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100 Clásicos de la Literatura

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En efecto; terminada la comida, y después de su paseo habitual, se hizo peinar y arreglar los pliegues de su vestido por sus esclavos, y una hora después, hermoso como un dios, era conducido al Palatino.

Era tarde; la noche estaba tranquila y tibia, y la luna brillaba con tal claridad, que los lampadarii que precedían a la litera extinguieron las antorchas.

En las calles y entre las ruinas pululaba multitud de individuos ebrios de vino, cubiertos de guirnaldas y madreselvas y llevando en las manos ramas de mirto y laurel tomadas de los jardines del César.

La abundancia de trigo y la expectativa de grandes juegos alegraban todos los corazones.

Aquí y allá se oían canciones en las que se alababa a la «noche divina» y al amor; aquí y allá, también había grupos de individuos que danzaban a la luz de la luna; y los esclavos se veían repetidas veces obligados a pedir que se abriera paso a la litera «del noble Petronio». Y, entonces, los grupos se apartaban, aclamando a su favorito.

Éste, entretanto, iba pensando en Vinicio y se extrañaba de no haber tenido noticias de él.

Petronio era epicúreo y egoísta; pero, habiendo pasado últimamente algún tiempo con Pablo de Tarso y con Vinicio, y oyendo a menudo hablar de los cristianos, se había modificado algo, sin darse él mismo cuenta de ello. Parecía como si una brisa hubiese emanado de ellos y hubiera echado en su alma simientes nuevas. Porque, además de su persona, empezaba a preocuparse de otras.

Siempre había sentido inclinación hacia Vinicio, lo que se explica también porque, en su niñez, Petronio había amado mucho a su hermana, la madre del joven tribuno. Por consiguiente, ahora que había tomado una parte tan esencial en sus asuntos, los miraba con el interés que habría despertado en él una gran tragedia.

Ahora no perdía la esperanza de que Vinicio se hubiera adelantado a los pretorianos y hubiera huido con Ligia, o que, en el peor de los casos, la hubiera rescatado del poder de aquéllos. Pero a la vez habría deseado tener la certidumbre de ello, pues preveía que iba a encontrarse en el caso de contestar a las preguntas para las que era preferible estar preparado.

Se detuvo, por fin, frente a la casa de Tiberio, bajó de la litera, y al cabo de pocos instantes se encontró en el atrium, lleno de augustanos. Y algunos, al verle en tal disposición, se alarmaron en su interior, temiendo haberle manifestado indiferencia demasiado pronto.

No obstante, el César fingió no verle y no contestó a su saludo, pareciendo estar muy engolfado en la conversación. Pero Tigelino se le acercó y le dijo:

—Buenas noches, Arbiter Elegantiarum. ¿Todavía persistes en afirmar que no fueron los cristianos quienes incendiaron Roma?

Petronio se encogió de hombros y, golpeando a Tigelino en la espalda, como pudiera hacerlo con un liberto, dijo:

—Tú sabes tan bien como yo qué pensar sobre ese punto.

—Yo no me atrevo a competir contigo en sabiduría.

—Tienes razón, porque si de tal competencia fueras capaz, cuando el César nos lea su nuevo libro de la Troyada, tú, en vez de graznar como una corneja, podrías emitir una opinión que sería un sinsentido.

Tigelino se mordió los labios.

En verdad no se hallaba muy contento de la idea que había tenido el César de leer aquella noche un nuevo libro de su poema, porque ello significaba aventurarse otra vez en un terreno donde le era imposible rivalizar con Petronio. En efecto, durante la lectura, Nerón, por la fuerza del hábito, volvía involuntariamente los ojos hacia Petronio, tratando de notar en su semblante las impresiones que le producían los versos que iba leyendo. El árbitro escuchaba, alzaba las cejas, asentía en ocasiones, y en otras concentraba su atención, como para estar seguro de no perder ni una sílaba. Y luego alababa o criticaba, proponía correcciones o insinuaba que se diera mayor suavidad a algunos versos.

El mismo Nerón comprendía que, tratándose de los demás, sus exageradas alabanzas no significaban otra cosa para ellos que la conservación de sus propias personas, y que sólo Petronio se ocupaba de la poesía por la poesía misma; que solamente él la comprendía, y que si la elogiaba se podía estar seguro de que los versos eran merecedores de elogio. Y así fue como gradualmente se vio empeñado en una discusión con él, discusión que por momentos revestía caracteres de disputa, y cuando, por último, Petronio le manifestó sus dudas acerca de la propiedad de cierta expresión, el César le dijo:

—Ya verás en el último libro por qué la he usado.

«¡Ah! —pensó Petronio—, esto significa que viviré hasta que termine el último libro».

Más de uno de los presentes, al escuchar aquella observación, se dijo en su interior: «¡Ay de mí! Petronio, con tal que disponga de tiempo, es capaz de recobrar el favor del César y derribar aun al propio Tigelino».

Y empezaron a acercársele nuevamente. Pero el fin de la velada fue menos afortunado para el árbitro, porque el César, en el momento en que Petronio se despedía, le preguntó de súbito, entornando los ojos y con expresión a la vez festiva y maliciosa en el semblante:

—Mas dime: ¿por qué no ha venido Vinicio?

Si hubiera estado Petronio seguro de que Ligia y el joven tribuno habían salvado ya las puertas de la ciudad, habría contestado: «Con arreglo al permiso que le otorgaste se ha casado y ha partido». Pero notando la extraña sonrisa de Nerón, contestó:

—Tu invitación, divino, no le encontró en casa.

—Di a Vinicio que me será grato verle —contestó Nerón—, y dile de mi parte que no falte a los juegos en que aparecerán los cristianos.

Estas palabras alarmaron a Petronio. Le pareció que se referían a Ligia directamente. Así pues, nada más llegar a su litera ordenó que le condujesen a su casa con mayor rapidez que por la mañana.

La empresa no era cosa fácil. Delante del palacio de Tiberio se agrupaba una multitud densa y bulliciosa, ebria como las que a su venida había encontrado Petronio; pero que no manifestaba ahora su alegría cantando y bailando, sino que parecía hallarse presa de honda excitación. Y al mismo tiempo se oían a lo lejos unos gritos que de pronto Petronio no comprendió, pero que fueron creciendo gradualmente y generalizándose hasta convertirse en un solo alarido salvaje:

—¡A los leones con los cristianos!

Las ricas literas de los cortesanos circulaban entre la rugiente plebe.

Y desde el fondo de las calles incendiadas seguían afluyendo continuamente nuevos grupos, que al escuchar aquel grito lo repetían. Y de boca en boca circulaba la noticia de que la persecución había empezado desde antes de mediodía y que había ya presos una multitud de incendiarios; a no tardar, por todas las antiguas calles por las que acababan de ser despejadas de escombros, por las callejuelas que formaban montones de ruinas alrededor del Palatino y por los montes y jardines, en toda la extensión de Roma se oyó el grito cada vez más rabioso de:

—¡A los leones con los cristianos!

—¡Bestias! —repetía Petronio con desprecio—; ¡pueblo digno de tu César!

Y se puso a pensar que una sociedad fundada en la fuerza y la crueldad en forma tal, que ni los mismos bárbaros eran capaces de concebirla, los crímenes y una depravación desatentada, no podía subsistir.

Roma gobernaba el mundo, es cierto; pero a la vez era la úlcera del mundo. De ella emanaban ya las pestilencias de un cadáver. Sobre su putrefacta existencia empezaban ya a caer las sombras de la muerte.

Y más de una vez, ideas semejantes a éstas se habían manifestado aun entre los mismos augustanos; pero hasta entonces no se había presentado claramente ante los ojos de Petronio esta verdad: que el carro cubierto de laureles sobre el que Roma descansaba en actitud triunfal y que arrastraba tras de sí un encadenado hato de naciones caminaba hacia el abismo.

Veía la existencia de aquella ciudad señora del mundo como una danza loca, una verdadera orgía que tocaba ya a su término.

Y ahora comprendía que solamente los cristianos traían bases nuevas para la vida; pero al mismo tiempo creía que pronto no quedaría ni rastro de los cristianos.

¿Y qué sucedería entonces?

La ronda loca continuaría bajo la férula de Nerón, y si Nerón llegaba a desaparecer, otro vendría, de la misma o peor especie, porque con tal pueblo y tales patricios no había motivos para esperar un gobernante mejor. Se sucedería, pues, una nueva orgía, que sería aún más infame y vil.

Pero no duraría siempre, y una vez que hubiera pasado sentiría al fin la necesidad de entregarse al descanso, aunque sólo se debiese al cansancio.

Y al pensar en ello, Petronio se sentía inmensamente cansado. ¿Valía la pena vivir en la incertidumbre sin tener más objetivo que contemplar las evoluciones de semejante sociedad? El genio de la Muerte no se le presentaba entonces menos hermoso que el genio del Sueño, y aquél también tenía alas en los hombros.

La litera se detuvo delante de la puerta del árbitro, que fue abierta al instante por el vigilante guardián.

—¿Ha vuelto el noble Vinicio? —preguntó Petronio.

—Hace un instante, señor —contestó el esclavo.

«No la ha salvado», pensó Petronio. Y echando a un lado su toga, corrió al atrium. Vinicio estaba sentado en un escabel. Tenía la cabeza entre las manos e inclinada hasta las rodillas; pero al escuchar el ruido de pasos alzó su petrificado semblante, en el que brillaban febrilmente los ojos.

—¿Llegaste tarde? —preguntó Petronio.

—Sí; antes de mediodía se apoderaron de ella.

Se sucedió un instante de silencio.

—¿La has visto? —preguntó Petronio enseguida.

 

—Sí.

—¿Dónde está?

—En la cárcel Mamertina.

Petronio se estremeció y dirigió una mirada inquisitiva a Vinicio. Este comprendió su significado y dijo:

—No. No la han arrojado al Tullianum, ni tampoco a la prisión del centro. He pagado al guardián para que le diera su propio aposento. Urso quedó en su puesto, en el umbral de la puerta, con el encargo de custodiarla.

—¿Y por qué Urso no la defendió?

—Enviaron en su busca cincuenta pretorianos, y, además, Lino se lo prohibió.

—¿Y Lino?

—Está moribundo; por eso no le arrestaron.

—¿Cuál es tu intención?

—Salvarla o morir con ella. Yo también creo en Cristo.

Vinicio hablaba con aparente calma; pero había algo tan desesperado en su voz, que Petronio sintió en el pecho un estremecimiento de compasión.

—Te comprendo —dijo—; pero ¿cómo esperas salvarla?

—He pagado a los guardianes para que la defiendan contra cualquier ultraje y no impidan su fuga.

—¿Y cuándo puede ésta verificarse?

—Me dijeron que no podrían entregármela inmediatamente, por temor a la responsabilidad. Pero cuando la cárcel se encuentre llena de gente y cuando pierdan la cuenta de los presos, la entregarán. ¡Pero ése es un recurso desesperado! ¡Sálvala tú y sálvame! Tú eres amigo del César. Él mismo me la ha dado. ¡Ve a su casa y sálvame!

Petronio, en vez de contestar, llamó a un esclavo, le ordenó que trajese dos mantos oscuros y dos espadas y, volviéndose a Vinicio, dijo:

—En el camino te contaré. Ahora ponte ese manto, toma esta espada y vamos a la cárcel. Allí darás a los guardianes cien mil sestercios, o dos, o cinco veces esa suma, con tal que te entreguen a Ligia inmediatamente. Después será tarde.

—Vamos —dijo Vinicio.

Al cabo de un momento se hallaron en la calle.

—Ahora escúchame —repuso Petronio—. No he querido perder tiempo en explicarte eso antes. Me hallo en desgracia desde hoy. Mi propia vida está pendiente de un cabello. Así pues, nada puedo hacer cerca del César. Por el contrario, si algo intentara, estoy cierto de que él haría todo lo contrario de lo que yo pidiese. De no ser así la situación, ¿te aconsejaría yo que salvaras a Ligia y huyeras con ella? Además, al escapar tú, la cólera del César se volverá contra mí. En la actualidad estaría él mejor dispuesto en tu favor que en el mío. Pero no cuentes con eso en absoluto. ¡Sácala de la prisión y huye! Ningún otro recurso te resta. Si en él no alcanzas buen éxito tendremos que pensar en otros medios. Entretanto sabe que Ligia se halla en la cárcel, y no tan sólo porque cree en Cristo. La cólera de Popea os persigue a ella y a ti. Has ofendido a la Augusta rechazando sus pretensiones, ¿lo recuerdas? Popea sabe que la desdeñaste por Ligia, a quien aborreció desde la primera vez que en ella posó los ojos. Aún más: anteriormente, ya intentó perder a Ligia atribuyendo a maleficios suyos la muerte de su hija. Así pues, la mano de Popea se adivina en todo esto. Y ahora, ¿cómo se explica que Ligia haya sido la primera víctima de las persecuciones actuales? ¿Quién ha podido señalar la casa de Lino? Te digo que han debido de espiarla desde hace tiempo. Sé que te estoy destrozando el alma y arrancando de ella los últimos restos de tu esperanza; pero te digo todo esto deliberadamente, porque si no logras libertarla artes que lleguen a sospechar que lo intentas, ambos estaréis irremediablemente perdidos.

—¡Sí, comprendo! —murmuró sordamente Vinicio.

Las calles se hallaban desiertas a causa de lo avanzado de la hora. No obstante, la conversación de ambos fue interrumpida en aquel momento por un gladiador borracho que vino hacia ellos. Se acercó tambaleándose a Petronio, le puso una mano en el hombro y, echándole al rostro su aliento impregnado de vino, le gritó con voz ronca:

—¡A los leones con los cristianos!

—Mirmillon —contestó Petronio con reposado acento—, escucha un buen consejo: sigue tranquilamente tu camino.

El borracho, entonces, con la otra mano, tomó a Petronio del brazo y dijo:

—Si no quieres que te rompa el pescuezo, grita conmigo: «¡Los cristianos, a los leones!».

Pero ya éstos eran demasiados gritos para los nervios de Petronio. Desde el momento en que había salido del Palatino le habían perseguido como una pesadilla, y ya le taladraban los oídos. Así pues, cuando vio levantado sobre él, en alto, el puño del gigante se agotó su paciencia y dijo:

—Amigo, echas demasiado olor a vino y me estás estorbando el paso —y diciendo esto le introdujo en el pecho hasta el pomo la espada corta con que se había armado al salir de casa; luego, tomando el brazo de Vinicio, continuó diciendo, como si nada hubiese ocurrido—: Hoy me dijo el César: «Di a Vinicio que no falte a los juegos en que han de tomar parte los cristianos». ¿Entiendes lo que esto significa? Quieren hacer de tu dolor un espectáculo. Es asunto ya resuelto. A ello quizá se debe el que tú y yo no estemos aún en la prisión. ¡Si no te es posible libertarla inmediatamente no sé qué decirte! Pudiera ser que Actea quisiera servirte en esto; pero ¿dispondrá ella de los medios? Tus tierras de Sicilia también acaso pudieran tentar a Tigelino. ¿Por qué no haces la prueba?

—Le daré todo cuanto poseo —contestó Vinicio.

Desde las Carenas al Forum no había mucha distancia, así es que llegaron pronto. Terminaba la noche, y las murallas del castillo empezaban a emerger claramente de entre las sombras. De improviso, al torcer hacia la cárcel Mamertina, Petronio se detuvo y dijo:

—¡Pretorianos!… ¡Demasiado tarde!…

En efecto, la cárcel se hallaba rodeada por una doble fila de soldados. Los primeros albores de la mañana plateaban sus yelmos y las puntas de sus jabalinas.

El rostro de Vinicio se volvió pálido como un mármol.

—Sigamos —dijo.

Al cabo de algunos momentos se detuvieron delante de la línea.

Dotado de una memoria extraordinaria, Petronio conocía no solamente a los oficiales, sino también a casi todos los soldados pretorianos. No tardó en advertir la presencia de un conocido suyo, el jefe de una cohorte, y le hizo señas de que se acercara.

—¿Qué es esto, Níger? —preguntó—. ¿Habéis recibido orden de vigilar la prisión?

—Sí, noble Petronio. Teme el prefecto que se hagan algunas tentativas para salvar a los incendiarios.

—¿Tenéis también orden de no permitir la entrada? —preguntó Vinicio.

—No, señor; los presos pueden ser visitados por sus conocidos, y de esta manera lograremos también apoderarnos de mayor número de cristianos.

—Entonces déjame entrar —dijo Vinicio y, estrechando la mano de Petronio, agregó—: Ve a ver a Actea. Iré pronto a enterarme de su respuesta.

—Sí, ve —contestó Petronio.

Entonces, bajo tierra y en el interior de aquellas gruesas murallas, se oyó un cántico. El himno, confuso y velado al principio, se oyó cada vez más alto y distintamente. Voces de hombres, mujeres y niños se confundían en armonioso coro. Toda la prisión parecía vibrar como un arpa a los ecos de aquel cántico, y en medio del silencio del alba. Pero no eran voces de pesar ni desesperación; por el contrario, palpitaba en ellas una alegría triunfal.

Los soldados se miraban asombrados.

Entretanto, en el cielo aparecieron los primeros fulgores de la aurora, rosa y oro.

XVII

El grito «¡Cristianos, a los leones!» seguía propagándose incesantemente por todos los barrios de la ciudad.

Al principio no sólo nadie ponía en duda que fueran los cristianos los verdaderos autores de la catástrofe, sino que nadie quería dudar de ello, puesto que el castigo de los culpables iba a ofrecer al populacho un espléndido entretenimiento. No obstante, se extendía al mismo tiempo la opinión de que la catástrofe no habría tomado proporciones tan tremendas a no ser por la cólera de los dioses. Por esta razón se ordenó ofrecer en los templos piacula, o sea sacrificios purificadores.

Previa consulta de los libros sibilinos, dispuso el Senado celebrar solemnidades y rogativas públicas a Vulcano, Ceres y Proserpina. Las matronas presentaron ofrendas a Juno; toda una procesión de ellas se trasladó a la orilla del mar, a fin de coger de allí agua y con ella rociar la estatua de la diosa. Las mujeres casadas dispusieron fiestas en honor de los dioses y velaron durante noches enteras.

Toda Roma iba así purificándose de sus culpas y haciendo sacrificios para aplacar la cólera de los inmortales. Entretanto abrían nuevas y anchas calles por entre las ruinas. En muchos puntos se ponían los cimientos de casas magníficas, de palacios y de templos. Pero ante todo construyeron con extraordinaria rapidez un enorme anfiteatro de madera, en el que iban a perecer los cristianos.

Inmediatamente después del consejo celebrado en casa de Tiberio se ordenó a los cónsules que suministraran bestias feroces.

Para ello, Tigelino vació todos los viveros de todas las ciudades italianas, sin exceptuar las más pequeñas. En África se organizaron por orden suya cacerías gigantescas, en las que obligaban a tomar parte a todos los pobladores de cada localidad. Se hicieron venir elefantes y tigres del Asia, cocodrilos e hipopótamos del Nilo, leones del Atlas, lobos y osos de los Pirineos, sabuesos feroces de Hibernia, molosos del Epiro, bisontes y gigantescos uros de Germania.

A causa del extraordinario número de presos, los juegos iban a superar en grandeza a todos los que hasta entonces se habían visto.

El César deseaba que todo recuerdo del incendio quedase ahogado en sangre, y con ella embriagar Roma. Así pues, la sangría prometía ser espléndida.

El pueblo ayudaba espontáneamente a los pretorianos y guardias en la caza de cristianos. Y no era difícil empresa, porque grupos de éstos acampaban con la población restante en medio de los jardines y confesaban abiertamente su fe. Al verse rodeados se ponían de rodillas, entonaban sus himnos y se dejaban prender sin oponer la menor resistencia. Pero con su mansedumbre no hacían otra cosa que aumentar la rabia del populacho, que, incapaz de comprender su origen, lo atribuía a terquedad y endurecimiento en el crimen.

La locura se apoderó entonces de los perseguidores. Se daban casos en que la plebe arrebataba a los cristianos de manos de los pretorianos y los hacía pedazos, y arrastraban las mujeres a la cárcel por los cabellos, y destrozaban contra las piedras las cabezas de los niños.

Millares de individuos recorrían de día y de noche las calles dando alaridos. Buscaban las víctimas entre las ruinas, en las chimeneas, en los subterráneos. Delante de la prisión celebraban bacanales y danzas alrededor de barriles de vino, a la luz de fogatas.

Por las noches escuchaban con alegría brutal los bramidos, semejantes a truenos, que daban las fieras y que resonaban por toda la ciudad.

Las prisiones estaban llenas con millares de víctimas, número que a diario iba engrosando en sus excursiones la plebe y los pretorianos.

Ya no existía la piedad. Parecía como si la gente se hubiese olvidado hasta de hablar, y en su salvaje frenesí recordaba del lenguaje tan sólo el alarido: «¡A los leones con los cristianos!».

Se sucedieron días de calor extraordinario y noches más sofocantes que nunca; parecía que hasta el aire se hallaba impregnado de sangre, locura y crimen. Y a esa desbordada medida de crueldad respondía en igual proporción el anhelo del martirio.

Los confesores de Cristo iban voluntariamente a la muerte, e incluso la buscaban. Para evitar esto último fue necesario que les impusieran prohibiciones severas sus superiores. Por orden de éstos empezaron a reunirse ahora solamente fuera de los muros de la ciudad, en subterráneos cercanos a la Vía Appia y en viñedos pertenecientes a patricios cristianos, ninguno de los cuales había sido apresado hasta entonces.

Era perfectamente sabido en el Palatino que entre los confesores de Cristo se hallaban Flavio, Domitila, Pomponia Grecina, Cornelio Pudens y Vinicio. El mismo César temía que la plebe no creyese que semejantes personas hubieran podido incendiar Roma; y puesto que lo más importante sobre todas las cosas era convencer al pueblo, el castigo de esos patricios y la venganza contra ellos hubieron de aplazarse. Otros opinaban que la salvación de los quirites se debía a la influencia de Actea. Mas la suposición era equivocada. Cierto es que Petronio, después de separarse de Vinicio, se había visto con Actea para que interviniera en favor de Ligia; pero ella no había podido ofrecerle otra cosa que sus lágrimas, pues vivía en medio del sufrimiento y del olvido, y se la toleraba tan sólo a condición de que se mantuviera invisible para Popea y el César.

 

Pero Actea había visitado a Ligia en la cárcel, le había llevado vestidos y alimentos, y, sobre todo, la había puesto a cubierto de ultrajes por parte de los guardianes de su prisión, que habían sido sobornados ya para ello.

Recordando muy bien Petronio que, de no haber sido por él y por sus ideas de sacar de la casa de Aulo a Ligia, probablemente no se hallaría ésta en una cárcel, y, además, deseoso de ganar a Tigelino la partida, no escatimó para ello tiempo ni esfuerzos.

En el transcurso de unos pocos días se entrevistó con Séneca, Domicio Afer, Crispinilla y Diodoro, por mediación del que deseaba llegar hasta Popea; y vio a Terpnos y al bello Pitágoras y, finalmente, a Alituro y a Paris, a quienes de ordinario nada rehusaba el César.

Con la ayuda de Crisotemis, que era entonces la amante de Vatinio, intentó ganarse la cooperación de éste, no economizando ni promesas ni dinero. Pero todos los esfuerzos resultaron infructuosos.

Séneca, incierto él mismo de su porvenir, pretendió demostrarle que los cristianos, aun cuando no hubieran incendiado a Roma, debían ser exterminados por el bien de la ciudad. En una palabra: intentó disculpar la próxima matanza escudándose en la razón de Estado. Terpnos y Diodoro recibieron el dinero, mas nada hicieron a cambio. Vatinio contó al César que habían intentado sobornarle.

Solamente Alituro, quien al principio se había manifestado hostil hacia los cristianos, sentía ahora compasión por ellos, y tuvo la suficiente entereza para hacer mención al César de la doncella encarcelada e implorar gracia en su favor. Mas nada obtuvo, sino esta respuesta:

—¿Consideras tú, acaso, que tengo un alma inferior a la de Bruto, que no perdonó la vida ni a sus propios hijos, tratándose de la salvación de Roma?

Cuando repitió a Petronio esta contestación, dijo éste:

—Puesto que Nerón se ha comparado a Bruto, no hay salvación.

Y lo sentía por Vinicio, y le asaltaba el temor de que pudiera éste atentar contra su propia existencia.

«Ahora —pensaba— le sostienen los esfuerzos que hace por salvarla y le sostienen la vida de ella y su propio sufrimiento, pero cuando hayan fallado todos los recursos y se haya extinguido el último destello de esperanza, entonces, ¡por Cástor!, no podrá sobrevivir y se matará con su espada».

Y eso de morir así, Petronio lo comprendía mejor que amar y sufrir como Vinicio.

Entretanto, éste hizo cuanto pudo imaginar para la salvación de Ligia. Visitó a los augustanos, y el joven tribuno, tan altivo antes, llegó casi hasta mendigar su ayuda.

Por conducto de Vitelio ofreció a Tigelino todas sus propiedades de Sicilia y todo cuanto más quisiera pedir aquel hombre; pero el prefecto, temiendo ofender a la Augusta, no aceptó el ofrecimiento.

Acudir al César, postrarse a sus pies e implorar su clemencia no conduciría a nada. Cierto es que hubo momentos en que hasta en eso pensó Vinicio, mas Petronio, al escuchar la manifestación de tal propósito, le dijo:

—Y si te diera por respuesta una negativa, o una burla, o una vergonzosa amenaza, ¿qué harías?

Ante esta observación se contrajo por el dolor y la rabia el semblante del joven tribuno y le rechinaron los dientes.

—Sí —dijo Petronio—. Te aconsejo que abandones tal propósito, porque te cerrarías todo camino de salvación.

Vinicio se reprimió entonces, y pasándose la mano por la frente cubierta de sudor, replicó:

—¡No, no; soy cristiano!

—Sí, pero lo olvidarías en un momento de exaltación, como acabas de olvidarlo en este instante. Tienes derecho a provocar tu propia ruina, mas no la ruina de ella. Recuerda por lo que hubo de pasar la hija de Seyano antes de morir.

Petronio, al hablar así, no era del todo sincero, pues, en realidad, le preocupaba más la existencia de Vinicio que la de Ligia. También sabía que la única forma posible de refrenar su propósito de intentar un paso arriesgadísimo era demostrarle que con él causaría la inexorable perdición de Ligia. Y, por otra parte, no estaba equivocado, porque en el Palatino se contaba con la visita del joven tribuno, y se habían tomado las precauciones debidas.

Pero los sufrimientos de Vinicio pasaban ya del límite de la humana resistencia. Desde el instante en que Ligia había sido encarcelada y la rodeaba la aureola del martirio había sentido que no solamente la amaba cien veces más que antes, sino que empezaba, a la vez, a tributarle desde lo íntimo de su alma una especie de adoración religiosa, como si se la hubiera rendido a un ser sobrenatural. Y ahora, ante la idea de que le era necesario perder a esta criatura a la vez amada y reverenciada por él, y de que, por otra parte, acaso hubiera ella de sufrir tormentos más horribles que la muerte misma, la sangre se le helaba en las venas. Su alma era un continuo gemido y su mente se trastornaba. A veces le parecía que su cerebro estaba en llamas y que acabaría ardiendo o estallando. Ya no comprendía lo que pasaba a su alrededor, ni por qué Cristo, el Misericordioso, no acudía en ayuda de sus adeptos, ni por qué los muros ennegrecidos del Palatino no se derrumbaban y con ellos Nerón, los augustanos, los pretorianos y la ciudad criminal. Le parecía que no podía suceder de otra manera, que todo lo que sus ojos veían y destrozaba su alma y encogía su corazón era un sueño.

Mas luego, el rugido de las fieras le despertó a la realidad; y el golpe de las hachas con que se cortaba la madera que estaba sirviendo para levantar el nuevo circo, y los alaridos del populacho y las prisiones rebosantes de cristianos, confirmaron la realidad de su tremendo despertar. Y entonces empezó a quebrantarse su fe en Cristo, y esto fue para su alma una tortura nueva, y acaso la más horrenda de todas.

Petronio, en tanto, le repetía:

—Recuerda lo que hubo de pasar la hija de Seyano antes de morir.

XVIII

Y todo fracasó.

Vinicio se había humillado hasta el punto de pedir la ayuda de libertos y esclavos, tanto del César como de Popea, y había pagado sus vanas promesas con ricos dones.

Buscó al primer marido de Popea, Rufio Crispino, y obtuvo de él una carta para aquélla. Obsequió al hijo del primer matrimonio de ésta, Rufio, con una casa de campo en Ancio, pero eso no dio otro resultado que irritar al César, que aborrecía a su hijastro. Por medio de un correo especial envió a España una carta al segundo marido de Popea, Otón. Y siguió sacrificando sus propiedades y sacrificándose a sí mismo, hasta que, por último, llegó a convencerse de que se estaba convirtiendo en un simple juguete de los demás, que si hubiera fingido no preocuparse de la prisión de Ligia habría podido, acaso, libertarla más pronto.

Petronio también se había dado cuenta de ello.

Y, entretanto, los días se sucedían.

El anfiteatro estaba ya terminado y fueron distribuidos los tessera o billetes de entrada para el ludus matutinus. Pero esta vez los juegos matinales, a consecuencia del increíble número de víctimas, debían continuar por espacio de días, semanas y hasta meses.

No se sabía ya dónde colocar tantos cristianos. Las prisiones se hallaban atestadas y la fiebre hacía estragos en ellas. Los puticuli —fosa común de los esclavos— empezaban a rebosar. Se temía que las epidemias se extendieran por la ciudad; de ahí que estuviesen activando en lo posible los preparativos. Todas estas noticias llegaban a oídos de Vinicio, extinguiendo en él los últimos restos de su esperanza. Mientras hubo tiempo todavía pudo alucinarse con la creencia de que algo le quedaría por intentar. Pero ahora ya era tarde. Los espectáculos iban a comenzar.

Cualquier día podría encontrarse Ligia en un cuniculum del Circo, del que ya no se salía sino para entrar en la arena.