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100 Clásicos de la Literatura

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No sabiendo Vinicio adónde el destino y la crueldad de la fuerza superior pudieran arrojar a la joven, se dedicó a recorrer todos los circos y a sobornar a los guardias y a los bestiarii, haciéndoles encargos que no podían cumplir. Y al fin se convenció de que sus esfuerzos tendrían como único resultado hacer a Ligia la muerte menos terrible, y entonces le pareció que tenía carbones encendidos debajo del cráneo. Por lo demás, no pensaba sobrevivir a la joven y había resuelto perecer al mismo tiempo que ella. Pero temía que el dolor le arrebatara la vida antes que llegase la hora tremenda.

Sus amigos, y el mismo Petronio, pensaban también que cualquier día se abriría para ellos la mansión de las tinieblas.

Se le había oscurecido el semblante hasta el punto de parecerse a las máscaras de cera que se conservaban en los lararia. En sus rasgos se plasmó el asombro como si no comprendiera lo que había pasado y lo que podía suceder. Cuando alguien le hablaba, levantaba mecánicamente las manos hasta la cabeza, se oprimía con ellas las sienes y miraba a quien le hablaba con expresión asustada e interrogante. Pasaba noches enteras con Urso a la puerta de la prisión de Ligia; y cuando ella le obligaba a que se fuese a descansar, volvía a casa de Petronio y allí se paseaba por el atrium hasta la mañana siguiente.

Con frecuencia, los esclavos solían hallarle de rodillas y alzadas las manos hacia el cielo, o con el rostro en tierra.

E imploraba a Cristo, porque Cristo era su postrera esperanza.

Todos los intentos habían resultado vanos. Sólo un milagro podía salvar a Ligia; y Vinicio, pegada su frente a las baldosas del pavimento, oraba y pedía a Dios ese milagro.

Mas, a pesar de todo, aún le quedaba el suficiente juicio para comprender que las plegarias de Pedro tenían mayor mérito que las suyas. Pedro le había prometido a Ligia; Pedro le había bautizado; Pedro había hecho milagros, luego él debía venir en su auxilio y salvarle.

Y una noche fue en busca del apóstol. Los cristianos, cuyo número ya no era considerable, le habían ocultado cuidadosamente, aun a los demás hermanos, por temor de que alguno, por debilidad u otra causa, pudiera descubrirle voluntaria o involuntariamente.

Vinicio, en medio de la general confusión y el desastre, y ocupado exclusivamente en sus tentativas por sacar a Ligia de la prisión, había perdido de vista a Pedro, y desde el día del bautismo apenas le había visto una vez, antes del comienzo de las persecuciones. Recurrió, pues, al fossor en cuya cabaña había recibido el bautismo, y por él supo que habría en breve una reunión fuera de la Puerta Salaria, en un viñedo perteneciente a Cornelio Prudencio.

El fossor ofreció acompañarle y le aseguró que allí encontraría a Pedro. Partieron al oscurecer, salvaron las murallas y, después de haber pasado por unas excavaciones ocultas entre espesos cañaverales, llegaron a la viña, que estaba situada en un lugar aislado y yermo.

La reunión se verificaba en un cobertizo que servía de bodega de vinos.

A los oídos del joven tribuno iba llegando un murmullo de plegarias. Y al entrar vio, a la tenue claridad de una lámpara, unas cuantas docenas de personas de rodillas y abstraídas en la oración. Rezaban una especie de letanía, que un coro de individuos de uno y otro sexo iba repitiendo de cuando en cuando: «Cristo, apiádate de nosotros».

Y en esas voces se advertían un dolor y una tristeza desgarradores.

Pedro se hallaba presente. Estaba arrodillado delante de una cruz de madera clavada en la pared de la estancia, y rezaba.

Desde lejos reconoció Vinicio sus cabellos blancos y sus manos alzadas al cielo. El primer impulso del joven patricio fue atravesar aquella reunión, arrojarse a los pies del apóstol y gritarle: «¡Sálvala!»; pero, sea porque le impusiera la solemnidad de aquella plegaria, sea porque le venciera la debilidad, cayó de rodillas a la entrada y empezó también a repetir: «¡Cristo, ten piedad de nosotros!».

No había en aquella reunión una sola persona que no hubiera perdido seres queridos, y cuando los más celosos y esforzados confesores de Cristo estaban ya encarcelados, cuando a cada instante circulaban noticias de los insultos y torturas que se les infligían en las prisiones, cuando la magnitud de aquella calamidad excedía a todo cuanto pudiera imaginarse, cuando sólo aquel puñado de cristianos quedaba, no había ya ni un solo corazón que no sintiera que el terror hacía vacilar su fe, y que no se preguntara en medio de las angustias de la duda: ¿dónde está Cristo? ¿Por qué permite que el mal sea más poderoso que Dios? Pero, entretanto, imploraban su piedad con acentos desesperados, pues en cada una de aquellas almas aún ardía una chispa de esperanza creyendo que El vendría a precipitar a Nerón en el abismo y a establecer su imperio en el mundo. Vinicio también, a medida que con ellos repetía: «¡Cristo, ten piedad de nosotros!», se iba sintiendo invadido por una especie de éxtasis semejante al que le poseyera en la cabaña del cavador.

Allí estaban todos clamando a Cristo desde lo íntimo de sus almas y en medio de una intensa aflicción; allí estaba Pedro invocándole. Así pues, en cualquier momento podrían abrirse los cielos, temblar las entrañas de la tierra y aparecer Él en medio de su infinita gloria, al mismo tiempo misericordioso y terrible. Y exaltaría a los fieles y precipitaría a sus perseguidores a los abismos.

Vinicio se cubrió el rostro con ambas manos y se inclinó hasta el suelo.

Entretanto, se hizo el silencio a su alrededor, como si el pavor hubiera apagado de pronto en los labios el aliento de todos los presentes. Y a Vinicio le pareció ahora que, seguramente, debía suceder algo; que era inminente que había de sobrevenir el milagro.

Estaba seguro de que, apenas se levantase y abriera los ojos, vería una luz intensa que deslumbraría a los mortales y escucharía una voz que estremeciera los corazones. Pero aquel silencio continuaba.

Finalmente fue interrumpido por los sollozos de las mujeres. Se alzó Vinicio entonces y miró a todos lados con la vista ofuscada.

En el cobertizo, en vez de estrellas y aureolas celestes, se veía, como antes, el débil fulgor de las linternas, en tanto que los rayos de la luna, al entrar por la abertura del techo, llenaban la estancia de una luz plateada.

Las gentes que había arrodilladas alrededor de Vinicio alzaban en silencio los ojos llorosos hacia la cruz; se oían gemidos y fuera se sentían los silbidos de prevención de los centinelas.

Entretanto, Pedro se levantó y, volviéndose a la asamblea, dijo:

—Hijos míos, alzad al Redentor vuestros corazones y ofrecedle vuestras lágrimas.

Y calló.

De súbito se oyó la voz de una mujer, que, llena de dolorosa queja y de un pesar sin límites, dijo:

—Soy viuda; tenía un hijo que era mi único sostén… ¡Devuélvemelo, señor!

Nuevamente reinó el silencio.

Pedro seguía en pie delante de los arrodillados fieles, envejecido por el sufrimiento. En aquel instante parecía la personificación de la debilidad y la impotencia.

Una segunda voz quejumbrosa dijo enseguida:

—Los verdugos ultrajaron a mi hija y Cristo lo permitió.

Una tercera:

—Sola he quedado con mis hijos; y cuando a mí también me lleven, ¿quién les dará el pan y el agua?

Una cuarta:

—¡Oh señor! A Lino, a quien al principio perdonaron, le han llevado ahora y le han puesto en tortura.

Y una quinta:

—Cuando volvamos a nuestras casas, los pretorianos se apoderarán de nosotros. ¡No sabemos ya dónde ocultarnos!

—¡Ay de nosotros! ¿Quién nos amparará?

Y así, en el silencio de aquella noche, sólo se oyeron los lamentos de aquellos desgraciados. El anciano pescador cerró los ojos y sacudió su blanca cabeza, en presencia de aquel triste dolor y temor humanos. Se sucedió un nuevo silencio y se volvieron a oír los silbidos de los centinelas que se hallaban fuera del cobertizo.

Vinicio se puso nuevamente en pie, decidido esta vez a abrirse paso, llegar hasta el apóstol e implorarle auxilio y salvación; pero, de súbito, le pareció como si estuviera delante de un precipicio.

¿Y si el apóstol confesaba su propia debilidad y afirmaba que el César romano era más poderoso que Jesús Nazareno? A esta idea el terror le erizó los cabellos, porque presintió que, en tal caso, no solamente los últimos restos de su esperanza irían a hundirse en aquel precipicio, sino que él mismo caería también con ellos, Ligia, su amor a Cristo y su fe y todo aquello por lo que vivía, quedándole tan sólo la noche y la muerte como un mar sin orillas.

Entretanto, Pedro empezó a hablar en voz tan baja al principio, que apenas si era perceptible, y dijo:

—Hijos míos, en el Gólgota yo los vi clavar a Dios en la cruz. Escuché los martillazos y los vi levantar la cruz en alto, a fin de que la plebe pudiera contemplar la agonía del Hijo del hombre.

Los vi abrir su costado y le vi morir. Y, al volver a la cruz, exclamé con acento dolorido, como estáis exclamando ahora vosotros: «¡Ay de mí! ¡Oh Señor, tú eres Dios! ¿Por qué has permitido esto? ¿Por qué has muerto y por qué has torturado los corazones de los hombres que creíamos que habría de venir tu reino…?». Pero Él, nuestro Señor y Dios, se levantó de entre los muertos al tercer día y permaneció entre nosotros hasta entrar en su reino, lleno de gloria… Y nosotros, arrepentidos de nuestra poca fe, sentimos que se confortaban nuestros corazones, y desde entonces nos consagramos a esparcir su simiente.

Aquí, volviendo la vista al punto de donde había salido la primera lamentación, agregó con voz ya más fuerte:

—¿Por qué os quejáis?… El mismo Dios se entregó a las torturas y a la muerte, ¿y pretendéis vosotros que Él os libre de ellas? Hombres de poca fe, ¿no habéis recibido sus enseñanzas? ¿Os ha prometido Él, acaso, tan sólo esta vida transitoria? Él ha venido hacia vosotros y os ha dicho: «¡Seguid mis pasos!» Él quiere llevaros a su altura y vosotros os aferráis a la tierra, clamando: «¡Señor, sálvanos!». Yo no soy más que polvo en presencia de Dios, pero ante vosotros soy su apóstol y vicario. Y os hablo en el nombre de Cristo. Y os digo: no es muerte, sino vida la que tenéis delante; no torturas, sino delicias eternas; no lágrimas y gemidos, sino cánticos de alegría; no la servidumbre, sino la dominación. Y yo, apóstol de Dios, en verdad os digo: «¡Oh tú, viuda, tu hijo no ha muerto; ha renacido a la gloria, a la vida eterna, y tú irás allí a reunirte con él! A ti, ¡oh padre!, cuya hija inocente fue profanada por los verdugos, te prometo que la has de encontrar más blanca y pura que las azucenas del Hebrón. A vosotras, madres, a quienes os arrancan del lado de vuestros hijos; a vosotros que perdéis a vuestros padres; a vosotros, los afligidos; a vosotros, que pronto veréis morir a los seres más amados; a vosotros, los infelices, los tímidos; a vosotros, a quienes la muerte espera, os declaro, en el nombre de Cristo, que habréis de despertar a una vida venturosa, como de un sueño, como si de la noche despertarais a la luz que reside en Dios. ¡Caiga; pues, en el nombre de Cristo, la venda de vuestros ojos y anímense vuestros corazones!».

 

Y, dichas estas palabras, alzó la mano como en actitud de mando y los presentes sintieron afluir nueva sangre a sus venas, vigor nuevo a sus músculos; porque delante de ellos se alzaba, no la figura de un decrépito y aniquilado anciano, sino un potentado que acababa de apoderarse de sus almas y levantarlas del polvo en que las tenía abatidas el terror.

—¡Amén! —exclamaron algunas voces.

Y los ojos del apóstol brillaron con mayor intensidad, y en su aspecto había majestad, fuerza y santidad.

Las cabezas se inclinaron ante él, y cuando cesó el murmullo de «¡Amén!», prosiguió:

—Sembrad llorando, para recoger luego con alegría. ¿Por qué teméis a las fuerzas del mal? Por encima del mundo, por encima de Roma y sus muros está el Señor que habita en vosotros. Las piedras se humedecerán con vuestras lágrimas y la arena se empapará con vuestra sangre, los fosos se llenarán con vuestros cuerpos. Mas yo os digo: vosotros sois los vencedores. El Señor emprenderá la conquista de esta ciudad de crímenes, opresión y orgullo. ¡Y vosotros sois sus soldados! Él redimió con su sangre y sus sufrimientos el mundo, y quiere que vosotros redimáis con vuestra sangre y vuestros sufrimientos este nido de injusticias… Y esto os lo comunica por mi boca.

Y abrió los brazos y fijó la vista en el cielo. Y los corazones sintieron detenerse sus latidos, porque comprendían que aquella mirada del apóstol atravesaba los espacios y llegaba hasta regiones inaccesibles para sus ojos mortales.

Efectivamente, el rostro de Pedro se había transfigurado y se hallaba inundado de luz, en tanto que seguía silencioso con la vista fija en el cielo y como en un éxtasis que le hacía enmudecer; mas, al cabo de algunos instantes, se dejó oír de nuevo su voz.

—Tú estás aquí, Señor —dijo—, y revelas tus designios… ¡Gracias te sean dadas por ello, oh Cristo!… No en Jerusalén, sino en esta ciudad de Satanás, has resuelto fijar tu capital. Aquí, con estas lágrimas y con esta sangre dispones edificar tu Iglesia. Aquí, donde Nerón impera hoy día, se establecerá tu reinado eterno. Sí, ¡oh Señor! Y Tú ordenas a estas gentes tímidas que, con sus huesos, formen los cimientos de Sión; y ordenas a mi espíritu que asuma el gobierno de ella y de todos los pueblos de la tierra. Tú estás ahora derramando la fuente de la fortaleza sobre los débiles; y me mandas que, en esta misma ciudad, apaciente tus ovejas hasta la consumación de los siglos. ¡Oh Señor, sé glorificado en tus altos designios con los que ordenas la victoria! Hosanna! Hosanna!…

Entonces se levantó el espíritu de los pusilánimes, y los rayos de la fe iluminaron el alma de los que dudaban.

Algunas voces gritaron: «Hosanna!»; otras: «Pro Christo!».

Y reinó de nuevo el silencio. Y unos brillantes relámpagos estivales iluminaron el interior del cobertizo, reflejándose en aquellos rostros pálidos, en que se pintaba una viva excitación.

Pedro, absorto siempre en su visión, oró aún durante largo tiempo. Tornando luego a la conciencia de la realidad, volvió hacia la asamblea el inspirado rostro, lleno de luz, y dijo:

—Así como el Señor ha triunfado sobre vuestra incredulidad, así alcanzaréis vosotros la victoria en su nombre.

Y aunque estaba seguro de que triunfarían, y aun cuando sabía qué frutos habrían de brotar de las lágrimas y de la sangre de aquellas víctimas, tembló su voz de emoción cuando al hacer sobre ellos la señal de la cruz, les dijo:

—¡Ahora, hijos míos, yo os bendigo, pues vais al martirio, a la muerte y a la eternidad!

Y todos se reunieron a su alrededor y lloraron.

—Estamos prontos —dijeron—; mas tú, santo jefe, cabeza visible de nuestra doctrina, consérvate; pues eres el vicario de Cristo aquí en la tierra.

Y diciendo esto cogieron la orla de su manto. Él posó las manos sobre sus cabezas y los bendijo separadamente uno a uno, como lo haría un padre al despedir a unos hijos que van a emprender un largo viaje.

E, inmediatamente después, empezaron a salir del cobertizo, pues ahora tenían prisa por llegar a sus casas, y de allí a las cárceles y a las arenas.

Sus pensamientos se alejaban de la tierra, sus almas emprendían un vuelo hacia la eternidad, como si estuvieran soñando o en éxtasis, haciendo frente con su fe a la fuerza y crueldad de las bestii.

Nereo, sirviente de Pudens, acompañó al apóstol, llevándole por un oculto sendero que conducía del viñedo a su casa.

Vinicio fue siguiéndole a la clara luz de la luna, y cuando, por fin, llegaron a la cabaña de Nereo, se les acercó, echándose de pronto a los pies del apóstol.

—¿Qué deseas, hijo mío? —preguntó Pedro al reconocerle.

Después de lo que había oído en el viñedo no se atrevía Vinicio a concretar de alguna manera los anhelos de su alma. Se limitó, pues, a abrazar los pies de Pedro y hundir en ellos su frente entre sollozos, haciendo así una muda apelación a la piedad del apóstol.

Este le dijo entonces:

—Ya sé. Te han arrebatado a la doncella a quien amas. ¡Ruega por ella!

—Señor —gimió Vinicio estrechando con más fuerza los pies del anciano—. Señor, yo soy tan sólo un mísero gusano; pero tú has conocido a Cristo. ¡Implora tú su piedad, ruega tú también por ella!

Y el dolor hacía que se estremeciera su cuerpo como una hoja, y hundía en tierra su cabeza; y teniendo fe en el poder del apóstol, creía que solamente él alcanzaría la salvación de Ligia.

Pedro se conmovió ante aquel dolor. Y recordó cómo también Ligia un día, desesperada por la implacable severidad de Crispo, se había echado a sus pies, de manera semejante, a implorar su compasión. Y Pedro la había alzado del suelo y confortado su alma.

Hizo ahora lo mismo con Vinicio, y le dijo:

—Hijo mío, rogaré por ella; pero ten presente lo que dije a los que dudaban: que el mismo Dios hubo de apurar los tormentos de la cruz. Y recuerda que, después de esta vida, empieza otra: la vida eterna.

—¡Lo sé…, lo he oído! —contestó Vinicio, tomando aliento con sus pálidos labios—. ¡Pero, señor…, tú ya ves que yo no puedo!… Si hay necesidad de sangre, implora tú a Cristo que haga correr la mía; yo soy un soldado. Que me duplique, que me triplique el martirio que le está destinado a ella: ¡lo resistiré! ¡Pero que se salve! ¡Todavía es una niña, señor! ¡Y Él es más poderoso que el César, lo creo!, ¡más poderoso!… ¡Tú le has amado! ¡Tú nos has bendecido! Es todavía una niña inocente…

Y de nuevo se postró a los pies de Pedro, y acercando a sus rodillas el rostro, repitió:

—¡Tú has conocido a Cristo, señor; tú le has conocido! ¡Él atenderá tu súplica! ¡Ruega por ella!

Pedro entornó los ojos y empezó a orar con fervor.

De nuevo cruzaron el horizonte algunos relámpagos estivales.

Y a la luz de éstos, Vinicio contempló anhelante los labios del apóstol, como si de ellos estuviera pendiente la vida o la muerte.

En medio de aquel solemne silencio se oyó el reclamo de las codornices en el viñedo y el ruido sordo y lejano de las muelas de los molinos cercanos a la Vía Salaria.

—Vinicio —preguntó, por fin, el apóstol—, ¿tienes fe?

—Señor, ¿habría venido aquí si no creyera? —contestó el joven.

—Entonces, cree hasta el fin; porque la fe remueve las montañas. De ahí que, aunque te estuviese reservado el ver a esa doncella bajo la cuchilla del verdugo, o entre los colmillos de un león, ten fe en que sólo Cristo puede salvarla. Ten fe, ruégale y eleva conmigo tus plegarias.

Y, alzando el rostro al cielo, oró así en voz alta:

—¡Oh Cristo misericordioso! ¡Vuelve tus ojos a este corazón dolorido y consuélale! ¡Oh Cristo misericordioso, Tú que imploraste de tu Padre que te apartara de los labios el cáliz amargo, dígnate apartarlo también ahora de los de este siervo tuyo! Amén.

Y Vinicio, extendiendo las manos hacia las estrellase, dijo, gimiendo:

—¡Cristo, soy tuyo, llévame en lugar de ella!

En el Oriente, el firmamento empezaba a palidecer.

XIX

Al despedirse Vinicio del apóstol, se dirigió a la prisión reconfortado con nuevas esperanzas. En las profundidades de su alma sentía aún voces íntimas de terror y desesperación, pero trató de sofocarlas. Le parecía imposible que la intercesión del vicario de Cristo y el poder de su plegaria no tuvieran eficacia. Temía no tener esperanzas, temía dudar.

«He de creer en su misericordia —se decía—, aunque la tenga que ver entre los colmillos de un león».

Ante esta idea, a pesar de estremecérsele el alma entera y recorrer un frío sudor sus sienes, creía. Hasta el último latido de su corazón se convertía entonces en una plegaria. Empezó a comprender que la fe podía remover las montañas, porque él mismo sentía ahora una maravillosa fuerza que antes no había advertido en su ser íntimo. Le parecía que podría intentar empresas de las que antes hubiera sido incapaz. Por momentos se hallaba bajo la impresión de que todo peligro había pasado. Y si aún escuchaba brotar de su alma gemidos de desesperación, recordaba aquella noche y aquella santa cabeza cana alzada al cielo en actitud de oración.

Y se repetía a sí mismo:

«¡No, Cristo no ha de rechazar la súplica de su primer discípulo, del pastor de su rebaño! ¡Cristo no podrá desoírla! ¡No me es posible dudar!».

Y corrió hacia la prisión como heraldo de buena nueva. Pero allí le aguardaba un suceso inesperado.

Todos los guardias pretorianos, que, por turno, custodiaban la cárcel Mamertina, le conocían, y, de ordinario, no le oponían la menor dificultad; ahora no se abrió a su paso la línea, sino que un centurión se le acercó y le dijo:

—Perdona, noble tribuno; tenemos hoy la orden de no dejar entrar a nadie.

—¿Una orden? —repitió Vinicio, palideciendo.

El soldado le miró con expresión compasiva y contestó:

—Sí, señor, una orden del César. En la prisión hay muchos enfermos y se teme, acaso, que los visitantes puedan difundir el contagio por toda la ciudad.

—¿Dices que la orden sólo es para el día de hoy?

—La guardia se releva a mediodía.

Vinicio permaneció silencioso, y se descubrió la cabeza, porque le parecía que el pileolus estaba pesándole como si fuera de plomo.

Al mismo tiempo, el soldado se le acercó más y le dijo en voz baja:

—Tranquilízate, señor; el guardián y Urso velan por ella.

Y al decir esto, se inclinó, y en un abrir y cerrar de ojos trazó con su larga espada gala un pez sobre las baldosas del pavimento.

Vinicio le miró intensamente.

—¿Y tú eres pretoriano?…

—Sí, hasta que me llegue el turno de entrar ahí —contestó el soldado, señalando la prisión.

—Yo también venero a Cristo.

—¡Alabado sea su nombre! Lo sé, señor. No puedo dejarte entrar en la prisión; pero escribe una carta y se la entregaré al guardián.

—Gracias, hermano mío…

Y Vinicio estrechó la mano del soldado y se alejó de allí. Ya no le pesaba como el plomo el pileolus.

El sol se elevaba sobre los muros de la cárcel y junto con su claridad volvía la esperanza al corazón de Vinicio. Aquel soldado cristiano era para él otro testimonio viviente del poder de Cristo. Al cabo de algunos momentos, detuvo el paso, y dirigiendo la vista hacia las rosadas nubes que flotaban sobre el Capitolio y el templo de Júpiter Estator, dijo:

 

—¡Oh Señor! ¡Hoy no la he visto, pero creo en tu misericordia!

En la casa le aguardaba Petronio, que siguiendo su costumbre de convertir la noche en día, no hacía mucho que había llegado. Y acababa de tomar su baño y de ungirse el cuerpo antes de retirarse a dormir.

—Tengo noticias que darte —dijo a Vinicio—. Estuve hoy en casa de Tulio Senecio, a quien el César fue también a visitar. No sé por qué se le ocurrió a la Augusta llevar consigo al pequeño Rufio, acaso con el propósito de que se ablandara el corazón del César ante la hermosura del niño. Desgraciadamente venía éste falto de sueño y se quedó dormido, como sucedió una vez a Vespasiano, durante una lectura que hacía el César. Viendo esto, Ahenobarbus tiró una copa a la cabeza de su hijastro, y le hirió gravemente. Popea se desmayó, y todos pudieron oír al César que decía: «¡Harto estoy ya de este apéndice!». Y eso, bien sabes tú, equivale a una sentencia de muerte.

—El castigo de Dios pende sobre la cabeza de la Augusta —dijo Vinicio—; mas ¿por qué me cuentas esto?

—Te lo cuento porque la cólera de Popea os ha perseguido a ti y a Ligia. Ocupada ahora en su propia desventura, puede que abandone la idea de su venganza, y sea más fácil influir en su ánimo. He de verla esta tarde; y hablaré con ella.

—Gracias. Me das con ello una buena noticia.

—Y tú, báñate y descansa. Tienes los labios lívidos y no eres ni la sombra de ti mismo.

—¿No ha sido anunciado ya el primer ludus matutinus? —preguntó Vinicio.

—Sí, dentro de diez días. Pero tomarán para ello primero a los cristianos de las demás prisiones. Mientras más tiempo tengamos disponible, mejor. No se ha perdido todo aún.

Pero el mismo Petronio no creía en lo que estaba diciendo, porque sabía perfectamente que, después de la altisonante respuesta que el César rebuscara para dar a la petición de Alituro, y en la que se había comparado con Bruto, no podía haber ya salvación para Ligia.

También ocultó, por compasión a Vinicio, lo que había oído decir en casa de Senecio; que el César y Tigelino habían resuelto para ellos y para sus amigos apoderarse de las más lindas doncellas cristianas y profanarlas antes de la tortura. En cuanto a las demás, serían entregadas el día del espectáculo a los pretorianos y a los guardianes de las fieras.

Sabiendo que Vinicio en ningún caso sobreviviría a Ligia, alimentaba deliberadamente en el corazón de su sobrino la esperanza en primer lugar, movido por el cariño que a Vinicio tenía y además, porque él deseaba que si el joven tribuno había de morir, le hallase la muerte con un rostro hermoso y no deformado y pálido por el dolor y las vigilias.

—Hoy le diré a la Augusta —dijo—: «Salva a Ligia para Vinicio, y yo salvaré para ti a Rufio». Y me propongo meditar seriamente el asunto. Una sola palabra dicha a Ahenobarbus en el momento oportuno puede salvar o perder a una persona. En el peor de los casos, habremos ganado tiempo.

—Gracias —repitió Vinicio.

—Mejor me probarás que me lo agradeces si comes algo y duermes —repuso Petronio—. ¡Por Atenea! Ni en sus mayores desgracias Odiseo dejó de pensar en el alimento y el descanso. Tú, seguramente, habrás pasado la noche entera en la cárcel.

—No —contestó Vinicio—. Quise ir a la prisión hoy, pero hay orden de no admitir a nadie. Petronio, averigua si esa orden rige tan sólo durante el día de hoy, o si se extiende hasta el mismo en que empiecen los juegos.

—Esta noche lo sabré, y mañana temprano te diré por cuánto tiempo y por qué motivo se ha dado esa orden. Pero, lo que es ahora, y aunque Helios tuviera que ir a ocultarse apenado en las regiones de Cimeria, me voy a dormir. Sigue mi ejemplo.

Y se despidieron; pero Vinicio se dirigió a la biblioteca y escribió a Ligia una carta. Terminada ésta se la llevó personalmente al centurión cristiano, que a su vez la llevó inmediatamente a la prisión. Y a los pocos momentos volvió trayendo un saludo de Ligia y la promesa de una respuesta suya, que ofreció entregar a Vinicio en el mismo día.

Vinicio, que no tenía el menor deseo de volver a su casa, se puso a esperar la carta de Ligia sentado sobre una piedra.

El sol ya estaba alto, y numerosos grupos de gente afluían, como de costumbre, por el Clivus Argentius al Forum. Los vendedores pregonaban su menuda mercancía: los adivinos ofrecían a los transeúntes sus servicios; los ciudadanos se dirigían con paso lento a escuchar a los oradores del día en los rostra o a comunicarse las últimas noticias. A medida que aumentaba el calor, la multitud de ociosos iba engrosando en los pórticos de los templos, de los que salían volando a cada momento con gran batir de alas, bandadas de palomas, cuyas blancas plumas brillaban a los resplandores del sol de aquel diáfano día y bajo el cielo azul.

A causa del exceso de luz y de bullicio, del calor y del profundo cansancio, empezaron a cerrarse los ojos de Vinicio. Luego los gritos monótonos de los muchachos, que jugaban a la morra, y el paso cadencioso de los soldados, fueron insensiblemente adormeciéndole.

Alzó todavía la cabeza varias veces, y en cada una de ellas miró a la prisión. Por último venció la fatiga; se reclinó sobre una piedra, suspiró como un niño a quien le acomete el sueño después de haber llorado mucho y se quedó dormido.

Y soñó. Le parecía que iba llevando a Ligia en sus brazos, en medio de la noche, por entre un viñedo desconocido. Delante iba Pomponia Grecina alumbrando el camino con una lámpara. Y una voz parecida a la de Petronio le decía desde lejos: «¡Vuelve!», pero él no hacía caso al llamamiento y seguía detrás de Pomponia Grecina. Por último llegaron a una cabaña, en cuyos umbrales se hallaba Pedro. Y él señaló a Ligia al apóstol, y dijo:

—Venimos de la arena, señor; pero no hemos podido despertarla; despiértala tú.

—Cristo mismo vendrá a despertarla —dijo Petronio entonces.

Luego cambiaba el escenario. Veía en medio de un sueño a Nerón; a su lado se hallaba Popea, que tenía en sus brazos al pequeño Rufio, cuya cabeza ensangrentada estaba lavando Petronio. Veía también a Tigelino, que esparcía ceniza sobre las mesas cubiertas de viandas exquisitas, que iba devorando Vitelio. Había también una multitud de augustanos presentes a la fiesta y sentados a la mesa del banquete.

Él mismo, Vinicio, se encontraba reclinado junto a Ligia; pero entre las mesas se paseaban leones, cuyas melenas destilaban sangre. Ligia le pedía entonces que la llevara lejos de allí, pero él se sentía dominado por una impotencia tan terrible, que no le era posible ni siquiera moverse. Luego fueron haciéndose más y más confusas las visiones de su sueño, hasta que, finalmente, se sumergieron en una honda tiniebla.

Por último le despertaron de su profundo sopor los ardores del sol, y unos gritos se dejaron oír cerca del sitio en que se encontraba. Vinicio se restregó los ojos.

La calle era un verdadero enjambre de gente; y en aquel instante, dos corredores, vestidos con túnicas amarillas, iban haciendo a un lado a la multitud con unas varas largas, y gritaban y abrían calle a una espléndida litera, conducida por cuatro fornidos esclavos egipcios. Dentro de ella y vestido de blanco iba sentado un hombre, cuyo semblante no era fácil ver, porque le ocultaba a medias un rollo de papiro que llevaba junto a los ojos, y que iba leyendo con gran atención.

—¡Abrid paso al noble augustano! —gritaban los corredores. El augustano puso entonces a un lado su rollo de papiro, y asomando la cabeza, gritó: