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100 Clásicos de la Literatura

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Recibió la noticia de este suceso unas semanas después, con ocasión de la boda de Jack Stepney con la señorita Van Osburgh. En su calidad de prima del novio, la señorita Bart fue invitada para ser dama de honor, pero ella no aceptó, alegando que, al ser mucho más alta que las otras vírgenes del cortejo, su presencia podría alterar la simetría del grupo. Lo cierto era que había acompañado hasta el altar a demasiadas novias y que la próxima vez quería ser ella la figura principal de la ceremonia. Conocía las bromas que se hacían a costa de las muchachas que eran vistas en público demasiados años seguidos y estaba decidida a evitar cualquier exhibición de juventud que pudiera inducir a la gente a atribuirle más edad de la que tenía.

La boda de la señorita Van Osburgh se celebró en la parroquia del pueblo, lindante con la propiedad paterna en el Hudson. Fue la «sencilla boda campestre» a la que los invitados acuden en trenes especiales y de la que hordas de intrusos tienen que ser desalojadas con la intervención de la policía. Mientras se celebraban estos ritos rústicos en una iglesia atestada de elegancias y festoneada de orquídeas, los representantes de la prensa sorteaban el laberinto de regalos de boda, blandiendo sus libretas, y el agente de un sindicato cinematográfico montaba sus cámaras frente a la puerta de la iglesia. Era una de esas escenas en cuyo papel principal Lily se había imaginado muchas veces y, en esta ocasión, el hecho de ser una vez más una simple espectadora en lugar de la mística figura con velo de tul que ocupaba el centro de la atención reforzó su propósito de representar este último papel antes de finalizar el año. Haber eliminado sus preocupaciones inmediatas no significaba haberse librado para siempre de ellas; sólo servía para infundirle ánimos renovados que disiparan sus dudas, le devolvieran la fe en su belleza y en su poder y la dotaran de los alicientes necesarios para conquistar un brillante destino. Era imposible que una persona tan consciente de sus aptitudes para el éxito y el placer fuera condenada a un fracaso perpetuo; y sus errores le parecieron fácilmente reparables a la luz de su recobrada confianza en sí misma.

Estas reflexiones adquirieron una relevancia especial cuando atisbó en el banco vecino el grave perfil y la bien cuidada barba del señor Percy Gryce. En su aspecto había también algo casi nupcial: la gran gardenia blanca tenía un aire simbólico que a ella le pareció un buen presagio. Después de todo, visto entre los de su clase no parecía ridículo: un crítico amistoso podría haber calificado su gordura de solemne, y le favorecía la actitud de indiferente pasividad que pone de relieve las extravagancias de las personas inquietas. Lily pensó que era de esos hombres cuyas asociaciones sentimentales afloraban ante el espectáculo convencional de una boda, y se imaginó en la intimidad de los invernaderos de los Van Osburgh, jugando hábilmente con una sensibilidad tan preparada para su contacto. En realidad, al mirar a las mujeres que la rodeaban y recordar su propia imagen en el espejo, concluyó que no necesitaría ninguna habilidad especial para reparar su error y conseguir que el señor Gryce cayera de nuevo a sus pies.

Ver la cabeza oscura de Selden en un banco casi enfrente de ella alteró un momento el equilibrio de sus complacencias. La sangre le afluyó a las mejillas cuando sus miradas se cruzaron, pero en seguida tuvo una reacción contraria de rebeldía y rechazo. No deseaba volver a verle, no porque temiera su influencia, sino porque su presencia siempre producía el efecto de denigrar sus aspiraciones, de desenfocar todo su mundo. Además, era un recordatorio viviente de la peor equivocación de su carrera y el hecho de que Selden hubiera sido la causa no suavizaba sus sentimientos hacia él. Aún podía concebir una existencia ideal en la que, una vez conseguido todo lo demás, la conversación con Selden constituyera el último detalle de lujo; pero, en su mundo actual, semejante privilegio sería un lujo demasiado caro.

—¡Lily, querida! ¡Nunca te había visto tan guapa! ¡Parece que acaba de sucederte algo maravilloso!

La joven que formulaba así su admiración por su atractiva amiga no sugería, en su propia persona, tan felices posibilidades. De hecho, la señorita Gertrude Farish tipificaba la mediocridad y la ineficacia. Sus cualidades compensatorias, como la mirada abierta y franca y la frescura de su sonrisa, eran cualidades que el observador bien dispuesto solía percibir antes de notar que los ojos eran de un tono gris corriente y los labios carecían de sugestivas curvas. Los sentimientos de Lily por ella oscilaban entre la piedad por sus limitaciones y la impaciencia por su modo de aceptarlas. Para la señorita Bart, al igual que para su madre, la conformidad con la pobreza era una prueba de estupidez y había momentos en que, consciente de la propia capacidad de parecer y ser exactamente lo que la ocasión requería, llegaba casi a pensar que las otras chicas eran feas e inferiores por elección. Ciertamente, nadie tenía necesidad de confesar semejante aceptación de su suerte como la que revelaba el color «sufrido» del atuendo de Gerty Farish y la forma discreta de su sombrero: es casi tan estúpido permitir que la ropa traicione el conocimiento de la propia realidad como dejar que proclame la presunción de la propia belleza.

Naturalmente, como era pobre y fea sin remisión, Gerty había hecho bien en aficionarse a la filantropía y los conciertos sinfónicos, pero había algo irritante en su convicción de que la existencia no procuraba placeres más elevados y de que se podía obtener de la vida el mismo interés y emoción en un diminuto apartamento que en el esplendor de la mansión de los Van Osburgh. Hoy, sin embargo, su vivaz entusiasmo no irritó a Lily, porque parecía poner de relieve sus propias cualidades excepcionales y otorgar un enorme alcance a sus proyectos para el futuro.

—¡Vamos a echar un vistazo a los regalos antes de que todos salgan del comedor! —sugirió la señorita Farish, cogiendo del brazo a su amiga. Era característico en ella interesarse de un modo sentimental y carente de envidia por todos los detalles de una boda: era de las que conservan el pañuelo en la mano durante el servicio religioso y se marchan con una cajita de tarta nupcial colgada de un dedo.

—¿Verdad que está todo precioso? —continuó mientras entraban en el remoto salón destinado a exhibir el botín nupcial de la señorita Van Osburgh—. ¡Siempre digo que nadie hace las cosas mejor que la prima Grace! ¿Has probado alguna vez algo más delicioso que esa mousse de langosta con salsa de champaña? Resolví hace unas semanas no perderme esta boda y desde luego todo ha sido maravilloso. Cuando Lawrence Selden supo que venía, insistió en irme a buscar y llevarme a la estación, y, cuando volvamos esta noche, cenaré con él en Sherry’s. ¡Estoy tan emocionada como si fuera la novia!

Lily sonrió; sabía que Selden había sido siempre bueno con su insulsa prima y a veces se había preguntado por qué desperdiciaba tanto tiempo de un modo tan poco remunerativo, pero ahora la idea le procuró un vago placer.

—¿Le ves con frecuencia? —inquirió.

—Sí, es tan bueno que me visita casi todos los domingos y de vez en cuando jugamos a las cartas, aunque últimamente le he visto menos. Está desmejorado y parece inquieto y nervioso. ¡Pobre muchacho! Ojalá se casara con una buena chica. Así se lo he dicho hoy, pero él ha contestado que no le gustan las buenas y que las otras no se interesan por él… aunque lo ha dicho en broma, claro. Jamás se casaría con una chica que no fuera buena. ¡Oh, querida! ¿Has visto alguna vez perlas así?

Se detuvieron delante de la mesa donde se exhibían las joyas de la novia y el corazón de Lily dio un vuelco de envidia al ver la refracción de la luz en sus superficies, el brillo nacarado de perlas exactamente iguales, el destello de rubíes sobre terciopelo oscuro, los intensos rayos azules de unos zafiros encendidos por un borde de brillantes y los colores de todas estas piedras preciosas realzados e intensificados por el variado arte de sus monturas. El resplandor de las gemas hizo arder la sangre de Lily como si fuera vino. Con mayor plenitud que cualquier otra expresión de riqueza, simbolizaban la vida que ansiaba llevar, la vida de exquisito aislamiento y refinamiento en que cada detalle tenía el acabado de una joya y todo el conjunto formaba un armonioso decorado para su preciosa y excepcional figura.

—¡Oh, Lily, mira ese dije de brillantes! ¡Es grande como un plato! ¿Quién puede haberlo regalado? —La señorita Farish acercó sus ojos miopes a la tarjeta correspondiente—. «Señor Simon Rosedale». ¡Cómo, ese hombre horrible! Ah, sí, recuerdo que es amigo de Jack y supongo que la prima Grace ha tenido que invitarle hoy, pero estoy segura de que no le ha gustado que Gwen tenga que aceptar un regalo así de él.

Lily sonrió. Dudaba del disgusto de la señora Van Osburgh, pero se fijó en la costumbre de la señorita Farish de atribuir sus propios sentimientos delicados a las personas menos aptas para compartirlos.

—Bueno, si Gwen no desea ser vista con esta joya, siempre puede cambiarla por otra —observó.

—Ah, aquí hay algo mucho más bonito —prosiguió la señorita Farish—. Mira este exquisito zafiro blanco. Estoy segura de que quien lo haya elegido ha puesto en ello un interés especial. ¿Cómo se llama? ¿Percy Gryce? ¡Ah, no me sorprende! —Sonrió de modo significativo mientras dejaba la tarjeta en su sitio—. ¿Has oído decir, verdad, que está muy enamorado de Evie Van Osburgh? La prima Grace está encantada: ¡es toda una historia de amor! La conoció hace sólo seis semanas en casa de los Dorset, y desde luego es el mejor matrimonio posible para nuestra querida Evie. Oh, no me refiero al dinero (a ella le sobra), sino a que es una chica tan modosa y amante del hogar, y los dos parecen tener los mismos gustos y estar hechos el uno para el otro.

 

Lily se quedó mirando fijamente el zafiro blanco en su estuche de terciopelo. ¿Evie Van Osburgh y Percy Gryce? Los nombres cruzaron su cerebro con un matiz de sarcasmo. ¿Evie Van Osburgh? ¡La más joven, rechoncha y aburrida de las cuatro hijas rechonchas y aburridas «colocadas» por la señora Van Osburgh una tras otra, con insuperable astucia, en envidiables nichos de la existencia! ¡Ah, muchachas afortunadas que crecen al amparo del amor materno, de una madre que sabe propiciar oportunidades sin conceder favores y aprovecharse de la proximidad sin permitir que la costumbre disminuya el apetito! La joven más inteligente puede calcular mal cuando se trata de sus propios intereses, puede ceder demasiado en un momento y negar demasiado al siguiente; sólo la vigilancia y previsión maternas son infalibles a la hora de poner a las hijas en brazos de la riqueza y la conveniencia social.

La efímera despreocupación de Lily se disolvió bajo una renovada sensación de fracaso. ¡La vida era demasiado absurda, demasiado insegura! ¿Por qué añadir los millones de Percy Gryce a otra gran fortuna? ¿Por qué esta torpe muchacha estaba dotada de poderes que ella misma jamás sabría utilizar?

La distrajo de sus especulaciones una mano conocida que se posaba en su brazo y, al volverse, vio a Gus Trenor a su lado. Sintió una oleada de irritación: ¿qué derecho tenía a tocarla? Por suerte, Gerty Farish se había acercado a la mesa de al lado y estaban solos.

Trenor, que parecía más grueso que nunca bajo la apretada levita y había enrojecido desagradablemente tras las libaciones nupciales, la miraba con franca satisfacción.

—¡Por todos los santos, Lily, está para quitar el hipo!

La llamaba desde el principio por su nombre de pila y ella no había encontrado nunca el momento de corregirle. Además, en su círculo todos los hombres y mujeres se llamaban así, sólo que en labios de Trenor tal familiaridad tenía un significado poco grato.

—Veamos —continuó, totalmente ajeno a su incomodidad—, ¿ha decidido ya cuál de estas baratijas piensa encargar mañana en Tiffany’s? ¡Tengo en el bolsillo un cheque para usted que se lo permitirá por un amplio margen!

Lily le miró, sobresaltada; su voz era más alta que nunca y la habitación empezaba a llenarse de gente. Pero, al cerciorarse de que aún no podían oírles, una sensación de placer sustituyó la inquietud.

—¿Más dividendos? —preguntó, sonriendo y acercándose a él en su deseo de no ser escuchada.

—Bueno, no exactamente; vendí valores en alza y gané cuatro mil para usted. No está mal para una principiante, ¿verdad? Supongo que empezará a pensar que es una experta especuladora. Y quizá no considerará al viejo Gus un pobre infeliz, como hacen otras personas.

—Le considero el más bondadoso de los amigos, pero no puedo expresarle debidamente mi gratitud en este momento.

Le dirigió una mirada radiante en vez del apretón de manos que él le habría impuesto de haber estado a solas con ella, ¡y qué alivio era estar rodeada de gente! La noticia la llenó de la euforia que produce la súbita interrupción de un dolor físico. El mundo no era, después de todo, tan absurdo e inseguro: de vez en cuando, incluso los más desafortunados tienen un golpe de suerte. La idea le levantó el ánimo: era característico en ella sentir renovadas todas sus esperanzas al menor indicio de un cambio favorable. Al instante se le ocurrió pensar que Percy Gryce no estaba irremediablemente perdido para ella y la emoción de quitárselo a Evie Van Osburgh la hizo sonreír. ¿Qué posibilidades tenía semejante palurda si ella se decidía a hacer un pequeño esfuerzo? Miró a su alrededor, esperando ver a Gryce, pero sus ojos se posaron en cambio en el reluciente semblante del señor Rosedale, que se deslizaba entre los invitados con un aire mitad impertinente, mitad obsequioso; como si pensara que, una vez fuera reconocida su presencia, ésta adquiriría las dimensiones de la sala.

Reacia a facilitar tal expansión, Lily volvió a dirigir la mirada a Trenor, a quien su muestra de agradecimiento no parecía haber satisfecho del todo.

—Olvídese de la gratitud… No quiero que me lo agradezca, sólo tener ocasión de hablar dos palabras con usted de vez en cuando —farfulló—. Creía que pasaría todo el otoño con nosotros y apenas la he visto durante el último mes. ¿Por qué no vuelve a Bellomont esta noche? Estamos solos y Judy está de un humor de perros. Venga y alegre a este pobre mortal. Si dice que sí, la llevaré en el automóvil y su doncella puede seguirnos con sus trapos en el último tren.

Lily negó con la cabeza con un delicioso mohín de fastidio fingido.

—Ojalá pudiera… pero es imposible. Mi tía ha regresado a la ciudad y tengo que estar unos días a su lado.

—Vaya, la veo mucho menos desde que somos más amigos que cuando era usted amigo de Judy —observó él con inconsciente sagacidad.

—¿Cuando era amiga de Judy? ¿Es que ya no lo soy? ¡Qué disparates se le ocurren! Si estuviera siempre en Bellomont, se cansaría de mí mucho antes que Judy… Pero vaya a verme a casa de mi tía la próxima tarde que pase en la ciudad. Entonces podremos hablar tranquilamente y me dirá cuál es el modo mejor de invertir mi fortuna.

Era cierto que en las tres o cuatro últimas semanas se había ausentado de Bellomont con el pretexto de tener que visitar a otros amigos; pero ahora empezó a pensar que el ajuste de cuentas que había logrado evadir con esta medida había acumulado intereses en el intervalo.

La perspectiva de una charla tranquila no pareció satisfacer a Trenor como ella esperaba, ya que respondió con el ceño fruncido:

—¡Oh, no creo poder prometerle un nuevo negocio todos los días! Pero hay algo que podría hacer por mí: ser un poco cortés con Rosedale. Judy ha prometido invitarle a cenar cuando estemos en la ciudad, pero no puedo convencerla de que le invite a Bellomont; si usted ahora me permitiera traérselo, la situación cambiaría mucho para él. Creo que no le han hablado ni dos mujeres en toda la tarde y puedo asegurarle que es un sujeto con quien la cortesía resulta muy provechosa.

La señorita Bart hizo un movimiento de impaciencia, pero reprimió las palabras que estuvieron a punto de acompañarlo. Al fin y al cabo, era una ocasión inesperada y la deuda fácil de saldar y, además, ¿acaso no tenía sus propios motivos para desear ser cortés con el señor Rosedale?

—Claro, tráigale —contestó, sonriendo—. Quizá pueda conseguir que me asesore directamente.

Trenor se detuvo con brusquedad y clavó en ella una mirada que la hizo ruborizar.

—Escuche, ya sabe… Le ruego que no olvide que es un maldito patán —dijo, y ella se volvió con una ligera risa hacia la ventana abierta cerca de la cual habían estado hablando.

La habitación se había llenado y Lily tuvo ganas de espacio y aire puro. Encontró ambas cosas en la terraza, donde sólo quedaban algunos hombres aún fumando y bebiendo una copa de licor, mientras varias parejas paseaban por el prado hasta el borde del jardín, en el que ya se veían los colores del otoño.

Cuando salió, un hombre se acercó a ella desde el grupo de fumadores y Lily se encontró cara a cara con Selden. Los latidos que su proximidad siempre causaba en ella se vieron incrementados por una ligera turbación. No se habían visto desde aquel paseo dominical en Bellomont, episodio que persistía de tal modo en la memoria de Lily que no podía suponer a Selden menos consciente de él. Pero el saludo de éste no expresó otra cosa que la satisfacción que todas las mujeres hermosas esperan ver reflejada en la mirada de un hombre, y este descubrimiento, aunque desagradable para su vanidad, fue tranquilizador para sus nervios. Entre el alivio de haber escapado de Trenor y la vaga aprensión de su encuentro con Rosedale, era grato experimentar por un momento la sensación de comprensión absoluta que siempre comunicaba la actitud de Lawrence Selden.

—Esto sí que es suerte —dijo éste, sonriendo—. Me preguntaba si podría hablar contigo antes de que el tren especial se nos lleve a todos. He venido con Gerty Farish después de prometerle que no perderíamos el tren, pero estoy seguro de que continúa entregada a la sentimental contemplación de los regalos de boda. Parece considerar su número y valor como pruebas del afecto desinteresado que une a las partes contratantes.

No había el menor atisbo de turbación en su voz y, mientras hablaba, apoyado en el quicio de la ventana, dejando que sus ojos descansaran con franco deleite en la gracia de Lily, ésta sintió una débil punzada de pesar al ver que había vuelto sin esfuerzo a la actitud anterior a su última conversación. Aquella sonrisa indiferente fue un golpe para su vanidad. Ansiaba ser para él algo más que una cara bonita dotada de expresión, algo más que una diversión pasajera para su vista y su cerebro, y este intenso deseo se reflejó en su respuesta:

—Envidio a Gerty —dijo— su facultad de prestar romanticismo a todas nuestras feas y prosaicas componendas. Yo no me he repuesto desde que tú me revelaste la pobreza y escasa importancia de mis ambiciones.

Apenas hubo dicho estas palabras, se dio cuenta de su inoportunidad. Pensó que parecía ser su destino enseñar a Selden sus peores facetas.

—Yo creía, por el contrario —replicó éste—, haberte demostrado que eran más importantes para ti que cualquier otra cosa.

Fue como si la impetuosa corriente de su ser hubiera sido frenada por un obstáculo repentino que la obligara a retroceder. Lily le miró con desconcierto, como una niña ofendida o asustada: ¡su ser auténtico, que era capaz de emerger de las profundidades, estaba tan poco acostumbrado a ir solo!

Su conmovedora indefensión tocó como siempre en Selden una fibra latente de comprensión. No habría significado nada para él descubrir que su proximidad le prestaba brillantez; en cambio, este atisbo de humor sombrío que sólo él sabía inspirar pareció colocarle una vez más en un mundo aparte con ella.

—¡Por lo menos no puedes pensar de mí cosas peores de las que dices! —exclamó Lily con una risa trémula; pero antes de que él pudiera contestar, la corriente de entendimiento que fluía entre los dos fue interrumpida súbitamente por la reaparición de Gus Trenor, que se acercaba seguido del señor Rosedale.

—¡Maldita sea, Lily! ¡Pensé que me había dado esquinazo! Rosedale y yo la hemos buscado por todas partes.

En su voz había una nota de familiaridad conyugal y la señorita Bart creyó detectar en los ojos de Rosedale una descarada percepción del hecho; la idea convirtió su antipatía en repugnancia.

Correspondió a su profunda reverencia con un ligero movimiento de cabeza, especialmente desdeñoso porque intuía la sorpresa de Selden al ver que Rosedale figuraba entre sus conocidos. Trenor se había alejado y su acompañante continuó frente a la señorita Bart, atento y expectante, sonriendo por anticipado, en espera de lo que ella pudiera decirle, todo él consciente del privilegio de ser visto en su compañía.

Era el momento para tener tacto, para llenar con rapidez todas las lagunas, pero Selden seguía apoyado contra la ventana como un observador casual de la escena y, bajo el hechizo de su observación, Lily se sintió impotente para ejercer sus artes habituales. El temor de que sospechara la menor necesidad por su parte de frenar a Rosedale le impidió pronunciar las triviales frases de cortesía. Rosedale continuaba delante de ella en actitud expectante y ella seguía inmóvil y en silencio, con la mirada a la altura de su reluciente calva. Esta mirada ponía punto final a las implicaciones de su silencio.

Él se sonrojó lentamente, apoyado ya en un pie, ya en otro, manoseando la gruesa perla negra de su corbata y retorciéndose el bigote con nerviosismo; y de pronto, la miró de arriba abajo, retrocedió y exclamó, mirando de soslayo a Selden:

—Por mi honor que nunca vi un atuendo tan despampanante. ¿Es la última creación de la modista que visitó en el Benedick? Si es así, ¡no comprendo por qué no van a verla todas las mujeres!

Las palabras fueron proyectadas con fuerza contra el silencio de Lily, y ésta comprendió en seguida que su propia actitud les había dado impulso. En medio de una conversación normal habrían pasado inadvertidas, pero la pausa prolongada les confirió un significado especial. Sintió, sin mirar, que Selden lo había captado inmediatamente, relacionando la alusión con la visita que ella le hiciera en su casa. Esto aumentó su irritación contra Rosedale, pero también la convicción de que ahora o nunca era el momento de frenarlo, por odioso que fuera hacerlo en presencia de Selden.

 

—¿Cómo sabe que las demás mujeres no van a mi modista? —replicó—. ¡No me da miedo facilitar su dirección a mis amigos!

Su mirada y su acento incluían tan claramente a Rosedale en este círculo privilegiado que los pequeños ojos de éste se entornaron por la emoción y una sonrisa de experto le levantó el bigote.

—¡Por Dios que no hay razón para tenerlo! —exclamó—. ¡Aunque se compren la colección entera, usted las ganará con medio galope!

—¡Ah! Es usted muy amable y aún lo sería más si me llevara a un rincón tranquilo y me fuera a buscar un vaso de limonada u otro refresco inocente antes de que tengamos que salir corriendo para coger el tren.

Dio media vuelta mientras hablaba, permitiendo que él caminara pavoneándose a su lado entre los grupos de la terraza; todos sus nervios latían sólo de pensar qué le parecería a Selden semejante escena.

Pero por debajo de su cólera por la perversidad de las circunstancias y la ligera superficie de su charla con Rosedale persistía una tercera idea: no tenía intención de partir sin tratar de descubrir la verdad sobre Percy Gryce. El azar, o tal vez el propósito del interesado, les había alejado desde que él se marchara tan precipitadamente de Bellomont; pero la señorita Bart era una experta en sacar el máximo partido de lo inesperado y los desagradables incidentes de los últimos momentos —la revelación a Selden de aquella parte de su vida que más deseaba ocultarle— incrementaron su deseo de protección, de huida de tan humillantes contingencias. Una situación definida sería más tolerable que ser zarandeada de este modo por la casualidad, lo cual la obligaba a vigilar siempre, inquieta, cualquier posibilidad que le presentara la vida.

Dentro de la casa se respiraba un ambiente de dispersión general, como cuando un auditorio se prepara para irse después de que los actores principales hayan abandonado el escenario; pero entre los grupos Lily no pudo ver ni a Gryce ni a la menor de las hermanas Van Osburgh. La ausencia de ambos se le antojó un mal presagio, y cautivó al señor Rosedale al proponerle un paseo hasta los invernaderos del otro extremo de la casa. Quedaban invitados suficientes en la larga hilera de salones para que su salida llamara la atención, y Lily se dio cuenta de que la seguían miradas irónicas e inquisitivas que se desviaban con el mismo aire inofensivo de su indiferencia al contento de su acompañante. En aquel momento le importaba muy poco que la vieran con Rosedale; todos sus pensamientos se centraban en el objeto de su búsqueda. Pero éste no se encontraba en los invernaderos y Lily, oprimida por la súbita convicción de haber fracasado, se disponía a hallar un modo de librarse de su pareja, ahora superflua, cuando vio delante de ella a la señora Van Osburgh, ruborizada y exhausta, pero radiante de satisfacción por el deber cumplido.

Miró un momento a la pareja con la expresión benigna pero ausente de la fatigada anfitriona para quien sus invitados se han convertido en meros puntos giratorios de un caleidoscopio trepidante, pero de pronto su atención se concentró y cogió del brazo a la señorita Bart con un ademán confidencial.

—Mi querida Lily, no he tenido tiempo de hablar contigo y supongo que ahora estas a punto de irte. ¿Has visto a Evie? Te ha buscado por todas partes; quería revelarte su pequeño secreto, pero me imagino que ya lo has adivinado. El compromiso no se anunciará hasta la semana próxima… pero tú eres tan buena amiga del señor Gryce que ambos deseaban participarte su felicidad antes que a nadie.

Capítulo IX

Cuando la señora Peniston era joven, la buena sociedad volvía a la ciudad en octubre; por eso el día diez de este mes se subían las persianas de su residencia de la Quinta Avenida y los ojos del Gladiador Moribundo de bronce que ocupaba la ventana del salón reanudaban su inspección de la desierta calle.

Las dos primeras semanas después del regreso representaban para la señora Peniston el equivalente doméstico de un retiro espiritual. «Repasaba» la ropa blanca y las mantas con el mismo espíritu del penitente que explora los recovecos más íntimos de su conciencia; buscaba polillas como el alma atribulada busca flaquezas latentes. Vaciaba el último rincón de la bodega y la carbonera y, como fase final de los ritos lustrales, envolvía toda la casa en un blanco penitencial y la rociaba de expiatoria espuma de jabón.

Fue en esta fase de la operación cuando la señorita Bart volvió al atardecer de la boda de Gwen Van Osburgh. El viaje de regreso a la ciudad no había sido precisamente indicado para sosegar sus nervios. Aunque el compromiso de Evie Van Osburgh no era todavía oficial, se trataba de un secreto ya conocido por los innumerables amigos íntimos de la familia; y el tren lleno de invitados bullía de alusiones y pronósticos. Lily era plenamente consciente de su propio papel en este drama de indirectas: conocía la calidad exacta de la diversión suscitada por las circunstancias. Las vulgares formas de placer preferidas por sus amistades incluían un estridente goce de tales complicaciones: el deleite de sorprender al destino en el acto de gastar una broma pesada. Ella sabía muy bien cómo comportarse en las situaciones difíciles; conocía a la perfección la actitud que media entre la victoria y la derrota: todas las insinuaciones resbalaban suavemente por la brillante capa de su indiferencia. Sin embargo, ya empezaba a sentir la tensión de tal conducta y al final una rápida reacción la sumió en un profundo asco de sí misma.

Como siempre le ocurría, esta repulsión moral encontró un desahogo físico criticando súbitamente a su entorno. Se rebeló contra la complaciente fealdad del nogal negro de la señora Peniston, el brillo resbaladizo de las baldosas del recibidor y el olor mezclado de jabón y pulimento que la recibió en el umbral.

Las escaleras aún no estaban alfombradas y cuando subía a su habitación la detuvo en el descansillo una creciente marea de espuma de jabón. Se apartó, recogiéndose las faldas con impaciencia, y al hacerlo tuvo la extraña impresión de haberse encontrado antes en situación parecida, aunque en un ambiente distinto. Le pareció que bajaba la escalera del inmueble de Selden y, al buscar la mirada a la culpable para reprenderla por la inundación jabonosa, vio los mismos ojos que se habían cruzado con los suyos en circunstancias similares. Era la fregona del Benedick, que, apoyada sobre sus codos enrojecidos, la miraba con la misma implacable curiosidad y la misma resistencia aparente a hacerle sitio. En esta ocasión, sin embargo, la señorita Bart estaba en su propio terreno.

—¿No ve que quiero pasar? Aparte el cubo, por favor —ordenó bruscamente.

Al principio la mujer pareció no oírla y luego, sin una palabra de excusa, empujó el cubo y secó el descansillo con una bayeta húmeda, sin dejar de mirarla. Era intolerable que la señora Peniston empleara a personas como aquélla, y Lily entró en su habitación decidida a exigir que la mujer fuera despedida aquella misma tarde.

De momento, sin embargo, la señora Peniston era inaccesible a cualquier reclamación, ya que desde primeras horas de la mañana estaba encerrada con su doncella, repasando sus pieles, un proceso que constituía la culminación del drama de renovación doméstica. Por la noche se encontró igualmente sola porque su tía, que rara vez cenaba fuera, había respondido a la convocatoria de una prima Van Alstyne que se hallaba de paso en la ciudad. La casa, en su estado de orden y limpieza antinaturales, era deprimente como una tumba, y cuando Lily, al terminar su frugal cena entre aparadores cubiertos por sábanas, entró en el inhóspito salón, tuvo la sensación de haber sido enterrada viva dentro de los sofocantes límites de la existencia de la señora Peniston.