como enviado de Él; me limito a decirte que es preferible que te halles en buena armonía con los dioses, tanto romanos como extranjeros.

—¡Iré! —dijo Popea, con la voz quebrantada.

Petronio respiró con fuerza.

«Al fin he conseguido algo», pensó.

Y al ver después a Vinicio, le dijo:

—Ruega a tu Dios que no muera Ligia de la fiebre que la aqueja, porque si de ella se salva, la gran Vestal ordenará su liberación. La Augusta en persona le pedirá que lo haga.

—Cristo la salvará —contestó Vinicio, mirándole con ojos en que brillaba la fiebre.

Entretanto, Popea, que por el amor y la salud de su Rufio estaba dispuesta a ofrecer hecatombes a todos los dioses del universo, se dirigió aquella misma noche a través del Forum en busca de las vestales, dejando encargado el niño enfermo a su fiel nodriza Silvia, que había sido también su ama de cría.

Pero era tarde, porque en el Palatino estaba ya decretada la sentencia de muerte contra el niño.

 

Así pues, apenas la litera de Popea hubo desaparecido a través de la gran puerta, entraron dos libertos del César en el aposento en que yacía el pobre Rufio. Uno de ellos se arrojó sobre Silvia y la amordazó; el otro, apoderándose de una estatua de bronce de la Esfinge, mató del primer golpe en la cabeza a la pobre mujer.

Luego se acercaron a Rufio.

El pequeñuelo, atormentado por la fiebre, insensible, y sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, sonrió a los libertos, entreabriendo sus hermosos ojos e intentando reconocerlos. Éstos quitaron a la nodriza el cinturón y poniéndolo alrededor del cuello de Rufio tiraron de él y ahogaron al niño, que apenas pudo llamar una sola vez a su madre y murió sin agonía. Le envolvieron entonces en una sábana, y montando en unos caballos que les esperaban, se dirigieron con él a galope hacia Ostia, en donde le arrojaron al mar.

No habiendo encontrado Popea a la Virgo Magna, que con otras vestales se hallaba en casa de Vatinio, se volvió al Palatino. Y al encontrar vacío el lecho y yerto el cuerpo de Silvia, se desmayó.

Cuando volvió en sí, empezó a gritar, y sus desgarrados alaridos se escucharon durante toda aquella noche y el día siguiente.

Pero, al tercer día, el César ordenó que asistiera a una fiesta. Así pues, tuvo que ataviarse Popea con su túnica color de amatista y acudir al banquete con el rostro semejante al de una estatua de piedra, coronado por sus dorados cabellos, muda, bella y terrible como el ángel de la muerte.

XXI

Antes que los Flavios construyesen el Coliseo, Roma no tenía más que anfiteatros de madera; y por esta razón, casi todos ellos habían sido consumidos por el incendio. Así pues, con motivo de la próxima celebración de los espectáculos prometidos, Nerón había ordenado levantar varios anfiteatros, y entre ellos uno gigantesco. Para la construcción de éste había hecho venir, inmediatamente después de extinguido el incendio, por mar y por el Tíber, grandes troncos de árboles cortados en las laderas del Atlas.

Y como se quería que los juegos superaran a todos los anteriores por su esplendor y por el gran número de víctimas, se dio a dicho anfiteatro una gran capacidad para la concurrencia del pueblo y para las fieras.

Miles de operarios trabajaban día y noche en la construcción del edificio y en la ornamentación. Y se decían primores de sus columnas, en las que había incrustaciones de bronce, marfil, ámbar, madreperla y carey.

Una red de tubos llenos de agua helada, procedentes de las montañas y colocados a lo largo de los asientos, debía mantener una temperatura agradable en el edificio, aun en medio de los más grandes calores. Un inmenso velarium de púrpura protegía a los espectadores de los rayos del sol. Entre las hileras de asientos había pebeteros colocados de trecho en trecho para quemar perfumes de Arabia, y encima de dichos asientos se habían adaptado unos aparatos especiales para rociar a los espectadores con agua de azafrán y de verbena.

Los renombrados arquitectos Severo y Céler habían desplegado toda su habilidad en la construcción de aquel anfiteatro con el propósito de que fuese a la vez incomparable y capaz de ofrecer cabida a un número de espectadores superior a cualquier otro circo.

De aquí que el día fijado para dar comienzo a los ludus matutinus, una inmensa muchedumbre se hallaba desde el alba aguardando la hora de la apertura y escuchando con delicia, entretanto, los rugidos de los leones, el ronco gruñir de las panteras y los aullidos de los perros.

Las fieras estaban sin alimento desde hacía dos días, limitándose sus cuidadores a presentarles algunos pedazos de carne sanguinolenta a fin de excitar con más intensidad su rabia y su hambre. Y a veces se levantaba tal tempestad de feroces rugidos, que la plebe instalada a las puertas del Circo no podía hacerse escuchar en la conversación y los más impresionables palidecían de temor.

Al salir el sol se oyó desde el interior del Circo un himno que entonaban voces sonoras a la vez que apacibles. Y las gentes allí reunidas escuchaban maravilladas aquellos cánticos, y se decían: «¡Los cristianos! ¡Los cristianos!».

Efectivamente, muchos de éstos habían sido trasladados al anfiteatro la noche anterior, y no sólo de una de las cárceles, como antes se había proyectado, sino un grupo de individuos de cada cárcel.

Y se sabía entre la multitud que los espectáculos habían de durar semanas y hasta meses, pero se dudaba de que fuera posible terminar en ese primer día con los cristianos que para el caso habían sido trasladados.

Las voces de los hombres, mujeres y niños que cantaban el himno matinal eran tan numerosas, que los espectadores entendidos aseguraban que, aun en el caso de hacer salir simultáneamente a uno o dos centenares de personas, las fieras se cansarían, quedarían pronto saciadas y no podrían despedazarlos a todos antes de la noche. Otros declaraban que enviar un número excesivo de víctimas a la arena significaba distraer la atención del público y no permitía gozar plenamente del espectáculo.

A medida que se acercaba el momento de la apertura de los vomitoria o pasajes que conducían al interior, la gente se llenaba de admiración y de alegría, y proseguían las discusiones y disputas acerca de los diversos detalles relativos al espectáculo.

Se formaban grupos de individuos que alababan la mayor destreza de los leones o de los tigres para el destrozo de las víctimas. Aquí y allí se hacían apuestas respecto a ello.

Otros afirmaban que se había dispuesto que fueran precedidos los cristianos en la arena por gladiadores; y de aquí surgían nuevos grupos y nuevas apuestas. Unos estaban por los samnitas; otros, por los galos; otros, por los mirmilones, por los tracios o por los retiarii.

A primera hora de la mañana empezaron a llegar al anfiteatro grandes y pequeños grupos de gladiadores, a las órdenes de maestros, llamados lanistae. Para evitar la fatiga, entraban desarmados, muchos de ellos completamente desnudos, llevando verdes ramas en las manos, o coronados de flores, y a la luz de la mañana aparecían todos los jóvenes, hermosos y llenos de vida.

Sus cuerpos, lustrosos de aceite de oliva, eran fuertes y recios, como si hubieran sido tallados en mármol, y causaban la delicia de aquellas gentes, enamoradas de la belleza de las formas. Muchos eran conocidos por el pueblo; así pues, a cada momento se escuchaban voces: «¡Salud, Furnio! ¡Salud, Leo! ¡Máximo! ¡Salud, Diomedes!». Las doncellas los miraban con ojos llenos de ternura. Ellos, a su vez, se fijaban en las más bellas y se dirigían a ellas en tono festivo, como si ninguna preocupación pesara sobre ellos, y les enviaban besos o exclamaban:

—¡Dame un abrazo, tú, antes que me lo dé la muerte!

Y desaparecían por las puertas, cuyos umbrales muchos de ellos no volverían ya a salvar.

Y los que iban llegando ocupaban, por turno, la atención de las multitudes.

Detrás de los gladiadores venían los mastigophori, esto es, hombres armados de látigos, y uno de cuyos oficios era azotar y azuzar a los combatientes.

Luego aparecieron las mulas, que venían tirando en dirección al spoliarium filas enteras de vehículos, en los que había rimeros de ataúdes de madera. La vista de éstos llenó de alborozo a la multitud, deduciendo, por el número de ataúdes, la grandeza que asumiría el espectáculo.

Detrás de los carros marchaban los hombres cuyo oficio era rematar a los heridos; vestían trajes de Carontes o Mercurios. Después iban los encargados de conservar el orden en el circo y los acomodadores; luego, los esclavos que hacían circular bebidas y alimentos, y, por último, los pretorianos, a quienes el César tenía siempre cerca de su persona en el anfiteatro.

Por fin se abrieron los vomitoria y la plebe se precipitó al interior. Pero era tal la multitud reunida, que siguió afluyendo y afluyendo al anfiteatro por espacio de horas enteras. Parecía asombroso que el circo pudiera contener tanto gentío, cuyo número era verdaderamente incalculable.

Los rugidos de las fieras fueron entonces haciéndose más y más estruendosos: es que habían percibido más de cerca las exhalaciones humanas. La muchedumbre, al ocupar sus asientos en el circo, rugía como el mar en plena tempestad.

Finalmente, hizo su entrada el prefecto de la ciudad, rodeado de su guardia, y, después de él, y en línea no interrumpida, las literas de los senadores, cónsules, pretores, ediles, funcionarios del gobierno y de palacio, oficiales pretorianos, patricios y damas lujosas.

Algunas literas iban precedidas por lictores, que llevaban la segur entre un haz de varas; otras, por grupos de esclavos. A los rayos del sol brillaban los dorados ornamentos de las literas, las telas blancas y de otros colores diversos, los aretes y joyas y el acero de las mazas.

Desde el interior del circo se escuchaban las aclamaciones con que el pueblo acogía a los grandes dignatarios.

Y seguían llegando nuevas partidas de pretorianos.

Los sacerdotes de diversos templos se presentaron algo más tarde; y sólo después de ellos entraron las vírgenes sagradas de Vesta precedidas por lictores.

Para dar principio al espectáculo se esperaba tan sólo al César, que, no queriendo hacer esperar mucho al pueblo, cuyo favor deseaba ganarse, llegó pronto, acompañado de Augusta y de los augustanos. Entre estos últimos venía Petronio en su litera. Le acompañaba Vinicio. El joven tribuno sabía que Ligia estaba enferma y aún no había recobrado el sentido; pero como el acceso a la prisión había sido prohibido con mayor rigor en los días precedentes, y como a los antiguos guardias reemplazaron otros, a quienes no se permitía hablar con los carceleros, ni siquiera comunicar la más insignificante noticia a los que venían a pedir informes de los presos, no estaba seguro Vinicio de que Ligia no se hallara entre las víctimas destinadas al espectáculo del primer día. Podían enviarla a los leones aunque estuviera enferma, y, por tanto, sin conocimiento.

Y puesto que las víctimas debían ser envueltas en pieles de fieras cosidas a sus cuerpos y enviadas por grupos a la arena, ningún espectador podía estar seguro de que una más o menos no se hallara entre ellas, y ninguno, tampoco, podría reconocerlas.

Los carceleros y todos los sirvientes del anfiteatro habían sido sobornados por Vinicio, y estaba convenido con los guardianes de las fieras que ocultarían a Ligia en algún rincón oscuro y la entregarían por la noche a una persona de confianza de Vinicio, que la conduciría inmediatamente a los montes Albanos. Petronio, que estaba en el secreto, aconsejó a Vinicio que asistiera abiertamente en su compañía al anfiteatro; después de hacer su entrada, se escabullera en medio de la multitud, a favor del bullicio, y se dirigiera hasta los subterráneos, en donde, para evitar toda posible equivocación, señalaría a Ligia personalmente a los guardianes.

Éstos le dejaron entrar por una pequeña puerta por donde acababan de salir ellos. Y uno de los mismos, llamado Ciro, le condujo a los sitios en donde se hallaban los cristianos. En el camino le dijo:

—Señor, yo no estoy seguro de que llegues a encontrar lo que buscas. Hemos preguntado por una doncella llamada Ligia, pero nadie nos ha dado una respuesta concluyente; puede ser que no tengan confianza en nosotros.

—¿Hay muchos? —preguntó Vinicio.

—Muchos, señor; tendrán que aguardar hasta mañana.

—¿Y hay enfermos entre ellos?

—Ninguno había que no pudiera tenerse en pie.

Dicho esto, abrió Ciro una puerta que daba entrada a una estancia subterránea enorme, pero baja y oscura, pues recibía luz tan sólo por unas aberturas enrejadas que la separaban de la arena.

Al principio Vinicio no pudo ver nada. Oía tan sólo un murmullo de voces en el aposento y los gritos de la plebe, que procedían del circo. Pero, al cabo de algunos instantes, habituados sus ojos a la oscuridad, pudo distinguir unos grupos de seres extraños, parecidos a lobos y osos. Eran los cristianos, cosidos en pieles de bestias feroces.

Algunos de ellos se hallaban en pie, otros oraban de rodillas. Aquí y allá, por sus largos cabellos, se distinguían las mujeres. Las madres, vestidas con piel de lobo, tenían en los brazos a los niños, cuyos cuerpos estaban igualmente cubiertos con aquellas vestiduras.

Pero, bajo esos disfraces, asomaban rostros serenos y ojos que, en medio de la oscuridad, ostentaban el brillo de la fiebre y de una alegría suprema. Era evidente que a la mayor parte de aquellos individuos los dominaba un pensamiento —exclusivo y ultraterreno—, un pensamiento que los hacía indiferentes, aun en vida, a todo cuanto pasaba a su alrededor y a todo cuanto pudiera sobrevenirles.

 

Algunos de ellos, al ser interrogados por Vinicio acerca de Ligia, le miraban con ojos como si despertaran de un sueño; otros le contestaban con una sonrisa, llevando un dedo a los labios, o señalando la abertura enrejada por donde penetraban algunos rayos de luz. Pero aquí y allá se oía llorar a niños aterrorizados por los rugidos de las fieras y por los aullidos de los perros, los gritos de la multitud y las propias formas de sus padres ataviados de fieras.

Vinicio, acompañado por el carcelero Ciro, recorría, entretanto, la estancia, miraba ansiosamente los semblantes, buscaba, preguntaba; por momentos tropezaba contra algunos cuerpos de personas que se habían desmayado a consecuencia de la aglomeración de gente, del aire sofocante que allí se respiraba y del calor; y seguía avanzando hasta llegar al fondo oscuro de aquel subterráneo, que parecía tan espacioso como un vasto anfiteatro. De súbito se detuvo, pues le pareció oír cerca del enrejado una voz que le era familiar.

Se puso a escuchar un momento, se volvió hacia donde partía la voz, y, abriéndose paso entre la multitud, se aproximó al que hablaba. Un rayo de luz daba de lleno en el rostro del orador y Vinicio reconoció inmediatamente, bajo la piel de un lobo, la demacrada e implacable fisonomía de Crispo.

Este exclamaba:

—¡Arrepentíos de vuestras culpas! ¡Porque el momento se acerca! Quien crea que tan sólo con la muerte ha de redimir las faltas cometidas, incurre en un nuevo pecado y será arrojado al fuego eterno. Con cada uno de vuestros pecados cometidos en este mundo habéis renovado los sufrimientos del Señor, ¿cómo osáis pensar, entonces, que la muerte que os aguarda habrá de redimir esta vida? Hoy, justos y pecadores morirán de muerte igual, pero el Señor sabrá escoger a los suyos. ¡Ay de vosotros! Las garras de los leones destrozarán vuestras carnes; pero con ello no borrarán vuestros pecados, ni ajustaréis vuestras cuentas con Dios. El Señor se mostró misericordioso en extremo al dejarse crucificar; pero de aquí en adelante sólo será para vosotros el juez que no dejará impune ninguna de vuestras culpas. Así pues, quienquiera que haya creído redimir sus pecados por medio del martirio ha blasfemado contra la justicia de Dios. Ha terminado ya la misericordia y ha llegado el momento de la divina cólera. Bien pronto habréis de comparecer ante el tremendo Juez, en cuya presencia solamente los buenos podrán ser absueltos. ¡Llorad vuestras culpas, pues las puertas del infierno están prontas para recibiros! ¡Ay de vosotros, esposos y esposas; ay de vosotros, padres e hijos!

Y extendiendo sus descarnados brazos, los agitaba sobre las cabezas inclinadas de sus oyentes.

Aquel hombre se mostraba impávido e implacable hasta en presencia de la muerte, a la que estaban todos destinados.

Después de sus palabras se dejaron oír estas voces:

—¡Sí, nos arrepentimos de nuestras culpas!

Luego sobrevino el silencio y volvió a escucharse tan sólo el llanto de los niños y los golpes de pecho.

A Vinicio se le heló la sangre en las venas. Él, que había puesto toda su esperanza en la misericordia de Cristo, acababa de escuchar ahora que el día de la cólera divina había llegado, y que ni aun con la muerte de los mártires en la arena se podría alcanzar la misericordia del Señor. Cierto es que por su mente cruzó el pensamiento, claro y fugaz como un relámpago, de que el apóstol Pedro hubiera empleado un lenguaje muy diverso, al dirigirse a los que se hallaban próximos a la muerte.

No obstante, aquellas terribles palabras llenas de fanatismo de Crispo y el oscuro subterráneo enrejado, detrás del cual se hallaba el lugar del martirio, llenaron su alma de espanto y de terror. Todo aquello le parecía horrible y cien veces más espantoso que la más sangrienta batalla.

Las emanaciones de aquel antro y el calor empezaron a sofocarle, y un sudor frío corría por su frente. Temió desmayarse como alguna de las víctimas con cuyos cuerpos había tropezado al recorrer aquella estancia en busca de Ligia. Y al recordar, asimismo, que, de un momento a otro, podían abrir las rejas y llevarse a los cristianos al suplicio, empezó a llamar en voz alta a Ligia y a Urso, con la esperanza de que, si no ellos, por lo menos alguno que los conociera le contestaría. En efecto; un hombre vestido de oso le tiró de la toga y dijo:

—Señor, ellos han quedado en la prisión. Me sacaron el último; y la he visto enferma en el lecho.

—¿Quién eres tú? —preguntó Vinicio.

—El cavador en cuya cabaña te bautizó el apóstol, señor. Fui arrestado hace tres días y hoy será el de mi muerte.

Vinicio respiró. Al entrar había deseado ver a Ligia; ahora daba gracias a Cristo por no haberla encontrado allí, viendo en ello una señal de la divina misericordia.

Entretanto, el cavador le tiró nuevamente de la toga, y dijo:

—¿Recuerdas tú, señor, que te conduje a la viña de Cornelio cuando el apóstol predicó en el cobertizo?

—Sí recuerdo —contestó Vinicio.

—Yo le vi después, el día anterior al de mi arresto. Me bendijo y me aseguró que vendría al anfiteatro a dar su postrera bendición a las víctimas. Si yo pudiera divisarle en el supremo instante y ver la señal de la cruz hecha por él, moriría con más tranquilidad. Señor, si tú sabes dónde se encuentra, dímelo.

Vinicio contestó en voz baja:

—Se halla entre los compañeros de Petronio, disfrazado de esclavo. No sé en qué sitio se encuentra, pero cuando vuelva al circo le veré. Mírame tú cuando entres en la arena; yo entonces me levantaré y volveré el rostro hacia donde estén ellos; y tú le reconocerás fácilmente.

—Gracias, señor, y que la paz sea contigo.

—Tenga el Salvador piedad de ti.

—Amén.

Salió Vinicio entonces del cuniculum y volvió al anfiteatro, en donde ocupó un sitio cerca de Petronio, entre los demás augustanos.

—¿La encontraste allí? —preguntó el árbitro.

—No; la han dejado en la prisión.

—Pues bien, oye lo que se me ocurre; pero, mientras tanto, mira tú en la dirección de Nigidia, a fin de hacer creer que nos hallamos conversando acerca de su peinado. Tigelino y Quilón nos observan en este momento. Escucha, pues. Es conveniente que coloquen a Ligia en un ataúd por la noche y la saquen de la prisión con los demás cadáveres; ¿adivinas el resto?

—Sí —contestó Vinicio.

Tulio Senecio interrumpió aquel diálogo, inclinándose hacia ellos y preguntando:

—¿Sabéis si darán armas a los cristianos?

—Lo ignoramos —contestó Petronio.

—Preferiría que se las dieran —dijo Tulio—. De otra manera, la arena se convertirá demasiado pronto en un matadero. Pero ¡qué espléndido anfiteatro!

El espectáculo era, en realidad, magnífico. Los asientos inferiores, completamente llenos de togas, blanqueaban como la nieve. En el dorado podium se hallaba sentado el César, con un collar de diamantes y en la cabeza una corona de oro. Junto a él se encontraba la Augusta, hermosa y sombría; y, a ambos lados, se veían las vírgenes vestales, grandes funcionarios, senadores con togas bordadas, oficiales del ejército con sus armas relucientes; en una palabra, todo cuanto había en Roma de poderoso, de brillante y de opulento. Las últimas filas de los asientos se hallaban ocupadas por los caballeros, y en la parte alta destacaba un oscuro océano de cabezas, sobre las que de una a otra columna pendían guirnaldas de rosas, lirios, hiedras y pámpanos.

La multitud conversaba en voz alta, se interpelaban unos a otros, cantaban, reían de cualquier dicho ingenioso, que circulaba de boca en boca, o pateaban impacientemente a fin de que empezara cuanto antes el espectáculo. Estos golpes se hicieron, por último, atronadores y prosiguieron sin interrupción. Entonces, el prefecto de la ciudad, después de recorrer la arena con su brillante séquito, hizo con el pañuelo una señal, acogida por todo el anfiteatro con un: «¡Ah, ah, ah! …», en que prorrumpieron millares de voces.