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100 Clásicos de la Literatura

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Yo le aseguré que así sería, y él continuó:

—Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestra manera de ser no es como su manera de ser, y habrá para usted muchas cosas extrañas. Es más, por lo que usted ya me ha contado de sus experiencias, ya sabe algo de qué cosas extrañas pueden ser.

Esto condujo a mucha conversación; y era evidente que él quería hablar aunque sólo fuese por hablar. Le hice muchas preguntas relativas a cosas que ya me habían pasado o de las cuales yo ya había tomado nota. Algunas veces esquivó el tema o cambió de conversación simulando no entenderme; pero generalmente me respondió a todo lo que le pregunté de la manera más franca. Entonces, a medida que pasaba el tiempo y yo iba entrando en más confianza, le pregunté acerca de algunos de los sucesos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué el cochero iba a los lugares a donde veía la llama azul. Entonces él me explicó que era creencia común que cierta noche del año (de hecho la noche pasada, cuando los malos espíritus, según se cree, tienen ilimitados poderes) aparece una llama azul en cualquier lugar donde haya sido escondido algún tesoro.

Que hayan sido escondidos tesoros en la región por la cual usted pasó anoche —continuó él—, es cosa que está fuera de toda duda. Esta ha sido tierra en la que han peleado durante siglos los valacos, los sajones y los turcos. A decir verdad, sería difícil encontrar un pie cuadrado de tierra en esta región que no hubiese sido enriquecido por la sangre de hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo tiempos agitados, cuando los austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a enfrentárseles, hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada entre las rocas arriba de los desfiladeros para lanzarles destrucción y muerte a ellos con sus aludes artificiales. Cuando los invasores triunfaban encontraban muy poco botín, ya que todo lo que había era escondido en la amable tierra.

—¿Pero cómo es posible —pregunté yo— que haya pasado tanto tiempo sin ser descubierto, habiendo una señal tan certera para descubrirlo, bastando con que el hombre se tome el trabajo solo de mirar?

El conde sonrió, y al correrse sus labios hacia atrás sobre sus encías, los caninos, largos y agudos, se mostraron insólitamente. Respondió:

—¡Porque el campesino es en el fondo de su corazón cobarde e imbécil! Esas llamas sólo aparecen en una noche; y en esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se atreve siquiera a espiar por su puerta. Y, mi querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Le aseguro que ni siquiera el campesino que usted me dijo que marcó los lugares de la llama sabrá donde buscar durante el día, por el trabajo que hizo esa noche. Hasta usted, me atrevo a afirmar, no sería capaz de encontrar esos lugares otra vez. ¿No es cierto?

—Sí, es verdad —dije yo—. No tengo ni la más remota idea de donde podría buscarlos.

Luego pasamos a otros temas.

—Vamos —me dijo al final—, cuénteme de Londres y de la casa que ha comprado a mi nombre.

Excusándome por mi olvido, fui a mi cuarto a sacar los papeles de mi portafolios. Mientras los estaba colocando en orden, escuché un tintineo de porcelana y plata en el otro cuarto, y al atravesarlo, noté que la mesa había sido arreglada y la lámpara encendida, pues para entonces ya era bastante tarde. También en el estudio o biblioteca estaban encendidas las lámparas, y encontré al conde yaciendo en el sofá, leyendo, de todas las cosas en el mundo, una Guía Inglesa de Bradshaw. Cuando yo entré, él quitó los libros y papeles de la mesa; y entonces comencé a explicarle los planos y los hechos, y los números. Estaba interesado por todo, y me hizo infinidad de preguntas relacionadas con el lugar y sus alrededores. Estaba claro que él había estudiado de antemano todo lo que podía esperar en cuanto al tema de su vecindario, pues evidentemente al final él sabía mucho más que yo. Cuando yo le señalé eso, respondió:

—Pero, mi amigo, ¿no es necesario que sea así? Cuando yo vaya allá estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan, no, perdóneme, caigo siempre en la costumbre de mi país de poner primero su nombre patronímico; así pues, mi amigo Jonathan Harker no va a estar a mi lado para corregirme y ayudarme. Estaré en Exéter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No es así?

Entramos de lleno al negocio de la compra de la propiedad en Purfleet. Cuando le hube explicado los hechos y ya tenía su firma para los papeles necesarios, y había escrito una carta con ellos para enviársela al señor Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado. Entonces yo le leí las notas que había hecho en aquel tiempo, y las cuales transcribo aquí:

"En Purfleet, al lado de la carretera, me encontré con un lugar que parece ser justamente el requerido, y donde había expuesto un rótulo que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Está rodeado de un alto muro, de estructura antigua, construido de pesadas piedras, y que no ha sido reparado durante un largo número de años. Los portones cerrados son de pesado roble viejo y hierro, todo carcomido por el moho.

"La propiedad es llamada Carfax, que sin duda es una corrupción del antiguo Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, coincidiendo con los puntos cardinales. Contiene en total unos veinte acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra arriba mencionado. El lugar tiene muchos árboles, lo que le da un aspecto lúgubre, y también hay una poza o pequeño lago, profundo, de apariencia oscura, evidentemente alimentado por algunas fuentes, ya que el agua es clara y se desliza en una corriente bastante apreciable. La casa es muy grande y de todas las épocas pasadas, diría yo, hasta los tiempos medievales, pues una de sus partes es de piedra sumamente gruesa, con solo unas pocas ventanas muy arriba y pesadamente abarrotadas con hierro.

“Parece una parte de un castillo, y está muy cerca a una vieja capilla o iglesia. No pude entrar en ella, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa, pero he tomado con mi kodak vistas desde varios puntos. La casa ha sido agregada, pero de una manera muy rara, y solo puedo adivinar aproximadamente la extensión de tierra que cubre, que debe ser mucha. Sólo hay muy pocas casas cercanas, una de ellas es muy larga, recientemente ampliada, y acondicionada para servir de asilo privado de lunáticos. Sin embargo, no es visible desde el terreno.

Cuando hube terminado, el conde dijo:

—Me alegra que sea grande y vieja. Yo mismo provengo de una antigua familia, y vivir en una casa nueva me mataría. Una casa no puede hacerse habitable en un día, y, después de todo, qué pocos son los días necesarios para hacer un siglo. También me regocija que haya una capilla de tiempos ancestrales. Nosotros, los nobles transilvanos, no pensamos con agrado que nuestros huesos puedan algún día descansar entre los muertos comunes. Yo no busco ni la alegría ni el júbilo, ni la brillante voluptuosidad de muchos rayos de sol y aguas centelleantes que agradan tanto a los jóvenes alegres. Yo ya no soy joven; y mi corazón, a través de los pesados años de velar sobre los muertos, ya no está dispuesto para el regocijo. Es más: las murallas de mi castillo están quebradas; muchas son las sombras, y el viento respira frío a través de las rotas murallas y casamatas. Amo la sombra y la oscuridad, y prefiero, cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.

De alguna forma sus palabras y su mirada no parecían estar de acuerdo, o quizá era que la expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.

Al momento, excusándose, me dejó, pidiéndome que recogiera todos mis papeles. Había estado ya un corto tiempo ausente, y yo comencé a hojear algunos de los libros que tenía más cerca. Uno era un atlas, el cual, naturalmente, estaba abierto en Inglaterra, como si el mapa hubiese sido muy usado. Al mirarlo encontré ciertos lugares marcados con pequeños anillos, y al examinar éstos noté que uno estaba cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde su nueva propiedad estaba situada. Los otros dos eran Exéter y Whitby, en la costa de Yorkshire.

Transcurrió aproximadamente una hora antes de que el conde regresara.

—¡Ajá! —dijo él—, ¿todavía con sus libros? ¡Bien! Pero no debe usted trabajar siempre. Venga; me han dicho que su cena ya está preparada.

Me tomó del brazo y entramos en el siguiente cuarto, donde encontré una excelente cena ya dispuesta sobre la mesa. Nuevamente el conde se disculpó, ya que había cenado durante el tiempo que había estado fuera de casa. Pero al igual que la noche anterior, se sentó y charló mientras yo comía. Después de cenar yo fumé, e igual a la noche previa, el conde se quedó conmigo, charlando y haciendo preguntas sobre todos los posibles temas, hora tras hora. Yo sentí que ya se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentía con la obligación de satisfacer los deseos de mi anfitrión en cualquier forma posible. No me sentía soñoliento, ya que la larga noche de sueño del día anterior me había fortalecido; pero no pude evitar experimentar ese escalofrío que lo sobrecoge a uno con la llegada de la aurora, que es a su manera, el cambio de marea. Dicen que la gente que está agonizando muere generalmente con el cambio de la aurora o con el cambio de la marea; y cualquiera que haya estado cansado y obligado a mantenerse en su puesto, ha experimentado este cambio en la atmósfera y puede creerlo. De pronto, escuchamos el cántico de un gallo, llegando con sobrenatural estridencia a través de la clara mañana; el conde Drácula saltó sobre sus pies, y dijo:

—¡Pues ya llegó otra vez la mañana! Soy muy abusivo obligándole a que se quede despierto tanto tiempo. Debe usted hacer su conversación acerca de mi querido nuevo país Inglaterra menos interesante, para que yo no olvide cómo vuela el tiempo entre nosotros.

 

Y dicho esto, haciendo una reverencia muy cortés, se alejó rápidamente.

Yo entré en mi cuarto y abrí las cortinas, pero había poco que observar; mi ventana daba al patio central, y todo lo que pude ver fue el caluroso gris del cielo despejado. Así es que volví a cerrar las ventanas, y he escrito lo relativo a este día.

8 de mayo. Cuando comencé a escribir este libro temí que me estuviese explayando demasiado; pero ahora me complace haber entrado en detalle desde un principio, pues hay algo tan extraño acerca de este lugar y de todas las cosas que suceden, que no puedo sino sentirme inquieto. Desearía estar lejos de aquí, o jamás haber venido. Puede ser que esta extraña existencia de noche me esté afectando, ¡pero cómo desearía que eso fuese todo! Si hubiese alguien con quien pudiera hablar creo que lo soportaría, pero no hay nadie. Sólo tengo al conde para hablar, ¡y él...! Temo ser la única alma viviente el lugar. Permítaseme ser prosaico tanto como los hechos lo sean; me ayudará esto mucho a soportar la situación; y la imaginación no debe corromperse conmigo. Si lo hace, estoy perdido. Digamos de una vez por todas en qué situación me encuentro, o parezco encontrarme.

Dormí sólo unas cuantas horas al ir a la cama, y sintiendo que no podía dormir más, me levanté. Colgué mi espejo de afeitar en la ventana y apenas estaba comenzando a afeitarme. De pronto, sentí una mano sobre mi hombro, y escuché la voz del conde diciéndome: "Buenos días." Me sobresaltó, pues me maravilló que no lo hubiera visto, ya que la imagen del espejo cubría la totalidad del cuarto detrás de mí. Debido al sobresalto me corté ligeramente, pero de momento no lo noté. Habiendo contestado al saludo del conde, me volví al espejo para ver cómo me había equivocado. Esta vez no podía haber ningún error, pues el hombre estaba cerca de mí y yo podía verlo por sobre mi hombro ¡pero no había ninguna imagen de él en el espejo! Todo el cuarto detrás de mí estaba reflejado, pero no había en él señal de ningún hombre, a excepción de mí mismo. Esto era sorprendente, y, sumado a la gran cantidad de cosas raras que ya habían sucedido, comenzó a incrementar ese vago sentimiento de inquietud que siempre tengo cuando el conde está cerca. Pero en ese instante vi que la herida había sangrado ligeramente y que un hilillo de sangre bajaba por mi mentón. Deposité la navaja de afeitar, y al hacerlo me di media vuelta buscando un emplasto adhesivo. Cuando el conde vio mi cara, sus ojos relumbraron con una especie de furia demoníaca, y repentinamente se lanzó sobre mi garganta. Yo retrocedí y su mano tocó la cadena del rosario que sostenía el crucifijo. Hizo un cambio instantáneo en él, pues la furia le pasó tan rápidamente que apenas podía yo creer que jamás la hubiera sentido.

—Tenga cuidado —dijo él—, tenga cuidado de no cortarse. Es más peligroso de lo que usted cree en este país —añadió, tomando el espejo de afeitar—. Y esta maldita cosa es la que ha hecho el follón. Es una burbuja podrida de la vanidad del hombre. ¡Lejos con ella!

Al decir esto abrió la pesada ventana y con un tirón de su horrible mano lanzó por ella el espejo, que se hizo añicos en las piedras del patio interior situado en el fondo.

Luego se retiró sin decir palabra. Todo esto es muy enojoso, porque ahora no veo cómo voy a poder afeitarme, a menos que use la caja de mi reloj o el fondo de mi vasija de afeitar, que afortunadamente es de metal.

Cuando entré al comedor el desayuno estaba preparado; pero no pude encontrar al conde por ningún lugar. Así es que desayuné solo. Es extraño que hasta ahora todavía no he visto al conde comer o beber. ¡Debe ser un hombre muy peculiar! Después del desayuno hice una pequeña exploración en el castillo. Subí por las gradas y encontré un cuarto que miraba hacia el sur. La vista era magnífica, y desde donde yo me encontraba tenía toda la oportunidad para apreciarla. El castillo se encuentra al mismo borde de un terrible precipicio. ¡Una piedra cayendo desde la ventana puede descender mil pies sin tocar nada! Tan lejos como el ojo alcanza a divisar, solo se ve un mar de verdes copas de árboles, con alguna grieta ocasional donde hay un abismo. Aquí y allí se ven hilos de plata de los ríos que pasan por profundos desfiladeros a través del bosque.

Pero no estoy con ánimo para describir tanta belleza, pues cuando hube contemplado la vista exploré un poco más; por todos lados puertas, puertas, puertas, todas cerradas y con llave. No hay ningún lugar, a excepción de las ventanas en las paredes del castillo, por el cual se pueda salir.

¡El castillo es en verdad una prisión, y yo soy un prisionero!

III.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

Cuando me di cuenta de que era un prisionero, una especie de sensación salvaje se apoderó de mí. Corrí arriba y abajo por las escaleras, pulsando cada puerta y mirando a través de cada ventana que encontraba; pero después de un rato la convicción de mi impotencia se sobrepuso a todos mis otros sentimientos. Ahora, después de unas horas, cuando pienso en ello me imagino que debo haber estado loco, pues me comporté muy semejante a una rata cogida en una trampa. Sin embargo, cuando tuve la convicción de que era impotente, me senté tranquilamente, tan tranquilamente como jamás lo he hecho en mi vida, y comencé a pensar que era lo mejor que podía hacer. De una cosa sí estoy seguro: que no tiene sentido dar a conocer mis ideas al conde. Él sabe perfectamente que estoy atrapado; y como él mismo es quien lo ha hecho, e indudablemente tiene sus motivos para ello, si le confieso completamente mi situación sólo tratará de engañarme.

Por lo que hasta aquí puedo ver, mi único plan será mantener mis conocimientos y mis temores para mí mismo, y mis ojos abiertos. Sé que o estoy siendo engañado como un niño, por mis propios temores, o estoy en un aprieto; y si esto último es lo verdadero, necesito y necesitaré todos mis sesos para poder salir adelante.

Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí que la gran puerta de abajo se cerraba, y supe que el conde había regresado. No llegó de inmediato a la biblioteca, por lo que yo cautelosamente regresé a mi cuarto, y lo encontré arreglándome la cama. Esto era raro, pero sólo confirmó lo que yo ya había estado sospechando durante bastante tiempo: en la casa no había sirvientes. Cuando después lo vi a través de la hendidura de los goznes de la puerta arreglando la mesa en el comedor, ya no tuve ninguna duda; pues si él se encargaba de hacer todos aquellos oficios minúsculos, seguramente era la prueba de que no había nadie más en el castillo, y el mismo conde debió haber sido el cochero que me trajo en la calesa hasta aquí. Esto es un pensamiento terrible; pues si es así, significa que puede controlar a los lobos, tal como lo hizo, por el solo hecho de levantar la mano en silencio. ¿Por qué habrá sido que toda la gente en Bistritz y en el coche sentían tanto temor por mí? ¿Qué significado le daban al crucifijo, al ajo, a la rosa salvaje, al fresno de montaña? ¡Bendita sea aquella buena mujer que me colgó el crucifijo alrededor del cuello! Me da consuelo y fuerza cada vez que lo toco. Es divertido que una cosa a la cual me enseñaron que debía ver con desagrado y como algo idolátrico pueda ser de ayuda en tiempo de soledad y problemas. ¿Es que hay algo en la esencia misma de la cosa, o es que es un medio, una ayuda tangible que evoca el recuerdo de simpatías y consuelos? Puede ser que alguna vez deba examinar este asunto y tratar de decirme acerca de él. Mientras tanto debo averiguar todo lo que pueda sobre el conde Drácula, pues eso me puede ayudar a comprender. Esta noche lo haré que hable sobre él mismo, volteando la conversación en esa dirección. Sin embargo, debo ser muy cuidadoso para no despertar sus sospechas.

Medianoche. He tenido una larga conversación con el conde. Le hice unas cuantas preguntas acerca de la historia de Transilvania, y él respondió al tema en forma maravillosa. Al hablar de cosas y personas, y especialmente de batallas, habló como si hubiese estado presente en todas ellas. Esto me lo explicó posteriormente diciendo que para un boyar el orgullo de su casa y su nombre es su propio orgullo, que la gloria de ellos es su propia gloria, que el destino de ellos es su propio destino. Siempre que habló de su casa se refería a ella diciendo "nosotros", y casi todo el tiempo habló en plural, tal como hablan los reyes. Me gustaría poder escribir aquí exactamente todo lo que él dijo, pues para mí resulta extremadamente fascinante. Parecía estar ahí toda la historia del país. A medida que hablaba se fue excitando, y se paseó por el cuarto tirando de sus grandes bigotes blancos y sujetando todo lo que tenía en sus manos como si fuese a estrujar lo a pura fuerza. Dijo una cosa que trataré de describir lo más exactamente posible que pueda; pues a su manera, en ella está narrada toda la historia de su raza:

"Nosotros los escequelios tenemos derecho a estar orgullosos, pues por nuestras venas circula la sangre de muchas razas bravías que pelearon como pelean los leones por su señorío. Aquí, en el torbellino de las razas europeas, la tribu ugric trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Wodin les habían dado, y cuyos bersequers demostraron tan clara e intensamente en las costas de Europa (¿qué digo?, y de Asia y de África también) que la misma gente creyó que habían llegado los propios hombres-lobos.

Aquí también, cuando llegaron, encontraron a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la tierra como una llama viviente, de tal manera que la gente moribunda creía que en sus venas corría la sangre de aquellas brujas antiguas, quienes expulsadas de Seythia se acoplaron con los diablos en el desierto. ¡Tontos, tontos! ¿Qué diablo o qué bruja ha sido alguna vez tan grande como Atila, cuya sangre está en estas venas? —dijo, levantando sus brazos —. ¿Puede ser extraño que nosotros seamos una raza conquistadora; que seamos orgullosos; que cuando los magiares, los lombardos, los avares, los búlgaros o los turcos se lanzaron por miles sobre nuestras fronteras nosotros los hayamos rechazado? ¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones se desparramaron por la patria húngara nos encontraran aquí al llegar a la frontera; que el Honfoglalas se completara aquí? Y cuando la inundación húngara se desplazó hacia el este, los escequelios fueron proclamados parientes por los misteriosos magiares, y fue a nosotros durante siglos que se nos confió la guardia de la frontera de Turquía. Hay más que eso todavía, el interminable deber de la guardia de la frontera, pues como dicen los turcos el agua duerme, y el enemigo vela. ¿Quién más feliz que nosotros entre las cuatro naciones recibió “la espada ensangrentada”, o corrió más rápidamente al lado del rey cuando éste lanzaba su grito de guerra? ¿Cuándo fue redimida la gran vergüenza de la nación, la vergüenza de Cassova, cuando las banderas de los valacos y de los magiares cayeron abatidas bajo la creciente? ¿Quién fue sino uno de mi propia raza que bajo el nombre de Voivode cruzó el Danubio y batió a los turcos en su propia tierra? ¡Este era indudablemente un Drácula! ¿Quién fue aquel que a su propio hermano indigno, cuando hubo caído, vendió su gente a los turcos y trajo sobre ellos la vergüenza de la esclavitud? ¡No fue, pues, este Drácula, quien inspiró a aquel otro de su raza que en edades posteriores llevó una y otra vez a sus fuerzas sobre el gran río y dentro de Turquía; que, cuando era derrotado regresaba una y otra vez, aunque tuviera que ir solo al sangriento campo donde sus tropas estaban siendo mortalmente destrozadas, porque sabía que sólo él podía garantizar el triunfo! Dicen que él solo pensaba en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un jefe? ¿En qué termina una guerra que no tiene un cerebro y un corazón que la dirija? Más todavía, cuando, después de la batalla de Mohacs, nos sacudimos el yugo húngaro, nosotros los de sangre Drácula estábamos entre sus dirigentes, pues nuestro espíritu no podía soportar que no fuésemos libres. Ah, joven amigo, los escequelios (y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y sus espadas) pueden enorgullecerse de una tradición que los retoños de los hongos como los Hapsburgo y los Romanoff nunca pueden alcanzar. Los días de guerra ya terminaron. La sangre es una cosa demasiado preciosa en estos días de paz deshonorable; y las glorias de las grandes razas son como un cuento que se narra.

Para aquel tiempo ya se estaba acercando la mañana, y nos fuimos a acostar. (Rec., este diario parece tan horrible como el comienzo de las "Noches Árabes", pues todo tiene que suspenderse al cantar el gallo —o como el fantasma del padre de Hamlet.)

 

12 de mayo. Permítaseme comenzar con hechos, con meros y escuetos hechos, verificados con libros y números, y de los cuales no puede haber duda alguna. No debo confundirlos con experiencias que tendrán que descansar en mi propia observación, o en mi memoria de ellas. Anoche, cuando el conde llegó de su cuarto, comenzó por hacerme preguntas de asuntos legales y en la manera en que se tramitaban cierta clase de negocios. Había pasado el día fatigadamente sobre libros y, simplemente para mantener mi mente ocupada, comencé a reflexionar sobre algunas cosas que había estado examinando en la posada de Lincoln. Hay un cierto método en las pesquisas del conde, de tal manera que trataré de ponerlas en su orden de sucesión. El conocimiento puede de alguna forma y alguna vez serme útil.

Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra puede tener dos procuradores o más. Le dije que si deseaba podía tener una docena, pero que no sería oportuno tener más de un procurador empleado en una transacción, debido a que sólo podía actuar uno cada vez, y que estarlos cambiando sería seguro actuar en contra de su interés. Pareció que entendió bien lo que le quería decir y continuó preguntándome si habría una dificultad práctica al tener un hombre atendiendo, digamos, las finanzas, y a otro preocupándose por los embarques, en caso de que se necesitara ayuda local en un lugar lejano de la casa del procurador financiero. Yo le pedí que me explicara más completamente, de tal manera que no hubiera oportunidad de que yo pudiera darle un juicio erróneo. Entonces dijo:

—Pondré un ejemplo. Su amigo y mío, el señor Peter Hawkins, desde la sombra de su bella catedral en Exéter, que queda bastante retirada de Londres, compra para mí a través de sus buenos oficios una propiedad en Londres. ¡Muy bien! Ahora déjeme decirle francamente, a menos que usted piense que es muy extraño que yo haya solicitado los servicios de alguien tan lejos de Londres, en lugar de otra persona residente ahí, que mi único motivo fue que ningún interés local fuese servido excepto mis propios deseos. Y como alguien residiendo en Londres pudiera tener, tal vez, algún propósito para sí o para amigos a quienes sirve, busqué a mi agente en la campiña, cuyos trabajos sólo serían para mi interés. Ahora, supongamos, yo, que tengo muchos asuntos pendientes, deseo embarcar algunas cosas, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no podría ser que fuese más fácil hacerlo consignándolas a uno de estos puertos?

Yo le respondí que era seguro que sería más fácil, pero que nosotros los procuradores teníamos un sistema de agencias de unos a otros, de tal manera que el trabajo local podía hacerse localmente bajo instrucción de cualquier procurador, por lo que el cliente, poniéndose simplemente en las manos de un hombre, podía ver que sus deseos se cumplieran sin tomarse más molestias.

—Pero —dijo él—, yo tendría la libertad de dirigirme a mí mismo. ¿No es así?

—Por supuesto —le repliqué —; y así hacen muchas veces hombres de negocios, quienes no desean que la totalidad de sus asuntos sean conocidos por una sola persona.

—¡Magnífico! —exclamó.

Y entonces pasó a preguntarme acerca de los medios para enviar cosas en consignación y las formas por las cuales se tenían que pasar, y toda clase de dificultades que pudiesen sobrevenir, pero que pudiesen ser previstas pensándolas de antemano. Le expliqué todas sus preguntas con la mejor de mis habilidades, y ciertamente me dejó bajo la impresión de que hubiese sido un magnífico procurador, pues no había nada que no pensase o previese. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que evidentemente no se ocupaba mucho en asuntos de negocios, sus conocimientos y perspicacia eran maravillosos. Cuando quedó satisfecho con esos puntos de los cuales había hablado, y yo había verificado todo también con los libros que tenía a mano, se puso repentinamente de pie y dijo:

—¿Ha escrito desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a cualquier otro?

Fue con cierta amargura en mi corazón que le respondí que no, ya que hasta entonces no había visto ninguna oportunidad de enviarle cartas a nadie.

—Entonces escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi hombre—; escriba a nuestro amigo y a cualquier otro; y diga, si le place, que usted se quedara conmigo durante un mes más a partir de hoy.

—¿Desea usted que yo me quede tanto tiempo? —le pregunté, pues mi corazón se heló con la idea.

—Lo deseo mucho; no, más bien, no acepto negativas. Cuando su señor, su patrón, como usted quiera, encargó que alguien viniese en su nombre, se entendió que solo debían consultarse mis necesidades. Yo no he escatimado, ¿no es así?

¿Qué podía hacer yo sino inclinarme y aceptar? Era el interés del señor Hawkins y no el mío, y yo tenía que pensar en él, no en mí. Y además, mientras el conde Drácula estaba hablando, había en sus ojos y en sus ademanes algo que me hacía recordar que era su prisionero, y que aunque deseara realmente no tenía dónde escoger. El conde vio su victoria en mi reverencia y su dominio en la angustia de mi rostro, pues de inmediato comenzó a usar ambos, pero en su propia manera suave e irresistible.

—Le suplico, mi buen joven amigo, que no hable de otras cosas sino de negocios en sus cartas. Indudablemente que les gustará a sus amigos saber que usted se encuentra bien, y que usted está ansioso de regresar a casa con ellos, ¿no es así?

Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel y tres sobres. Eran finos, destinados al correo extranjero, y al verlos, y al verlo a él, notando su tranquila sonrisa con los agudos dientes caninos sobresaliéndole sobre los rojos labios inferiores, comprendí también como si se me hubiese dicho con palabras que debía tener bastante prudencia con lo que escribía, pues él iba a leer su contenido. Por lo tanto, tomé la determinación de escribir por ahora sólo unas notas normales, pero escribirle detalladamente al señor Hawkins en secreto. Y también a Mina, pues a ella le podía escribir en taquigrafía, lo cual seguramente dejaría perplejo al conde si leía la carta. Una vez que hube escrito mis dos cartas, me senté calmadamente, leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, acudiendo mientras las escribía a algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas y las colocó con las de él, y guardó los utensilios con que había escrito. En el instante en que la puerta se cerró tras él, yo me incliné y miré los sobres que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí ningún escrúpulo en hacer esto, pues bajo las circunstancias sentía que debía protegerme de cualquier manera posible.

Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, número 7, La Creciente, Whitby; otra a herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de verlas cuando noté que la perilla de la puerta se movía. Me dejé caer sobre mi asiento, teniendo apenas el tiempo necesario para colocar las cartas como habían estado y para reiniciar la lectura de mi libro, antes de que el conde entrara llevando todavía otra carta en la mano. Tomó todas las otras misivas que estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, dijo: