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100 Clásicos de la Literatura

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Cuando llegó a su casa tranquilizó a Pomponia y le comunicó sus esperanzas, y ambos aguardaron noticias de Vinicio. Cada vez que en el atrium resonaban pasos de algunos de los esclavos, creían que quizá fuera Vinicio, que venía a devolverles a su hija, y se preparaban a bendecirle con toda el alma. Pero el tiempo pasaba y no llegaba noticia alguna. Por fin, al anochecer, se sintió un aldabonazo en la puerta.

Al poco tiempo entró un esclavo y entregó a Aulo una carta. El anciano jefe, a quien le gustaba mostrar el mayor dominio sobre sí mismo, la tomó con mano temblorosa y la leyó con tanta ansiedad como si se tratara de la suerte de toda la casa.

De pronto se oscureció su semblante como por la sombra de una nube.

—Lee —dijo, dirigiéndose a Pomponia Grecina.

Tomó Pomponia Grecina la carta y leyó lo siguiente:

Marco Vinicio a Aulo Plaucio: salud. Lo que ha ocurrido ha sido por voluntad del César, ante el cual debéis inclinar vuestras cabezas, como hacemos Pomponio y yo.

A continuación sobrevino un largo silencio.

VI

Petronio se hallaba en su casa. El portero no se atrevió a detener a Vinicio, que penetró como una tromba. Al enterarse de que el dueño se hallaba en la biblioteca, penetró en ella con el mismo ímpetu. Al ver a Petronio escribiendo, le arrancó la pluma de la mano, la hizo añicos, la pisoteó y, agarrándole por los hombros y acercando su rostro al de él, preguntó con voz ronca:

—¿Qué has hecho de ella? ¿Dónde está?

Entonces sucedió una cosa sorprendente. El elegante y atildado Petronio desasió la mano con que el joven atleta le oprimía el hombro; luego, cogiéndole la otra y sujetando ambas en una suya como unas tenazas de hierro, dijo:

—Únicamente por las mañanas me siento algo débil; por las tardes recupero mi antigua flexibilidad. Trata de soltarte. La gimnasia debe de habértela enseñado algún tejedor, y los modales, un herrero.

Su rostro no denotaba enfado, pero en sus ojos brillaban destellos de valor y energía. Luego soltó las manos de Vinicio, que se hallaba ante él humillado, avergonzado y rabioso.

—Tu mano es de acero —dijo—; pero por todas las divinidades infernales te juro que, si me has traicionado, te clavaré un puñal en el pecho, aunque te halles en las habitaciones del César.

—Hablemos con calma —contestó Petronio—. Como ves, el acero es más fuerte que el hierro, y a pesar de que de uno de tus brazos pueden hacerse dos míos, no tengo por qué temerte. En cambio, me apena tu grosería, y si la ingratitud humana aún pudiera sorprenderme, me sorprendería tu ingratitud.

—¿Dónde está Ligia?

—En el lupanar, es decir, en casa de César.

—¡Petronio!

—Tranquilízate y toma asiento. He pedido al César dos cosas, que me ha concedido: la primera, sacar a Ligia de la casa de Aulo, y la segunda, entregártela. ¿No llevas algún cuchillo entre los pliegues de la toga? A ver si me lo clavas ahora. Pero te aconsejo que esperes unos días, porque te llevarían a la prisión y entretanto Ligia se aburriría sola en tu casa.

Ambos callaron. Vinicio miraba atónito a Petronio.

—Perdóname —dijo—. La amo, y el amor me trastorna.

—Admírame, Marco; anteayer le dije al César: «Mi sobrino Vinicio se ha enamorado de una jovencita escuálida, que habita en casa de Aulo, y con sus suspiros tiene convertida su casa en un verdadero baño de vapor. Ni tú, César, ni yo, que sabemos lo que es la verdadera belleza, daríamos por ella ni mil sestercios; pero ese muchacho ha sido siempre más tonto que un trípode y ahora acaba de atontarse del todo».

—¡Petronio!

—Si no comprendes que dije esto para asegurar a Ligia, me obligarás a creer que dije la verdad. Convencí a Barbas de Cobre, que es tan gran conocedor de la estética, que no puede considerar como una belleza a esa muchacha. Y Nerón, que hasta ahora no se atreve a mirar más que por mis ojos, no verá en ella belleza alguna, y al no verla, no la deseará. Era necesario ponerse en guardia contra ese mono y atarle con una cuerda. No será él quien aprecie la hermosura de Ligia, sino Popea, que se apresurará a despedirla cuanto antes del palacio. Además, le dije a Barbas de Cobre con negligencia: «Apodérate de Ligia y entrégasela a Vinicio; tienes derecho a hacerlo porque está como rehén, y si eso haces, agraviarás a Plaucio». Y accedió. No tenía ninguna razón para no hacerlo, ya que le proporcionaba la ocasión de mortificar a gentes honradas. Te convertirás en el guardián oficial del rehén, entregarán en tus manos al tesoro ligio, y tú, como amigo de los valientes ligios, no sólo no derrocharás nada del tesoro, sino que te esforzarás en multiplicarlo. Para salvar las apariencias, el César la tendrá unos cuantos días en su casa, para enviártela luego a tu insula. ¡Hombre afortunado!

—¿Es verdad eso? Entonces, ¿no corre ningún peligro en la casa del César?

—Si tuviera que vivir allí siempre, Popea hablaría de ella con Locusta; pero, para unos días, no corre el menor peligro. En el palacio del César viven diez mil personas, y es posible que Nerón ni siquiera la vea. Me ha confiado de tal manera el asunto, que hace un momento se ha presentado en mi casa un centurión con la noticia de que había conducido a la doncella al palacio y la había entregado en manos de Actea. Es una buena alma esa Actea; por eso dispuse que se la entregaran. Al parecer, Pomponia Grecina comparte mi opinión, porque también le ha escrito. Mañana da Nerón una fiesta, y te he reservado un sitio junto a Ligia.

—Perdóname, Cayo, mi arrebato —dijo Vinicio—. Creí que la querías para ti o para el César.

—Tu arrebato puedo perdonarlo, mas no así tus ademanes groseros, tus gritos y tu voz ordinaria. Me recordaba a la de los jugadores de morra. Eso no me gusta, Marco, y de ello debes guardarte. Has de saber que el proveedor de las aventuras amorosas del César es Tigelino, y debes saber también que, si quisiera a la muchacha, te diría, mirándote cara a cara: «Vinicio, te quito a Ligia, y me quedo con ella hasta que me canse».

Diciendo esto, fijaba sus pardos ojos en los de Vinicio con tan sereno atrevimiento, que terminó de turbar por completo al joven.

—La culpa es mía —dijo—. Eres bueno y leal y te estoy agradecido con toda el alma. Permíteme que te haga una pregunta más: ¿por qué no mandaste que llevaran a Ligia directamente a mi casa?

—Porque el César quiere guardar las apariencias. La gente dirá en Roma que hemos arrebatado a Ligia, siendo ésta un rehén. Mientras duren los comentarios permanecerá en el palacio del César. Luego te la enviarán sin ruido a tu casa y todo habrá terminado. Nerón es un perro cobarde. Sabe que su poder no tiene límites, y, sin embargo, trata de dar una apariencia decente a cada uno de sus actos. ¿Te has serenado lo bastante para que filosofemos un poco? Más de una vez me ha venido a la mente la idea de por qué un delincuente, aun siendo tan poderoso como el César y hallándose tan seguro como él de la impunidad, busca siempre la apariencia del derecho, la justicia y la virtud en sus actos. ¿Por qué se toma esa molestia? Me parece que matar al hermano, a la madre o la esposa son actos dignos de cualquier reyezuelo asiático, mas no del César de los romanos; pero si yo me hallara en su lugar, ten por seguro que no escribiría al Senado cartas justificativas…, como Nerón escribe. Nerón quiere salvar las apariencias porque es un cobarde. Tiberio, aunque no era cobarde, también trataba de justificar cualquier atentado. ¿Por qué sucede así? ¿Qué extraño e involuntario homenaje rinde el crimen a la virtud? ¿Y sabes lo que me parece? Que eso sucede porque el crimen es feo y la virtud es bella. Ergo, el verdadero esteta es un hombre virtuoso. «Ergo, yo soy un hombre virtuoso. Hoy libaré en honor de las sombras de Protágoras y Gorgias». He aquí de qué manera los sofistas pueden ser útiles. Escucha lo que digo a continuación. Le he arrebatado Ligia a Plaucio para entregártela a ti. Bueno. Pero Lisipo habría hecho con vosotros un grupo maravilloso. Ambos sois hermosos, luego mi acción es bella también, y al ser bella, no puede ser mala. Mira, Marco. Ante ti se halla la virtud encarnada en Petronio. Si Arístides viviera, tendría que venir a mi casa y ofrecerme cien minas por una lección sobre la virtud.

Pero Vinicio, más preocupado por la realidad que por los tratados sobre la virtud, dijo:

—Mañana veré a Ligia, y luego la tendré todos los días a mi lado, siempre, hasta la muerte.

—Tú tendrás a Ligia y yo tendré a Plaucio encima. Invocará en su auxilio a todas las divinidades infernales para que caiga sobre mí su venganza. ¡Y si por lo menos el animal tomara antes clases de declamación! Pero me insultará, como hacía mi anterior portero con mis clientes, y a quien finalmente tuve que enviar a una prisión rural.

—Aulo estuvo en mi casa. Prometí darle noticias de Ligia.

—Escríbele que la voluntad del divino César es ley suprema y que tu primer hijo se llamará Aulo. Hay que procurarle algún consuelo al viejo. Soy capaz de pedirle a Barbas de Cobre que le invite mañana al festín, para que te vea en el triclinium al lado de Ligia.

—No hagas tal cosa —replicó Vinicio—; siento pena por ellos, en particular por Pomponia Grecina.

Y se sentó para escribir la carta que le hizo perder al viejo jefe las esperanzas que le quedaban.

VII

Hubo un tiempo en que las más altas cabezas se inclinaban delante de Actea, la antigua amante de Nerón. Pero ella ni aun entonces había querido intervenir en los asuntos públicos, y cuando alguna vez empleaba su influencia con el joven César, era tan sólo con objeto de pedir clemencia para alguien. Silenciosa y sumisa, supo granjearse la gratitud de muchos y nunca se creó enemigos. Ni siquiera Octavia consiguió odiarla. A los envidiosos les parecía poco peligrosa. Sabido era de todos que seguía queriendo a Nerón con un amor resignado y triste, que no se nutría de esperanzas, sino de recuerdos de aquellos días en que Nerón no sólo era más joven y la amaba, sino también era mejor. Sabido era que no podía arrancar de su pensamiento aquellos recuerdos. Pero ya nada esperaba. No había la menor esperanza de que el César retornara a ella. Se la consideraba como a un ser indefenso; y por eso la dejaban en paz. Popea la trataba como a una sirvienta silenciosa, hasta tal punto inofensiva, que ni siquiera se le había ocurrido echarla del palacio.

 

Como el César la había querido en otros tiempos y la había apartado de su lado sin violencias, más bien de una manera amistosa, la trataban con cierta consideración. Nerón, al libertarla, la había alojado en el palacio, en una vivienda con un cubiculum individual y un puñado de esclavos para su servicio. Al igual que Palas y Narciso, que a pesar de ser libertos de Claudio, no sólo se sentaban junto a él en las fiestas, sino que, como poderosos ministros, ocupaban los sitios destacados, así a ella la invitaban a veces a compartir la mesa del César. Quizá lo hicieran porque su hermosura era el ornato de aquellos banquetes, aunque Nerón hacía tiempo que había dejado de preocuparse de las apariencias en la elección de sus invitados. En su mesa se congregaba la más heterogénea mezcla de personas de toda clase y condición.

Había entre ellos senadores, pero sobre todo aquellos que al mismo tiempo se resignaban a hacer de bufones. Había patricios jóvenes y viejos sedientos de placer, lujos y excesos. Había matronas que, aunque ostentaban grandes nombres, no tenían reparo alguno en ponerse por las noches la peluca rubia para lanzarse en busca de aventuras por oscuras callejuelas. Se veía a altos empleados, sacerdotes, quienes ante unas copas llenas se burlaban de sus propios dioses, y al lado de ellos gentuza de todas clases, cantores, mimos, músicos, bailarines y bailarinas, poetas que mientras declamaban calculaban los sestercios que les producirían sus alabanzas a los versos del César; filósofos famélicos, cuyos ojos se iban detrás de los platos que servían. No faltaban tampoco célebres aurigas, charlatanes, hechiceros, narradores, bufones y la más variada colección de vagabundos, cuya juventud o locura habían puesto de moda durante un día. Entre ellos no faltaban algunos que, con sus largos cabellos, ocultaban los agujeros que tenían en las orejas en señal de esclavitud.

Los más notables se sentaban a la mesa, mientras que los de menor importancia divertían a los demás durante la comida, esperando el momento en que los sirvientes les permitieran abalanzarse sobre los restos de las viandas y las bebidas. Tigelino, Vatinio y Vitelio, que eran los encargados de suministrar a los convidados de esta calaña, se veían obligados a veces a proporcionarles ropa adecuada para presentarse en los aposentos del César, al que agradaba esa compañía por sentirse en ella más libre. El fausto de la corte lo doraba todo y todo lo tapaba con su esplendor. Grandes y pequeños, descendientes de nobles familias, gentecilla de la calle, artistas de fama y despreciables escorias del talento corrían presurosos al palacio para saciar sus deslumbrados ojos con un lujo nunca visto y acercarse al dispensador de tanta merced, riqueza y bien, que con una sola mirada podía hundir a cualquiera, pero también podía elevarle más allá de todo límite.

Aquel día, Ligia iba a tomar parte en uno de esos banquetes. El miedo, la incertidumbre y el atontamiento, nada extraños a raíz de tan repentino cambio, luchaban en su interior con el deseo de no asistir. Temía al César, a la gente y al palacio, cuyo continuo movimiento la sacaba de sus casillas. Temía las fiestas, de cuya licencia había oído hablar a Aulo y Pomponia y a sus amigos. Aun siendo una muchacha joven no era ingenua, ya que en aquellos tiempos el conocimiento del mal llegaba pronto, aun a los oídos de los niños. No ignoraba que en aquel palacio le amenazaba la ruina; Pomponia ya se lo había advertido en el momento de la separación. Pero dotada de un alma ignorante del mal y poseída de la fe sublime que su madre adoptiva le inculcara en el alma, había jurado defenderse contra dicha pérdida ante sí misma, ante su madre y ante el divino Maestro, en el cual no sólo creía, sino al que amaba con todo su juvenil corazón por la dulzura de su doctrina, la amargura de su muerte y la gloria de su resurrección.

Tenía la seguridad de que ahora ni Aulo ni Pomponia Grecina eran ya responsables de sus actos. Así que pensó si no sería mejor oponerse y no asistir al banquete.

De un lado, el temor y la zozobra anidaban en su alma; por otro surgía en ella el deseo de mostrar su valor, su resistencia al arrostrar la muerte y el martirio, ya que el divino Maestro así lo había mandado y Él mismo había dado el ejemplo. Pomponia le había dicho que los más fervientes prosélitos deseaban pasar por esta prueba y rezaban por ella.

Cuando todavía estaba Ligia en casa de Aulo se sentía a veces dominada por este deseo. Se veía ya mártir, con heridas en pies y manos, blanca como la nieve, con una belleza sobrenatural, llevada al cielo en alas de ángeles también blancos. Su imaginación gozaba con esos sueños. En ello había muchos ensueños juveniles y algo de cierta complacencia consigo misma, que Pomponia Grecina había intentado reprimir. Ahora, cuando la resistencia a la voluntad del César podía provocar algún horrible castigo y las torturas imaginadas en sueños podían convertirse en realidad, a las bellas visiones, a las complacencias se unía cierta curiosidad, mezclada de espanto, por conocer la forma en que la castigarían y las torturas que inventarían para ella.

Y de esta manera fluctuaba su alma casi infantil entre dos corrientes.

Mas cuando Actea se enteró de tales vacilaciones, la miró con asombro, creyéndola presa de fiebres. ¿Oponerse a la voluntad del César? ¿Provocar su cólera desde el primer instante? Para ello necesitaba ser una criatura que no sabía lo que decía. De las palabras de Ligia se deducía que, en realidad, no estaba en rehenes, sino más bien olvidada por su propio pueblo. Ninguna ley de las naciones la protegía; mas, aunque así fuera, el César era lo bastante poderoso para pisotearla en un momento de enfado. El César la había reclamado, y desde entonces dispondría de ella. Se hallaba sometida a su voluntad, que era la suprema ley del mundo.

—Así es —siguió hablando—. Yo también he leído las cartas de Pablo de Tarso y sé que más allá de la Tierra hay un Dios y un Hijo de Dios que resucitó de entre los muertos; pero en la Tierra sólo impera el César. Recuérdalo, Ligia. Sabes también que tu doctrina te prohíbe ser lo que yo he sido, y que vosotros, al igual que los estoicos, de los cuales me ha hablado Epicteto, cuando llega el momento de escoger entre la deshonra y la muerte, únicamente podéis escoger ésta. ¿Pero puedes adivinar que sea el deshonor y no la muerte lo que te espera? ¿No has oído hablar de la hija de Sejano, que aun siendo una niña pequeña, para cumplir con el decreto de Trajano, que prohíbe la pena capital a las vírgenes, fue violada antes de ejecutada? ¡Ligia! ¡Ligia! ¡No provoques al César! Cuando llegue el momento decisivo en que debas elegir entre el deshonor y la muerte actuarás tal como tu doctrina ordena; pero entretanto no provoques voluntariamente tu pérdida y no irrites por un motivo nimio a este dios terrenal y cruel.

Hablaba Actea con gran compasión y hasta con fuego, y como era algo corta de vista, acercaba su dulce rostro al de Ligia, como queriendo observar el efecto que sus palabras producían.

Ligia, en un arrebato de infantil confianza, le echó los brazos al cuello y le dijo:

—¡Qué buena eres, Actea!

Actea, lisonjeada por el elogio y la confianza, la estrechó contra su corazón, y luego, librándose del abrazo de la muchacha, contestó:

—La felicidad ha pasado para mí, y mi alegría ha muerto; pero mala no soy —y recorriendo con rápidos pasos la habitación y como hablando con desconsolación consigo misma, dijo—: No; él tampoco era malo. Entonces creía que era bueno y deseaba serlo. Yo lo sé mejor que nadie. Todo esto vino luego, cuando dejó de amar… Otros hicieron de él lo que ahora es, otros… y Popea.

Y al decir esto, sus ojos se empañaron de lágrimas. Ligia la seguía con la mirada de sus ojos azules, y por último preguntó:

—¿Te inspira lástima, Actea?

—Sí —contestó con voz sorda la griega.

Y volvió a pasearse con las manos contraídas de dolor y una expresión desesperada en el rostro.

Ligia le preguntó tímidamente:

—¿Le amas aún?

—Sí, le amo —y luego añadió—: No le ama nadie más que yo…

Siguió un momento de silencio, durante el cual procuró Actea serenar su ánimo, turbado por los recuerdos. Cuando su rostro recobró su habitual expresión de silenciosa tristeza, dijo:

—Hablemos de ti, Ligia. No pienses en oponerte a la voluntad del César. Sería una locura. Conozco bien esta casa y creo que por parte del César no te amenaza peligro alguno. Si Nerón te hubiera traído para sí no te hubiera llevado al Palatino. Aquí gobierna Popea, y desde que ésta le dio una hija está aún más bajo su influencia… No. Nerón ha ordenado que asistieras al banquete; pero hasta ahora no te ha visto ni ha preguntado por ti, lo que significa que no le interesas. Quizá te haya apartado del lado de Aulo y de Pomponia Grecina simplemente porque los odia… Petronio me ha escrito pidiendo que me ocupara de ti, y lo mismo ha hecho Pomponia Grecina, así que quizá se hayan puesto de acuerdo. Puede ser que lo haya hecho a petición de ella. Si es así, y a instancias de Pomponia, Petronio te tomara bajo su protección, ningún peligro te amenaza, y quién sabe si a petición de él te devuelva Nerón a casa de Aulo. No sé si Nerón le quiere mucho, pero sé que rara vez se atreve a sostener una opinión contraria a la de él.

—Pero, Actea —contestó Ligia—, Petronio estuvo en casa antes que me llevaran, y mi madre estaba convencida de que Nerón me había reclamado por instigación de él.

—Eso sería una cosa fea —dijo Actea; y reflexionando tras breve pausa, continuó—: Quizá Petronio se haya ido de la lengua ante Nerón durante algún banquete diciendo que había visto en casa de Aulo un rehén de los ligios, y Nerón, celoso de su poder, te ha reclamado únicamente porque los rehenes pertenecen al César. Además, no quiere a Aulo ni a Pomponia… ¡No! Me parece que si Petronio hubiera querido sacarte de la casa de Aulo le habría repugnado semejante recurso. No sé si Petronio es mejor que los demás individuos que rodean al César; pero en todo caso es diferente… Por otra parte, quizá encuentres a alguien, además de Petronio, que quiera protegerte. ¿No has conocido en casa de Aulo a algunos de los amigos del César?

—He visto a Vespasiano y a Tito.

—El César no los quiere.

—Y a Séneca.

—Bastaría que Séneca le aconsejara algo para que Nerón hiciera lo contrario.

El luminoso rostro de Ligia se cubrió de rubor.

—Y a Vinicio.

—No le conozco.

—Es un pariente de Petronio que hace poco ha regresado de Armenia…

—¿Crees que Nerón le verá con agrado?

—A Vinicio le quieren todos.

Actea se sonrió dulcemente y dijo:

—Entonces le verás seguramente en el festín. Tienes que asistir a él porque no te queda más remedio. Sólo una criatura como tú podía pensar de otra manera. Además, si quieres volver a casa de Aulo hallarás allí la ocasión de rogar a Vinicio y a Petronio que consigan con su influencia que vuelvas a tu hogar. Si ambos estuvieran aquí te dirían lo mismo que yo: que sería una locura y tu ruina intentar resistir. El César podría no darse cuenta de tu ausencia; pero si ésta no le pasara inadvertida y pensara que habías osado oponerte a su voluntad, no habría para ti salvación posible. Ven, Ligia: ¿no oyes el rumor que se escucha en la casa? El sol está descendiendo, y pronto empezarán a llegar los invitados.

—Tienes razón, Actea —contestó Ligia—; seguiré tu consejo.

Probablemente, Ligia no podría darse cuenta cómo influían en ella el deseo de ver a Vinicio y a Petronio, la curiosidad femenina de ver una vez en la vida semejante fiesta, y en ella al César, a la corte y a la famosa Popea y a otras beldades, y admirar aquel inusitado esplendor del cual tanto se hablaba en Roma. Pero Actea tenía razón, y Ligia se daba perfecta cuenta de ello. Había que ir, y cuando vio que la necesidad y el sentido común ayudaban a la tentación latente dejó de vacilar.

 

Actea la condujo a su propio unctuarium para ungirla y vestirla. Y como en la casa del César el número de esclavos no era pequeño, Actea disponía de muchos para su servicio personal. Por la compasión que le inspiraba la joven, cuya inocencia y belleza habían cautivado su corazón, decidió vestirla ella misma, y pronto quedó demostrado que en la joven griega, a pesar de su tristeza y de la lectura de las cartas de Pablo de Tarso, quedaba aún mucho del antiguo espíritu helénico, al que la belleza del cuerpo impresionaba más que cualquier otra cosa. Al desnudar a Ligia no fue dueña Actea de reprimir un grito de entusiasmo ante aquellas formas, a la vez menudas y llenas, como si estuvieran hechas de nácar, y alejándose un poco de la joven, miró con deleite aquel cuerpo sin par de primavera.

—Ligia —exclamó al fin—, eres cien veces más hermosa que Popea.

Pero la doncella, que había sido educada en la severa casa de Pomponia Grecina, donde las mujeres guardaban el mayor recato aun estando solas, se mantenía como un sueño hermoso, armoniosa como una obra de Praxiteles o como un canto, pero turbada y ruborosa por la vergüenza, con las rodillas apretadas, las manos tapando el pecho y los ojos bajos. Por último, levantando los brazos, soltó las horquillas que le sujetaban sus cabellos, sacudió la cabeza, y al instante quedó envuelta en ellos como en un manto.

Actea se acercó a ella y, tocando sus oscuras crenchas, exclamó:

—¡Qué cabellos tienes! No los salpicaré con polvos de oro, ya que tienen reflejos dorados en las ondas; les daré únicamente algunos toques de reflejo dorado, pero ligeramente, muy ligeramente, como si los iluminara un rayo de sol… Maravillosa debe de ser vuestra tierra, Ligia; donde nacen tales criaturas.

—No la recuerdo —contestó Ligia—. Urso me decía que hay en ella bosques, bosques y más bosques.

—Pero en los bosques brotan flores —dijo Actea, sumergiendo las manos en un recipiente lleno de verbena y humedeciendo con ella los cabellos de Ligia.

Hecho esto le ungió el cuerpo ligeramente con perfumados aceites de Arabia, y a continuación la revistió con una túnica sin mangas color de oro, sobre la cual había de colocarse el níveo peplo. Pero como antes había que peinarla, la envolvió en una especie de amplio ropaje llamado synthesis y, haciéndola sentar en la silla, la puso en manos de dos esclavas para apreciar de lejos el efecto del peinado. Otras dos esclavas calzaron los pies de Ligia con sandalias blancas bordadas de púrpura, sujetándolas a sus tobillos de alabastro con cordones de oro cruzados. Cuando terminó el peinado le colocaron el peplo con suaves y artísticos pliegues. Luego, Actea le ciñó al cuello un collar de perlas y, empolvando ligeramente con polvo de oro las ondas de sus cabellos, ordenó que la vistieran, sin dejar de mirar durante todo el tiempo a Ligia con ojos complacientes.

No tardó en estar arreglada, y cuando empezaron a llegar las literas a la puerta principal entraron ellas en el pórtico interior lateral, desde el que se veía la puerta principal, las galerías interiores y el patio, rodeado por una espléndida columnata de mármol de Numidia.

Poco a poco iba llegando más gente, que pasaba bajo el elevado arco de entrada, encima del cual la magnífica cuadriga de Lisias parecía conducir al espacio a Diana y a Apolo. Los ojos de Ligia se asombraron con esta maravillosa vista, de la que la modesta casa de Aulo no había podido darle la menor idea.

Caía la tarde, y los últimos rayos de sol se quebraban sobre el amarillento mármol numídico de las columnas, que despedía reflejos dorados y a la vez se tornaba de color de rosa. Entre las columnas, junto a las blancas estatuas de las danaides y otras que representaban dioses o héroes, fluía una muchedumbre compuesta de hombres y mujeres semejantes a estatuas por estar envueltos en sus togas, peplos y mantos, que caían graciosamente con suaves pliegues hasta el suelo, iluminados por los últimos destellos del sol. Un gigantesco Hércules, con la cabeza aún iluminada y el pecho sumergido en la sombra, proyectada por una columna, contemplaba desde lo alto a la muchedumbre.

Actea iba señalando a Ligia senadores con togas de anchos bordes, túnicas multicolores y medias lunas en las sandalias; patricios y artistas afamados, damas romanas vestidas al estilo romano o griego o bien con fantásticos vestidos orientales drapeados, con peinados en forma de torre o de pirámide o imitando las estatuas de las diosas, pegados a la cabeza y adornados con flores. Actea llamaba por sus nombres a muchos de aquellos hombres y mujeres, uniendo a éstos cortas y a veces espantosas historias, que llenaban a Ligia de terror, asombro y admiración. Era para ella aquél un mundo extraño, cuya belleza la deslumbraba, pero cuyos contrastes no podía comprender su juvenil entendimiento.

En aquel crepúsculo, aquellas hileras de columnas inmóviles que se perdían en la distancia y aquellas personas semejantes a estatuas se hallaban rodeadas de una gran calma. Parecía que en medio de aquellos mármoles de líneas puras debían de vivir semidioses, libres de toda preocupación, tranquilos y felices.

Entretanto, con apagada voz, Actea iba descubriendo uno a uno los terribles secretos de aquel palacio y de aquellas gentes. Desde lejos se veía el pórtico cubierto, cuyas columnas y pavimento conservaban aún las rojas manchas de la sangre con que Calígula salpicó el blanco mármol cuando cayó bajo el cuchillo de Casio Queroneo. Allí asesinaron a su mujer, más allá estrellaron a su hijo contra una piedra. En aquella ala del edificio estaba situada la mazmorra donde el menor de los Drusos, atenazado por el hambre, se comió sus propias manos; allí fue envenenado Druso el Mayor, más allá rugió de terror Gemelo, y Claudio se retorció en las últimas convulsiones, y en aquel sitio pereció Germánico.

Por todas partes, esos muros habían oído los gemidos y los estertores de los moribundos. Pero aquellas gentes que ahora se apresuraban a acudir a la fiesta envueltos en sus togas, con sus túnicas de colores, cubiertos de flores y de joyas serían quizá los condenados de mañana. En más de un semblante se ocultaba, tras una sonrisa, el terror, la intranquilidad y la inseguridad que les producía el mañana; la fiebre, la avaricia, la envidia roían en aquellos precisos momentos los corazones, aparentemente tan tranquilos, de aquellos semidioses coronados.

Los terroríficos pensamientos de Ligia se sucedían con más rapidez que las palabras de Actea, y al mismo tiempo que el espectáculo de aquel mundo maravilloso la atraía cada vez más, su corazón se contraía por el miedo, y en su alma se iba haciendo cada vez mayor la añoranza de ver a su amada Pomponia Grecina y de volver al apacible hogar de Aulo, en el que reinaba el amor y no el crimen.

Entretanto, desde el Vicus Apollinis afluían nuevas oleadas de invitados, y desde el interior se oían el ruido y las voces de los criados que acompañaban a sus dueños. El patio y las columnatas se hallaban llenos de una multitud de esclavos del César, esclavas, niños pequeños y soldados pretorianos que hacían la guardia. Acá y allá, entre los soldados de rostro moreno, aparecía el negro semblante de un numidio, con su yelmo adornado de plumas, y grandes aretes de oro en las orejas. Llevaban laúdes, cítaras, ramos de flores cultivadas artificialmente, a pesar de lo avanzado del otoño, y lámparas de mano de plata, de oro o de cobre.

El zumbido creciente de las conversaciones se mezclaba con el chapoteo del agua de la fuente, que caía desde lo alto sobre el mármol, quebrándose como un sollozo.