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100 Clásicos de la Literatura

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LA FLORISTA. — Por eso no lo deje, que yo puedo cambiarle.

EL CABALLERO. — ¿Un "soberano"? No llevo menos.

LA FLORISTA. — ¡Anda la mar! Si tuviá yo un "soberano", estaría yo ahora en un palco de la Ópera. Mírese a ver si tiene medio penique.

EL CABALLERO. — Vaya, no molestes. ¡Cuando te digo que no llevo! (Buscando por sus bolsillos.) ¿No lo he dicho?... ¡Calla! Aquí tengo seis peniques en plata; a ver si nos arreglamos.

LA FLORISTA. — Pues sueltos llevo cinco peniques. Tome dos ramiyetes y los cinco dichos. Le sale a medio penique ca ramiyete. Me paece que... (Da un grito, pues un vendedor de periódicos, de unos doce años, acaba de pellizcarla en el brazo.) ¡Golfo, marrano! ¿Qué ties tú que pellizcarme? (Restregándose el brazo.) ¡Qué animal!

EL GOLFO. — Es pa anunciarme.

LA FLORISTA. — ¡Pues ni que fuás el Padre Santo! ¡Mira que anunciarse con cardenales!

EL GOLFO. — Cállate, pelucha, y hazme caso a mí. A ver si vas a la Comi (Bajando la voz.), que allí detrás hay uno de la ronda, que no me gusta naa. Ya sabes lo que dice el bando...: que a las floristas os está prohibido molestar al público. Me paece que el poli aquel te está apuntando.

LA FLORISTA. — (Muy asustada.) Yo no he hecho naa malo. Tengo derecho a vender flores, que pa eso pago mi licencia. Yo soy una chica honraa, y a ese cabayero sólo le dije que me comprase unos ramiyetes.

EL GOLFO. — ¿A mí que me cuentas? Por lo que puá tronar, ándate con cuidao. ¡"La Nación"! (Se aleja a través de la lluvia.)

LA FLORISTA. — Ustedes, señores, son testigos... que yo no he hecho naa malo. (Tumulto general, en su mayoría expresando simpatía por la FLORISTA, pero protestando contra sus alharacas.)

LA MUCHEDUMBRE. — ¡Cállate la boca, tonta, que nadie se mete contigo, caramba! ¡Calma, calma, chica! ¡Pero qué pamemas son ésas! ¡Qué escandalosa es la criatura! ¡No le da poco fuerte a la niña! (Óyese decir por varios. Algunos hombres le dan golpecitos en los hombros de modo protector. Otros, malhumorados, quieren que se calle o se vaya con la música a otra parte. Un grupo, que no se ha enterado de lo sucedido, trata de acercarse y aumenta la confusión con sus empujones y preguntas). ¿Qué demonios pasa? ¿Qué le sucede a la muchacha? ¿Dónde está él? ¿Un policía ha tomado notas? Ya se supone lo que habrá sido. Habrá querido meter la mano en el bolsillo de alguien... Ya se sabe cómo las gastan esas chicuelas.

LA FLORISTA. — (Cada vez más apurada, fuera de sí, se precipita a través de los circunstantes hacia el CABALLERO de marras, y grita desaforadamente.) Oiga usté, cabayero; diga usté la verdá. ¿Qué es lo que he hecho yo? Yo no he quitao naa a nadie. Que me registren.

UN GUASÓN. — (Arrimándose.) Servidorito no tiene inconveniente. Manos a la obra...

LA FLORISTA. — (Dándole un golpe en la mano que acercaba.) Tóquese usted las narices...

EL DE LAS NOTAS. — (Yendo hacia ella seguido de todos.) Vaya, vaya, calma. ¿Por quién me has tomado a mí?

EL DESCONOCIDO. — Es verdad; no es poli: es un caballero. No hay más que ver su calzado. (Explicando al de las NOTAS.) Aquí la gachí le ha tomao por otro. S'ha figurao qu'era usté un guiri.

EL DE LAS NOTAS. — (Con súbito interés.) ¿Un guiri? ¿Qué es?

EL DESCONOCIDO. — (Que no tiene aptitudes para las definiciones.) Pues le diré: un guiri es... un guiri. Eso es. No lo sé decir d'otro modo.

LA FLORISTA. — (Muy nerviosa.) Juro por la saluz de mi madre, que en paz descanse, que yo no he hecho naa.

EL DE LAS NOTAS. — (Altanero, pero de muy buen humor.) Cállate, si puedes, que me pones nervioso. Ya comprendo; ¿tengo yo facha de policía?

LA FLORISTA. — (Lejos de tranquilizarse.) Pues, entonces, ¿a qué viene el tomar apuntes? ¡Yo qué sé lo que habrá escrito ahí! Enséñemelo a ver. (El de las NOTAS abre su cuaderno y se lo pone debajo de las narices, por más que la presión de los que tratan de leer por encima de sus hombros daría en tierra con un hombre menos fuerte que él.) ¿Qué dice? Yo no sé leer eso.

EL DE LAS NOTAS. — Yo, sí; escucha. (Lee reproduciendo exactamente la fonética, de la muchacha. Para que la ilusión sea completa, la misma actriz puede hablar, haciéndose creer al público que es el presunto imitador.) "Cuando cae así, con fuerza, no crea usté, cabayero, es que pronto se acaba. Ande, mi general, cómpreme un ramiyete..."

LA FLORISTA. — ¡Qué voz pone! Pero vamos a ver: ¿es un crimen el que yo haya llamao general al señor cuando tal vez no sea más que coronel? (Dirigiéndose al CABALLERO.) Usté dirá, cabayero, si me he propasao en algo.

EL CABALLERO. — Nada, mujer. (Al de las NOTAS.) Si es usted de la secreta, le diré que la muchacha no ha faltado ni a mí ni a nadie. Está en su perfecto derecho, creo yo, al tratar de vender sus flores.

Los CIRCUNSTANTES. — (Juntándose en su poca simpatía por la Policía.) ¡Claro! ¡Qué ganas de meterse donde nadie le llama! Esto no se ve más que en este país. ¡Si creerá que con esas chinchorrerías se va a ganar el ascenso! Le digo a usted que ni en la Papuasia. ¡Que se vaya a tomar el fresco!..., etcétera. (La chica, al ver que tantos toman su defensa, se engríe y mira retadora a su supuesto enemigo.)

EL DESCONOCIDO. — Pero, señores, ¡si está visto que ese señor no es de la Policía! A mí me parece que es un guasón que quie tomarnos el pelo.

EL DE LAS NOTAS. — ¡Qué listo es usted! Bien se ve que ha nacido usted en Whitechapel.

EL DESCONOCIDO. — (Atónito.) ¿Cómo lo sabe usted?

EL DE LAS NOTAS. — (Sonriendo.) Por un pajarito que me lo dice todo. (A la FLORISTA.) También tú eres de por allí.

LA FLORISTA. — Sí, sí; en aquel barrio nací; no lo puedo negar; pero no me vaya usted a multar por ello..., que no lo volveré a hacer. (Risas.) Ahora vivo en Lisson Grove. Esto supongo que no es un crimen. (Empieza nuevamente a lamentarse.)

EL DE LAS NOTAS. — (Sonriendo.) Vive donde te dé la gana, pero cesa de gimotear. ¡Caramba!

EL CABALLERO. — Anda, muchacha, serénate, que nadie se mete contigo.

LA FLORISTA. — (Todavía quejumbrosa, en voz baja.) Soy una muchacha honraa.

EL CIRCUNSTANTE SARCÁSTICO. — Si todo lo adivina, dígame: ¿en qué calle me he criado yo?

EL DE LAS NOTAS. — (Sin vacilar.) En la de Hoxton. (Sensación. El interés por los conocimientos del tomador de notas aumenta.)

EL CIRCUNSTANTE SARCÁSTICO. — (Atónito.) Pues es verdad. ¡Qué hombre! ¡Lo sabe todo!

LA FLORISTA. — No es una razón para meterse conmigo.

EL CIRCUNSTANTE SARCÁSTICO. — Claro que no; ni con nadie que no haya cometido falta alguna. A ver si resulta un policía "ful". Si no, que enseñe la insignia.

ALGUNOS. — (Animados por esta apariencia de legalidad.) Eso es: que enseñe la insignia.

EL DESCONOCIDO. — No saben ustedes distinguir. Ese señor no es policía. Es Onofrof, el adivinador de pensamientos. Le he visto trabajar en el circo. (Alzando más la voz.) Oiga usted, musiú: díganos de dónde es aquel caballero al que llamó general la muchacha.

EL DE LAS NOTAS. — Es de Cheltenham. Estudió en Cambridge y ha vivido últimamente en la India.

EL CABALLERO. — Totalmente cierto. (Gran risa general. Reacción a favor del tomador de NOTAS. Exclamaciones de asombro.) ¡Pues sí que lo entiende! ¡Hay que ver! ¡Parece mentira! Dispense la pregunta, caballero: ¿es usted artista de "varietés"?

EL DE LAS NOTAS. — No, señor; pero no digo que no lo sea algún día. (La lluvia cesó y las primeras filas comenzaron a alejarse.)

LA FLORISTA. — (Queriendo seguir haciéndose la interesante.) ¡Vaya un cabayero, que se mete con una pobre muchacha! ¿Si creerá que yo era gitana y le iba a hacer competencia?

LA HIJA. — (Impaciente, acercándose a la entrada del pórtico, empujando bruscamente al CABALLERO, que se aparta cortésmente.) Pero, ¡por Dios!, ¿qué ha sido de Freddy? ¡Voy a coger una pulmonía en este maldito pórtico!

EL DE LAS NOTAS. — (Para sí, anotando aprisa.) Earls-court.

LA HIJA. — (Con aspereza.) Hágame usted el favor de guardar para sí las observaciones impertinentes.

EL DE LAS NOTAS. — Habré pensado en voz alta. Fue sin querer. Perdone. Su señora madre es de Epson, no hay duda.

LA MADRE. — (Acercándose.) ¡Qué cosa más curiosa! Es verdad que me crie en Lagerlady Park, cerca de Epson.

EL DE LAS NOTAS. — Me alegro de haber acertado. Estuve dudando si era usted de Croydon.

LA MADRE. — De Croydon eras mis padres; pero cuando yo tenía siete años se trasladaron a la vecina población de Epson.

EL DE LAS NOTAS. — Me lo figuré. (Dirigiéndose a la HIJA.) Usted, señorita, lo que quiere es un coche de punto, ¿verdad?

LA HIJA. — (Con aspereza.) ¿A usted qué le importa?

LA MADRE. — ¡Por Dios, Clara, no seas así! ¡Vaya un genio que se te ha puesto! (La HIJA la rechaza con un movimiento brusco y se retira altanera.) Dispénsela, caballero, que está muy nerviosa. Yo le agradecería a usted mucho que nos encontrara un coche. (El de las NOTAS da un silbido fuerte.) Muchas gracias, caballero. (El de las NOTAS avanza hacia la calle y grita con voz estentórea: "¡Cocheroo!")

EL DESCONOCIDO. — ¡Buenos pulmones, caramba!

LA FLORISTA. — ¡Yo lo que digo es que no tié derecho a molestarme! ¿Soy acaso una mendiga?

EL DE LAS NOTAS. — La gente sigue pasando con los paraguas abiertos, y eso que ya hace diez minutos que cesó la lluvia.

UNO DE LOS CIRCUNSTANTES. — Pues es verdad. Estamos aquí haciendo los tontos. (Se va precipitadamente.)

EL DESCONOCIDO. — (Extendiendo la mano para ver si llueve.) ¡Recontra! ¡Si ya no cae! Claro, con esos charlatanes que le entretienen a uno... (Se tienta de repente para cerciorarse de que no le han quitado el reloj.) Nada, nada; no ha pasado nada. Porque ya se sabe, a lo mejor, en estas apreturas... (Se aleja.)

 

LA FLORISTA. — Debiera denunciarle, por coación.

LA MADRE. — Ya escampó, Clarita. Podemos ir a tomar un autobús. Anda, vamos. (Se remanga las faldas y echa a andar.)

LA HIJA. — Pero, mamá, el coche de punto... (La MADRE ya está fuera del alcance de su voz. CLARA no tiene más remedio que apretar el paso detrás de ella.) ¡Qué fastidio! (Todos se van, menos el de las NOTAS, el CABALLERO y la FLORISTA, que está arreglando su canasto, lamentándose a media voz.)

LA FLORISTA. — ¡Vaya una vida perra la que tiene una! ¡Cuánto hay que sudar para ganarse un triste piri! Y encima la amuelan a una de todas las maneras.

EL CABALLERO. — (Acercándose al de las NOTAS.) Me interesa mucho lo que acabo de oír. ¿Cómo hace usted?

EL DE LAS NOTAS. — Pues, sencillamente, tengo buen oído y buena memoria, y luego me he dedicado al estudio de la fonética. Esto es mi profesión y mi afición. ¡Dichoso el que tiene una profesión que coincide con su afición! Lo corriente es distinguir por el acento a un irlandés, a uno de Yorkshire. También es fácil conocer el origen de los extranjeros que hablan inglés, por bien que lo hablen. Pero mi especialidad es distinguir los miles de acentos que hay dentro de Inglaterra, con una diferencia local de seis millas. Hasta distingo los acentos de los diferentes barrios de Londres. Como usted sabe, cada población presenta en su vocabulario y en el modo de pronunciarlo matices característicos, y hasta podría decirse que cada familia tiene dejos y expresiones que le son peculiares. Pues yo todo esto lo apunto y lo guardo en la memoria. Además, poseo grandes conocimientos lingüísticos y tengo el don de imitar cualquier voz, cualquier entonación, cualquier acento.

LA FLORISTA. — Sí, sí; ahora quiere hacerse pasar por ventríloco; pero a mí no hay quien me quite que es de la secreta.

EL CABALLERO. — ¿Y da para vivir esa habilidad?

EL DE LAS NOTAS. — ¡Ya lo creo! Estos tiempos son, como usted sabe, de "snobismo". Las clases ricas, lo mismo las burguesas que las aristocráticas, viajan mucho y quieren estudiar idiomas extranjeros y, sobre todo, pronunciarlos bien, aunque no los entiendan. Hoy las personas de viso pronuncian el francés, el alemán, mejor que los propios nacionales respectivos. Pues bien: yo, habiendo analizado exactamente los fenómenos de la fonética, puedo fácilmente, indicando la posición que hay que dar a la lengua, los labios, etcétera, enseñar la pronunciación de cualquier idioma. Mis discípulos se quedan atónitos de sus propios progresos. Hago furor, como quien dice. No doy lecciones a menos de dos libras por hora, y tengo que rechazar discípulos.

LA FLORISTA. — ¡Y una siempre hecha la pascua! ¡Cuando se nace con mala pata...!

EL DE LAS NOTAS. — (Perdiendo la paciencia.) Mujer, no cargues tanto. Cállate, si puedes, y si no, vete con la música a otra parte.

LA FLORISTA. — Cabayero, usted l'ha tomao conmigo. Creo que tengo el mismo derecho a estar aquí que usté.

EL DE LAS NOTAS. — Una mujer que chincha tanto como tú no tiene derecho a estar en ninguna parte. ¡Vaya con la chicuela!

LA FLORISTA. — ¿Pa que quedrá que yo me vaya? ¡Pues no me sale del moño! ¡No faltaba más! También tengo yo mi diznidá y..., y... tal. ¡Pa chasco!

EL DE LAS NOTAS. — (Sacando su cuaderno de apuntes.) ¡Cielos, qué sonidos! ¡Y éste dicen que es nuestro idioma, tan hermoso, tan sonoro, tan eurítmico!

LA FLORISTA. — (Con voz aguda.) A este hombre le falta un tornillo. (El de las NOTAS repite estas palabras con la misma entonación. La FLORISTA, primero, atónita: luego, riéndose involuntariamente por la perfecta imitación.) ¡Ay qué gracia!

EL DE LAS NOTAS. — ¿Ve usted a esa muchacha con su lenguaje canallesco y estropeado, ese lenguaje que no la dejará salir del arroyo en toda su vida? Pues bien: si fuese cosa de apuesta, yo me comprometería a hacerla pasar por una duquesa en la "soirée" o en la "garden-party" de una Embajada. Digo más: le podría proporcionar una colocación como dama de compañía o como de vendedora en una tienda elegante, para lo que se exigen mejores modos de expresarse. Con decirle a usted que me dedico a desbastar a millonarios advenedizos, a nuevos ricos, creo haber dicho bastante. Con lo que me pagan prosigo mis trabajos científicos en fonética y lingüística.

EL CABALLERO. — Yo también me ocupo de lenguas. He estudiado los dialectos de la India y...

EL DE LAS NOTAS. — (Con vivacidad.) ¡Hombre! ¿Conoce usted al coronel Pickering, el autor de "El sánscrito hablado"?

EL CABALLERO. — (Sonriendo.) ¡Ya lo creo que le conozco! ¡Como que soy yo el tal coronel!

EL DE LAS NOTAS. — ¿Es posible? (Dándole la mano.) ¡Cuánto me alegro de conocerle personalmente! Soy Enrique Higgins, el autor del "Alfabeto fonético universal".

PICKERING. — ¡Qué casualidad! Yo he venido de la India para verle a usted.

HIGGINS. — Y yo pensaba marcharme a la India para verle a usted.

PICKERING. — Deme usted sus señas, que tendremos que hablar detenidamente.

HIGGINS. — En Wimpole Street, veintisiete, A, me tiene usted a su disposición. Vaya usted mañana mismo, por la mañana.

PICKERING. — Yo estoy en el hotel Carlton. Véngase ahora conmigo; cenaremos y charlaremos.

HIGGINS. — De acuerdo.

LA FLORISTA. — (A PICKERING, al pasar éste delante de ella.) Cómpreme una flor. No tengo donde dormir.

PICKERING. — Hija, lo siento. No tengo nada suelto. (Prosigue su camino.)

HIGGINS. — (Enfadado por la pedigüeñería de la chica.) ¡Embustera! Acabas de decir que tenías cambio de media corona.

LA FLORISTA. — (Desesperada.) ¡Que siempre usted me ha de salir en contra! (Arrojando el canasto a sus pies.) Tome usted todo el canasto por seis peniques, para acabarlo. (El reloj de la catedral da la media.)

HIGGINS. — (Oyéndole como a una advertencia del Cielo que le reprocha su dureza para con la pobre chica.) ¡Vaya, chica, toma, que todos somos de Dios! (Le tira un puñado de monedas en el canasto y se va con PICKERING.)

LA FLORISTA. — (Recogiendo una pieza de media corona.) ¡Aaayyy! (Esta exclamación es una especie de hipo prolongado, que en ella es peculiar. Recogiendo varias monedas más, de plata y de cobre.) ¡Aaayyy! (Recogiendo medio "soberano".) ¡Aaaaayyyy!

FREDDY. — (Bajando de un taxi.) Por fin logré uno... ¡Hola!... (A la chica.) ¿En dónde están las dos señoras que estaban aquí antes?

LA FLORISTA. — ¿Las dos señoras? Pues se marcharon a coger un autobús en cuanto dejó de llover.

FREDDY. — ¡Y me dejaron colgado con el taxi! ¡Estoy listo, sin un cuarto en el bolsillo!

LA FLORISTA. — (Con grandeza.) No se apure por eso, señorito. A mí precisamente me hace falta el taxi para ir a casa. Usted lo pase bien. (Se sube al coche, diciendo al chófer:) Drury Lane, esquina de la tienda de aceite de Micklejohn. ¡Arrea, que habrá propi! (El taxi se aleja a todo correr.)

FREDDY. — Ahora, yo a patita a casa. ¡Me he divertido!

TELÓN

ACTO SEGUNDO

Al día siguiente, a las once de la mañana. Gabinete de trabajo de HIGGINS, en Wimpole Street. Es una habitación exterior en el primer piso, muy amplia, que normalmente debiera ser la sala. La puerta, de dos hojas, se halla al foro, y las personas que entran encuentran en el rincón a su derecha, contra la pared, dos enormes estantes formando un ángulo recto. En este rincón hay una mesa de escribir plana, en la que están colocados un fonógrafo, un laringoscopio, una serie de tubitos de órgano con un fuelle, otra de tubos de quinqué con sus válvulas de gas para producir llamas sonoras, diferentes diapasones, una figura de cartón representando la mitad de una cabeza humana en tamaño natural, mostrando en sección los órganos vocales, y una caja llena de cilindros de cera para el fonógrafo. Más adelante, del mismo lado, una chimenea con un cómodo sillón forrado de cuero junto al hogar, de espaldas a la puerta, y una carbonera al otro. Hay un reloj encima de la chimenea. Entre ésta y la mesa del fonógrafo, un velador para los periódicos.

Al otro lado de la puerta, a la izquierda del visitante, se halla un mueble de muchos cajoncitos. Encima de él penden un teléfono y una lista de abonados. Contra la pared lateral, hacia el rincón, un piano de cola: tiene un taburete delante del teclado. Sobre el piano se ve una bandeja de frutas y dulces; la mayor parte, de chocolate. El centro de la habitación está desocupado. Además del sillón de cuero, el taburete del piano y dos sillas ante la mesa del fonógrafo, hay una silla de rejilla cerca de la chimenea. De las paredes cuelgan varios grabados, en su mayoría copias de retratos. PICKERING está sentado a la mesa, ordenando unas tarjetas y un diapasón que acaba de usar. HIGGINS está en pie a su lado, cerrando unas carpetas del estante que se hallaban abiertas. Su aspecto, a la luz de la mañana, es de un hombre robusto, con buena salud, de unos cuarenta años, pulcramente vestido de color oscuro. Su interés por todas las cuestiones científicas, y sobre todo por aquellas en que se ocupa especialmente, es muy vivo y le hace olvidar muchas veces las cosas y las personas que le rodean. Su modo de ver es el de un niño impetuoso que, sin mala intención, comete travesuras. Es irónico y punzante cuando está de buen humor, y arrebatado cuando se halla ante una contrariedad; pero es francote y no tiene pizca de malicia de modo que, aun en los momentos en que más se deja llevar por su temperamento, no es antipático.

HIGGINS. — (Cerrando la última carpeta.) Pues ya ha visto usted toda la colección.

PICKERING. — Es una cosa sorprendente. Y eso que no he examinado ni la mitad.

HIGGINS. — Siga usted, si gusta.

PICKERING. — (Levantándose y acercándose a la chimenea, delante de la cual se coloca de espaldas.) No; por esta mañana ya tengo bastante.

HIGGINS. — (Colocándose a su izquierda.) ¿Se ha cansado de escuchar sonidos?

PICKERING. — ¡Claro! Es un ejercicio muy absorbente. Yo, que estaba orgulloso por saber pronunciar veinticuatro vocales distintas, me considero vencido por las ciento treinta de usted. En muchos casos no percibo la más ligera diferencia entre ellas.

HIGGINS. — (Sonriéndole satisfecho y yendo hacia el piano a comer dulces.) ¡Oh! Eso viene con la práctica. Al principio no se percibe la diferencia entre ciertas vocales afines; pero luego, a fuerza de aguzar el oído, se las encuentra tan diferentes como la "a" y la "b".

(MISTRESS PEARCE, el ama de llaves de HIGGINS, asoma la cabeza por la puerta.) ¿Qué pasa?

MISTRESS PEARCE. — (Vacilante, evidentemente perpleja.) Ha venido una joven que desea verle a usted.

HIGGINS. — ¡Una joven! ¿Qué quiere?

MISTRESS PEARCE. — Pues dice que usted se alegrará de verla cuando se entere del objeto de su visita. Parece una muchachuela ordinaria, muy ordinaria. Yo la hubiese despedido; pero pensé que tal vez la necesitase usted para impresionar algún cilindro. Espero que no habré cometido una falta; usted me dispensará; a veces no sabe una lo que debe hacer.

HIGGINS. — No se apure, señora. Y esa joven, ¿tiene un acento interesante?

MISTRESS PEARCE. — Yo de eso no entiendo. Lo que a mí me parece es que es una... cualquiera. ¡Tiene unas expresiones!... ¡Bendito sea Dios!

HIGGINS. — (A PICKERING.) La mandaremos pasar, ¿no le parece? (A MISTRESS PEARCE.) Dígale que pase. (Va a su mesa de trabajo y coge un cilindro para colocarlo en el fonógrafo.)

MISTRESS PEARCE. — (Moviendo la cabeza.). — Allá usted. Yo me lavo las manos. (Se retira.)

HIGGINS. — Pues es una feliz casualidad. Ahora le voy a mostrar a usted cómo registro las voces. La haremos hablar y, mientras tanto, haré funcionar el aparato Bell, llamado de sonidos visibles; luego ampliaré todo en el Romie y, finalmente, lo fijaremos en el fonógrafo, de modo que podamos oír sus palabras siempre que se nos antoje.

MISTRESS PEARCE. — (Volviendo.) Aquí tiene usted a la muchacha. (La FLORISTA entra vestida de gala. Su peinado está muy cuidado. Su falda de percal, cuidadosamente remendada, está casi limpia. Lleva una blusa de color chillón, que revela a primera vista que más bien que de los talleres de alguna gran modista, procede de una prendería. Lo que más llama la atención es su sombrero de paja con tres plumas de avestruz: amarilla, azul oscura y colorada. Sus botas apenas si tienen tacón. PICKERING queda conmovido ante aquella figura, deplorablemente patética, con su inocente presunción. En cuanto a HIGGINS para quien las personas sólo tienen interés desde el punto de vista de sus estudios fonéticos, entra en materia sin más preámbulo.)

 

HIGGINS. — (Brusco, al reconocerla, con no disimulada desilusión.) Pero... ¡qué! ¡Si ésta es la muchacha cuya pronunciación transcribí anoche! No me sirve para nada. Con media docena de frases de su jerigonza me basta y me sobra. No quiero gastar un cilindro en ello. (A la muchacha.) No haces falta; puedes retirarte.

LA FLORISTA. — ¡No se ponga tan bufo, hombre! Un griyo sólo vale medio penique y se l'oye. Entéres'usté tan siquiera del ojezto de mi vesita. (A MISTRESS PEARCE, que se ha quedado en la puerta esperando más órdenes.) Señora, ¿l’ha dicho usté que he venío en taxi?

MISTRESS PEARCE. — No hable tonterías. ¿Qué le importa a un caballero como míster Higgins si usted ha venido en taxi o a pie?

LA FLORISTA. — ¡Anda Dios! Aquí toos a una. ¿Qué s'habrán figurao? Pues sepan ustés que s'equivocan de medio a medio. Aquí menda, tal como la ven, tie con qué pagar. De modo que al trigo, como quien dice. El señor aquí, según le oí decir anoche, da leciones de prenunciación. Pues yo quiero aprender a prenunciar correztamente, así como suena. Creo que mi dinero vale tanto como el de otros; y si no, decirlo d'una vez. Con ir a otro profesor, asunto acabao, y tan amigos como antes.

HIGGINS. — Pero ¿qué está diciendo la tonta?

LA FLORISTA. — El tonto será usted si desperdicia la ocasión. Fíjese que estoy dispuesta a pagar las leciones.

HIGGINS. — (Divertido.) Sí, ¿eh? ¡Vaya, vaya!

LA FLORISTA. — Vamos, parece que se ablanda. ¡ Aaaayyyy!

HIGGINS. — (Crispado.) ¡A esa pílfora la tiro por el balcón! (Avanza amenazador. PICKERING le retiene. La muchacha lanza gritos de terror y se refugia detrás del piano.)

LA FLORISTA. — ¡Aaaaayyyyy..., aaaaayyyyy!... No me pegue, que no he hecho nada. (Llorando.) ¡Y me ha llamado pílfora, cuando ofrezco pagar como una señora!

PICKERING. — (Acercándose al piano.) No se asuste, hija, que mi amigo no es tan fiero como parece. Hablando se entiende la gente. Vamos a ver: ¿qué es lo que desea usted?

LA FLORISTA. — (Con voz temblorosa.) Pues mire usté: yo querría entrar de vendedora en una tienda elegante de flores. Me han dicho que mi tipo no les disgustaba, pero que mi manera de hablar no era bastante fina. Como el señor se dedica a enseñar a hablar, he venido a ver si nos entendíamos.

MISTRESS PEARCE. — Pero, muchacha, ¿está usted loca? ¿Cómo va usted a pagar las lecciones?

LA FLORISTA. — ¡Nos ha amolao! Sé yo tan bien como usté lo que valen las leciones. Estoy dispuesta a pagar lo que pidan en razón. ¡Anda, chúpate ésta, Ruperta! (MISTRESS PEARCE, roja de indignación, quiere contestar; pero a HIGGINS le ha hecho gracia la cosa, lanza una carcajada franca y levanta el brazo para imponer silencio al ama; se dirige a la muchacha.)

HIGGINS. — ¿Cuánto pagarías?

LA FLORISTA. — ¡Ah, vamos! Ya sabía yo que bajaría usté los humos al ver la probabilidad de recoger algo de lo que tiró anoche. (Con confianza, bajando la voz.) Vamos, confiese: estaba algo alegre, ¿no?

HIGGINS. — (Imperioso.) Siéntate.

LA FLORISTA. — No haga usted cumplidos... Yo...

HIGGINS. — (Con voz de trueno.) Siéntate, te digo.

MISTRESS PEARCE. — Ande, muchacha; haga lo que le mandan. (Le acerca la silla de rejilla.)

LA FLORISTA. — Yo quiero irme. (Se queda en pie, medio asustada, medio reacia.)

PICKERING. — (Muy cortés.) Tome usted asiento, hija mía.

LA FLORISTA. — Gracias, caballero. (Se sienta y mira a PICKERING con gratitud.)

HIGGINS. — ¿Cómo te llamas?

LA FLORISTA. — Elisa.

HIGGINS. — Elisa, ¿qué más?

LA FLORISTA. — Pues Elisa Doolitle. (Dúctil.)

HIGGINS. — Perfectamente... Pues dime ahora: ¿cuánto piensas pagarme por lección?

ELISA. — Pues mire: yo sé por dónde ando. Una muchacha, amiga mía, tiene un profesor de francés al que paga un chelín y medio por hora. Es un francés de Francia, no se crea usté. Supongo que usté no se atreverá a exigirme lo mismo para enseñarme mi propia lengua. Yo le ofrezco un chelín, ni un penique más. Haga lo que quiera.

HIGGINS. — (Se pasea, haciendo sonar sus llaves en el bolsillo.) Sí, vamos a ver, amigo Pickering: un chelín, en comparación con los ingresos de esa muchacha, equivale a sesenta o setenta guineas pagadas por un millonario.

PICKERING. — ¿Cómo?

HIGGINS. — Pues sí, verá usted: un millonario tiene un ingreso diario de ciento cincuenta libras. Ella cobra al día media corona.

ELISA. — (Altanera.) ¿Quién le ha dicho que yo sólo...?

HIGGINS. — (Prosiguiendo.) Ella me ofrece dos quintas partes de su ingreso diario. Dos quintas partes del ingreso de un millonario vienen a ser unas sesenta libras. Es espléndido, es enorme. Es la oferta mayor que me han hecho hasta ahora.

ELISA. — (Espantada.) ¡Sesenta libras! Pero ¿qué está usté diciendo? Yo nunca le he ofrecido sesenta libras. ¿Cómo podría yo...?

HIGGINS. — Cállate, mujer, si puedes.

ELISA. — (Quejumbrosa.) Pero si no voy a poder...

MISTRESS PEARCE. — Tranquilícese, muchacha, que nadie le quitará su dinero. ¡Habrá simple!

HIGGINS. — Sí, tranquilízate y no te apures. Y cuidado con dar bien las lecciones; que si no, habrá azotes. Siéntate.

ELISA. — (Obedeciendo despacio.) ¡Aaayyy...! Ni que fuá usté mi padre.

HIGGINS. — Una vez que yo sea tu profesor, seré peor que "dos" padres. Toma. (Le ofrece su pañuelo de seda.)

ELISA. — ¿Pa qué es eso?

HIGGINS. — Para que te seques los ojos, para que te seques cualquier parte húmeda de tu cara. No olvides, ¿eh? Este es tu pañuelo, y ésta es tu manga. No confundas una cosa con otra, si quieres llegar a ser una vendedora de categoría. (ELISA, completamente confusa, le mira con ojos extraviados.)

MISTRESS PEARCE. — No le hable usted así, míster Higgins, que no le entiende. Por lo demás, mucho cuidado (Le quita el pañuelo.)

ELISA. — (Arrebatándole el pañuelo.) Venga, ¡caray! Si me lo dio a mí.

PICKERING. — (Riendo.) Es verdad; creo, mistress Pearce, que el pañuelo le pertenece a ella.

MISTRESS PEARCE. — Bien empleado le está, míster Higgins.

PICKERING. — Hombre, se me ocurre una idea. ¿Se acuerda usted de lo que dijo de la "garden-party" de la Embajada? Le proclamaré a usted el primer profesor del mundo si lo lleva a cabo. Yo le apuesto todos los gastos del experimento y el precio de las lecciones encima.

ELISA. — ¡Oh, qué bueno es usté, mi general! Muchísimas gracias.

HIGGINS. — (Mirándole, pensativo.) ¡Menuda faena! Si no fuera por el amor propio que pongo en estas cosas... Hay que ver sus modales y su facha. Pero no importa. Lograré mi empeño. Haré una duquesa de esa criatura sacada del arroyo.

ELISA. — ¡Aaaaayyyyy...! Del arroyo ha dicho, cuando precisamente en donde me paso yo la vida es en las aceras.

HIGGINS. — (Entusiasmándose con la idea.) Sí, dentro de seis meses, dentro de tres, si tiene buen oído y lengua suelta, la presento en la buena sociedad y doy el timo. Mistress Pearce, llévesela y límpiela. No ahorre el jabón. ¿Hay buena lumbre en la cocina?

MISTRESS PEARCE. — (Protestando.) Sí, pero...

HIGGINS. — (Con el tono de quien no tolera objeciones.) Nada de peros. Quítele todo lo que lleva encima y quémelo. Mande usted al criado o al portero por ropas nuevas, y mientras tanto, envuélvala, aunque sea en papel de estraza.

ELISA. — No sé lo que usté querrá hacer conmigo. Yo soy una muchacha honrá, ¿entiende?

HIGGINS. — No necesitamos aquí tus remilgos de la calle de Lisson Grove, chicuela. Tienes que aprender a comportarte como una duquesa. Llévesela, mistress Pearce, y si le da guerra, dele usted azotes.

ELISA. — (Levantándose precipitadamente y corriendo a colocarse entre PICKERING y MISTRESS PEARCE, como buscando protección.) A mí no me martiricen, que llamo a los guardias.