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100 Clásicos de la Literatura

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Actea dejó de hablar, pero Ligia continuaba mirando la multitud como si se tratara de hallar a alguien en medio de ella. De pronto su rostro se cubrió de rubor. Entre las columnas habían aparecido Vinicio y Petronio dirigiéndose hacia el gran triclinium, hermosos, serenos como dioses, envueltos en sus blancas togas. Ligia, al ver dos caras conocidas y amigas entre aquella multitud de gente extraña, y sobre todo al mirar a Vinicio, le pareció que le quitaban un peso enorme del corazón. La añoranza que hacía un momento sentía por Pomponia y la casa de Aulo dejó de ser punzante. El deseo de ver a Vinicio y de hablarle apagó en ella otras voces.

En vano trataba de evocar el recuerdo de todo lo malo que había oído decir de la casa del César, las palabras de Actea y las advertencias de Pomponia Grecina; mas, a pesar de todas aquellas advertencias y palabras, tuvo la sensación de que no sólo debía ir a la fiesta, sino que lo deseaba. Al pensar que pronto iba a escuchar de nuevo aquella grata y dulce voz que le hablaba de amor y de una felicidad digna de dioses, y que aún resonaba en sus oídos, su corazón se llenaba de alegría. Pero de pronto le infundió miedo su alegría. Le parecía que en aquel momento hacía traición a las puras enseñanzas en que había sido educada, a Pomponia Grecina y a sí misma. Una cosa era ceder a la violencia, y otra alegrarse de ella. Se desesperó y le entraron ganas de llorar. Si hubiera estado sola se habría arrodillado y, golpeándose el pecho, hubiera exclamado: Mea culpa! Mea culpa!

Pero, entonces, Actea, cogiéndola de la mano, la condujo a través de las habitaciones interiores al gran triclinium, en donde debía celebrarse el festín. Se le nubló la vista, los oídos le zumbaban a impulsos de la emoción que la poseía, y los latidos de su corazón le impedían respirar. Vio como en sueños millares de lámparas centelleantes en las mesas y en las paredes; como en sueños oyó las exclamaciones con que saludaban al César, y vio a éste como a través de una densa niebla. Las aclamaciones la aturdían, el brillo la ofuscaba, los perfumes la ahogaban, y, perdiendo casi el conocimiento, apenas lograba reconocer a Actea, que la hizo colocarse en la mesa, ocupando ella misma el sitio de al lado.

Poco después, una voz varonil y conocida llegó a ella:

—¡Salud a la virgen más hermosa de la Tierra, a la estrella más hermosa del cielo! ¡Salud a ti, divina Calina!

Ligia, volviendo algo en sí, miró; junto a ella se hallaba Vinicio.

Estaba sin toga, ya que la comodidad y la costumbre así lo mandaban en las fiestas. Una túnica escarlata sin mangas y bordada con palmas de plata cubría su cuerpo. Llevaba los brazos desnudos y adornados a la moda oriental, con dos anchos brazales de oro sujetos por encima del codo. Sus brazos estaban escrupulosamente depilados, lisos, pero musculosos, verdaderos brazos de soldado, hechos para la espada y el escudo. En la cabeza llevaba una guirnalda de rosas. Con sus pobladas cejas, que se juntaban en el entrecejo, sus hermosos ojos y su tez morena parecía la encarnación de la juventud y de la fuerza. A Ligia le pareció tan hermoso que, aunque ya había pasado la primera impresión, apenas acertó a contestar:

—¡Salud, Marco!

—Dichosos mis ojos que te ven —repuso él—. Dichosos mis oídos que escuchan tu voz, para mí más grata que el sonido de las flautas y de las cítaras. Si me dieran a elegir entre Venus y tú, Ligia, cuál de las dos quisiera yo que estuviera a mi lado en esta fiesta, te elegiría a ti, ¡oh, divina!

Y se puso a mirarla como si quisiera saturarse con su contemplación. Su mirada la abrasaba deslizándose desde su rostro al cuello y a sus desnudos brazos, deleitándose en sus exquisitas formas. Se deleitaba con ella, la devoraba; pero junto con el deseo brillaban en sus ojos la felicidad, el amor y un éxtasis sin límites.

—Sabía que te hallaría en casa del César —continuó—, y, sin embargo, al verte ha invadido mi alma una alegría tan grande como si me hubiera salido al encuentro una felicidad completamente inesperada.

Ligia, repuesta ya, y comprendiendo que entre aquella muchedumbre y en semejante lugar era Vinicio la única persona allegada, entabló conversación con él y empezó a preguntarle acerca de todas aquellas cosas incomprensibles para ella y que le causaban miedo. ¿Cómo sabía que la hallaría en casa del César? ¿Por qué el César la había arrancado del lado de Pomponia Grecina? Tenía miedo y quería volver a su lado. Moriría de pena y de zozobra si no abrigara la esperanza de que Petronio y él intercederían por ella ante el César.

Vinicio le explicó que el propio Aulo le había informado de su rapto. Ignoraba por qué se encontraba allí. El César nunca daba cuenta del porqué de sus órdenes y decretos. Pero no debía abrigar temor alguno. Vinicio estaba a su lado y a su lado permanecería. Preferiría perder los ojos antes que dejar de verla, perder la vida que abandonarla. Ella era su alma, por eso la guardaría como a su alma misma. Le erigiría un altar en su casa, como a su divinidad, y en él ofrecería mirra y áloes, y en primavera anémonas y flor de manzano… Pero, puesto que le infundía temor la mansión del César, él le prometía que allí no se quedaría.

A pesar de que fingía al hablar e incluso a veces mentía, en su voz palpitaba la verdad, ya que sus sentimientos eran sinceros. También le inspiraba verdadera compasión, y las palabras de la joven penetraban de tal forma en su alma que, cuando comenzó a darle gracias y a asegurarle que Pomponia Grecina le quería mucho más por su bondad y que ella le estaría agradecida toda la vida, no pudo dominar su emoción y comprendió que nunca sería capaz de oponerse a una súplica de Ligia.

Su corazón se enternecía cada vez más. La hermosura de la doncella le ofuscaba los pensamientos; la deseaba, pero al mismo tiempo comprendía que la amaba mucho y que podría adorarla como a una diosa y sentía la necesidad irresistible de hablarle de su belleza y de la adoración que sentía por ella. Como el ruido del festín iba en aumento, acercándose a ella cada vez más le murmuraba palabras buenas y dulces, que brotaban del fondo de su alma, sonoras como la música y embriagadoras como el vino. Yen verdad la embriagaban. Rodeada de personas extrañas, sentía que cada vez le encontraba más cerca, más amante, más fiel y consagrado a ella con toda su alma. La tranquilizó, prometió sacarla de la casa del César, no abandonarla y ser siempre su esclavo. Además, antes, en casa de Aulo, había hablado del amor y, en general, de la felicidad que éste podía traer consigo; pero ahora le decía sin rebozo que la amaba y que era lo que más quería y apreciaba…

Ligia oía por vez primera tales palabras de labios de un hombre, y a medida que las escuchaba sentía que dentro de su ser despertaba algo como de un sueño, apoderándose de ella una felicidad en la que se entremezclaban una alegría inmensa junto a una inmensa inquietud. Le ardían las mejillas, su corazón latía y entreabría los labios con expresión de asombro. Se sobrecogía de temor al oír tales frases, pero no quería perder una sílaba de ellas por nada del mundo. Tan pronto bajaba los ojos como los levantaba, fijando en Vinicio una límpida mirada, a la vez tímida y escudriñadora, como si quisiera decirle: ¡prosigue!

Pronto comenzó a sentir los efectos de la música, del aroma, de las flores y de los perfumes de Arabia. Era costumbre romana reclinarse en los banquetes. En su casa, Ligia ocupaba un lugar entre Pomponia Grecina y el pequeño Aulo. Ahora tenía a Vinicio reclinado junto a ella rebosando juventud, amor y pasión. Sentía el calor que de él emanaba y, a la vez, placer y alegría en el corazón. Se apoderaba de ella una especie de lasitud, de impotencia y olvido, como si el sueño la fuese ganando.

La proximidad de la joven había comenzado a influir sobre Vinicio. Su rostro palideció y se le dilataron las narices como a un corcel árabe. Se veía el latir acelerado de su corazón bajo la túnica escarlata, su respiración se hizo afanosa, sus palabras se hacían entrecortadas. Por primera vez se encontraba tan próximo a Ligia, que sus ideas comenzaban a perturbarse, la sangre le hervía en las venas, y en vano intentaba apagar su ardor con el vino. No tanto el vino como su maravilloso rostro, sus desnudos brazos, su seno virginal, que se agitaba bajo la dorada túnica, y sus formas veladas por los blancos pliegues del peplo le enardecían cada vez más. Finalmente, oprimiéndole el brazo por encima de la muñeca, como cierto día hiciera en casa de Aulo, y atrayéndola hacia sí, murmuró con trémulos labios:

—Te quiero, Calina. ¡Diosa mía!

—Déjame, Marco —replicó Ligia.

Mas él seguía hablando con la mirada turbia:

—¡Diosa mía, ámame!

Mas en aquel instante, Actea, que se hallaba reclinada del otro lado de Ligia, dijo:

—El César os está mirando.

Vinicio tuvo un súbito movimiento de enfado contra el César y contra Actea. Sus palabras venían a deshacer el encanto. En aquel momento hasta la voz de un amigo le hubiera parecido molesta; además, creía que Actea quería deliberadamente interrumpir su coloquio con Ligia. Así pues, alzando la cabeza y mirando a la joven liberta por encima del hombro de Ligia, dijo con rabia:

—Ya pasaron, los tiempos, Actea, en que en los banquetes te reclinabas al lado del César, y como dicen que te amenaza la ceguera, ¿cómo puedes verle?

Y ella contestó con tristeza:

—Le veo, sin embargo. Él también es corto de vista y os está mirando a través de su esmeralda.

Todo cuanto Nerón hacía despertaba la atención hasta de sus más íntimos, así que Vinicio, alarmado, se recobró inmediatamente y empezó a mirar disimuladamente al César. Ligia, que al principiar el banquete se turbó viendo a Nerón como a través de una nube, y luego, entretenida por la presencia y la conversación de Vinicio, no le había mirado, le observó ahora con ojos llenos de curiosidad y miedo.

 

Actea decía la verdad. El César los observaba, inclinado sobre la mesa, con un ojo entornado y sosteniendo con los dedos delante del otro una esmeralda redonda y pulimentada. Por un momento, su mirada se encontró con la de Ligia, y el corazón de la doncella se oprimió de terror. Siendo niña, cuando habitaba una hacienda de Aulo en Sicilia, una vieja esclava egipcia le refería historias de dragones que habitaban en las cavernas de las montañas, y de pronto le pareció que la estaba mirando el ojo verdoso de uno de aquellos monstruos. Como un chiquillo asustado agarró con su mano la mano de Vinicio, por su cabeza cruzaron confusas y rápidas impresiones. ¡Así que era él! ¡El terrible y el todopoderoso! Nunca le había visto hasta aquel momento, pero se lo imaginaba de manera muy distinta. Le imaginaba horrible, con la maldad petrificada en el rostro, y ahora veía una enorme cabeza sobre un grueso cuello. Cabeza terrible, es verdad, pero que resultaba grotesca, ya que de lejos parecía la cabeza de un niño. Una túnica de color amatista, color prohibido a los simples mortales, despedía un reflejo algo lívido sobre su ancho y corto rostro. Tenía oscuros los cabellos y divididos en cuatro rizos, según la costumbre introducida por Otón. No llevaba barba, porque hacía poco tiempo la había sacrificado a Júpiter, por lo que Roma entera le había tributado homenaje de gratitud, si bien en voz baja se murmuraba que la había sacrificado por tenerla roja, como todos los miembros de su familia. En la frente, y proyectándose por encima de las cejas, había algo de olímpico. En el ceño fruncido se advertía la conciencia del poder supremo. Pero debajo de aquella frente de semidiós se hallaba el rostro de un mono, de un borracho, de un fatuo, pletórico de deseos y, a pesar de sus pocos años, inflado de gordura y, sin embargo, enfermizo y repugnante.

A Ligia le pareció siniestro y, ante todo, repulsivo. Al cabo de un momento, Nerón dejó su esmeralda y no miró más a la doncella. Ésta pudo entonces ver sus ojos azules y saltones, entornados por el exceso de luz, vidriosos y vacíos como los de un muerto.

Nerón, dirigiéndose hacia Petronio, le dijo:

—¿Es aquélla la muchacha rehén de la que está enamorado Vinicio?

—Sí; ella es —contestó Petronio.

—¿Cómo se llama su pueblo?

—El pueblo ligio.

—¿Y a Vinicio le parece hermosa?

—Si a Vinicio le enseñas un tronco seco de olivo vestido con un peplo de mujer le parecerá hermosísimo. Pero en tu rostro, ¡oh conocedor sin rival!, estoy leyendo el fallo. No es menester que lo pronuncies. Sí; es demasiado seca y delgada, como la cabeza de una adormidera en lo alto de un frágil tallo; pero tú, ¡oh divino esteta!, estimas en la mujer el tallo y tienes mil veces razón. El rostro solo nada significa. Mucho he aprendido a tu lado, pero aún no tengo un golpe de vista tan certero… Y estoy dispuesto a apostarle a Tulio Senecio su querida que, aunque todas están recostadas, resulta difícil juzgar el cuerpo entero; pero tú ya has llegado a la siguiente conclusión: «Demasiado estrecha de caderas».

—Demasiado estrecha de caderas —repitió Nerón, entornando los ojos.

En los labios de Petronio se dibujó una imperceptible sonrisa; pero Tulio Senecio, que hasta entonces había estado hablando con Vestinio, burlándose de los sueños en los cuales Vestinio creía, se volvió hacia Petronio y, sin tener la menor idea de lo que estaban hablando, dijo:

—Te equivocas, estoy de parte del César.

—Bien —exclamó Petronio—, precisamente trataba de demostrar que tienes algunos destellos de inteligencia, y el César aseguraba que eres un asno completo.

—Habet—dijo Nerón riéndose y volviendo hacia abajo el pulgar, que era la señal que se hacía en el circo cuando un gladiador recibía un golpe y debía morir.

Mas Vestinio, creyendo que la conversación trataba todavía de los sueños, exclamó:

—Pues yo creo en los sueños, y Séneca me dijo una vez que él también creía.

—Anoche soñé que me habían hecho vestal —dijo Calvia Crispinilla, inclinándose sobre la mesa.

Nerón aplaudió la ocurrencia, los demás le imitaron, y pronto estallaron aplausos por todas partes, ya que Crispinilla, que se había divorciado muchísimas veces, era conocida por su vida extraordinariamente licenciosa en toda Roma.

Pero ella, sin desconcertarse en modo alguno, dijo:

—¿Y qué? Todas ellas son viejas y feas. La única que parece una persona es Rubria, y así seríamos dos, aunque Rubria se vuelve pecosa en el verano.

—Permíteme que te diga, purísima Calvia —dijo Petronio—, que tú únicamente puedes ser vestal en sueños.

—¿Y si el César lo ordenara?

—Entonces creería que pueden realizarse los sueños más inverosímiles.

—Pues se realizan —dijo Vestinio—; comprendo a la gente que no cree en los dioses, pero ¿cómo es posible no creer en los sueños?

—¿Y en las predicciones? —preguntó Nerón—. Me predijeron una vez que Roma dejaría de existir y que yo dominaría todo el Oriente.

—Las predicciones y los sueños vienen a ser lo mismo —dijo Vestinio—. En cierta ocasión, un procónsul muy incrédulo envió un esclavo al templo de Mopso con una carta sellada prohibiendo que la abrieran para comprobar si el dios podía contestar a la pregunta que la epístola encerraba. El esclavo pasó la noche en el templo a fin de tener un sueño profético, y cuando regresó dijo: «He visto en sueños a un adolescente que brillaba como el sol, que pronunció una sola palabra: "Negro"». Palideció el procónsul al oír esto y, dirigiéndose a sus huéspedes, que eran tan incrédulos como él, dijo: «¿Sabéis lo que decía la carta?».

Al llegar a este punto, Vestinio se interrumpió, levantó su copa de vino y comenzó a beber.

—¿Qué decía la carta? —preguntó Senecio.

—En la carta se hallaba esta pregunta: «¿Qué toro he de sacrificar: el negro o el blanco?».

Pero Vitelio interrumpió el interés inspirado por el relato prorrumpiendo sin motivo alguno en insensatas carcajadas.

—¿De qué se ríe este barril de sebo? —preguntó Nerón.

—La risa distingue al hombre de las bestias —dijo Petronio—, y éste no tiene otra manera de probarnos que no es un cerdo.

Dejó de reír Vitelio y, después de chasquear los labios, relucientes de salsas y manteca, miró a los circunstantes con tanto asombro como si los viera por primera vez. Luego, levantando sus manos, que parecían almohadas, dijo con voz ronca:

—El anillo de caballero que heredé de mi padre se me ha caído del dedo.

—De tu padre, que fue zapatero —añadió Nerón.

Vitelio lanzó una carcajada inesperada y se puso a buscar el anillo en el peplo de Calvia Crispinilla.

Entretanto, Vestinio se puso a imitar los gritos de una mujer asustada. Entonces, Nigidia, una amiga de Calvia, una viudita joven con cara de niña y ojos de mujer liviana, exclamó en voz alta:

—Busca lo que no ha perdido.

—Y que, además, de nada le serviría si lo encontrara —añadió el poeta Lucano.

La fiesta se volvía cada vez más alegre. Numerosos esclavos repartían incesantemente nuevos manjares; del interior de grandes vasos llenos de nieve y adornados con hiedra extraían a cada momento copas con los vinos más variados. Todos estaban repletos. Desde el techo caía sobre los invitados y las mesas una lluvia de rosas.

Petronio rogó a Nerón que solemnizara la fiesta con un canto antes que los comensales estuvieran borrachos.

Un coro de voces apoyó su ruego, pero Nerón empezó por negarse. No sólo se trataba de valor, que siempre le faltaba. Únicamente los dioses sabían cuánto le costaban esta clase de ejercicios… Sin embargo, no los rehuía, porque comprendía que debía hacerlo por el arte; además, Apolo le había otorgado el don de la voz y no podía desaprovechar un don tan divino. Estaba, incluso, persuadido de que era un deber para con el Estado. Pero aquel día se sentía verdaderamente ronco. Por la noche se había colocado pesados abrigos sobre el pecho, pero inútilmente. Pensaba, incluso, emprender un viaje a Ancio con el fin de respirar aires marinos.

Entonces, Lucano le rogó que lo hiciera en nombre del arte y la Humanidad. Todos sabían que el divino poeta y cantor había compuesto un nuevo himno a Venus, al lado del cual el de Lucrecio era igual al aullido de un lobezno. Que la fiesta fuera una verdadera fiesta. Un gobernante tan bondadoso no debía imponer torturas tan crueles a sus súbditos: ¡Oh César, no seas cruel!

—¡Oh César, no seas cruel! —repitieron los comensales más cercanos.

Nerón extendió las manos. En todos los rostros apareció una expresión de gratitud, y todos los ojos se volvieron hacia él. Pero antes mandó que avisaran a Popea que iba a cantar y manifestó a los concurrentes que no había asistido al banquete por no encontrarse bien de salud; pero como para ella no había mejor medicina que oírle cantar, le daba pena privarla de esa oportunidad.

Popea no tardó en presentarse. Hasta entonces había dominado a Nerón como si fuera un súbdito suyo; sin embargo, sabía que cuando se trataba de su vanidad de cantante, de auriga o de poeta era peligroso provocar su enojo. Entró hermosa como una divinidad, vestida como Nerón, con un traje de color amatista y un collar de gruesas perlas, que en otro tiempo le había sido robado a Massinisa. Era rubia, dulce y, aunque divorciada de dos maridos, tenía el rostro y el aspecto de una virgen.

Fue recibida con aclamaciones y gritos de «¡Divina Augusta!». Ligia no había visto en la vida una mujer más bella y no podía dar crédito a sus ojos, ya que no ignoraba que Popea Sabina era una de las mujeres más infames de la Tierra. Por Pomponia sabía que había inducido al César a matar a su madre y a su mujer. La conocía por los relatos de los huéspedes y de los sirvientes de Aulo; había oído hablar de los letreros, cuyos autores eran condenados a las más terribles penas, y que, sin embargo, aparecían todas las mañanas en los muros de la ciudad. Sin embargo, al ver ahora a la célebre Popea, considerada por los que profesaban la doctrina de Cristo como la encarnación de la maldad y el crimen, le pareció que sólo podía compararse con los ángeles o los espíritus celestiales. No podía apartar los ojos de ella, y de sus labios brotó la pregunta:

—Marco, ¿es esto posible?…

Pero éste, excitado por el vino e impaciente porque tantas cosas venían a distraer su atención y la apartaban de él y de sus palabras, dijo:

—En efecto, es hermosa, pero tú lo eres cien veces más. Tú no lo sabes, porque si no, te enamorarías de ti misma, como Narciso… Ella se baña en leche de burras, pero Venus te bañó a ti en su propia leche. Tú no entiendes de eso, ocelle mii!. No la mires a ella. Fija en mí la mirada, ocelle mii!… Toca con tus labios el borde de esta copa de vino, y luego yo apoyaré los míos en el mismo sitio.

Y se iba acercando cada vez más a Ligia, en tanto que ésta se apartaba, aproximándose a Actea.

Pero en aquel momento les impusieron silencio, ya que el César se había puesto en pie. El cantante Diodoro le entregó un laúd de los llamados delta, y Terpnos, que debía acompañarle a tocar, se acercó llevando un instrumento llamado nablium. Nerón apoyó el delta en la mesa, levantó los ojos, y entonces se hizo un silencio profundo, interrumpido tan sólo por el tenue rumor que producían las rosas que seguían cayendo desde el techo. Empezó Nerón a cantar, más bien a recitar rítmica y cadenciosamente, secundado por los dos laúdes, su himno a Venus. Ni su voz, aunque algo velada, era desagradable, ni sus versos eran malos, de modo que la pobre Ligia tuvo nuevamente escrúpulos de conciencia. El mismo himno, aunque en honor de la impura Venus, le pareció demasiado hermoso, y el mismo César, con su corona de laurel sobre la frente y los ojos levantados, más noble y menos terrible y repulsivo de lo que le pareciera al comenzar la fiesta.

La concurrencia prorrumpió en estruendosos aplausos. Las exclamaciones de «¡Oh voz celestial!» se oían por todas partes. Algunas mujeres levantaron las manos, manteniéndolas en alto en señal de arrobamiento, aun después de haberse acabado el canto; otras se enjugaban las lágrimas; la vasta sala bullía como una colmena. Popea, inclinando su dorada cabeza, se llevó a los labios la mano de Nerón y la retuvo largo rato en silencio. Pitágoras, joven griego de maravillosa belleza, con quien pasado el tiempo, ya con el juicio medio trastornado, Nerón ordenó que le casaran los flamines observando todas las ceremonias que prescribía el ritual, se arrodilló ante sus pies.

 

Pero Nerón miraba mucho a Petronio, cuyos elogios eran siempre solicitados.

Finalmente, éste dijo:

—Si se trata de la música, convengamos que Orfeo debe de estar en este instante más amarillo de envidia que el propio Lucano aquí presente, y en cuanto a los versos, lamento que no sean peores, porque, entonces podría encontrar palabras adecuadas para alabarlos.

Pero Lucano no le tomó a mal el haberle llamado envidioso, al contrario, le miró con agradecimiento y murmuró, con fingido mal humor:

—¡Maldito Fatum que me obliga a ser contemporáneo de semejante poeta! Podría tener un sitio reservado en la memoria de los hombres y en el Parnaso, mientras que así me apagaré como se apaga el farolillo ante la luz del sol.

Petronio, que poseía una memoria prodigiosa, comenzó a recitar algunos versos, trozos del himno, a repetir versos sueltos y a encomiar y analizar las más bellas expresiones. Lucano, haciendo como si los encantos de la poesía le hicieran olvidar la envidia, unió su admiración a las palabras de Petronio. El rostro de Nerón reflejaba una satisfacción y una vanidad que no sólo rayaban con la estupidez, sino que podía confundirse con ella perfectamente. Señaló los versos que a su juicio eran más hermosos y, finalmente, se puso a consolar a Lucano, diciéndole que no se desanimara, porque el artista nace y no se hace, y que la adoración que la gente rinde a Júpiter no excluye la adoración de los otros dioses.

Luego se levantó para acompañar a Popea, que realmente se hallaba enferma y deseaba retirarse. Sin embargo, ordenó a los comensales que ocuparan de nuevo sus puestos y prometió volver. En efecto, volvió poco después para continuar mareándose con el humo del incienso y contemplar el resto del espectáculo que el mismo Petronio y Tigelino habían preparado para la fiesta.

Se leyeron de nuevo versos y se escucharon diálogos en los cuales la extravagancia reemplazaba al ingenio. Después de esto, Paris, célebre mimo, representó las aventuras de Ío, hija de Ínaco. A los invitados que, como Ligia, no estaban familiarizados con semejantes espectáculos les parecía lo que veían milagros y encantamientos. Paris expresaba con movimientos de las manos y del cuerpo cosas que parecían imposibles de expresar con la danza. Sus manos agitaban el aire creando una nube luminosa, animada, llena de vida voluptuosa, que contenía las formas medio esfumadas de una doncella palpitante de placer. Más que danza era esto pintura, una pintura expresiva en la que se revelaban los secretos del amor, encantador y desvergonzado a la vez; y, cuando al terminar entraron los coribantes y comenzaron, acompañados de muchachas sirias, su danza báquica al son de cítaras, flautas, tambores y címbalos, danza llena de gritos desenfrenados y de no menos desenfrenada licencia, Ligia creyó morir de vergüenza y sintió que debía caer un rayo sobre aquella casa o desplomarse el techo sobre las cabezas de los comensales.

Pero en vez de esto, desde la dorada red colocada bajo el techo no caían más que rosas, y Vinicio, casi ebrio, le decía:

—Te vi en casa de Aulo junto a la fuente, y desde entonces te amo. Amanecía y creías que nadie te veía, pero te veía yo…, y ahora te veo con la imaginación como entonces, aunque el peplo me lo impide. Quítatelo como ha hecho Crispinilla. Mira, los dioses y los hombres sólo piden amor. No hay nada en el mundo como él. Reclina tu cabeza sobre mi pecho y entorna los ojos.

A Ligia la sangre le golpeaba pesadamente en las venas, las sienes y las manos. Se apoderaba de ella la sensación de que corría a su perdición, y que Vinicio, a quien antes consideraba tan digno de confianza, la empujaba a ella, en lugar de salvarla. Tuvo lástima de él. Y nuevamente tuvo miedo de la fiesta, del joven y de sí misma. Una voz parecida a la de Pomponia le decía desde el fondo de su alma: «¡Sálvate, Ligia!»; pero al mismo tiempo le decía que ya era tarde, que la persona que se hallaba abrasada por semejante fuego y que había presenciado lo que en aquel festín sucedía y que sentía latir su corazón al escuchar las palabras de Vinicio, la que al aproximársele éste se estremecía con la misma sacudida que él experimentaba, estaba irremisiblemente perdida. Se sintió mal. Tuvo la sensación de perder el conocimiento y que a continuación iba a pasarle algo terrible. Sabía que nadie debía levantarse de la mesa antes que el César, so pena de incurrir en la cólera de éste; pero aunque así no fuera, ya no tenía para ello fuerzas.

Aún faltaba mucho para el final del festín; los esclavos seguían trayendo nuevos platos y llenaban sin cesar las copas de vino. Ante la mesa, colocada sobre una plataforma abierta por un lado, se presentaron dos atletas para dar a los invitados un espectáculo de lucha.

Comenzaron a luchar. Los dos fornidos cuerpos, relucientes de aceite de oliva, formaron uno solo. Crujían los huesos bajo la presión de aquellos brazos de hierro; de las mandíbulas contraídas se oía el rechinar de los dientes. De pronto sonaban unos rápidos y sordos golpes que producían sus pies sobre el tablado cubierto de azafrán, luego se quedaban de nuevo inmóviles. Los asistentes creían tener ante sí un grupo tallado en piedra. Los romanos observaban con verdadero deleite el tremendo esfuerzo de aquellos brazos, músculos y espaldas. Pero la lucha no fue larga. Crotón, maestro y director de una escuela de gladiadores, no en balde era reputado como el hombre más forzudo del Imperio. Su adversario empezó a respirar afanosamente, se oyó un ronco estertor, luego se le congestionó el rostro y, por último, arrojó una bocanada de sangre y cayó desplomado.

El final de la lucha fue acogido con ruidosos aplausos. Crotón puso un pie en la espalda de su adversario, cruzó sobre el pecho sus enormes brazos y paseó por la sala una mirada de triunfo.

A continuación entraron los imitadores de los movimientos y gritos de los animales, los bufones y los prestidigitadores, pero casi nadie reparó en ellos. La fiesta fue degenerando gradualmente en borrachera y licenciosa orgía. Las muchachas sirias que habían bailado antes los bailes báquicos se mezclaron con la concurrencia. La música se convirtió en un ruido salvaje y desordenado de cítaras, laúdes, címbalos armenios, sistros egipcios, cuernos y trompetas. Algunos convidados querían seguir conversando y gritaban a los músicos que se fueran. El aire, saturado del perfume de las flores y de los aceites con que hermosos mancebos rociaban los pies de los invitados durante la fiesta e impregnado de azafrán y de las emanaciones humanas, se volvió sofocante. Las lámparas lucían con llama débil, las guirnaldas comenzaban a ladearse sobre las frentes, los rostros estaban pálidos y recubiertos de gotas de sudor.

Vitelio se derrumbó debajo de la mesa. Nigidia, desnuda hasta la cintura, apoyaba su infantil y ebria cabeza sobre el pecho de Lucano, que, también borracho, le soplaba en sus cabellos, aventando el polvo de oro que los cubría, y alzaba luego la vista con expresión de inmensa alegría. Vestinio repetía por décima vez, con la terquedad del borracho, la contestación que Mopso había dado a la carta sellada del procónsul. Tulio, que se burlaba de los dioses, dijo con lengua torpe y voz entrecortada por el hipo:

—Si la esfera de Jenófanes es redonda, figuraos con qué facilidad podría empujarse a un dios semejante y hacerle rodar como si fuera un barril.

Pero Domicio Afer, criminal y delator endurecido, se sublevó ante tal conversación, y su indignación le hizo derramar sobre su túnica el vino de Falerno. El seguía creyendo en los dioses. Había gente —dijo— que pretendía que Roma perecería, y hasta quien aseguraba que se estaba perdiendo ya. Seguramente. Pero si tal cosa ocurría era porque la juventud no tenía fe, y sin fe no había virtud posible. Habían olvidado las severas costumbres de antaño, y a nadie se le ocurre que los epicúreos no pueden sobreponerse a los bárbaros. Pero todo cuanto decía era en vano. Deploraba la desgracia de haber alcanzado semejante época y tenía que buscar alegrías para defenderse de los disgustos, que, de lo contrario, pronto acabarían con él.