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100 Clásicos de la Literatura

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No le importó que lo vieran desde el hotel con el reloj en la mano, y su inútil cálculo del tiempo transcurrido lo llevó a concluir que si madame Olenska tardaba tanto en reaparecer, se debía exclusivamente a que se había encontrado con el emisario y que había caído en su emboscada. Al pensarlo, la aprensión de Archer se convirtió en angustia.

—Si no viene luego, iré a buscarla —dijo.

Se abrieron las puertas una vez más y ella caminó hacia él. Subieron al herdic, y mientras viajaban él sacó su reloj y vio que la ausencia de madame Olenska había sido sólo de tres minutos. En medio del estrépito de las ventanas abiertas que hacía imposible una conversación, el coche fue dando tumbos sobre los irregulares adoquines hasta el muelle. Sentados uno al lado del otro en un banco del barco semivacío, comprobaron que casi no tenían nada que decirse, o más bien, para lo que tenían que decirse era más adecuado el bendito silencio de la propia liberación y la propia soledad de ambos. Cuando las ruedas del vapor comenzaron a girar, y los embarcaderos y los barcos se diluyeron a través del velo del calor, Archer pensó que todo el viejo mundo familiar de las costumbres también se diluía. Ansiaba preguntarle a madame Olenska si sentía lo mismo, esa sensación de que partían en un largo viaje del cual quizás nunca regresarían. Pero tenía miedo de decirlo, o decir cualquier cosa que pudiera perturbar el delicado equilibrio de su confianza en él. Realmente no quería traicionar aquella confianza. Hubo días y noches en que el recuerdo de sus besos había quemado y vuelto a quemar los labios de Archer; incluso el día antes, camino a Portsmouth, su imagen ardía en él como si fuera un fuego; pero ahora que ella estaba a su lado, y que navegaban en medio de mundos desconocidos, parecía que hubieran alcanzado esa profunda cercanía que un simple contacto puede separar.

Cuando el barco abandonó la bahía enfilando hacia el mar, sintieron agitarse una brisa en torno a ellos y la bahía se quebró en largas ondulaciones untuosas, luego en olas coronadas de espuma. La bruma causada por el abochornado calor todavía pendía sobre la ciudad, pero hacia adelante se extendía un mundo fresco de aguas agitadas y distantes promontorios con faros que brillaban al sol. Madame Olenska, apoyándose en la barandilla, bebía el frescor con los labios entreabiertos. Había atado un largo velo alrededor de su sombrero, pero dejaba su cara descubierta. Archer se sintió impresionado por la serena alegría de su expresión. Parecía tomar su aventura como algo muy normal, y no temer conflictos inesperados ni (lo que era peor) alegrarle demasiado la posibilidad de que se produjeran.

En el sencillo comedor del restaurant, que esperaban tener sólo para ellos, se encontraron con un estridente grupo de jóvenes, hombres y mujeres, de aspecto inocente, profesores de escuela en vacaciones, según les dijo el propietario, y el corazón de Archer dio un vuelco ante la idea de tener que conversar con tanto ruido.

—Es inútil, pediré una habitación privada — dijo. Y madame Olenska, sin oponer ninguna objeción, esperó mientras él la pedía. La habitación daba a una larga terraza de madera desde cuyas ventanas se veía el mar. Era desmantelada y fría, la mesa cubierta por un ordinario mantel a cuadros y adornada con una botella de escabeches y un pastel de frutas bajo campana de vidrio. Jamás un cabinet particulier de aspecto más inocente había ofrecido abrigo a una pareja clandestina: Archer imaginó ver el sentido de su tranquilidad en la sonrisa levemente divertida con que madame Olenska se sentó frente a él. Una mujer que ha escapado de su marido, y según se dice con otro hombre, debía dominar el arte de tomar las situaciones como se presentan; pero algo en su serenidad acallaba la ironía de Archer. Al estar tan tranquila, tan poco sorprendida y actuar con tanta sencillez, logró borrar las convenciones y hacerle sentir que el hecho de buscar esta privacidad era la cosa más natural entre dos viejos amigos que tienen tanto que contarse...

24

Almorzaron lentamente, meditabundos, con mudos intervalos entre rápidas conversaciones; pues, una vez roto el hechizo, tenían mucho que decir, y hasta había momentos en que el decir llegaba a ser un mero acompañamiento de largos diálogos de silencio. Archer evitó hablar de sus propios asuntos, sin una intención consciente sino porque no quería perder una palabra de su historia; entonces, apoyada en la mesa, con el mentón entre las manos cerradas, ella le relató el año y medio que había pasado desde la última vez que se vieran.

Se había cansado de lo que la gente llamaba "sociedad'; Nueva York era amable, casi opresivamente hospitalaria; nunca olvidaría cómo la acogieron a su regreso; pero después de pasado el primer impacto de la novedad, se encontró, según sus propias palabras, demasiado "distinta" para interesarse por las cosas que interesaban a Nueva York, de modo que decidió probar con Washington, donde se supone que se puede conocer más variedad de gente y de opiniones. Y en el fondo, probablemente se habría instalado en Washington y habría formado allí un hogar para la pobre Medora, que ya había colmado la paciencia de todas sus amistades justo en los momentos en que más necesitaba de cuidado y de que la protegieran de los peligros matrimoniales.

—Pero el Dr. Carver, ¿no le temes al Dr. Carver? Escuché que está con ustedes en casa de las Blenker.

Ella sonrió.

—Oh, el peligro Carver se terminó. Él es un hombre muy inteligente. Busca una esposa rica para que financie sus planes, y Medora es simplemente una buena propaganda como conversa.

—¿Conversa a qué?

—A toda clase de novedosos y locos esquemas sociales. Pero, créeme que a mí me interesan más que la ciega conformidad con la tradición, la tradición de otros, que advierto entre nuestros amigos. Parece estúpido haber descubierto América sólo para hacer de ella una copia de otro país —le sonrió por sobre la mesa—. ¿Crees que Cristóbal Colón se hubiera tomado toda aquella molestia nada más que para ir a la ópera con los Selfridge Merry?

Archer cambió de color.

—Y Beaufort, ¿le dices estas cosas a Beaufort? —preguntó en tono brusco.

—Hace mucho tiempo que no lo veo. Pero lo hacía, y él lo comprende.

—Ah, es lo que siempre te he dicho: no te agradamos. Y te gusta Beaufort porque no es como nosotros. —Paseó su mirada por el cuarto vacío y hacia afuera, a la playa desierta y a la hilera de austeras casas blancas que se alineaban a lo largo de la costa—. Somos tremendamente aburridos. No tenemos carácter, ni color, ni variedad. No entiendo —estalló— por qué no regresas.

Los ojos de la condesa se obscurecieron y Archer esperó una réplica indignada. Pero ella se sentó en silencio, como meditando las palabras escuchadas, y él temió que le contestara que tampoco ella entendía.

Por fin, la condesa dijo:

—Creo que es por ti.

Era imposible hacer esta confesión en forma más desapasionada, o en un tono menos alentador para la vanidad de la persona a quien iba dirigida. Archer enrojeció hasta las orejas, pero no se atrevió a moverse ni a hablar: era como si las palabras de la condesa fueran una rara mariposa que el menor movimiento podría hacer huir batiendo sus asustadas alas, pero que podría atraer a una bandada si no la molestaban.

—Al menos —prosiguió la condesa—, fuiste tú quien me hizo entender que bajo la monotonía había cosas tan hermosas y sensibles y delicadas que hasta las que más me interesaban en mi anterior vida resultaban poca cosa en comparación. No sé cómo explicarlo —levantó las cejas en un gesto de inquietud—, pero es como si nunca antes hubiera comprendido cuán difícil y mezquino y vil es el precio que se debe pagar por los placeres más exquisitos.

"¡Placeres exquisitos, ya es bastante haberlos gustado!", hubiera querido contestar; pero la súplica que vio en sus ojos lo hizo guardar silencio.

—Quiero —continuó ella— ser absolutamente honrada contigo, y conmigo misma. Por mucho tiempo esperé que esta ocasión llegara: que pudiera decirte cuánto me ayudaste, lo que hiciste de mí...

Archer seguía sentado mirándola con el ceño fruncido. La interrumpió con una risa.

—¿Y qué crees que hiciste tú de mí?

Ella palideció un poco.

—¿De ti?

—Sí. Porque yo soy tu obra, mucho más que tú obra mía. Soy el hombre que se casó con una mujer porque otra le dijo que lo hiciera.

Su palidez se convirtió en un fugitivo rubor.

—Pensé... me prometiste... hoy no debes decir esas cosas.

—¡Ah, muy propio de mujeres! Ninguna de ustedes llega al fondo de un asunto desagradable.

Ella bajó la voz.

—¿Es un asunto desagradable... para May?

Él se paró junto a la ventana, tamborileando en el marco levantado y sintiendo en todas sus fibras la melancólica ternura con que ella pronunció el nombre de su prima.

—Porque en eso debemos pensar siempre, ¿no es así? según tus propios principios —insistió ella.

—¡Mis propios principios! —repitió Archer como un eco, sus ojos inexpresivos fijos en el mar.

—O si no —continuó ella, siguiendo sus pensamientos con penoso esfuerzo—, si no vale la pena haber renunciado, haber perdido tantas cosas, para que otros puedan salvarse de la desilusión y la tristeza... entonces todo aquello por lo que volví, todo lo que hacía ver mi anterior vida en comparación a ésta tan inferior y tan pobre porque allá nadie les daba importancia a los demás... todas esas cosas son una farsa o un sueño...

Archer se dio vuelta sin moverse de su sitio.

—Y en ese caso, no hay ninguna razón en el mundo por la cual no debas regresar, ¿no es eso? —concluyó por ella.

Los ojos de la condesa se aferraban a él con desesperación.

 

—Oh, ¿no hay ninguna razón?

—No, si te lo juegas todo al éxito de mi matrimonio.

—Mi matrimonio —dijo rabioso—, no será un espectáculo que te haga quedarte. —Ella no respondió y él prosiguió—: ¿De qué sirve? Me diste el primer atisbo de una vida verdadera, y al mismo momento me pediste que siguiera con una vida ficticia. Está más allá de la tolerancia humana, eso es todo.

—¡Oh, no digas eso, cuando yo lo estoy soportando! —prorrumpió ella con los ojos llenos de lágrimas.

Sus brazos habían caído a lo largo de la mesa, y se sentó con el rostro a la merced de la mirada de Archer, como indiferente ante un grave peligro. Su cara la exponía mucho más que si hubiera sido toda su persona, desnudando su alma. Archer permanecía mudo, abrumado por lo que esta alma repentinamente le decía.

—¿También tú... oh, todo este tiempo, también tú?

En respuesta, ella dejó fluir las lágrimas, que fueron cayendo lentamente. Todavía los separaba la mitad del ancho de la habitación, y ninguno dio señas de querer moverse. Archer tenía conciencia de una curiosa indiferencia por su presencia física: casi no la habría notado si una de las manos que ella apoyaba en la mesa no hubiera atraído su mirada como cuando, en la casita de la calle Veintitrés, clavara la mirada en ella con el fin de no mirar su rostro. Ahora su imaginación giraba en torno a la mano como al borde de un torbellino; pero aun así no hizo ningún esfuerzo por acercarse. Había conocido el amor que se alimenta con caricias y que alimenta las caricias; pero esta pasión que sentía más adentro que sus propios huesos no podía ser satisfecha de manera superficial. Su gran terror era hacer cualquier cosa que pudiera borrar el sonido y la impresión de las palabras de la condesa; su único pensamiento era que nunca más volvería a sentirse completamente solo. Pero al cabo de un momento, lo venció la sensación de estar desperdiciando y arruinando algo. Allí estaban, tan cerca uno del otro, confinados a ese cuarto, a salvo, y sin embargo tan encadenados a sus respectivos destinos que bien podrían estar separados por el mundo entero.

—¿Cuál es el objeto, si te vas a ir? —explotó, con un enorme y desesperanzado "¿Qué puedo hacer para que te quedes conmigo?" gritando detrás de sus palabras.

Ella continuó sentada inmóvil, con los párpados bajos.

—¡Oh, todavía no me iré!

—¿Todavía no? ¿Queda algún tiempo, entonces? ¿Algún tiempo que ya tienes previsto?

Al escucharlo ella levantó sus ojos claros.

—Te prometo que no me iré mientras tú resistas. No mientras podamos mirarnos derecho a la cara como ahora.

Archer se dejó caer en su silla. Lo que decía en el fondo la respuesta de la condesa era: "Si levantas un dedo me harás alejarme de ti, volveré a todas las abominaciones que tú sabes, y a todas las tentaciones que adivinas a medias". Archer lo entendió tan claramente como si hubiera pronunciado esas palabras, y esta idea lo mantuvo anclado al otro lado de la mesa con una especie de conmovedora y sagrada sumisión.

—¡Qué vida sería esa para ti! —gimió.

—Oh... mientras sea parte de la tuya...

—¿Y la mía parte de la tuya?

Ella asintió.

—¿Y eso ha de ser todo, para ambos?

—Bueno, es todo, ¿no es así?

Al oír esto, Archer se puso de pie de un salto, olvidando todo lo que no fuera la dulzura de su rostro. Ella también se levantó, no con intención de ir a su encuentro ni de escapar de él, sino con inmensa serenidad como si lo peor del trabajo ya estuviera hecho y sólo le quedara esperar; tan serenamente que, cuando él se acercó, sus manos tendidas no eran un freno sino una guía. Cayeron entre las suyas, mientras sus brazos, extendidos pero sin rigidez, lo mantenían alejado, tanto como para dejar que su rostro rendido dijera lo demás. Tal vez permanecieron así largo rato, o sólo unos instantes; pero fue bastante para que el silencio de la condesa expresara todo lo que tenía que decir, y para que Archer sintiera que una sola cosa importaba. No debía hacer nada para que ese encuentro fuera el último; debía dejar el futuro de ambos en las manos de ella, y pedirle únicamente que lo mantuviera bien asido.

—No te entristezcas —dijo la condesa con la voz quebrada, retirando las manos.

—¿No te irás... no te irás? —contestó Archer, como si fuera la única posibilidad que no podía soportar.

—No me iré —murmuró ella.

Y volviéndose, abrió la puerta y salió delante de él hacia el comedor público.

Los ruidosos profesores recogían ya sus pertenencias, preparándose para una desordenada carrera hacia el muelle; al otro lado de la playa esperaba el vaporcito blanco atado al malecón; y sobre las aguas soleadas, Boston se perfilaba en medio de la bruma.

25

Una vez de regreso en el barco, y en presencia de extraños, Archer sintió una tranquilidad de espíritu que lo sorprendía a la vez que lo confortaba. El día, de acuerdo con cualquier evaluación normal, había sido más bien un ridículo fracaso; ni siquiera había tocado con sus labios la mano de madame Olenska, ni le había sacado una palabra que le diera una promesa de futuras oportunidades. No obstante, para un hombre que sufre de un amor insatisfecho y que se aleja por un período indefinido del objeto de su pasión, se sentía casi humillantemente sereno y confortado. Era el equilibrio perfecto que la condesa había logrado entre la lealtad de ambos hacia los demás y la honestidad con ellos mismos que tanto lo había perturbado pero que a la vez lo tranquilizaba; un equilibrio que no fue calculado artificialmente, como demostraron sus lágrimas y vacilaciones que provenían en forma natural de su imperturbable sinceridad. Esto lo llenaba de tierno asombro, ahora que el peligro había pasado, y agradecía al destino porque ninguna vanidad personal, ninguna sensación de jugar un papel delante de testigos sofisticados lo indujeron a seducirla. Incluso después de que se estrecharan las manos despidiéndose en la estación de Fall River, y que él se alejara solo, en su interior permanecía la convicción de que en la entrevista había salvado más de lo que sacrificó. Se fue caminando hasta el club, donde se instaló en la desierta biblioteca, dando vueltas y más vueltas en su mente cada segundo de las horas que pasaron juntos. Tenía claro, y más se aclaraba cuando más lo escrutaba, que si ella decidía finalmente volver a Europa, volver a su esposo, no sería porque su antigua vida la tentara, ni siquiera en los nuevos términos ofrecidos. No, ella se iría sólo si se daba cuenta de que era una tentación para él, una tentación de apartarse de la regla que ambos habían instituido. Ella escogió estar cerca de él mientras él no le pidiera que se acercara más; y dependía de él mantenerla justo allí, a salvo pero alejada. Estos pensamientos lo acompañaban todavía en el tren. Lo encerraban en una especie de ofuscamiento dorado, a través del cual los rostros que lo rodeaban parecían remotos y borrosos; creía que si hablaba con sus compañeros de viaje no entenderían lo que les decía. En este estado de abstracción se encontraba a la mañana siguiente, despertando a la realidad de un sofocante día de septiembre en Nueva York. En el largo tren las caras marchitas por el calor se sucedían frente a él y los seguía mirando a través del mismo vaho dorado; pero de pronto, cuando se alejaba de la estación, una de las caras se separó, se acercó y se impuso a su conciencia. Era, como recordó al instante, la cara del joven que había visto el día anterior saliendo de Parker House, al que había calificado como diferente al prototipo, como una cara que no pertenecía a un hotel norteamericano. Esta vez tuvo la misma impresión; y nuevamente tuvo conciencia de una borrosa sensación de antiguos recuerdos. El joven permaneció un rato mirando a su alrededor con el aire desconcertado del extranjero abandonado a la áspera suerte de un viajero en Norteamérica; luego se dirigió hacia Archer, levantó su sombrero y dijo en inglés:

—¿No nos hemos conocido en Londres, monsieur?

—¡Ah, por supuesto, en Londres! —Archer estrechó su mano con curiosidad y simpatía, y exclamó mirando con ojos inquisitivos el semblante astuto y macilento del tutor francés del joven Carfry—. ¡Así que llegó aquí, finalmente!

—Oh, sí... llegué aquí —M. Riviére sonrió frunciendo los labios—. Pero no por mucho tiempo, regreso pasado mañana.

Permaneció de pie asiendo su liviana maleta, con una mano enfundada en un fino guante, y mirando ansiosamente a Archer a la cara, con expresión de perplejidad, casi suplicante.

—Me pregunto, monsieur, ya que tuve la buena suerte de encontrarme con usted, si fuera posible...

—Justamente se lo iba a sugerir. ¿Por qué no viene a almorzar conmigo? En el centro, me refiero; si viene a buscarme a mi oficina lo llevaré a un restaurant bastante agradable en el mismo barrio.

Riviére estaba visiblemente conmovido y sorprendido.

—Es demasiada bondad de su parte. Pero yo solamente le iba a pedir que me dijera cómo llegar a algún tipo de transporte. No hay maleteros, y nadie parece escuchar...

—Entiendo, nuestras estaciones deben sorprenderlo. Cuando usted pide un maletero le dan goma de mascar. Pero si viene conmigo yo lo sacaré de este enredo; y tenemos que almorzar juntos, recuérdelo.

El joven, después de una vacilación casi imperceptible, respondió, en medio de innumerables agradecimientos y en un tono no demasiado convencido, que ya tenía un compromiso; pero cuando llegaron a la relativa seguridad de la calle, le preguntó si podía ir a visitarlo esa tarde. Archer, liberado de horarios en su oficina gracias al ocio veraniego, fijó una hora y garabateó su dirección en una tarjeta, que el francés puso en su bolsillo con nuevos y reiterados agradecimientos y un amplio saludo con su sombrero. Subió a un coche, y Archer se fue caminando.

Con gran puntualidad, a la hora exacta, M. Riviére se presentó afeitado, peinado, pero todavía inequívocamente tenso y serio. Archer estaba solo en su oficina, y el joven, antes de aceptar el asiento, dijo en forma abrupta:

—Creo que lo vi ayer, señor, en Boston.

La afirmación era muy insignificante, y Archer empezaba a asentir cuando sus palabras fueron cortadas en seco por algo misterioso, aunque luminoso, en la insistente mirada de su visitante.

—Es extraordinario, muy extraordinario — continuó M. Riviére— que nos hayamos encontrado en las circunstancias en que me hallo.

—¿Qué circunstancias? —inquirió Archer, preguntándose con cierta crudeza si necesitaría dinero. M. Riviére siguió estudiándolo con mirada atenta.

—Vine, no a buscar empleo, como dije que lo haría la última vez que nos vimos, sino en una misión especial...

—¡Ah! —exclamó Archer.

Como un relámpago, ambos encuentros se conectaron en su mente.

Se detuvo para meditar la situación que repentinamente se aclaraba ante él, y M. Riviére también guardó silencio, como consciente de que había dicho lo suficiente.

—Una misión especial —repitió lentamente Archer. El joven francés, abriendo las palmas, las levantó ligeramente, y los dos hombres siguieron mirándose uno a otro a través del escritorio hasta que Archer se levantó para decir:

—Siéntese, por favor.

M. Riviére se inclinó, se sentó en una silla distante, y esperó.

—¿Es acerca de esa misión que quería consultarme? —preguntó por fin Archer.

M. Riviére ladeó la cabeza.

—No en nombre mío; este tema ya... lo he discutido mucho conmigo mismo. Quisiera hablarle, si es posible, de la condesa Olenska.

Archer intuía en los últimos minutos que oiría esas palabras; pero al escucharlas, la sangre afluyó a sus sienes, como si las hubiera rozado una rama colgante en un matorral.

—¿Y a nombre de quién quiere hacerlo? — dijo. M. Riviére enfrentó firmemente la pregunta.

—Bueno... yo diría que de parte de ella, si no pareciera que me tomo una libertad. ¿Será mejor decir: en nombre de una justicia abstracta?

Archer lo observó con expresión irónica.

—En otras palabras: ¿es usted el mensajero del conde Olenski?

Vio su propio rubor reflejado en el semblante cetrino de M. Riviére.

—No ante usted, monsieur. Si acudo a usted es por otras razones muy diferentes.

—¿Qué derecho tiene usted, en estas circunstancias, a manifestar cualquier otro tipo de razones? —replicó Archer—. Si es un emisario, es un emisario.

El joven reflexionó.

—Mi misión está cumplida; en lo que respecta a la condesa Olenska ha fracasado.

 

—No puedo evitarlo —replicó Archer con la misma nota de ironía.

—No, pero puede ayudar.

M. Riviére hizo una pausa, dio vuelta con mucho cuidado su sombrero con sus manos todavía enguantadas, examinó el forro, y luego volvió a mirar a Archer.

—Estoy convencido de que usted puede ayudar, monsieur, para que fracase igualmente con su familia.

Archer empujó su silla hacia atrás y se puso de pie.

—¡Muy bien... y por Dios que lo haré! —exclamó.

Se quedó parado con las manos en los bolsillos, mirando hacia abajo, furioso, al pequeño francés, cuya cara, a pesar de que también se había puesto de pie, quedaba a más de un par de pulgadas por debajo de la línea visual de Archer. M. Riviére palideció hasta recuperar su matiz normal: era difícil que su cutis fuera capaz de palidecer aún más.

—¿Por qué demonios —continuó Archer explosivamente— pensó usted, ya que supongo que me lo está pidiendo basándose en mi parentesco con madame Olenska, que yo tomaría una posición contraria a la del resto de la familia?

Por un momento, la única respuesta de M. Riviére fue el cambio en la expresión de su rostro. Su aspecto varió de la timidez a la absoluta congoja. Habría sido imposible para un joven que generalmente demostraba ser listo, adoptar un aire más desarmado y sin defensa.

—Oh, monsieur...

—No puedo imaginarme —prosiguió Archer— por qué ha acudido a mí, habiendo otros tanto más cercanos a la condesa; y menos, por qué pensó que yo debía ser más accesible a los argumentos con que supongo que lo enviaron.

M. Riviére tomó su embestida con una humildad desconcertante.

—Los argumentos que quiero presentarle, monsieur, son sólo míos y no son aquellos con que me enviaron.

—Entonces veo todavía menos razones para escucharlos.

M. Riviére miró nuevamente el interior de su sombrero, como pensando si estas últimas palabras no serían una insinuación lo suficientemente clara como para ponérselo y marcharse. Luego habló con súbita decisión.

—Monsieur, ¿me puede decir algo? ¿Es mi derecho a estar aquí lo que usted cuestiona? ¿O tal vez cree que todo este asunto ya está cerrado?

Su calmada insistencia hizo que Archer comprendiera la torpeza de su propia bravata. M. Riviére había logrado imponerse; Archer, enrojeciendo ligeramente, se dejó caer de nuevo en su silla, indicando al joven que se sentara.

—Disculpe, pero, ¿por qué no está cerrado el asunto?

M. Riviére le dirigió una mirada angustiada.

—¿Entonces, usted está de acuerdo con el resto de la familia en que, según las nuevas propuestas que he traído, es casi imposible que la condesa Olenska no regrese junto a su esposo?

—¡Santo Dios! —exclamó Archer.

Y su visitante dejó oír un bajo murmullo de confirmación.

—Antes de verla, visité, a pedido del conde Olenski, a Mr. Lovell Mingott, con quien tuve varias conversaciones antes de ir a Boston. Entiendo que representa la posición de su madre; y que la influencia de Mrs. Manson Mingott es enorme en toda la familia.

Archer guardaba silencio, con la sensación de colgar del borde de un resbaladizo precipicio. El descubrimiento de que había sido excluido de participar en estas negociaciones, y no saber siquiera que estaban en marcha, le causó una sorpresa apenas opacada por el agudo asombro que le causaba lo que estaba escuchando. Comprendió en un instante que si la familia había dejado de consultarlo era porque algún profundo instinto tribal les previno que ya no estaba del lado de ellos; y recordó, entendiéndolo ahora, un comentario de May durante el viaje de regreso de casa de Mrs. Manson Mingott el día del certamen de arquería: "Quizás, después de todo, Ellen sería más feliz con su marido".

Incluso en el tumulto de los nuevos descubrimientos, Archer recordó su indignada reacción, y el hecho de que desde entonces su mujer nunca más nombró a madame Olenska. La descuidada alusión de May fue sin duda la paja levantada para ver de qué lado soplaba el viento; el resultado fue informado a la familia, y desde entonces Archer fue tácitamente omitido de sus conciliábulos. Admiró la disciplina tribal que hizo a May inclinarse a esta decisión. No lo habría hecho, él lo sabía, si su conciencia hubiera protestado; pero probablemente compartía la opinión familiar de que madame Olenska sería más feliz como esposa desgraciada que como mujer separada, y que era inútil discutir el caso con Newland, que tenía una curiosa manera de no tomar como lógicas las cosas más fundamentales.

Archer levantó la vista y se encontró con la ansiosa mirada de su visitante.

—¿No sabe usted, monsieur (no puedo creer posible que no lo sepa), que la familia empieza a dudar si tiene derecho a aconsejar a la condesa que rechace las últimas propuestas de su marido?

—¿Las propuestas que usted trajo?

—Las propuestas que yo traje.

Archer tuvo al borde de los labios exclamar que lo que él supiera o dejara de saber no concernía en lo absoluto a M. Riviére: pero algo en la humilde aunque valiente tenacidad de la mirada de M. Riviére lo hizo rechazar tal idea, y contestó la pregunta del joven con otra pregunta.

—¿Con qué fin me habla usted de todo esto?

No tuvo que esperar ni un segundo la respuesta.

—Para suplicarle, monsieur, para suplicarle con todas las fuerzas de que soy capaz, que no la deje regresar. ¡Por favor, no la deje regresar! —exclamó M. Riviére.

Archer lo miró con acrecentado asombro. No cabía duda acerca de la sinceridad de su angustia o de la fuerza de su determinación: era evidente que había resuelto echar todo por la borda ante la suprema necesidad de manifestar así sus sentimientos. Archer reflexionó.

—¿Puedo preguntarle —dijo al cabo de un momento— si esta es la estrategia que siguió con la condesa Olenska?

M. Riviére enrojeció, pero sus ojos no vacilaron.

—No, monsieur, yo acepté esta misión de buena fe. Creí realmente, por razones que no necesito aburrirlo explicándoselas, que sería mejor para madame Olenska recuperar su situación, su fortuna, la consideración social que le da la posición de su marido.

—Por lo tanto, supongo que de otra manera usted no habría aceptado tal misión.

—No la habría aceptado.

—¿Y entonces?

Archer se quedó en silencio otra vez, y los ojos de ambos se encontraron en otro prolongado escrutinio.

—Ah, monsieur, después de ver a la condesa Olenska, después de escucharla, supe que ella estaba mucho mejor aquí.

—¿Usted sabía...?

—Monsieur, yo realicé mi misión fielmente: presenté los argumentos del conde, sus ofrecimientos sin agregar ningún comentario personal. La condesa tuvo la gentileza de escuchar pacientemente; su gentileza llegó al extremo de recibirme dos veces; escuchó imparcialmente todo lo que vine a decirle. Y fue en curso de estas dos conversaciones que cambié de opinión, que comencé a ver las cosas de manera diferente.

—¿Puedo saber qué produjo ese cambio?

—Simplemente ver el cambio de ella — repuso M. Riviére.

—¿El cambio de ella? ¿De modo que la conocía de antes?

Subieron una vez más los colores en el rostro del joven.

—Solía verla en casa de su esposo. Conozco al conde Olenski hace muchos años. Usted comprenderá que no iba a mandar a un desconocido en una misión así.

La mirada de Archer, desviada hacia las murallas desnudas de la oficina, se detuvieron en un calendario colgante coronado por las austeras facciones del presidente de los Estados Unidos. Que esta conversación transcurriera en algún lugar dentro de los millones de millas cuadradas sujetas a su gobierno, parecía algo tan extraño como cualquier cosa que la imaginación pudiera inventar.

—El cambio, ¿qué clase de cambio?

—¡Ah, monsieur, cómo poder explicárselo! —M. Riviére guardó silencio un momento—. Tenez: descubrir, supongo, algo que nunca pensé antes: que ella es norteamericana. Y que si uno es un norteamericano de la clase de ella, y de la suya, cosas que son aceptadas en algunas otras sociedades, o al menos consideradas generalmente como convenientes concesiones mutuas, aquí son impensables, simplemente impensables. Si los parientes de madame Olenska entendieran lo que son estas cosas, no hay duda de que su oposición a su regreso sería tan incondicional como la de ella. Pero parece que ellos consideran el deseo de su marido de tenerla de vuelta como una prueba de una irresistible añoranza por la vida hogareña. —Se detuvo, y luego agregó—: Como sea, está lejos de ser tan simple como parece.