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100 Clásicos de la Literatura

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Petronio le contempló con envidia.

—Feliz tú —dijo—. Aunque el mundo y la vida fueran peores de lo que son, siempre habrá en ellos una cosa eternamente buena: ¡la juventud!

Y, pasados unos instantes, preguntó:

—¿Y no le hablaste?

—En cuanto reaccioné le dije que había regresado de Asia, que me había dislocado el brazo al entrar en la ciudad y sufría cruelmente; pero que en el momento de abandonar tan hospitalaria casa comprendía que el sufrimiento en ella era mejor que el placer en otro sitio, y que la enfermedad allí era preferible a la salud en otra parte. Ella escuchaba mis palabras también turbada y con la cabeza inclinada, mientras que con el mimbre dibujaba algo en la arena amarillenta. Luego alzó los ojos, volvió a mirar los signos que había trazado, y tornó a mirarme como si quisiera preguntarme algo. Finalmente, huyó como una hamadríada perseguida por un fauno estúpido.

—Sus ojos deben de ser preciosos.

—Son como el mar, y como en el mar, me he hundido en ellos. Puedes creerme: el archipiélago es menos azul. Poco tiempo después vino el pequeño Plaucio y quiso preguntarme algo, mas no comprendí lo que me decía.

—¡Oh, Minerva! —exclamó Petronio—. Quítale a este muchacho la venda de los ojos que le ha puesto Eros, porque, de otra forma, se romperá la cabeza contra las columnas del templo de Venus.

Y luego, dirigiéndose a Vinicio, agregó:

—¡Oh, tú, botón primaveral del árbol de la vida, primer retoño de la vid! En vez de llevarte a casa de Plaucio debería conducirte a la de Gelocio, donde hay una escuela para jóvenes inexpertos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Qué es lo que dibujó en la arena? ¿No sería el nombre de Eros, o bien un corazón atravesado por una flecha, o algo que indujera a creer que los sátiros le habían susurrado a esta ninfa, al oído, alguno de los secretos de la vida? ¿Cómo pudiste no reparar en aquellos signos?

—Me puse la toga de hombre hace más tiempo del que a ti te parece —contestó Vinicio—. Antes que el pequeño Aulo se acercase a mí, examiné cuidadosamente esos signos, porque sé que las doncellas de Grecia y Roma escriben en la arena la confesión que sus labios no se atreven a pronunciar. Pues bien: adivina lo que dibujó.

—Si no se trata de lo que supongo, no adivinaré.

—Un pez.

—¿Cómo dices?

—Digo que un pez. Acaso quiso darme a entender que por sus venas corre fría la sangre. No lo sé. Pero tú, que antes me llamabas botón primaveral del árbol de la vida, seguramente comprenderás mejor que yo el significado de ese emblema.

—Pero, carissime, una cosa así pregúntasela a Plinio; él entiende de peces. Si el viejo Apicio viviera todavía, quizá podría decirte algo al respecto, pues durante toda su vida comió más pescado del que cabe en el golfo napolitano.

Aquí se interrumpió la conversación. Entraban en calles de mucho movimiento, y les molestaba el ruido de la gente. Por el Vicus Apollinis torcieron hacia el Forum Romanum, donde con el buen tiempo se agrupaban los ociosos, antes de la puesta del sol, para pasearse entre las columnas, dar y recoger noticias, ver desfilar las literas con personajes notables y, finalmente, contemplar las joyerías, las librerías, las tiendas donde se cambiaba moneda, las tiendas de sedas, de bronces y otras muchas que llenaban las casas en la parte del mercado situada frente al Capitolio.

La mitad del Foro que se hallaba debajo de la roca del Capitolio estaba ya inundada por la sombra; pero las columnas de los templos que se elevaban a mayor altura parecían de oro en el cielo brillante y azul. Las que se alzaban a nivel más bajo proyectaban su prolongada sombra sobre el marmóreo pavimento. Tan poblado se hallaba de ellas aquel sitio, que la vista se perdía como a través de un bosque. Los edificios y las columnas parecían estar realmente hacinados; éstas se escalonaban unas sobre otras, se extendían a la derecha y a la izquierda, se arrimaban a las murallas del palacio, y unas junto a otras parecían blancos y dorados troncos de árboles. En sus capiteles se abrían las hojas del acanto, se enroscaba el cuerno jónico o se hallaba el sencillo rectángulo dórico. Sobre aquel bosque de columnas brillaban triglifos de colores; desde los tímpanos se asomaban las estatuas de los dioses, y en los ápices dorados cuadrigas aladas parecían querer emprender el vuelo, a través del espacio, por la bóveda azul que se extendía serena sobre aquella ciudad cuajada de templos.

Por el centro y por los lados del mercado fluía un río humano. Unos grupos se paseaban bajo los arcos de la basílica de Julio César; otros permanecían sentados en las gradas de Cástor y Pólux o daban vueltas alrededor del templo de Vesta, como enjambres multicolores de mariposas o escarabajos ante un enorme fondo de mármol.

En lo alto, por las extensas galerías laterales del templo consagrado a Jovi Optimo Máximo, afluían nuevas oleadas de gente; ante las rostra se oían algunos oradores improvisados; aquí y allá se escuchaba el vocear de los vendedores de frutas, de vino o agua mezclada con zumo de higos; a los embaucadores, recetando medicinas maravillosas; a los adivinos, descubridores de ocultos tesoros, y a los intérpretes de sueños.

Por todas partes, mezclados con el rumor de las conversaciones y de los gritos, sonaban los sistros, los sacabuches egipcios y las flautas griegas. Se veían enfermos, devotos y desgraciados que llevaban ofrendas a los templos. En medio de la multitud, sobre la piedra del pavimento, se agrupaban, ávidas de los granos que les arrojaban, bandadas de palomas, semejando manchas oscuras de variados colores, que tan pronto levantaban el vuelo con ruidoso batir de alas, como venían a posarse en los claros que la muchedumbre dejaba libres en el suelo.

De cuando en cuando se abrían paso entre la multitud las literas, en cuyo interior se veían mujeres con rostros llenos de afectación, senadores o patricios de rasgos ajados por la vida licenciosa. La multitud políglota repetía en voz alta sus nombres, añadiendo burlas, motes o alabanzas. De cuando en cuando, con paso mesurado, atravesaban los heterogéneos grupos patrullas de soldados o guardias encargados de mantener el orden en las calles. Por todas partes se oía hablar griego tanto como latín.

Vinicio, ausente de Roma durante mucho tiempo, contemplaba con cierta curiosidad aquel enjambre humano y aquel Forum Romanum, que a la vez que dominaba a la gente se veía invadido por ella Petronio, que había adivinado los pensamientos de su acompañante, lo calificó de nido de quirites sin quirites. En realidad, el elemento local pasaba casi inadvertido entre aquella masa de hombres compuesta de todas las razas y naciones. Allí se veían etíopes, gigantes rubios procedentes del lejano Norte, britanos, galos y germanos; habitantes de Sericum, de ojos rasgados; hombres del Éufrates y del Indo, con las barbas teñidas de color ladrillo; sirios de las márgenes del Orontes, de ojos negros y de dulce mirar; habitantes de los desiertos de Arabia, secos como huesos; judíos de pecho hundido, egipcios con su eterna e indiferente sonrisa en los labios, numidios y africanos, griegos de la Hélade que, junto con los romanos, eran los dueños de la ciudad, donde imperaban por su sabiduría, su arte, su inteligencia y sus engaños; griegos de las islas, del Asia Menor, de Egipto, de Italia y de la Galia narbonense.

Entre la muchedumbre de esclavos de orejas agujereadas no faltaba gente libre y desocupada a la que el César divertía, mantenía e incluso vestía, forasteros libres atraídos a la gran urbe por la vida fácil y por la esperanza de hacer fortuna.

Tampoco faltaban los corrompidos sacerdotes de Serapis, con ramas de palmera en la mano, y sacerdotes de Isis, en cuyos altares se hacían más ofrendas que en el de Júpiter Capitolino; sacerdotes con doradas espigas de arroz en la mano, sacerdotes de las divinidades nómadas, bailarinas orientales con sus brillantes mitras, vendedores de amuletos y encantadores de serpientes, magos de Caldea y, en fin, vagos sin oficio que acudían todas las semanas a los graneros situados sobre el Tíber en demanda de cereales, que se peleaban en los circos por los billetes de lotería y que pasaban las noches en las casas medio derruidas de los barrios transtiberinos, y los días calurosos y de sol bajo los pórticos cubiertos o en los sucios figones del Suburra, en el puente Milvio, o ante las insulas de los magnates, donde algunas veces les echaban las sobras de las mesas de los esclavos.

Petronio era muy conocido de la muchedumbre. A los oídos de Vinicio llegaban repetidos gritos de Hic est! (¡Es él!). Era querido por su generosidad, y su popularidad había aumentado desde que se supo que en presencia del César se había manifestado opuesto a la sentencia de muerte dictada contra toda la familia del prefecto Pedanio, sin distinción de edad ni de sexos, por haber asesinado uno de sus esclavos a aquel monstruo en un acceso de desesperación.

Cierto es que Petronio decía públicamente que el asunto le era indiferente y que había hablado de ello al César únicamente como Arbiter Elegantiarum, cuyo sentido estético se rebelaba ante semejante hecho, digno de bárbaros o de escitas, pero no de romanos. Por eso el pueblo, a quien tal cosa había indignado, amaba desde entonces a Petronio.

Pero eso a él no le interesaba; recordaba que la plebe también había querido a Británico, que fue envenenado por Nerón; a Agripina, a quien éste mandó asesinar, y a Octavia, que murió ahogada en Pandataria, después de haberle abierto las venas en vapor hirviendo, y a Rubelio Plauto, que fue desterrado, y a Tráseas, que cada día esperaba su sentencia de muerte. El amor de la plebe podía considerarse como de mal presagio, y Petronio era a la vez escéptico y supersticioso. Despreciaba doblemente a la plebe, como aristócrata y como artista; aquellas gentes, con su olor a habas tostadas y que, además, estaban siempre roncas y sudorosas de jugar a la morra en las esquinas de las calles y en los peristilos, no merecían, a sus ojos, el calificativo de seres humanos.

 

Sin responder en absoluto a los aplausos y a los besos que le eran enviados, refirió a Marco el caso de Pedanio, indignándose contra la volubilidad de la plebe, que a la mañana siguiente de una amenazadora agitación aplaudió a Nerón al dirigirse éste al templo de Júpiter Estator.

Al llegar frente a la librería de Avirno mandó parar la litera, se apeó y compró un lujoso manuscrito, que entregó a Vinicio.

—Es un regalo para ti —le dijo.

—Gracias —contestó Vinicio.

Y después de leer el título, preguntó:

—¿Satiricón? ¿Es algo nuevo? ¿Quién es el autor?

—Soy yo; pero no quiero correr la suerte de Rufino, cuya historia he ofrecido contarte, ni la de Fabricio Veyento; pero eso nadie lo sabe, y te ruego que no hables a nadie de ello.

—Pero me dijiste que no escribías versos —dijo Vinicio, hojeando el manuscrito—, y, sin embargo, veo aquí que la prosa alterna a menudo con ellos.

—Cuando lo leas fíjate en la fiesta de Trimalción. En cuanto a los versos, me repugnan desde que Nerón compone poemas épicos. Vitelio, cuando quiere devolver, utiliza unas barritas de marfil que se introduce en la garganta; otros se sirven de plumas de flamenco empapadas en aceite de oliva o en un cocimiento de tomillo silvestre. A mí me basta con leer los versos de Nerón, y el resultado es inmediato: al instante me encuentro en disposición de alabarlos, si no con la conciencia tranquila, por lo menos con el estómago limpio.

Al acabar de decir esto hizo detener de nuevo la litera ante la tienda del joyero Idomeneo, y dejando arreglado el asunto de las piedras preciosas, ordenó que los llevaran directamente a casa de Aulo.

—Por el camino te contaré la historia de Rufino, para que veas hasta dónde puede llegar la vanidad de un autor —le dijo.

Pero antes de comenzar el relato torcieron por el Vicus Patricius y de pronto se encontraron ante la casa de Aulo. Un joven y fornido janitor les abrió la puerta que daba acceso al ostium, y una urraca encerrada en una jaula dio la bienvenida chillando ruidosamente: «Salve».

En el trayecto del ostium al atrium dijo Vinicio:

—¿Has observado que el portero de esta casa no lleva cadena?

—Es una casa muy extraña —contestó Petronio en voz baja—. Seguramente no ignoras que se sospecha que Pomponia Grecina se entrega a un culto oriental que consiste en rendir homenaje a un tal Chrestos. Creo que la acusó Crispinilla, que no puede perdonar a Pomponia que le baste un marido para toda la vida. ¡Ser univira! Hoy día resulta más fácil procurarse una fuente de setas de Norco. Fue juzgada por un tribunal doméstico…

—Tienes razón: es una casa extraña. Ya te referiré más tarde lo que aquí he visto y oído.

Mientras tanto, llegaron al atrium. El esclavo que allí estaba, llamado atriensis, envió un nomenclator para que anunciase a los visitantes, mientras que los criados les colocaban sillas y banquillos para los pies. Petronio se imaginaba que en aquella casa reinaba una eterna tristeza; nunca había estado en ella, ahora miraba a su alrededor con cierta sorpresa y con una sensación de decepción, ya que el atrium producía una grata impresión. Por el techo abierto penetraba un rayo de luz clara que se quebraba en mil destellos sobre una fuente, cuya taza cuadrada, llamada compluvium, estaba destinada a recibir la lluvia que caía, cuando hacía mal tiempo, por la abertura del techo, y estaba rodeada de anémonas y de lirios. Éstas debían de ser las flores preferidas de la casa, pues se veían grandes grupos de lirios blancos y rojos, además de gladiolos zafirinos, que parecían plateados por las gotitas de agua. En el húmedo musgo, debajo del cual se hallaban ocultas macetas de lirios, y entre ramos de hojas se veían estatuillas de bronce que representaban niños y aves acuáticas; en un rincón, un cervatillo joven de bronce inclinaba su verdosa cabeza, blanqueada por la humedad, en actitud de beber. El pavimento del atrium era de mosaico; las paredes estaban revestidas, en parte, de mármol rojo, y en parte, de madera, en la que había pintados peces, aves y grifos que atraían la mirada por sus armoniosos juegos de colores.

Las puertas que daban a las habitaciones laterales estaban adornadas con concha e incluso con marfil. Entre las puertas se hallaban las estatuas de los antepasados de Aulo. Todo daba una sensación de holgura y bienestar, muy distante del lujo, pero decorosa y segura de sí.

Petronio, que vivía con mayor lujo y refinamiento, no pudo descubrir en aquel lugar nada que ofendiera su buen gusto. Iba a dirigirse a Vinicio para comunicarle esta observación, cuando un esclavo, el velarius, descorrió la cortina que separaba el atrium del tablinum, desde el que se vio el interior de la casa y a Aulo Plaucio que acudía presuroso.

Era éste un hombre que se aproximaba al ocaso de la vida, con la cabeza blanqueada por las canas, pero con el rostro enérgico, más bien ancho, y que recordaba la cabeza de un águila. En su cara se pintaba el asombro e incluso el temor que le producía la inesperada visita del compañero, amigo y consejero de Nerón.

Petronio era demasiado perspicaz y hombre de mundo para no reparar en ello; así que, después de los primeros saludos, le manifestó, con toda la desenvoltura y facilidad de palabra que le eran peculiares, que venía a expresarle su agradecimiento por los cuidados que en aquella casa le habían sido prodigados al hijo de su hermana, siendo únicamente la gratitud el motivo de aquella visita, para la que también le había animado la antigua amistad que le unía a Plaucio.

Aulo, a su vez, le aseguró que en su casa era un huésped bienvenido, y que tocante a gratitud, también se la debía él a Petronio, aunque éste seguramente no adivinaría la causa. Efectivamente, Petronio ni la sospechaba; en vano elevaba sus pardos ojos queriendo recordar el más leve servicio prestado a Aulo o a cualquier otro; no acudía ninguno a su mente, a no ser el que intentaba prestar a Vinicio en aquel momento. De haber hecho algún favor, habría sido involuntariamente.

—Quiero y estimo mucho a Vespasiano —dijo Aulo—, cuya vida salvaste cuando tuvo la desgracia de dormirse mientras escuchaba los versos de Nerón.

—Tuvo la suerte —dijo Petronio— de no oírlos, aunque ello hubiera podido terminar con una desgracia, pues Barbas de Cobre quería a toda costa enviarle un centurión con la amistosa orden de que se abriera las venas.

—Pero tú, Petronio, te burlaste de él.

—Así fue, o, mejor dicho, al revés; le dije que si Orfeo lograba adormecer con su canto a las fieras, el éxito alcanzado por él era parecido, ya que había conseguido hacer lo mismo con Vespasiano. A Barbas de Cobre se le puede censurar, siempre que la pequeña crítica vaya envuelta en una gran alabanza. Y esto demasiado bien lo sabe nuestra graciosa Augusta.

—Desgraciadamente, así son nuestros tiempos —exclamó Aulo—. Me faltan dos incisivos, que me rompió una piedra arrojada por un britano; ello es la causa de que silbe al hablar; y, sin embargo, reconozco que los días más felices de mi vida los pasé en Britania.

—Porque entonces eras el vencedor —dijo Vinicio.

Mas Petronio, temeroso de que el anciano caudillo comenzara el relato de sus campañas, cambió de conversación.

—En los alrededores de Praeneste —dijo—, los aldeanos han hallado muerto un lobezno con dos cabezas, y en los mismos días el rayo de una tempestad ha arrancado una esquina al templo de la Luna, lo que, dado lo avanzado del otoño, es un hecho extraordinario. Un tal Cotta es el que lo ha contado. Con este motivo, los sacerdotes de dicho templo han augurado la decadencia de la ciudad, o, por lo menos, la ruina de alguna poderosa casa, que únicamente podría evitarse con sacrificios expiatorios.

Aulo, al escuchar el relato, opinó que tales avisos no debían desatenderse, ya que los dioses podrían encolerizarse si la maldad colmaba la medida; esto no tenía nada de extraño, y ante tal contingencia era muy natural la ofrenda de los sacrificios expiatorios.

A lo que Petronio contestó:

—Tu casa, Plaucio, no es muy grande, pero alberga a un gran hombre; la mía resulta en verdad demasiado amplia para tan insignificante dueño, aunque es igualmente pequeña. Mas si se trata de la ruina de una gran casa, como, por ejemplo, la Domus Transitoria, ¿valdría la pena presentar ofrendas para evitar dicha ruina?

No contestó Plaucio a esta pregunta, y su reserva impresionó a Petronio, que, a pesar de su falta de aptitud para distinguir el bien del mal, nunca fue delator y se podía hablar con él tranquilamente. Ante esto, cambió nuevamente de tema y empezó a elogiar la morada de Plaucio y el buen gusto que en ella imperaba.

—Mi casa es una casa vieja —dijo Plaucio—, en la que nada ha cambiado desde que la heredé.

Después de correr la cortina que separaba el atrium del tablinum, quedó al descubierto la casa de un extremo al otro, de forma que la mirada podía atravesarla; a continuación del tablinum se hallaban el peristilo y el oecus, y más allá el jardín, que brillaba desde lejos como un cuadro luminoso bordeado por un oscuro marco. Desde él llegaban hasta el atrium alegres risas infantiles.

—¡Oh, caudillo! —exclamó Petronio—. Permítenos que escuchemos de cerca esas risas sinceras, tan poco frecuentes en estos días.

—Con mucho gusto —contestó Plaucio, levantándose—. Son Ligia y mi pequeño Aulo, que están jugando a la pelota. Pero tocante a la risa, creo, Petronio, que debes pasar la vida riendo.

—La vida sólo merece risa, y por eso me río —repuso Petronio—; sin embargo, aquí la risa suena de otra manera.

—Petronio —añadió Vinicio— pasa los días enteros sin reírse; pero, en cambio, se pasa las noches riendo.

Hablando de esta manera recorrieron toda la casa y llegaron al jardín, donde Ligia y el pequeño Aulo jugaban con unas pelotas que unos esclavos, llamados sphaeristae, especialmente designados para ese juego, recogían del suelo y se las entregaban.

Petronio examinó con rápida mirada a Ligia. El pequeño Aulo, al ver a Vinicio, salió corriendo a su encuentro para saludarle; pero éste se aproximó, inclinando la cabeza, a la hermosa doncella, que se hallaba en pie con la pelota en la mano y el cabello en desorden, un poco agitada y encendido el rostro.

En el triclinium del jardín, sombreado por la hiedra y la madreselva, se hallaba Pomponia Grecina, y se acercaron a saludarla. Petronio, aunque no frecuentaba la casa de Plaucio, la conocía por haberla visto en casa de Antistia —hija de Rubelio Plauto—, en la de Séneca y en la de Polión; mas no pudo disimular la sorpresa que le produjo el rostro triste y apacible, la nobleza de su continente, de sus ademanes y de sus palabras. Pomponia modificaba hasta tal punto el concepto que tenía de las mujeres, que a pesar de estar corrompido hasta la médula de los huesos y seguro de sí mismo como el que más en toda Roma, no sólo le inspiraba respeto, sino que incluso le hacía perder la seguridad en sí mismo.

Y ahora, al darle las gracias por los cuidados prestados a Vinicio, introducía casi involuntariamente un domina, cosa que no le hubiera sucedido nunca hablando, por ejemplo, con Calvia Crispinilla, con Escribonia, con Valeria o con Solina y otras mujeres del gran mundo.

Después de los saludos y de los agradecimientos de rigor, comenzó a lamentarse de lo poco que Pomponia se dejaba ver en el circo o en el anfiteatro, a lo que ésta replicó reposadamente, colocando una mano en la de su esposo:

—Nos vamos haciendo viejos, y a ambos nos gusta cada día más la paz del hogar.

Quiso argüir Petronio; pero Aulo Plaucio agregó con voz silbante:

—Cada día nos sentimos más extraños entre gente que hasta designa a las divinidades romanas con nombres griegos.

—Hace ya algún tiempo que los dioses se han convertido en simples figuras retóricas —replicó Petronio con negligencia—, y como los griegos nos han enseñado la retórica, a mí mismo me resulta más fácil decir, por ejemplo, Hera que Juno.

Diciendo esto, miró a Pomponia como para darle a entender que en su presencia no podía acordarse de otra divinidad, y a continuación se puso a rebatir lo que ella había dicho acerca de la vejez:

—Es cierto que las personas envejecen rápidamente; pero las hay que llevan una vida diferente de la de los demás, y de cuyos rostros Saturno parece haberse olvidado.

 

Esto lo dijo Petronio con cierta sinceridad, ya que Pomponia Grecina, si bien era de edad madura, conservaba un cutis de frescura poco común, y como tenía la cabeza pequeña y las facciones menudas, en algunos momentos parecía, a pesar de su traje oscuro, una mujer completamente joven.

Entretanto, el pequeño Aulo, que durante la estancia de Vinicio en la casa se había hecho gran amigo suyo, se acercó a él invitándole a jugar a la pelota. A su vez, Ligia entró en el triclinium detrás del niño. Bajo la cortina de hiedra y, con lucecitas vacilantes en el rostro, le pareció a Petronio más hermosa que al primer golpe de vista. Verdaderamente, semejaba una ninfa.

Como hasta entonces no le había hablado, se levantó, inclinándose ante ella, y en vez de dirigirle las palabras usuales de saludo, citó las siguientes palabras, con las que Ulises había saludado a Nausicaa:

—«Yo te imploro, ¡oh reina!, seas diosa o mortal. Si eres una de las deidades que habitan el amplio cielo, seguramente serás Diana, hija de Júpiter, a juzgar por tu belleza, majestad y encantos; y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu venerada madre y tus hermanos».

Hasta para la misma Pomponia resultó grata la exquisita cortesía de aquel hombre de mundo. En cuanto a Ligia, le escuchó ruborosa y confundida, sin atreverse a levantar los ojos; pero gradualmente se fue dibujando en las comisuras de sus labios una leve sonrisa y su rostro expresó la lucha entre la juvenil timidez de la doncella y el deseo de contestar; se conoce que éste triunfó finalmente, porque, mirando de pronto a Petronio, le contestó con las mismas palabras de Nausicaa, pronunciándolas sin tomar aliento y un poco como una lección aprendida de memoria:

—«Extranjero, no pareces de raza vil, ni necio…».

Al acabar de decirlas huyó como un pajarillo asustado. Petronio se quedó sorprendido, ya que no esperaba oír versos de Homero en boca de una doncella cuyo origen bárbaro le había sido revelado por Vinicio. Dirigió a Pomponia una mirada interrogativa; pero ésta no pudo contestarle porque en aquel momento miraba sonriente el orgullo que se reflejaba en el rostro del anciano Aulo. Éste no era capaz de ocultarlo: en primer lugar, porque amaba a Ligia como a su propia hija, y después, porque, a pesar de sus conceptos anticuados que le hacían tronar contra todo lo griego y su generalización, le parecía aquél el pináculo de la cultura social. Nunca había conseguido aprenderlo bien, lo que le mortificaba, y por eso le complacía que hubiera contestado en la lengua y con los versos de Homero a aquel hombre tan distinguido y a la vez tan culto, que había estado a punto de creer que su hogar era una casa de bárbaros.

—Tenemos en casa un pedagogo, un griego —dijo, dirigiéndose a Petronio—, que enseña a nuestro hijo, y la niña escucha las lecciones. Es una pajarita de las nieves, pero una dulce pajarita, a la que ambos nos hemos acostumbrado.

Petronio miraba, a través de las ramas de madreselva, a los tres jugadores. Vinicio se había despojado de la toga, conservando sólo la túnica, y tiraba en aquel momento la pelota a lo alto; Ligia, en pie frente a él, intentaba recibirla con los brazos levantados.

A primera vista, la doncella no le había producido gran impresión a Petronio; le pareció demasiado delgada. Pero desde el momento en que la contempló de cerca en el triclinium, pensó que sólo la Aurora podría tener ese aspecto, y como entendido en la materia, reconoció que no había en ella nada que resultara vulgar. Todo lo contempló y todo lo apreció: el rostro sonrosado y transparente, los frescos labios hechos para el beso, los ojos azules como el mar, la frente alabastrina, la opulencia de la oscura cabellera, cuyas ondas tenían reflejos de ámbar o de bronce corintio; su delicado cuello y la divina curva de los hombros, y toda su figura flexible, esbelta, con la frescura de mayo y de las flores recién abiertas. En Petronio se despertaron el artista y el adorador de la belleza, y pensó que al pie de la estatua de la doncella podría escribirse la palabra Primavera. El recuerdo de Crisotemis acudió a su memoria y prorrumpió en una sonora carcajada. Con el cabello cubierto de polvo de oro y con las cejas oscurecidas, parecía tremendamente mustia, semejante a una rosa cuyos pétalos amarillentos estaban prontos a deshojarse. Y, sin embargo, toda Roma continuaba envidiando a Crisotemis. Luego se acordó de Popea, y esta celebérrima Popea le pareció una máscara de cera sin alma.

Esa muchacha de formas de estatua de Tanagra no sólo parecía la encarnación de la Primavera, sino que a través de su cuerpo de rosas se adivinaban los destellos de Psique, como se percibe la luz a través de una lámpara.

«Vinicio tiene razón —pensó—, y mi Crisotemis es vieja…, vieja como Troya».

Y dirigiéndose a Pomponia Grecina e indicando el jardín, dijo:

—Ahora comprendo que teniendo una pareja así, prefiráis la casa a las fiestas del circo y del Palatino.

—Así es —contestó Pomponia, mirando en dirección al pequeño Aulo y a Ligia.

Entonces, el anciano caudillo empezó a contar la historia de la doncella y lo que hacía años le había referido Atelio Hister acerca del pueblo ligio que vivía en el brumoso Norte.

En el jardín, los jugadores habían terminado ya y se paseaban por la arena del mismo, destacándose sus figuras sobre el oscuro fondo de mirtos y cipreses como oscuras estatuas. Ligia llevaba de la mano al pequeño Aulo. Después de pasearse un rato se sentaron en un banco, junto al estanque de los peces, emplazado en el centro del jardín. Aulo se apartó de ellos a los pocos instantes, para asustar a los peces que había en el agua transparente.

Vinicio continuó la conversación comenzada durante el paseo:

—Sí —decía con voz baja y temblorosa—, apenas salí de la adolescencia cuando me enviaron a las legiones de Asia. No conocía las ciudades, ni la vida, ni el amor. Sé de memoria un poco de Anacreonte y de Horacio; pero no podría, como Petronio, recitar versos cuando la razón, embargada por la admiración, es incapaz de encontrar palabras apropiadas para expresar lo que siente. De niño asistí a la escuela de Musonio, quien nos explicaba que la felicidad consiste en querer lo que quieren los dioses, y que, por consiguiente, depende de nuestra voluntad. Creo, sin embargo, que existe algo más, más grande y de mayor valor, que no depende de nuestra voluntad; algo que sólo el amor puede darnos; hasta los mismos dioses buscan esa felicidad. Natural es, ¡oh Ligia!, que siga sus huellas yo, que hasta ahora no he conocido lo que es amor, y que busque a la que quiera darme esa felicidad.

Aquí guardó silencio, y por espacio de algunos instantes no se oyó más ruido que el que hacía el pequeño Aulo al arrojar piedrecitas para asustar a los peces.

Tras una corta pausa, Vinicio continuó en voz baja:

—Quizá conozcas a Tito, el hijo de Vespasiano. Dicen que apenas salido de la adolescencia se enamoró de tal forma de Berenice, que poco faltó para que la nostalgia le quitara la vida. Yo también podría amar así, ¡oh, Ligia! La riqueza, la gloria, el poder, son humo y vanidad. El rico encontrará siempre otro más rico que él; al glorioso le eclipsará una gloria mayor; un poderoso sucumbirá ante otro que lo sea más que él. Pero ¿puede acaso el mismo César o alguno de los dioses sentir mayor dicha o más felicidad que un simple mortal en el momento en que siente sobre su pecho el aliento del pecho amado, o cuando besa los labios que adora? ¡Ligia, el amor nos hace iguales a los dioses!